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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (85 page)

José Alvear no concebía que la guerra pudiera perderse. Para él, el anarquismo era biología y nada podría detenerlo. Ni siquiera lo alarmaron los sucesos de mayo en Barcelona; la FAI seguiría siendo la FAI, y la mirada del Responsable seguiría siendo de acero. Pero el drama de las Brigadas Internacionales le parecía de mal agüero. José Alvear había sido de los pocos anarquistas con caletre suficiente para reconocer que aquellos voluntarios, aunque encuadrados en la odiada disciplina comunista, cuando la batalla de Madrid llegaron con milagrosa oportunidad. «Eso no se puede negar.» De ahí que, si bien personalmente anduvo con ellos a puñetazo limpio en más de una ocasión, por dentro le inspiraban respeto. Ahora, pues, le dolía que a raíz de la derrota de Brunete se los sometiera a un régimen de esclavitud; que a la menor falta se los mandara a batallones disciplinarios o a campos «de concentración», uno de los cuales, el de Júcar, a cuarenta kilómetros de Albacete, le había puesto al capitán Culebra la carne de gallina; que ningún consulado ni Embajada pudiera ampararlos, en caso de enfermedad o atropello, por haber sido despojados del pasaporte; que estuvieran, en fin, a merced del caprichoso André Marty o de cualquier jefe cobarde. Por añadidura, el doctor Rosselló le comunicó a José Alvear que una epidemia de paperas había afectado a varios de sus batallones.

El capitán Alvear estaba de mal humor y cuando se dirigió al Hospital Pasteur a darle a Ignacio la maravillosa noticia —«anda, prepárate, que nos largamos ahora mismo»— el muchacho caminaba por Madrid como un sonámbulo, pisando las letras UHP de las aceras y abriéndose paso entre las colas como orugas que había aquí y allá, donde las mujeres andaban a la greña y se picaban las crestas. El hecho de que el Hospital Pasteur correspondiera precisamente a las Brigadas Internacionales le resultaba molesto. «Ignacio y sus compinches habrán hecho ahí de las suyas. En vez de vitaminas o calcio, habrán llenado las jeringas de lejía o algo peor.»

Por suerte, José Alvear disfrutaba de una insobornable capacidad de reacción. Apenas se encontró en la celda de Ignacio y de Moncho, frente por frente a su primo, que lo miraba con el alma prendida de un hilo, sonrió. Se reía de sí mismo. «¡Pasando un fascista a los nacionales! ¡Lo que faltaba! ¡La repanocha!»

Ignacio estaba encogido con adulación y su bata blanca despedía destellos.

—Empezaba a desconfiar.

—No me conoces.

José Alvear quería aparentar que seguía siendo el mismo. Echó una ojeada a la habitación, y al ver en la mesilla de noche el reloj de arena de Moncho, preguntó:

—¿Tuyo el chismecito?

—No. Es del amigo de que te hablé.

—Ya…

Ignacio se levantó.

—¿Dices que ahora mismo?

—Sí.

Ignacio se quedó inmóvil un momento.

—Dime una cosa. ¿Qué es lo que te ha decidido a ayudarme?

—He pensado que tú lo harías por mí. —Dicho esto, José sonrió, al tiempo que levantaba el índice y lo movía en signo negativo, agregando—: Nada de esto. Te prefiero al otro lado, ¿comprendes?

—No, no comprendo —respondió Ignacio.

—Es fácil. Allá te darán un fusil y… ¿a ver las manos?, eso es, no creo que saques de él gran partido. En cambio, aquí, en el Hospital…

Ignacio se recobró.

—He cumplido con mi deber.

—Me alegro.

Bajo el gorro de capitán, los ojos de José Alvear eran tan negros como sus uñas. Ignacio optó por no embrollar la situación.

—Te agradezco lo que haces.

—¿Eh? No mientas. Ya no sabemos ni agradecer.

