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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Novela

Un mundo para Julius (15 page)

—Me voy a Puquio, señora. Tengo a mi mamá enferma y me piden que viaje urgente.

Susan le pidió mil disculpas por haberse olvidado de enviarle su dinero, se lo mandó inmediatamente con Carlos, pero Julius estaba en el colegio y no pudo acompañarlo. Seis meses más tarde, recibió una carta de ella, escrita con horrible tinta verde en una hoja de cuaderno. Decía poco en mucho espacio: que se portara bien, que fuera bueno, que saludara a todos, que cómo le iba en el colegio, nuevamente que se portara bien, que una familia de Nasca se la llevaba a trabajar con ellos, que no sabía la dirección todavía, que tal vez le podría escribir a Puquio, aunque ella ya iba a partir. Nuevamente le pedía que saludará a todos en la casa y se despedía. Julius le contestó; él mismo puso la carta en un buzón, pero nunca recibió respuesta. Después de todo, pensó un día, años más tarde, una carta escrita por un niño, con estampillas compradas con la propina, depositada una mañana, en un buzón de San Isidro, no tenía muchas probabilidades de llegar a Puquio, y todavía de allí a Nasca, donde una sirvienta.

EL COLEGIO
I

El colegio se llamaba Inmaculado Corazón y funcionaba en dos casas, la chiquita, en la avenida Angamos y la grandaza, en la avenida Arequipa. Alrededor de las ocho y media de la mañana empezaban a llegar los niños bien bañadnos, impecables todos menos los Arenas, ésos llegaban inmundos, eran inmundos.

Julius ya estaba asistiendo hacía varios meses, cuando a Juan Lucas se le ocurrió lo de la camioneta. Tan lindo como era tomar el ómnibus del colegio por la tarde y regresar a casa mirando durante el trayecto la mano enorme del negro Gumersindo Quiñones, descendiente de los esclavos de los niñitos Quiñones, y como que a mucha honra porque sonreía cuando te lo contaba. Esquina bajan, y el brazo de Gumersindo atravesaba el ómnibus a lo ancho, desde el volante; cogía la manija de la puerta, espérate que esté bien parado, abría con la mano vieja, negra, arrugada como una costra, ya puedes bajar, adiós Carlitos; cerraba, recogía el brazote, y Julius sentado ahí atrás tratando de ser el mejor amigo del mundo de esa mano de los cabellos blancos del negro altísimo. Hubo, sin embargo, lo de la camioneta.

Fue toda una flotilla, porque Juan Lucas se compró un Jaguar sport que le iba muy bien con unos sacos que se acababa de traer de Londres. A Susan le compró un nuevo Mercedes, ella no notó la diferencia con el anterior pero lo encontró precioso. Para los chicos trajeron la camioneta Mercury. Una con faros inmensos de peligro en la parte posterior; unos faros rojos, enormes, indecentes cuando se encendían; por supuesto que no faltó algún amigo bromista de Juan Lucas, para decir ni más ni menos que una señora con hemorroides, al ver la camioneta con los faroles redondos; en efecto, casi te ardían cuando se iluminaban. También a Santiaguito le prometieron auto si se graduaba con buenas notas y si ingresaba en la universidad (agronomía, por lo de las haciendas).

La camioneta la destinaron a recoger a los chicos del colegio. A Bobby y Santiago del Markham y a Julius del Inmaculado Corazón. Santiago quería manejar y Bobby insistía en ir adelante, al lado de la ventana. Total que Carlos viajaba siempre sentado entre los dos. Este arreglo contentaba a ambos hermanos porque era muy mal visto, entre los estudiantes de secundaria, viajar en el asiento de atrás, sobre todo cuando era tan bien visto que ahí fuera el ama, Imelda ahora, en vez de Vilma. Algo impopular la tal Imelda, no se acoplaba bien al resto de la servidumbre, no confraternizaba, no mostraba sentimiento, clarito se veía que no bien terminara sus estudios de corte y confección iba a abandonar a la familia sin pena alguna. A su lado, en el asiento posterior de la camioneta, viajaba Julius con el uniforme azul, impecable por las mañanas, inmundo por las tardes, y el cuellazo blanco almidonadísimo, igualito a cientos más de su colegio.

Las monjitas eran todas americanas y realmente buenas, con excepción de la Zanahoria que se ponía furiosa y más colorada todavía. Soñaban con tener un colegio nuevo, grandazo, moderno, con capilla y salón de actos separados, con muchas clases y jardines para lo del fútbol con Morales. Y es que tenían que entrenar fuerte para que los más grandazos del Inmaculado Corazón jugaran y le ganaran a los más chiquitos del Santa María, un colegio de padres americanos, a donde era lógico que uno pasara al terminar con Inmaculado Corazón.

Las monjitas se compraron un terreno inmenso al fondo de la avenida Angamos, estaban felices y llenas de deudas. Julius le añadió un Ave María más a las doce que rezaba todas las noches antes de acostarse, para que el colegio fuera algún día realidad. Morales tendría su campo de fútbol y podría entrenar al equipo. Todo un personaje, Morales; decía yas con la bocaza enorme y las madres confiaban en él.

