Un mundo para Julius (24 page)

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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Novela

—«Una prenda de vestir»: perfecta asistenta social... Sigue Susan.

—Señores, lamento... —¡Sigue Susan!

—A veces les dábamos dinero, pero sólo en caso extremo y había que consultar con el párroco antes. Cuesta trabajo no darles dinero porque siempre piden y son tan convincentes en lo que dicen al pedir. Pero, a la larga, el párroco debe tener razón; no quiere mendigos. Por eso es tan agradable su parroquia: nunca hay mendigos en la puerta y uno puede entrar tranquila a misa; no es como en el centro, en la... no, creo que eso no lo debo decir.

—¡Dilo Susan! ¡Denuncia! ¡Coraje mujer!

—¡Juan! ¡Darling! ¡ya basta!... Se les ayuda a conseguir trabajo y a resolver sus problemas de matrimonio, litigios...

—«¡Litigios!» ¡Perfecto! Mira a Julius: se le van a salir los ojos. «¡Litigios!»

—Es como si no te oyera, darling... —No me mires así, Susan... —Podemos seguir otro día... —¡No! ¡Ahora!, joven. —Sí; ahora, señor...

—Funciona dos veces por semana un consultorio con dos médicos y una enfermera y varias señoras que ayudamos dando medicinas, poniendo inyecciones y curando heridas. Todo está muy bien organizado con fichas médicas, records, etc. Hay familias de siete u ocho niños... siempre tienen más hijos; a veces hay alguno anormal y es muy difícil encontrarle un lugar adecuado en un hospital o en un asilo. Gracias a Juan Lucas logré colocar a uno en el Larco Herrera...

—¡Mentira! Yo nunca he colocado a nadie en ninguna parte.

—¡Darling! ¡Por Dios! ¡Y para de beber!...

—¡No me digas que no beba! Déjame que beba vino. Que puede ser que algún día quiera beber y no pueda, porque me falte alegría...

—¿No puedes soportar, amor? ¡Qué te cuesta a ti que yo haga este trabajo en el hipódromo!

—¡Susan! ¡mujer! ¡Ayer eran las puertas viejas!, ¡después la misa con el chico este! ahora descubres que hay pobres en el hipódromo: eres francamente ¡co-jo-nu-da! ¡Salud! Sigue sigue...

—Salud, señor, siga, señora...

—No me mires, Susan... sigue... no me mires a mí...

—Por cierto que en medio de la promiscuidad en que viven hay violaciones, reyertas, borracheras...

—No me mires, mujer...

—... he sido llamada algunas veces para poner inyecciones a más de las once de la noche y he tenido que entrar dando tumbos en las desigualdades del terreno, sin ver nada, en la mayor oscuridad... No olvidaré nunca un hermoso niño...

—¿Pepone, señora?

—No; éste se apellidaba Santos. Ahora que lo veo tan sano, recuerdo la noche en que deliraba de fiebre y mediante una inyección logré mejorarlo. Tal vez se le salvó la vida.

—¡Santa Susana! ¡como su prima!

—¡Lo que quieras!, darling. Lo que quieras. Pero acepta que tengo un estilo de vida distinto al tuyo; acéptalo, Juan Lucas... de una vez por todas, darling. El tuyo no es mi estilo de vida, darling. Tú y tu Jaguar inmenso de aquí al Golf y ya estás feliz. Pero yo no, darling, acéptalo...

—Bien feliz que se te ve cuando llegas tú y tu Mercedes inmenso al Golf, deeeerling...

—Pues te lo digo de una vez: puedes pasarle el Mercedes a Bobby; a mí cómprame un Mini-Minor...

—¡Mini tontería es la que me estoy soplando! Vamos... termina de una vez con tu perorata...

—Primero termina tú de beber, darling... Perdone, señor; ahora mismo termino: esta gente, contra la opinión general que es otra que la mía, es de un agradecimiento eterno por lo menor que uno haga por ellos... Darling,

Julius, no te muerdas las uñas... No son envidiosos ni me faltan el respeto. Sólo hay que saberlos tratar con dulzura y no dejarles sentir la caridad... la caridad que uno hace por ellos. Es necesario saberlos tratar con dulzura, darles mucho cariño. Conmigo han llegado a la locura del agradecimiento y cada vez que aparezco por ahí...

—¿No le digo que es santa Susana?... hasta se aparece... Tenga, échele más hielo...

—They love me, darling! Perdone, señor; pero es cierto que me quieren. La asistenta social bromea conmigo y me dice que me van a hacer un monumento... Y eso que nunca les llevo dinero. Ellos vienen a la casa por medicinas o para hacerse poner inyecciones. Siempre son recibidos y socorridos en todo...

