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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (79 page)

La reacción en Gerona fue compleja. Incluso personas que escuchaban cada noche a Queipo de Llano opinaban que aquello era una salvajada. El Partido Comunista cuidó del traslado de las víctimas al cementerio. Los ataúdes, de madera sin barnizar, serían todos iguales, excepto el del ruso —un hombre de cuarenta y siete años, nacido en el Cáucaso—, y la comitiva avanzaría en silencio por la orilla izquierda del Oñar. Sólo a intervalos se oiría un disco grabado en Moscú por quinientas voces masculinas, cantando a pleno pulmón el himno del Ejército Rojo.

El entierro tuvo lugar y al regreso sus seguidores, cansados, se desparramaron por los cafés, especialmente el Neutral. Cazas y bombarderos aparecían y desaparecían en el fondo de los espejos y en la mente de cada hombre.

—Dos cafés con leche.

—Yo, coñac.

Coñac, para calentar el cuerpo. David, Olga y Antonio Casal se sentaron en un rincón desde el que se dominaba todo el establecimiento y el trecho de Rambla correspondiente. Veían, junto al mostrador, a Gorki y a Teo, tostados por el sol de Huesca. En el lado opuesto, a Ideal y el Cojo, que acababan de llegar de Madrid. El humo del tabaco mediocre apestaba y Casal estaba seguro de que el tabaco contenía mucho alquitrán y atacaba los pulmones. Bajo los porches, los refugiados andaluces veían pasar con envidia a los atléticos refugiados vascos. Por la Rambla, bajaba un afilador. «¡Tijeraaaaas! ¡Cuchillos!»' La noche estaba lejos. «Se fue con Federica Montseny.» Los chavales habían robado pequeños objetos entre los escombros ocasionados por el bombardeo y en aquel momento se burlaban de un miliciano borracho que gritaba por la calle: «¡No pasarán!» Olga estaba hermosa y tan pronto miraba a Gorki, como a David, como al balcón de los Alvear. Casal parecía cansado. «La guerra…» «Los pájaros negros del fascismo…» Él aviador que perseguía a Pilar se había sentado una vez más delante de la casa, esperando.

¿Y Julio García? Julio García estaba en su alegre y radiante piso, y extremadamente ocupado. Por un lado acababa de suplicar a don Carlos Ayestarán que, si ello entraba en sus posibilidades, cuidara de que don Emilio Santos fuera restituido a la Cárcel Modelo, liberado de la checa de Vallmajor. Por otro lado, escribió una carta a Cosme Vila, pidiéndole excusas por no haber asistido al entierro. «Cayó una bomba tan cerca de mi cabeza, que todavía no me he repuesto del susto.» Por último, llamando a doña Amparo Campo le dijo, en tono amable: «Anda, preciosa. Haz tu equipaje, que nos vamos a Marsella, al Grand Hotel».

Capítulo XXXV

La orden de Franco de acabar con el frente Norte empezó a cumplirse el 8 de agosto. Terminada la batalla de Brunete, las tropas regresaron al frente de Santander, dispuestas al asalto de esta capital. Se alinearon unos cuarenta mil hombres y toda la aviación disponible. Nada se reservó al azar. En previsión de voladuras y de los bloques de piedra para obturar los túneles y las carreteras, equipos de zapadores reforzados por el ingeniero don Anselmo Ichaso en persona. En previsión de la población civil que sería rescatada y de la masa de prisioneros, camiones y más camiones de Frentes y Hospitales y de Auxilio Social, entre los cuales figuraban varios organizados por la Sección Femenina de Valladolid, que avanzaban al mando de María Victoria y de Marta. El grupo de Radiodifusión de Núñez Maza, que en el frente de Madrid había dejado ya organizados varios equipos de locutores. También Aleramo Berti, delegado fascista italiano, repartía entre las tropas revistas y folletos, en dura competición con Schubert, el delegado nazi, que viajaba renqueando bajo una inmensa pila de ejemplares de la revista
Signal
. Todo en orden.

Entre los jefes «nacionales» de la operación figuraba el coronel Muñoz Grandes, que acababa de huir de la zona «roja». El mando absoluto correspondía al general Dávila, sucesor de Mola, a quien Franco en persona había dado las oportunas instrucciones.

