Un mundo para Julius (19 page)

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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Novela

El padre Brown venía tres veces por semana a prepararlos; venía por las tardes y se quedaba una hora o más, si era necesario, hablándoles de la transformación profunda que iba a ocurrir en sus vidas. Los tranquilizó un poco cuando les dijo que Dios perdonaba siempre, que bastaba con tener un firme propósito de enmienda, la firme intención de no volver a pecar. En primer lugar, debían evitar los malos pensamientos y amar a Dios sobre todas las cosas, pero también a todo el mundo porque todos eran hermanos, los pobres también, los niños de las misiones en la selva del Perú y Brasil y en el África y en el Asia: todos eran hermanos y Dios los quería a todos por igual. Se aprendieron los diez mandamientos, sin entender muy bien algunos que el padre prefería no explicarles aún; primero, aprenderlos bien de memoria, ya después se vería, la vida les iría enseñando quién es la mujer del prójimo y lo de fornicar, que tenía bien preocupados a varios. No que fuera una preocupación precoz, tal vez no era sino semántica, pero en todo caso de los Heros miró a Lastres bastante desconcertado. Algunas semanas más tarde, empezaron a llevarlos al salón más grande del colegio. Habían colocado una banca y ellos se acercaban uno por uno, se arrodillaban y el padre Brown les daba su cachetadita y les hacía una señal para que se marcharan y viniera el próximo. Luego volvían y el padre les tocaba la boca, así iba a ser cuando les diera la hostia. Pero más serio, más grave, porque ese día iban a recibir a Dios en la hostia consagrada. Varias veces practicaron, ellos encantados porque se perdían clases con la Zanahoria. Además, terminado el día escolar, al salir al patio jugaban a lo de la confirmación y se daban tremendas cachetadas. En ésas andaban, una tarde, cuando de pronto apareció la Zanahoria y descubrió el asunto (todos los años descubría el asunto). Se puso como loca, no paraba de gritarlos, hasta los amenazó con agarrarlos a bofetadas si seguían pecando de esa manera.

Por fin un día los confesaron. Se morían de miedo, temblaban cuando les llegaba su turno. Se traían la lista de pecados bien aprendida y no faltó quién los había numerado, temiendo que se le pasara alguno y después cómo hacía. Hicieron unos propósitos de enmienda decisivos, definitivos; nadie le volvería a llamar cholo imbécil al mayordomo de su casa; nadie nunca más volvería a pegarle a su hermana o a timplarse un lapicero; nadie volvería a desear que San Martín, el chancón de la clase, se enfermara o se equivocara en alguna lección; nadie volvería a desear que la Zanahoria regresara a los Estados Unidos o que se resbalara en la escalera y se le viera el calzón; nadie dejaría un plato sin terminar porque en la sierra hay niñitos muriéndose de hambre y de frío. El padre Brown les iba dando la absolución, uno por uno, y ellos se retiraban espantados, evitando al máximo los malos pensamientos y caminando como mujercitas.

Nunca estuvieron tan obedientes, tan estudiosos, ya no faltaban sino cuatro días para el gran día. Los llevaron dos veces a la iglesia del Parque Central de Miraflores, para que hicieran las prácticas definitivas. Hasta la Zanahoria se había transformado. Parecía que ella también iba a hacer la primera comunión porque los trataba muy bien y no se molestaba ni nada. Casi no les dejaba tareas. Lo único malo era que los de segundo y los de tercero ya habían hecho la primera comunión y a cada rato se les acercaban y los fastidiaban. Se reían de ellos y a veces estaban a punto de hacerlos caer en malos pensamientos, en tentación o de encolerizarlos. Pero ellos no se picaban nunca, nunca les contestaban, seguían bien firmes en su propósito de enmienda. Llegarían como ángeles, como los que no se rebelaron, y harían su primera comunión y después serían beatísimos y comulgarían los primeros viernes del mes, los domingos también, por qué no. Cada uno evitaba el pecado como podía, no siempre era fácil, había que ser muy astuto para lograrlo. Susan se rió mucho cuando Julius le contó lo que le había ocurrido una tarde, tres días antes del día solemne. Subió a saludarla, como siempre, y a rogarle una vez más que Juan Lucas asistiera a la ceremonia; él, por su parte, ya había aceptado que Juan Lastarria fuera su padrino de confirmación (decir lo que pensaba de los Lastarria hubiera sido pecado). Susan lo notó bastante consternado y le rogó que le contara lo que le pasaba. Julius, primero, se mostró un poco reacio, pero después no pudo más y le soltó todo. Resulta que Aliaga, un grandazo de segundo, lo había fauleado, lo había empujado en el preciso instante en que él iba a meter un gol delante de Morales; todavía, después, le dijo mariquita. A él se le salieron las lágrimas de rabia pero cómo hacía, si le pegaba era pecado. «Pobre Julius, intervino Susan, improvisando un tono muy preocupado; ¿y qué hiciste?» «Nada; le dije que no le podía pegar porque voy a hacer mi primera comunión, pero en cambio llamé a Bosco que es mi amigo y está en tercero, y él le sacó la mugre.»