—Y ensucian la reja con sus manos...

—So funny!... Son tan dulces... A veces les pongo inyecciones y me preguntan ¿cuánto le debo señorita?

—Y ella no les cobra, por eso le van a hacer un monumento entre las cuadras, rodeado de moscas.

—¡Darling! Are we having afight?

—¡Sí, Susan! ¡Bobby!, anda saca el Jaguar del garaje...

«PANDO Very Dry Sherry. Shipped and Bottled by Williams and Humbert Ltd. Jerez and London. Produce of Spain.» Juan Lucas acariciaba la botella mientras se la mostraba a Bobby y le decía que aprendiera a distinguir. En ese mismo instante apareció Carlos que venía trayendo las cajas con los habanos. «Póngalas junto a las botellas de jerez», le decía Juan Lucas y miraba cómo se iban reuniendo los elementos que lo harían sentirse en Madrid, esta feria de octubre. El jerez y los habanos formaban un altarcito dedicado a la corrida de toros, así puestos, cajas de puros y botellas de jerez, más el vino tinto como la sangre de los toros hacia el final de la tarde entre pasodobles que se convertirán, por la noche, en guitarras criollas que van circulando por el mesón, porque estamos en 1800, señores, lo dice la canción, tres whiskys más y que ¡viva octubre que es morado! Ya están en Lima los toreros llenecitos de supersticiones, pero sin temor alguno a subir en el Cadillac del empresario, este hijo de puta que todavía no se decide a contratar al Briceño, eso que este año ha enloquecido al público español y ya es hora de que se le vea en Lima. El Gitano se ha dejado fotografiar en la CORPAC mostrando su tablita, ésa que lleva siempre cuando viaja porque en los superconstellations no hay nada de madera y él tiene que tocar siempre. Y Juan Lucas no ve la hora de que baje Susan; la espera frente a las botellas de jerez para las invitaciones de estas semanas, y siente todavía en su cuerpo el placer de horas en la ducha fría, cuando el agua resbalaba fresca por sus hombros bronceados y siempre fuertes, preparando su piel para esas camisas de villela, de las recién llegadas de Londres, para el pañuelo de seda que ahora perfecciona en su cuello, que ya alguien un día encontró sensual, a las tres de la mañana, en un mesón precisamente. Escucha unos pasos en la escalera y es Susan que baja linda, para acompañarlo encantadora hasta que termine la feria de octubre. Susan, como el jerez, es rubia y aficionada y habla de los toreros en diminutivo, los llama Curritos como si los amara, y se deja rodear por ellos en mesones después de las corridas, que es cuando ya han vencido el miedo y se merecen su voz y sus palabras, y la miran pidiéndole el darling y ella se los da y se vuelven más andaluces, más gitanos todavía, y empiezan a girar bien chulos a su alrededor, declamándole borracho-desesperados coplas que García Lorca no llegó a recoger de entre el pueblo, hasta que ella, para sacárselos de encima, les presenta a niñas rubias que tienen toros de lidia en sus haciendas y que son como Ava Gardners jovencitas desde mediados de octubre hasta fines de noviembre, solamente. Susan abraza a Juan Lucas y llama a Julius porque se van todos a misa de once, de ahí el almuerzote criollo y apurado de donde partirán a la corrida, para saludarse antes, para que todo el mundo quede saludado cuando el paseo de la cuadrilla empiece. Celso le alcanza el saco del día a Juan Lucas y él se lo pone mientras les pide que hoy no lleven misales porque malogra algo en el ambiente. Susan le toca el pañuelo de seda pero no el pelo que está ya listo con sus canas cuarentonas-interesantes, eleganteando un perfil que alguien fotografiará esta tarde mientras el Gitano hace su faena, ese perfil de aficionado, de entendido que alguna abonada de sombra encontrará sensacional. Susan no le toca el pelo que se irá despeinando solo con el aire y el sol del día y que siempre le irá quedando bien, porque hasta sabe despeinarse este hijo de puta y lo hace elegante, varonilmente, por eso Susan lo sigue prefiriendo a los toreros que, después de todo, siempre tienen un pasado con pobreza y pueden hasta ser brutos. Susan lo sigue prefiriendo y más ahora que él le da propinas a su Pepone por donde lo encuentra y lo deja entrar al jardín y lavarle el Jaguar, claro que ella ya no va tanto al hipódromo, no hay tiempo en octubre, con esto de los toros, «ya volveré», piensa Susan. Y es que Juan Lucas usa siempre, posee el metal de voz de los hombres que tienen razón y ella no podrá nunca alejarse de su manera de ser, prescindir de ella, de verlo triunfar, salir nunca ebrio de mesones donde negros le cantan canciones como de cuando eran esclavos, hasta ésos lo conocen y lo admiran, es un señorón en Londres y en una jarana. «Vamos, Julius; apúrate Bobby», dice Susan y pregunta cuántas botellas de jerez hay en total, mientras lee en una de ellas lo de Jerez and London y siente algo familiar, como el resumen de su sangre.