El optimismo era total, sin sombra. Don Anselmo Ichaso, que se decidió a incorporarse en homenaje a Germán, su hijo primogénito, caído en la ofensiva de Bilbao, profetizó que la operación apenas duraría una semana, «pues el Ejército rojo del Norte había quedado diezmado en Vizcaya». Salvatore, reincorporado a su unidad italiana, llevaba clavada en el alma la espina de Guadalajara y estaba seguro de que en Santander los suyos se cubrirían de gloria. Entre las patrullas de pilotos, esperando el momento, se alineaba la de Jorge de Batlle, procedente de Sevilla. Jorge de Batlle se había aplicado lo más posible en las operaciones del Sur ahora en el Norte tendría ocasión de vengar su orfandad. Las baterías antiaéreas habían también acudido a la cita. El comandante Plabb estaba allí. El comandante Plabb se había enamoriscado en Bilbao y le dolió recibir la orden de traslado, pero sabía que el servicio de la DCA era vital. En su extrema variedad, las tropas formaban un conjunto homogéneo.

Por supuesto, la toma de Vizcaya había acrecentado en gran escala el prestigio de los «nacionales». La propia Inglaterra se disponía a entablar negociaciones comerciales con el Gobierno de Salamanca y «La Voz de Alerta» hablaba incluso de un préstamo en libras esterlinas. Los «rojos» se defenderían, ¡claro que sí!, pero ¿con qué resultado? El general Gamir Ullibarri, nombrado jefe absoluto, apenas si se tomaba la molestia de visitar las líneas fortificadas, y las órdenes que daba desde Santander revelaban tan escasa convicción, que sus propios subordinados empezaron a llamarlo el general «ahí queda eso». Por otra parte, dicho jefe no tenía la menor confianza en los nacionales vascos que habían huido de Bilbao mezclados con las tropas montañesas y con los mineros —opinaba que los puntos de coincidencia entre el credo de dichos nacionalistas y el de las tropas de Franco eran demasiado estrechos—, y en cuanto a los asturianos, no ocultaban que su propósito más firme era retrasar el avance enemigo hasta que el invierno se echara encima de su legendaria abrupta región. Asturias. «¡Si conseguimos llegar a octubre!» El general Ullibarri no se forjaba ilusiones y en el mejor de los casos su única esperanza era que el Gobierno de Valencia desencadenase a tiempo una gran ofensiva en el frente Sur o en el frente de Aragón, descongestionan do con ello el que le había sido encomendado.

El 8 de agosto, pues, se inició el asalto a Santander y en pocas horas se demostró que don Anselmo Ichaso acertó en su vaticinio. El frente «rojo» se derrumbó. Las piezas se movían con precisión de cuerpo sano. Los soldados artilleros se colocaban en la boca una madera, mordiéndola a cada disparo. Jorge de Batlle, pilotando un Junker, con gafas de búho y rabia en el corazón, soltaba bombas pensando en Cosme Vila. La geografía de la región era ubérrima. Salvatore, disfrazado de árbol, estaba entusiasmado. Don Anselmo Ichaso les pisaba los talones a los infantes, dirigiendo el transporte de tramos de puente que se tendían con milagrosa exactitud. Santander se aproximaba. «¡Al otro lado de aquel monte!» «¡Pasados esos túneles!» «¡Debajo de aquella nube!» Los soldados avanzaban por entre ruinas. El Seminario de Comillas, profanado. María Victoria encontró una custodia en cuyo viril alguien había pegado la fotografía de Azaña. Mateo avanzaba también camino de Santander, sin la compañía de José Luis Martínez de Soria, el cual, herido levemente en Brunete, había sido evacuado a Valladolid. Mateo, cuya centuria no volvería ya al Alto del León, avanzaba hacia la capital montañesa, de donde era oriundo el jefe Hedilla, que seguía encarcelado. Mateo Santos tenía miedo. De no temer lo que pensaran los camaradas, se hubiera escondido detrás de una roca hasta que la batalla terminara. Se despreciaba a sí mismo porque sólo conseguía animarse a fuerza de coñac. «Ni la bandera, ni el recuerdo de los muertos. El coñac.»

