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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (81 page)

Naturalmente, su mayor preocupación era la cárcel. El primer día que se dirigió a Ondarreta se extasió ante el espectáculo de la Concha, la bahía de San Sebastián, en cuyo extremo oeste, a los pies del monte Igueldo, se erguía el edificio penitenciario. Parecía imposible que en paraje tan bello hubiera gente detrás de las rejas, condenada a morir. Además, en el camino no pudo menos de evocar su fracaso en la cárcel de Gerona en 1934. ¡Fracaso del que se declaraba culpable! Porque era caprichoso, porque vivía sometido a imprevisibles cambios de humor, porque 'era sin duda antipático. ¿Cómo explicarse, si no, que en todo el tiempo que había residido en Pamplona no hubiese recibido más allá de un par de visitas de fugitivos de Gerona? ¡Con los que pasaron por la ciudad! Algo había en su figura que levantaba hostilidades.

Sus primeros contactos en Ondarreta lo desanimaron todavía más. Ya el director le advirtió: «Es gente de armas tomar». El Confiaba por dentro en la intervención de la Gracia. «Todo lo puedo en Aquel que me conforta.» Comprendía que a un combatiente «rojo» que iba a morir era muy difícil hablarle de Dios. «¡Son los servidores de tu Dios los que me van a fusilar!» Pero se decía que, con apuntarse un éxito, uno sólo, su empeño estaría salvado.

Los condenados pasaban la última noche en el primer piso, en celdas individuales, a través de cuya ventana se veía y se oía el rumor del mar. Cada ola les parecía su propia respiración. Algunos se obsesionaban pensando: «Me quedan, aproximadamente, tantas respiraciones»; o bien: «Me quedan tantos latidos». Era doloroso y terrible saber que, después del alba, cuando ellos ya no estuvieran, por muchos años y siglos el mar seguiría latiendo allí, latiendo, y respirando.

«Gente de armas tomar…» Gente que había tomado arma, pero que ahora se encontraba absolutamente pobre e indefensa, esperando el amanecer. Mosén Alberto comprobó muy pronto que su aparición en el umbral de la celda despertaba una mirada de odio que a veces llegaba al paroxismo. Por regla general, era imposible precisar la edad de los condenados. Los había que no pasaban de los treinta años y parecían viejos, y los había cincuentones con aire juvenil. No llevaban traje carcelario. ¿Para qué? Pero habían sido despojados de todos los objetos y emblemas. En las celdas, además de la ventana, había un camastro y una silla. En las paredes, a semejanza de los calabozos que ocuparon el comandante Martínez de Soria y sus oficiales, había nombres y fechas grabados torpemente.

El saludo de los condenados solía ser:

—¡Lárgate!

O bien:

—¡Vete ya, cura sarnoso! ¡Perro!

La mayoría añadían: «¡Déjame morir en paz!» Querían morir en paz. Pronunciaban la palabra paz. Sabían que ninguna lápida rezaría para ellos: «Descansen en paz». Los detenidos de Ondarreta eran los apresados en alta mar, entre Bilbao y la costa francesa. Los desembarcaban en el puerto de Pasajes, desde donde eran conducidos a San Sebastián. Los juicios eran más o menos rápidos, según hubiera o no celdas libres. Mosén Alberto acostumbraba a porfiar, intentando una segunda visita e incluso una tercera, pretextando que se ponía a su disposición por si deseaban comunicar algo a algún pariente o amigo. «Diles que me han matado con mucho cariño.» «Quieres sacarme las señas, ¿no? Para ir luego por ellos.» De pronto, mosén Alberto veía acercársele el condenado. No era raro que recibiera en pleno rostro un salivazo, o un puñetazo, o que le largaran un puntapié. Los centinelas tenían orden de no intervenir y más de una vez lo habían visto rodar por el suelo, molido como una pelota. En estas ocasiones, el sacerdote tanteaba un momento a su alrededor, como si buscara las gafas, y luego se levantaba hipando. Su cara quedó desfigurada el primer día. Había sangrado muchas veces por la nariz. ¡Cuánto le costaba afeitarse! ¡Si lo vieran las monjas de San José! Una mujer de Cangas de Onís llegó a más. Se le acercó sin pronunciar una palabra y de pronto le pegó una patada entre los muslos. Mosén Alberto cayó fulminado, sin sentido, y fue llevado a la enfermería pálido como un cadáver.