Juan Lucas, recién llegado a la iglesia, parece el león en la jaula del chimpancé. Deja pasar a los niños y a Susan y ocupa su lugar en la banca. No se sabrá lo que piensa pero ya se va recuperando, ya va adoptando una postura definitiva para cada domingo en misa, no es que las busque, le vienen tal vez de sus haciendas, desde atrás, no las inventa en todo caso. Porque ahora viene, ahora acompaña a Susan los domingos a misa, una que sea tardecito eso sí, y el párroco ve el asunto con muy buenos ojos: ya va triunfando la bondad de la señora. Juan Lucas escucha un murmullo a su lado, voltea y descubre que Susan está rezando. La misa ha empezado y hay un padre que se pasea entre las dos hileras de bancas y va repartiendo libros con cantos; le entrega uno a Juan Lucas mirándolo como si le acabara de dar el secreto de su salvación, y él no le agradece porque en la iglesia no se agradece y porque además ahora qué diablos se va a hacer él con ese libro forrado como los cuadernos de Julius. Se lo pasa a Julius, pero Julius ya tiene uno; se lo pasa a Bobby, pero Bobby le dice que ya tiene; «Toma, Susan», y ella le muestra el suyo. Entonces lo pone sobre la banca y trata de olvidarse de que es para él. Mira los puños de su camisa de villela y quiere beber un gin and tonic. «Señor», murmura alguien que no estaba a su lado hace un instante y es Arminda, la lavandera, orgullosísima de estar junto al señor, entre la familia. Juan Lucas le entrega el libro, pero ella también ya tiene uno. «Cantemos —dice el padre que repartía los libros—; cantemos página veintisiete.» Y empieza a cantar, medio entonado se va paseando, avanza y retrocede pasando junto a todas las bancas y anima a todos para que canten, más alto, más alto, por favor; y Juan Lucas siente a su lado el chirrido, la voz espantosa de Arminda cantando a gritos, sin preocuparse del ridículo, y también algo maravilloso a su otro costado: la voz de Susan, despacito eso sí y linda, como si creyera que Dios realmente la estaba escuchando. «Mi adorable hipócrita, pensó: ha decidido ser también piadosa y lo logrará de tanto parecerlo.» Pero en ese momento algo lo tocaba en el brazo, era Arminda: «Es en la página veintisiete, señor, cante.» Recogió el libro para hacerse el que buscaba la página y encontrarla cuando ya hubieran terminado de cantar, pero en eso el padrecito cantor llegó hasta su banca, no joda padre, y sonriendo con amor a la humanidad y porque lo habían torturado en China, así contaba Julius, dijo ¡cantemos todos! y con los brazos en alto, moviéndolos como director de orquesta, fue organizando el asunto y haciéndolos cantar a todos menos a Juan Lucas que sólo tenía ganas de gritar ¡ole!