Sánchez Concha soñó que el piso de la iglesia se hundía bajo sus pies y que no llegaba nunca al comulgatorio y que la Zanahoria lo perseguía envuelta en llamas y con cachos; se despertó aterrorizado creyendo que era pecado la última parte del sueño y soltó el llanto. Su mamá tuvo que llamar al padre Maquiavelo, un viejo amigo de la familia, para que hablara con él por teléfono y lo convenciera de que podía comulgar. Fuentes se metió la escobilla de dientes a la boca y casi se muere al pensar que podía haberse tragado una cerda. A Del Castillo su mamá le compró un turrón para que le perdiera el miedo a la hostia y llegó sobradísimo diciendo que ya había probado, que no sabía a nada y que se deshacía sólita en la boca. El que menos había pasado una noche de perros, pero ahora ya estaban en línea de a dos, a un costado de la iglesia, en el parque Central de Miraflores. Uniforme blanco y corbatita celeste; bordadas celestitas las iniciales IC, en el bolsillo superior del saco; cinta de seda en el brazo derecho y en la mano izquierda la vela que ojalá no se me apague con el viento. Hasta el Arenas de la clase, el más inmundo de los Arenas, parecía recién bañadito esa mañana. Más bien su papá estaba bien sucio: es ese señor de bigotes que baja del Ford. Cada uno veía llegar a su papá y triunfaba, sobre todo si era más alto que el de Fuentes, por ejemplo. Las mamas llegaban elegantísimas, algunas con sombreros, otras con mantillas. Juan Lastarria llegó con impecable príncipe de Gales y la cagó porque los demás señores vestían de oscuro. Le chocó al principio, pero después se acordó de que era golfista y le volvió la seguridad en sí mismo. Había venido con su mujer, feliz la tía Susana de poder asistir a una primera comunión más en su vida; ya sus hijos habían pasado por eso, cómo vuela el tiempo, cómo pasa la vida, ahora están en Santa María. Pero las madres no se habrían olvidado de ella y después se iba a acercar a saludarlas y su esposo ya sabía que tenía que hacer una donación, era preciso que ese nuevo colegio se terminara, que las monjitas tuvieran lo mejor, Lima crecía y se merecía colegios americanos de primera, donde los niños aprendieran bien el inglés y se encontraran con otros niños como ellos, donde se supiera siempre que fulanito es hijo de menganito y que pertenecemos a una clase privilegiada, necesitamos colegios dignos de nuestros hijos... Horrible y feliz con su mantilla la tía Susana; feliz también porque, por fin, Susan se había acordado de ellos, a ellos les hubiera correspondido ser padrinos de bautismo de alguno de esos niños, por fin se había acordado...

...Pensar no le impedía vigilar a todos los presentes; los miraba penetrante si alzaban mucho el tono de voz, estamos en la iglesia, esto no es un acontecimiento social. Sus ojos se detuvieron al ver entrar a su prima, un sí complacido se dibujó en su rostro al notar que Juan Lucas la acompañaba. Susan, linda y muerta de sueño, buscaba un asiento libre cerca a la puerta, no vaya a ser que el asunto se prolongue y no podamos salir a descansar un momento afuera. Juan Lucas era ni más ni menos que una tabla hawaiana olvidada en un patio, un día de lluvia: los vitrales de la vieja iglesia, la escasa luz que por ellos se filtraba, la religiosa oscuridad del templo impedían que se luciera el finísimo matiz que diferenciaba su terno de cualquier otro buen terno oscuro; su piel bronceada perdía color y salud, y los anteojos de sol, que tan bien le quedaban, ennegrecían por falta de sol, hasta parecía ciego. Bostezaba camuflándose muy bien la boca y no miraba hacia ningún lado para que nadie lo fuera a saludar. «No se saluda a otro hombre de negocios, a las ocho y media de la mañana, en la iglesia de Miraflores», pensaba, sintiendo el llamado de la varonilidad. «Si me vieran los del Golf se cagarían de risa, dirían está perdido el pobre, buen padre de familia y esas cosas, a ver, papazote, cuéntanos cómo le pones los supositorios a tu hijo.» Hizo un gesto con la cabeza para espantar tanta bellaquería. Susan se moría de pena de verlo ahí tan temprano y le sacaba la lengua a escondidas, burlándose. «Me debes un palazo de golf en el pompis por haberme metido aquí», le dijo él, sonriendo; se estaban adorando, cuando sabe Dios cómo se dieron con la mirada de Susana. Juan Lucas la saludó y volteó la cara, como un niño que no quiere enterarse de que ya le toca su comida; Susan se hizo la que tosía y buscó un misal que no había traído. Los dos volvieron a mirarla pero ella ya no los estaba observando; la ceremonia acababa de empezar.