Los temores del general Ullibarri se revelaron fundados. El jefe del Estado Mayor de la 54 División, en cuya disciplina confiaba, desapareció de pronto, a bordo de una avioneta, acompañado por todos sus ayudantes. El desconcierto fue grande. A los cuatro días de combate los batallones vascos Padura, Munguía y Arana Goiri se concentraron en Santoña, alegando que sin aviación se negaban a luchar. A los ocho días, prácticamente el ejército defensor se había entregado. Grupos dispersos retrocedían; o esperaban sentados en las carreteras o en los caseríos. El piloto Jorge de Batlle descendía en picado y hubiera querido ametrallarlos. «¡Déjalos!» En cambio Marta y María Victoria, al pasar con los Camiones, repartían chuscos de pan y botes de leche y tabaco. Don Anselmo Ichaso deseaba también salvar a aquellos hombres. ¡Serían tan útiles en los trabajos de reconstrucción! Se produjo un singular forcejeo, en el que los protagonistas, los prisioneros, no intervenían para nada. Aleramo Berti los obsequiaba con estadísticas de producción italiana y con retratos de Mussolini y del Conde Ciano. Schubert los obsequiaba con la revista
Signal
y con retratos de Hitler y del doctor Goebbels. ¿Y Núñez Maza? Núñez Maza les regalaba hermosas palabras, ejemplares de
La Ametralladora
y los retratos de Franco y de José Antonio. Los prisioneros no sabían qué hacer con tanto retrato y decidían comerse el pan, beberse la leche y fumar el tabaco. Su mirada era perforante, hasta que de improviso rompían a llorar.

En el interior de Santander reinaba la confusión. Mientras compañías enteras decidían rendirse, grupos de fanáticos proseguían su retirada hacia Asturias, dispuestos a organizarse en las montañas. En su fuga se daban cuenta de lo que significaba abandonar la riqueza ganadera de la provincia, sus factorías, el Sardinero y Cabo Mayor, la «constructora naval» de Reinosa. Al igual que ocurrió en Bilbao, fueron muchos los fugitivos que eligieron la ruta del mar. Los destructores
Ciscar
y
José Luis Díez
habían sido enviados por el Gobierno de Valencia con ánimo de levantar el bloqueo, pero se vieron obligados a retroceder. El mar volvió a poblarse de embarcaciones de todas clases que huían a Francia, intentando burlar las minas y los «bous» nacionales que vigilaban, implacables en su patrullar.

Los combatientes que optaron por deponer sus armas y esperar la llegada de los vencedores, se concentraron en la plaza de toros de Santander, hasta un número aproximado de diecisiete mil hombres. En algunos momentos, dicha plaza despertó la hilaridad general. En el centro del ruedo, los milicianos simulaban embestir, hasta que de pronto corrían a refugiarse en los burladeros al grito de «¡No pasarán!» En las gradas alternaban las risas y el silencio; mientras en lo alto, alrededor de la plaza, ondeaban doce banderas blancas.

El día 25 de agosto, Santander fue ocupado. A última hora, grupos sanguinarios acribillaron a varias familias «fascistas» que, por confusión, se habían lanzado a la calle prematuramente, gritando: «¡Viva España!»

En toda la zona «nacional» hubo tedéum, y la multitud desfiló cantando: «¡Franco, Franco, Franco!» En Bilbao, la abuela Mati dijo: «Cuando venga Jaime, me gustará que me explique por qué no se rinden todos de una vez». «La Voz de Alerta» recibió un anónimo afirmando que entre los diecisiete mil prisioneros de la plaza de los toros se encontraba el espía Dionisio, el Dionisio real.
Herr
Schubert dedicó singulares elogios a los alféreces provisionales, a los muchachos, jovencísimos algunos de ellos, que salían de las academias de Burgos, Ávila, Granada, Sevilla, Dar Riffien, etcétera, exhibiendo una estrella en el pecho. «Son bravos —había dicho el alemán—. ¿De dónde sacan tanta bravura?» Aleramo Berti intentó aclararle el enigma. Aparte las razones patrióticas, el italiano habló de la fe religiosa, citándole unos párrafos de la consagración al Sagrado Corazón de Jesús que hacían los alumnos de la Academia de Granada.

Ante el trono de tu Amor y a los pies de Mi Madre bendita le Virgen de las Angustias, venimos a postrarnos reverentemente los que, hoy alumnos, mañana seremos oficiales de la valerosa Infantería española. Tú sabes, Señor, a qué venimos. Tú sabes, Señor, que, en esta tierra bendita, la España de tus predilecciones, hay entablada una guerra terrible, en la que defendemos todas nuestras gloriosas tradiciones, que tuvieron siempre por alma el amor hacia Ti y el temor de tus divinos mandatos.