Cada noche mosén Alberto regresaba a su piso con el alma más rota que el cuerpo. «No soy digno de conseguir una conversión.» «La Voz de Alerta» se reía de sus escrúpulos: «¿Qué va usted a esperar de esa gentuza?» Javier Ichaso acariciaba sus muletas y no le decía nada. Mosén Alberto le era simpático porque perdía tanta sangre por la nariz. Sin embargo, el día de la toma de Gijón, el sacerdote los dejó boquiabiertos. Les dijo que, más que a los condenados, compadecía a tres o cuatro muchachos jóvenes, huidos de la zona «roja», que cada día se ofrecían voluntarios para las ejecuciones. «Lo pasan en grande. Ésos sí me inspiran compasión.»

Entre todas las entrevistas que le tocaron en suerte, diversas como granos de arena, dos habían de conmoverlo de un modo especial. Al término de ellas mosén Alberto se preguntó: «¿Cómo puedo yo ser depositario de secretos tan sencillos y entrañables?»

La primera lo enfrentó con un capataz de los astilleros de El Ferrol acusado de «gravísimos y reiterados sabotajes en la reparación de buques». Hombre bajito y acobardado, que no se hacía a la idea de que iba a morir y que se había pasado veinticuatro horas seguidas escribiendo una carta. El capataz le contó a mosén Alberto de pe a pa lo ocurrido. Era cierto lo de los sabotajes, ¡él fue siempre republicano!, pero también lo era que en El Ferrol fue condiscípulo de Franco. «Vivíamos en el mismo barrio y fuimos juntos al colegio. Éramos amigos, no miento. Yo tenía un año más que él y lo llamaba Paco. Los dos queríamos ingresar en la Marina, pero se suspendieron los exámenes y él se fue a la Academia de Infantería de Toledo y yo me desanimé y entré en los astilleros. ¡Los jueces no han querido escucharme! Y digo la verdad. Era amigo de Franco y estoy seguro de que no me ha olvidado, de que se acordaría de mí. Páter, ¿no podría usted conseguir…? ¡Estoy seguro de que si él supiera…!»

Mosén Alberto, después de hablar con el oficial de guardia, transmitió al detenido la negativa inapelable. «Lo siento…» El hombre rompió en sollozos y por fin, dominándose, le habló a mosén Alberto de lo mucho que él amaba a su mujer. «He escrito una carta para ella. Hágala llegar a sus manos, por favor. Vive en El Ferrol, calle de Colombia, 27. Tome usted…» La carta era de quince páginas, con letra temblorosa. «Ha sido para mí la mejor compañera, ha perdonado todos mis errores. La quiero. En la carta se lo digo. La quiero.»

La carta tembló también en las manos de mosén Alberto, porque éste sabía que la mujer del capataz no se encontraba en El Ferrol, sino en aquella misma cárcel, en el mismo piso, acusada de complicidad reiterada y grave en las acciones de su marido. Habían sido detenidos en alta mar, en embarcaciones distintas. La mujer también sería ejecutada al amanecer.

Mosén Alberto le preguntó al capataz, con discreción, si quería confesarse. El hombre negó con la cabeza. «No, no. Sólo deseo que envíe la carta a mi mujer.» El hombre se aproximó a la ventana y contempló el mar, el mar para el que tantos barcos había construido. Mosén Alberto se despidió de él. «Hasta el amanecer, no me moveré de este piso. Si necesita algo más, avíseme.»

Y el sacerdote se dirigió a la celda en que esperaba la mujer. 'Esta, al verle, se levantó colérica. Parecía menos derrotada. «¡Márchese, márchese usted!» Mosén Alberto le dijo que lo único que pretendía era ofrecerse por si deseaba comunicarse con alguien. «Si quiere usted que entregue a alguien algún objeto, o…»

La mujer dulcificó su semblante. Marcó una pausa. Sí, le entregaría una carta. Una carta para su marido, que fue durante años y años capataz en los astilleros de El Ferrol. «Ahora está en Francia. Pudo escapar. Estará en Burdeos; ya le daré las señas.» Mosén Alberto se contuvo. «¿Tiene usted papel y pluma? —preguntó—. ¿No? Se lo traigo en seguida.»