Los niños avanzaban buenísimos hacia el comulgatorio; avanzaban entre las dos hileras de bancas, mirando de reojo a sus padres; detrás venían los padrinos. Susan descubrió a Julius, se asombró de lo bien peinado que estaba y le dio un codazo a Juan Lucas para que no se perdiera el espectáculo. Juan Lucas lo divisó y le guiñó un ojo, cuando volteó al pasar a su lado; lo siguió mirando mientras avanzaba hacia el altar. «Tu hijo nos va a salir obispo», le dijo a Susan, y ella le hizo pen, con la mano como pistola. El órgano empezó a sonar, allá arriba, y los del coro, con sus trajes rojos de acólito, se acordaron tal vez de sus primeras comuniones y adoptaron posturas graves, listos para cantar, mientras Susan se arrodillaba y Juan Lucas permanecía de pie, a su lado, como los demás hombres.

Al terminar la ceremonia, los padres pudieron acercarse a sus hijos y besarlos, en la puerta de la iglesia. Acababan de comulgar por primera vez en la vida y a muchos les temblaba la barriga. Los Lastarria, felices junto a Susan y Juan Lucas, recordaban emocionados la primera comunión de Pipo y Rafaelito y le daban toda clase de recomendaciones al pobre Julius. La Zanahoria se acercó en ese momento para llevarse a los niños al ómnibus; unos jardineros municipales los vieron atravesar el parque, sin entender muy bien el asunto pero respetando. La madre los controlaba mientras subían al ómnibus, donde Gumersindo Quiñones los esperaba sentado al volante, para tocarles cariñosamente la cabeza cuando pasaron a su lado. Julius sintió la mano enorme, se bañó en lágrimas: así debían sentirse los santos, algún día él le iba a poner la mano en la cabeza a todos los negritos del África y a los indios del Perú, qué lindo sería ponerle la mano en la cabeza a los pobres y volverlos buenos.

A otro que iba a tener que tocarle la cabeza era a Juan Lucas: acababa de enterarse de que el asunto continuaba en el colegio y estaba furioso. Resulta que ahora había que saludar a las monjas y agradecerles todo lo que hacían por sus hijos... Y luego esperar que terminaran de desayunar... Y que les tomaran más fotografías... Como si no les hubieran tomado ya suficientes... Susana, horrible, explicaba, pidiendo calma, y Susan le decía que ella sí estaba enterada de todo porque había leído la circular que le enviaron las madres. Gozaba, burlona: anoche él se pasó horas conversando con la embajadora de Chile, me toca vengarme.

—Darling, le voy a presentar a la Madre Superiora; cuéntale que tienes una tía monja en los Sagrados Corazones... Le vas a caer estupendo, darling...

Les habían puesto una larga mesa cubierta con un mantel blanco y, recostadas en los vasos para el jugo de naranjas, estampitas de colores representando escenas de la vida de Jesús y de alguno que otro santo. La Virgen también aparecía en varias estampitas, casi siempre entre nubes, con las manos juntas en oración y con unos dedos impresionantemente largos, de los cuales colgaba un rosario. Cada uno tenía su asiento reservado con su tarjetita. ¡Había que verlos sentados esperando que les sirvieran el desayuno! Buenísimos y tocándose a cada rato la barriga tembleque, a ver si notaban alguna transformación, ya debería estar llegando por ahí la hostia. Los fotógrafos no paraban de cegarlos con su resplandor y las monjitas pasaban constantemente por detrás tocándoles la cabeza con amor, los pobres no tardaban en cogerse de la mano y en irse juntos al cielo. La presencia de Morales, con una inmensa jarra de chocolate hirviendo, los hizo volver un poco a lo terrenal. También lo del mundanal ruido fue llegando con la entrada gradual de sus padres al comedor. Pero el colmo fue cuando Juan Lucas encendió un cigarrillo, Julius pensó ipso facto en el infierno. Nadie más fumaba, sólo él, estaba llenando de humo ese rincón, tío Juan Lucas no, por favor no. Inútil, porque ya otros señores empezaban a encender sus cigarrillos. Y otros y otros; todos fumaban, y más y más y las monjitas cómplices, traicioneras, les iban alcanzando ceniceros y el comedor empezaba a llenarse de humo. ¡Bien hecho!, ni madre Mary Agnes ni madre Mary Trinity les alcanzaron nada. Los niños no querían saber de humo, no querían tener nada que ver con el humo, querían sólo nubes, pero los señores ya lo habían arruinado todo, bastaba con verlos conversar, ya todo se iba convirtiendo en reunión como cóctel. Por fin salió la Madre Superiora a decir su discurso.

Dejaron el chocolate caliente sobre la mesa y la miraron entre el humo pestilente. La Madre fue breve: les dijo que una nueva etapa comenzaba en sus vidas; como católicos sus vidas serían una larga lucha para llegar al cielo... Julius sintió que él hubiera podido perfectamente llegar al cielo minutos antes, pero que todo se había arruinado desde que apareció Morales con el chocolate hirviendo; peor todavía cuando su tío Juan Lucas y los demás señores empezaron a fumar; ya ni le temblaba la barriga y el chocolate lo habían traído demasiado caliente y acababa de quemarse como todos los días en el desayuno: no había nada que hacer, sólo esperar, tal vez otro día en la parroquia... La Madre Superiora terminó su discurso hablando de la necesidad de concluir las obras del nuevo colegio, aprovechando luego los calurosos aplausos para pegarle su sablazo a todos. Ahora le tocaba al padre Brown.

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