Schubert parpadeó. Al igual que le ocurría a Fanny, jamás entendería a los españoles. «¿Qué garantía tienen esos muchachos de que tal Sagrado Corazón existe, y cómo se atreven a decirle:
España de tus predilecciones
? ¿En qué aspecto España es predilecta de Dios? Y admitiendo que lo sea ¿qué opinar de ese Dios, que permite que sus elegidos se maten de esa manera?»

Aleramo Berti le replicó:

—No nos metamos en honduras. —Luego añadió—: Mi madre le contestaría a usted que la muerte no es muerte sino paso a una vida mejor.

La abuela Mati preguntó a sus hijas Josefa y Mirentxu: «Y ahora ¿qué harán con los prisioneros?» Nadie lo sabía. Por de pronto, los vencedores buscaban en la capital «liberada» los responsables de los desmanes cometidos. Pero ocurría que la mayoría de estos responsables habían huido. ¿No perjudicaría ello a los diecisiete mil prisioneros? Tal vez sí; y tal vez perjudicase incluso a los componentes de los batallones Padura, Munguía y Arana Goiri. Por supuesto, había empezado en el acto la criba, la clasificación. Auditoría de Guerra seguía a las tropas y su mecanismo jurídico funcionaba con rapidez y contundencia, aparte de las patrullas que ejercían por su cuenta y riesgo la labor llamada «de limpieza». En el sector de Toledo, dicha Auditoría fue tan implacable, firmó tantas sentencias, que los encartados la llamaban: «la columna Watermann».

Schubert sabía lo que iba a ocurrir, pues no perdía detalle y conocía la costumbre. Un determinado número de prisioneros serían fusilados a consecuencia de denuncias. Otros prisioneros serían llevados a pelotones de castigo. Otros conseguirían que un pariente o un amigo los garantizara como «adictos al Movimiento Nacional» y se incorporarían normalmente al Ejército victorioso. Otros reforzarían los batallones de trabajadores con los que don Anselmo Ichaso se había encariñado.

* * *

Muchas personas estimaron que el frente Norte se había acabado virtualmente y entre ellas se contaba el eufórico Núñez Maza. Núñez Maza organizó a través de Radio Salamanca una serie de emisiones que destilaban júbilo, amenizadas con canciones vascas y santanderinas, con lectura de textos de Unamuno y de Pereda y con pronósticos temerariamente optimistas. Otra gente, en cambio, se mantenía a la expectativa… Y el que más, «La Voz de Alerta». No en vano el dentista era uno de los jefes del Servicio de Información. Ello le valía tener sobre la mesa del despacho, además del nombre de la ciudad de origen de Dionisio, la edad de éste y una serie de datos según los cuales las esperanzas del general Ullibarri de una ofensiva «roja» en otro frente iban a verse satisfechas inmediatamente, antes que pudiera iniciarse el ataque a Asturias. Estos datos le habían llegado a «La Voz de Alerta» a través de la red normal de enlaces que, partiendo de Madrid, llegaba, en cuestión de veinticuatro horas, a San Sebastián. El informe no dejaba lugar a dudas: los «rojos» iban a desencadenar una operación masiva en Aragón, sector de Belchite; con el propósito de ocupar, ¡oh, el recuerdo de Durruti!, a Zaragoza y desmoronar todo el dispositivo. Para ello habían reagrupado todas las fuerzas supervivientes de Brunete, transformando en mixtas las Brigadas Internacionales, y habían alineado todo el Ejército, perfectamente intacto, de que Cataluña disponía. «La Voz de Alerta» había enviado a Salamanca toda la información, pero temía no llegar a tiempo. Particularmente estaba muy inquieto, pues precisamente en el sector de Belchite, en el pueblo de Codo, se hallaba de, guarnición el Tercio de Nuestra Señora de Montserrat, el de los requetés catalanes, con una serie de muchachos gerundenses, entre ellos, Alfonso Estrada, que llevaba en la manga los galones de sargento. La experiencia le había demostrado que la primera embestida era siempre incontenible e implicaba el sacrificio de las fuerzas avanzadas de defensa. ¿Qué quedaría de aquellos conciudadanos aparte el recuerdo de su heroico sacrificio?

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