Pero el padrecito cantor que ponía los labios redondos como su tonsura y amaba cantando, no perdió la esperanza de conseguir algo bueno de ese señor. Se acercó nuevamente a la banca, esta vez por el lado de Julius, y le hizo una señal a Juan Lucas, que en el fondo seguro que no era tan malo. «Venga conmigo, señor —le dijo—: nos ayudará usted con nuestra colecta dominical.» Juan Lucas hubiera querido decirle paso, padre, como con las copas, pero ya Susan, Bobby y Julius, entre sorprendidos y encantados o burlones se pegaban al asiento y le dejaban espacio libre para salir. Y el curita cantor ponía la boca como su tonsura y le sonreía agradecido, indicándole que lo siguiera hasta la mesita en que se hallaba la canasta para lo de las limosnas. Ahí le explicó que debía empezar por la primera banca, seguir una por una hasta llegar a la del fondo, y volver por el otro lado de la misma hilera, hasta llegar a la primera banca nuevamente; enseguida tenía que arrodillarse frente al altar y atacar de la misma manera la hilera izquierda, siempre por ambos lados porque eran bancas muy largas, y el brazo sólo llegaba hasta la mitad. «Sí, doctor», le respondió Juan Lucas al padrecito de los cantos, recordando, sabe Dios cómo, a un negro criollazo que había escuchado conversar con un padre y que soltaba los carajos como si nada, luego decía perdone, doctor, y el pobre cura se ponía verde. Pero este curita ni se inmutó; tal vez le gustaba que supieran que era doctor en Teología, además el señor era elegante y varonil y le quedaba bien decir doctor y no padre como todo el mundo. A Juan Lucas se le ocurrió que la próxima vez que estuviera junto a un padre, y Julius presente, le diría también doctor, sólo para fregar al mocoso ese, que seguro no sabía por qué eran doctores los curas y que ahora debe andar pensando que me estoy convirtiendo en un beato chupa cirios. «Éste es el momento», le dijo el curita cantor, y Juan Lucas avanzó hasta la primera banca de la hilera derecha, y tosió para que supieran que estaba ahí y que había que empezar a echar moneditas. En las primeras bancas había un montón de gente conocida, hombres de negocios con pañuelos de seda al cuello o con ternos perfectos de media estación y que entregaban billetes nuevecitos como quien no quiere la cosa. Otros no sólo daban su billete, sino que además eran buenos padres de familia y cuidaban que sus hijos y esposas tuvieran también algo que dar y bien a la mano antes de que Juan Lucas se acercara. Y cuando se acercaba, esos señores de las primera filas, que insistían en venir a misa, a pesar de que el curita ese medio pesado, el que se nos prende, sale feliz todos los años, sabe Dios qué domingo, a decirnos que es más difícil que lleguemos al cielo que un camello pase por el hueco de una aguja; uno quisiera tomar nota y no venir ese domingo, al año siguiente, pero lo que pasa es que sobre la marcha nos olvidamos. Cuando Juan Lucas se acercaba, los señorones le sonreían burlonamente como si le dijeran ya caíste tú también golfista, o así me gustaría verte en un directorio, o ¿has sabido Juan si se deciden a invertir los Pratolini?, y lo saludaban y sus esposas lo admiraban odiando a Susan o eran amigas de ella. Él seguía avanzando; ya más atrás veía a uno que otro que podía conocer, algún empleado suyo tal vez, entregando su mejor billete y explicándole a su mujer... mientras una de sus hijas descubría que se parecía al esposo de ya no me acuerdo cuál princesa que vi en París Match y sentía en el alma que su padre no fuera tan rico ni tan buenmozo. Por el fondo, Carlos le entregó algunas monedas y un montón de cholas, que seguro eran las que más cantaban y horrible además, le fueron entregando moneditas inmundas, felizmente las colocaban de frente en la canasta, sin rozar siquiera la villela de su camisa. Una tuvo que dejar al bebé en el asiento, para abrir un atadito inmundo recién sacado del bolsillo, un pañuelo, ¿qué mierda hace?, mira de donde saca la plata ésta... «Gracias, gracias», iba diciendo Juan Lucas, un poco a la carrera porque el bebé ya empezaba a gritar y a pedir que lo cargaran de nuevo y su mamá no terminaba todavía de anudar el atadito, el pañuelo asqueroso. Ahora tenía que volver hacia la primera banca por el otro lado; todo seguía igual por allá atrás: hubo tres más con atadito y el padrecito cantor dijo cantemos página treinta y tres, y de entre éstas era que salían los chirridos de cantemos al amor de los amores, cantos así son los que entonan pues las cocineras en la cocina cuando uno va por hielo para una copa y escucha algo espantoso que sale de adentro, son las cocineras, aunque Nilda no, ésa es evangelista, según cuenta Julius... «Ya vamos llegando a Pénjamo», se decía Juan Lucas, mientras se iba acercando a las primeras bancas y la canasta pesaba porque allá al fondo le habían echado pura monedita sucia. Las caras volvían a serle familiares y él llegaba frente al altar, hacía su genuflexión sin tocar para nada el suelo que debe estar inmundo, y empezaba con el asunto en la hilera de la izquierda donde también había varios de los del camello y la aguja. Ahí estaban los suyos también: linda Susan pidiéndole desesperadamente dinero a Julius, que sólo tenía lo suyo, y luego a Bobby que seguro se lo estaba prestando y nada más, pero no era suficiente, Bobby please, por favor que ya se acerca Juan Lucas, y Arminda entregándole un billete inmundo, por fin todos felices porque llegaba Juan Lucas y todos podían darle algo; él, en cambio, con cara de tranca por estar ahí con la canastita, ¡qué es esto después de todo! Susan, que no me jodan, oye, ¡última vez, ah!; y ella sacándole la puntita escondida de la lengua, y Bobby respetuoso en el aspecto pero él nunca lo haría y Julius contento y sorprendido.

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