Ignacio se pasó la mano por la frente. Le pidió a José cinco minutos para dar un recado y salió del cuarto. Buscó a Moncho y lo localizó afeitándose. En dos palabras lo puso al corriente y Moncho, sin dejar de afeitarse, sonrió con amargura.

—¿Por qué no tendré yo también un primo dinamitero?

Ignacio le dijo:

—Te espero, Moncho… Estoy seguro de que encontrarás la manera.

—¡Claro que la encontraré! Antes de una semana estoy contigo.

—Me duele horrores dejarte.

—No te preocupes. Y que tengas suerte…

Ignacio miró a Moncho en el fondo del espejo.

—No olvides las señas de Marta, en Valladolid…

—No las olvidaré.

—Toma. ¿Echarás estas postales al correo?

—Naturalmente.

Ignacio le puso una mano en el hombro.

—Adiós, Moncho.

—Adiós.

Ignacio se separó de su amigo y regresó a su cuarto. Los largos pasillos blancos le parecían laberintos que querían retenerlo. ¡A la España «nacional»! Cruzó la sala del Negus, que estaba durmiendo. Varios enfermeros lo saludaron afectuosamente. «¡Eh, catalán!»

Ignacio se detuvo un momento y miró una por una las camas.


Au revoir
!

José le esperaba en el cuarto, absorto ante los mapas anatómicos de Moncho.

—¿Es médico tu amigo?

—Ya te lo dije. Es anestesista.

Ignacio cogió dos pañuelos y tabaco. Tenia miedo. Le invadía un miedo de color verde.

—¿Me llevo algo…?

—La pistola.

—No tengo pistola.

—¡Vaya! —José miró a su alrededor—. Cuanto más ligero, mejor.

* * *

La costumbre era pasarse en plena noche o al despertar el día, cuando la torpeza de la luz amodorraba la mira de los centinelas y el paisaje. Pero José decidió lo contrario. Decidió pasar a Ignacio a última hora de la tarde. Ello los obligó a acelerar la marcha en dirección al barrio de Usera, que era el que José conocía mejor. Subieron a un tranvía y al apearse en la parada que les correspondía, una espesa alfombra de cáscaras de cacahuetes crujió bajo sus pies.

Cuando el sol empezó a declinar se encontraban tras unos sacos terreros, en el fondo de una trinchera abandonada. José se había presentado al jefe del sector, un hombre menudo y de piernas combadas, habló con él un momento y el jefe se despidió de él y de Ignacio diciendo: «¡Salud!» José llevaba, ocultos, unos pequeños prismáticos. Los sacó y miró el terreno de enfrente, mientras Ignacio, siguiendo instrucciones de Moncho, se llevaba a la boca terrones de azúcar.

En un momento dado se les acercó un miliciano y cuadrándose ante José le preguntó:

—¿Deseas algo?

—Nada —contestó el capitán Alvear—. Puedes irte.

Otra espera. Ignacio tenía frío y se oían disparos sueltos. A la media hora escasa, José ordenó:

—¡Hale, andando! Es el momento. —Y penetró por un túnel de cemento que se abría a su izquierda, en el interior del cual encendió una lámpara de bolsillo.

Ignacio penetró agachado en la galería, sin atreverse a santiguarse. No veía más que la negrísima espalda de José. Se despedía de todo un mundo e iba a irrumpir en otro nuevo. Toda la guerra, Gerona y sus veinte años intensos se le agolpaban en las sienes. Su primo carraspeaba de vez en cuando y cada vez que tropezaba con una piedra barbotaba: «¿Por qué tendrá uno familia?»

Les bastó con andar un cuarto de hora. Apareció a su derecha un boquete, por el que José asomó la cabeza. «Libre», dijo. José salió y detrás de él salió Ignacio. El crepúsculo era lento y triste. Noviembre se había convertido en lentitud. A pocos metros, restos de un tanque francés.

—Tierra de nadie —aclaró José—. Detrás de esa loma… están los tuyos.