Mosén Alberto salió y regresó al punto con lo prometido. La mujer lloriqueaba, mirando el suelo. Por más que quisiera le sería imposible decirle a su marido, por carta, lo mucho que lo había amado siempre. «Le amo, ¿sabe usted? Ha sido siempre bueno conmigo. Le amo, le amo… Le escribiré, le escribiré hasta que llegue el momento en que esos canallas…»

Mosén Alberto, con tacto, la interrumpió:

—No me moveré de este piso. Si necesita usted algo más, avíseme.

Mosén Alberto guardó para sí el secreto de las dos celdas, separadas una de otra no más de cuarenta metros. Y cuando la luz del alba penetró por los ventanales y el mar se desperezó, el sacerdote, arrodillado en la Administración de la cárcel, rogó para que aquel hombre y aquella mujer encontraran en el seno de Dios la deseada clemencia y pudieran, en El, a través de Él, pasarse la eternidad contándose uno al otro lo mucho que se amaban.

Poco después, en la misma playa, frente al edificio de Ondarreta, el cura gerundense quemó los dos sobres y con las manos sepultó las cenizas debajo de la arena.

* * *

Fuera de la cárcel, fuera de Ondarreta, mosén Alberto había de vivir otra escena menos sencilla, pero igualmente entrañable. Otro sentenciado a muerte: un sacerdote vasco, escondido en una pensión, en la que fue localizado por unos requetés, entre los que figuraba Javier Ichaso.

Mosén Alberto, en el Buen Pastor, había oído hablar de aquel sacerdote, fanático y separatista. Se llamaba José Manuel Iturralde y había nacido en Erandio. Todos los sacerdotes de San Sebastián le conocían y conocían sus ideas. Perteneció durante mucho tiempo a la «Solidaridad de Obreros Vascos». En los primeros días de la guerra, estimuló a los
gudaris
a combatir. En pleno combate por la ocupación de Guipúzcoa, unos soldados del coronel Beorlegui lo habían visto en Peñas de Ayala, disparando furiosamente con una ametralladora.

Todas las pesquisas para dar con él habían fallado, hasta que los requetés le sorprendieron en su escondrijo, una noche clara, clara sobre los tejados de pizarra y la bahía, precisamente la noche en que Gijón se rindió. Javier Ichaso, el más ducho en cuestiones de legalidad, sabía que, de entregar al sacerdote oficialmente, de denunciarlo a las autoridades, intervendría el obispado y el expediente se eternizaría. Animado de una extraña exaltación, que en el hijo de don Anselmo Ichaso solía coincidir con el dolor por su pierna ausente, el muchacho invitó a sus camaradas a abreviar las formalidades, a obrar por cuenta propia. La idea fue aceptada ¡cómo no! El sacerdote no opuso la menor resistencia y se dejó esposar las muñecas; pero les suplicó que le permitieran confesarse.

Los requetés vacilaron, hasta que Javier Ichaso estimó: «Está en su derecho».

De ahí que mosén Alberto fuese arrancado de la cama a las dos de la madrugada. El cura gerundense, sin saber de qué se trataba, siguió a sus dos acompañantes armados y se personó en la pensión. Allí, sin apenas preámbulo, se encontró a boca de jarro con el reverendo José Manuel Iturralde, el cual vestía de paisano. Los requetés dejaron solos a los dos sacerdotes. El reverendo José Manuel Iturralde tenía un aspecto vigoroso y enérgico, con las mandíbulas autoritarias. Sus muñecas habían sido esposadas. Mosén Alberto, al saber de quién se trataba, experimentó aguda inquietud. Inclinó la cabeza y pensó en Javier Ichaso y en lo atroz que era aquello.

—Es usted catalán…

—Para servirle.

El reverendo José Manuel Iturralde tuvo el valor de sonreír, recordando que pocas semanas antes él había confesado, en circunstancias parecidas, a dos requetés que los
gudaris
sorprendieron en trance de volar un polvorín. Mosén Alberto no acertó a corresponder a la sonrisa. Mosén Alberto no lo podía remediar; siempre le desasosegó profundamente confesar a otro sacerdote, Y en esta ocasión, viéndolo de paisano, más todavía.