El corazón de Ignacio golpeó.

—¿Tan cerca?

—Casi pueden oírnos. —José miró a Ignacio—. Yo me quedo aquí. Tú sigue, sigue agachado, siempre a la sombra. Cuando llegues a aquel recodo, te paras y llamas a la guardia diciendo que te pasas.

—¿Qué guardia?

—¿Cuál va a ser? A los moros, que están de centinela.

—Ya.

José se pasó la mano por la cara.

—Cuando llames, levanta los dos brazos, ¿entiendes? Para que vean que no llevas arma.

Ignacio asintió.

—¿He de cruzar terreno batido?

—Sólo unos metros. Pero tendrás suerte.

Ignacio se volvió hacia su primo. Ignacio llevaba uniforme con brazal de Sanidad. Había perdido el gorro no sabía dónde.

—Gracias, José. Que Dios te proteja.

—¡Bah!

Ignacio le ofreció la mano. José se la estrechó, pero parecía impacientarse.

—¡Hale, hasta la vista! Clava el tacón.

Ignacio le dio la espalda y echó a andar. Clavaba el tacón, pero pese a ello resbalaba por la ladera. De vez en cuando se volvía y veía a José impávido, en la boca del túnel. «Que Dios te proteja», repitió para sí.

Un cuarto de hora después el vértigo de Ignacio había llegado al paroxismo. Se encontraba rodeado de moros, que al hablar emitían extraños chillidos y que lo amenazaban con la culata del fusil. El muchacho había gritado: «¡Que me paso!», y a la vista del centinela había avanzado con los brazos en alto, en forma de cuernos de caracol. Pero de pronto los moros se apelotonaron esperándolo y armando ruido como el primer día del Ramadán. Lo llamaban «rojo» y parecía que iban a disparar.

Ignacio, cortada la respiración, siguió avanzando y, una vez franqueada la alambrada, multitud de manos morenas cayeron sobre él cacheándolo.

—¡Rojo! ¡Rojo!

Uno de los moros sostenía el carnet de Ignacio, de la UGT, y le daba vueltas sin parar.

—¡Soy de los vuestros! ¡Me he pasado! ¡Me he pasado!

Le dieron un culatazo e Ignacio se volvió estupefacto. Jamás hubiera imaginado semejante recibimiento.

—¡Rojo! ¡Rojo! ¿Hasta cuándo duraría la zarabanda?

Duró hasta que se presentó un alférez del Ejército, con uniforme impecable, y sorprendentemente joven. Se parecía un poco a Octavio, el falangista de Gerona.

—¿Qué es eso, qué ocurre?

Ignacio le miró suplicante.

—Acabo de pasarme.

Un moro tendió al oficial el carnet de Ignacio. «Veinte años, empleado de Banca, soltero, UGT.»

—¿Eras de la UGT?

—Era obligatorio sindicarse.

—¿Por qué te pasas?

—Yo… —Ignacio no sabía qué decir—. Es que… —Le dolía exhibir sus heridas—. Me mataron un hermano.

—¿Dónde?

—En Gerona.

—¿Cómo se llamaba?

—César. —Ignacio añadió—: Era seminarista.

El oficial cabeceó.

—¿Hay en esta zona alguien que pueda garantizarte? ¿Conoces aquí a alguien?

—Sí. En Valladolid. En Valladolid vive mi novia con su madre, viuda del comandante Martínez de Soria.

—¿Y el comandante?

—Fue el jefe de la sublevación en Gerona. Los rojos lo han fusilado.

—Ya… —El oficial dulcificó su semblante—. Vente conmigo.

Unos minutos después Ignacio se encontraba en un barracón de madera alumbrado por un petromax, rodeado de gorros estrellados.

Ignacio fue presentado al comandante del sector, quien le pidió las señas de Valladolid.

—Filipinos, once —dijo Ignacio.

—Cursaremos un telegrama y esperaremos respuesta.

Al oír la palabra telegrama, Ignacio sonrió.

Le sirvieron café, que le supo a gloria. Los oficiales exhibían amplios capotes. Ignacio quería ser feliz y no lo conseguía. «Los militares garantizan el orden», le había dicho Moncho. ¿Sería ello cierto?

El comandante se quedó a solas con él y le interrogó sobre su persona y sobre la zona «roja». Ignacio le contó que estuvo en el Hospital Pasteur.

—¿Estudias Medicina?

—Nada de eso. Me enchufé allí.

—¡Ah, claro! —El comandante añadió—: Un caos terrible todo aquello, ¿no?

Ignacio lo miró.

—¿Un caos…? El hospital, no. Al contrario. El médico director es un gran cirujano.

El comandante hizo un mohín.

—Ya… —Luego añadió—: ¿Y qué tal les ha sentado la derrota del Norte?

Ignacio contestó:

—Desde luego ha sido un golpe.

—¿Nada más que eso?

—Pues, no sé… Creo que preparan una gran ofensiva.

Ignacio se dio cuenta en seguida de que aquel hombre no tenia la menor idea de lo que era la zona «roja». Y lo más probable es que les ocurriera lo mismo al resto de los oficiales. Eran dos mundos separados por un tajo brutal, y en los meses transcurridos cada bando se había formado una cómoda imagen del bando opuesto.

—Los internacionales… unos bestias. ¡Supongo! —apuntó el comandante.

Ignacio no sabía mentir.

—Los hay bestias, sí, señor… Pero en mi hospital, por ejemplo… El jefe miró de nuevo a Ignacio.

—¿Tampoco esta vez he hecho diana?

—Esta vez, sí, señor —admitió Ignacio.

El muchacho tiritaba y el cabo furriel trajo para él un flamante capote gris, sin mangas, con el que Ignacio se cubrió emocionadamente, pues en cierto modo la prenda sepultaba toda su vida anterior.

—A la orden —dijo. Y el cabo furriel le hizo un guiño amistoso y se fue.

El telegrama de Valladolid llegó a las dos horas escasas e Ignacio escuchó muy pronto la voz liberadora.

—Todo en regla. Te daremos un pase y cuando quieras podrás irte a Valladolid. Allí te presentarás al cuartel.

—¡Muchas gracias! ¿Me devuelven el carnet de la UGT? Será un recuerdo.

—Toma.

¡Libre, libre para ir en busca de Marta! Una hora después, salía hacia Ávila en un camión del Parque Móvil. Allá en lo alto se estaba preparando una gran luna de color monjil. El chófer del camión, después de tragarse un bocadillo, se puso a cantar: «La Cucaracha, la cucaracha…» Ignacio recordó… Y, repentinamente excitado, contestó: «¡…ya no puede caminar, porque le falta, porque le falta la patita de detrás!»

Una gran carcajada a dúo rubricó el último verso en la cabina del camión, mientras fuera el paisaje soñaba que era eterno.

* * *

Ignacio pernoctó en Ávila y al día siguiente se dirigió a Valladolid por ferrocarril. El tren repetía: «Marta, Marta…» A veces, Ignacio intercalaba «te quiero». Iba mirando en torno suyo con jubilosa expectación. Había comprado un periódico. ¡Qué raro el formato, los tipos de letra, los titulares! De pronto ¡un alemán! Subió al tren un soldado alemán, de mejillas sonrosadas. Los pasajeros lo observaban con disimulo y él procuraba no molestar. La cruz gamada relucía en su pecho. Ignacio le envidió las recias botas que llevaba.

El paisaje que los circundaba era muy distinto del equilibrado de la provincia de Gerona. Se acordó de una definición leída en alguna parte: «Castilla es la naturaleza en construcción.» ¡Si alguien le hubiera dicho que en Ávila, donde durmió ; e encontraba Mateo haciendo los cursillos de alférez! Mateo debía de gozar lo suyo con aquellos colores, con aquellas banderas…

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