El reverendo José Manuel Iturralde dijo, cediéndole el paso:

—Cuando quiera, estoy dispuesto.

Mosén Alberto avanzó hacia el centro de la estancia, donde había una silla, sin duda preparada. Se detuvo un momento, como para concentrarse en Dios. Luego, componiéndose con poca destreza la sotana, se sentó, colocándose de perfil. Y acto seguido oyó a su izquierda el sonoro golpe de las rodillas del penitente al chocar contra el suelo.

—Ave María Purísima…

El reverendo José Manuel Iturralde tenía ya hecho el examen, minuciosamente. Sin embargo, no acertaba por dónde empezar. Su cabeza colgaba sobre el regazo de mosén Alberto, quien se había cruzado de brazos con excesiva energía, dificultándose la respiración. El penitente, de pronto, evocó su primera confesión en Erandio. Tampoco supo por dónde empezar… Tenía entonces siete años. El confesonario lo mareó, pues olía a rapé. En aquella ocasión se acusó de no querer lo bastante a su padre y a su madre; ahora la estancia olía a otoño y a mosén Alberto y tenía que confesarse de no haber amado lo bastante a Dios.

Sí, éste era su pecado, el resumen de su vida culpable. Del resto, no acertaba a arrepentirse. Así se lo dijo a mosén Alberto, con voz tan ungida que pudo pensarse que hablaba en latín. Era cierto que tenía «antecedentes separatistas» y que lo identificaron en Peñas de Ayala mientras manejaba con rabia una ametralladora. Los servidores de esta arma habían muerto y él sin pensarlo más los sustituyó, en pleno combate. Creía que la causa era justa y seguía creyéndolo. Siempre entendió que el sacerdote debía estar de parte de los obreros y, pese a los desmanes y errores que éstos cometieran, opinaba que el pueblo vasco acabaría por imponer su sentido común y su tendencia a la solidaridad, en tanto que del lado de Franco inevitablemente no podía esperarse otra cosa que el predominio de los poderosos. «No puedo arrepentirme de lo que hice, no puedo.» Sabía que gran parte de la jerarquía española había bendecido la rebelión militar; tampoco podía arrepentirse de haberla desobedecido en este aspecto, pues precisamente uno de los obispos que habían rehusado firmar la Pastoral fue el suyo, el de Vitoria. Por otra parte, era la eterna ofuscación. Los obispos españoles cedían ante el más fuerte, como siempre, al revés de lo que hacía el clero alemán, que le plantaba cara al propio Hitler.

—Así que, reverendo padre, de lo único que me acuso es de no haber amado a Dios sobre todas las cosas. En conciencia reconozco que sólo he conseguido esto en algunos momentos de mi vida. Normalmente he vivido pensando en mí y en otras personas, en mí y en mi prójimo. —El reverendo José Manuel Iturralde iba bajando la cabeza cada vez más—. Y también en el pueblo vasco. Esto ha sido… como una obsesión. Incluso al celebrar, no sé, casi siempre he pedido algo, en vez de adorar. He pedido por los demás y por el pueblo vasco. Ahora he de presentarme ante Dios. Dentro de poco he de presentarme ante Dios y tengo miedo. Algunas mañanas, en el altar, me atemorizaba pensar que Dios me visitaba; hoy me atemoriza mucho más saber que voy a visitarle yo. Y me cuesta renunciar a esta vida. Soy joven, compréndalo, y quería trabajar mucho. Quería vivir. Y me cuesta perdonar, aunque me doy cuenta de que ya lo estoy consiguiendo… Sí, perdono a quienes me han condenado y van a disparar contra mí. Y vuelvo a acusarme de haber pospuesto el amor de Dios. En cuanto a mi vida pasada… no sé. Desde que fui ordenado, muchas veces cedí a la tentación de la gula. Muchas veces, eso es. Y otras muchas he sido soberbio. Me sentía fuerte… y pecaba de soberbia. Me arrepiento ante Dios. Y le pido perdón por tener miedo. Y… nada más.

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