Se empezaba por la casa pequeña de la avenida Angamos. Los niños entraban por un costado y se iban de frente hasta el jardín del fondo, donde estaba el lavadero. A ese jardín daban todas las clases y ahí los esperaba Morales, siempre con su estropajo. Eso era para los que se quedaban a almorzar y también para los recreos. Terminaban bañados en sudor porque se habían pasado media hora girando en la ronda alrededor de Taboada, cantando a gritos: «¡Taboada te vamos a cocinar!, ¡te vamos a cocinar!», y el pobre Taboada clamando por su mamá, gimiendo ante la mirada sonriente de Morales que consideraba que se estaban haciendo bien peruanitos. Cuando salía la monjita con la campana, los resondraba por lo de la dancita primitiva y enseguida miraba al cholo: «Go ahead, Mourales». «Yas, madre», le respondía el otro, con su boca de llanta, y empezaba a cogerlos uno por uno para limpiarlos con el estropajo. Lo sacaba empapado del lavadero y se los iba pasando rudamente por la cara, hasta les salpicaba los cuellazos de almidón seco. Después, a los más machitos, a los que mejor jugaban fútbol les daba su patadita en el culo y los iba haciendo entrar a clase. Uno siempre hubiera pensado que trabajar entre tanto niño del Inmaculado Corazón, le habría permitido aprovecharse de la situación, tramarse algún chantajito, por ejemplo: «Oye, Santamaría, ¿por qué no le dices a tu papá que me consiga un puesto en el Ministerio? Si le dices, yo te pongo en el equipo de fútbol.» Pero no: Morales se quedó siempre con las monjitas, lavándoles a todos la cara con el estropajo y viéndolos bajar de camionetas como señora con hemorroides.

Abundaban esas camionetas. Muchísimas. La camioneta celeste de los King (su papá era diplomático norteamericano); la amarilla de los Otayza, unos que no tenían ama sino institutriz alemana; la azul de Penti, que tenía una barbaridad de hermanas en Villa María. Imposible enumerarlas. La de Julius era marrón.

Cuando los niños crecían un poco se los llevaban a la casona de adobes de la avenida Arequipa. De lo primero que se enteraban es de que Pastor se podía levantar bien tarde porque vivía al lado. Linda la casona de adobes, hasta misteriosa no paraba, aunque con tanto chico metiéndose por todas partes ya sólo quedaban las habitaciones de las madres para lo del misterio y las mil preguntas. Cuando Julius llegó, acababa de formarse la pandilla de la Pepa.

La Pepa era medio zambito, su papá más todavía, pero tenía un montón de plata por algo de unas minas, y como tenía tantos carros y una casa tan grande no le costó trabajo convertirse en jefe de pandilla. El asunto era con caballos. Se ataban los guardapolvos alrededor de la cintura y dejaban una cola para que de allí se cogiera el jinete. El del guardapolvo corría y el de a caballo lo seguía gritándole ¡más rápido!, ¡a la derecha!, ¡a la izquierda!, hasta que te alcanzaban, y si aún no habías sido admitido en la pandilla te revolcaban por el suelo. Era la época en que se llevan siempre rasguños en la rodilla y en la que se empieza a ser o a tener un ídolo. Sin embargo, la Pepa no era ídolo para Julius, que se le escondía siempre y que además no estaba dispuesto a entregarle el lapicero de Cinthia, porque entregarle tu lapicero era lo que te exigía para entrar en su banda. Lo de la Pepa debió terminarse cuando éste ya tenía al 98% del colegio en su pandilla, y resultaba muy aburrido pegarle a los pocos que quedaban, siempre los mismos. También la Pepa empezó a no crecer y un día vino Arzubiaga y levantó una piedra inmensa. Todo el mundo corrió a llamar a la Pepa para que viniera a levantarla, pero él respondió que lo estaba esperando su chofer y no vino. Bien triste debió ser eso, porque desde entonces ya no volvió a pedir más lapiceros y empezó a jugar ladrones y celadores como todo el mundo.

El problema con Arzubiaga es que nunca le pegaba a nadie; una vez hasta separó a dos que estaban en pleno catchascan. Todos le gritaban que no los separara, que la monja no venía todavía, pero Arzubiaga los separó cargando a uno en peso. Además, ibas a pedirle que le sacara la mugre a Gómez, un cholón medio bruto y con demasiado pelo negro, pero él sonreía y te decía que otro día. Ése era el problema con Arzubiaga, uno hasta se olvidaba de que había cargado el pedrón, se lo había puesto sobre la cabeza y todo.

Una tarde Silva cargó el pedrón y también se lo puso sobre la cabeza. Silva era bien rubio y tenía cara de gato malo. Tenía los ojos bien verdes y las piernas blancas y fuertes. Cargó el pedrón, y una semana después ya le había pegado a Ramírez, el del coro, a King, que era norteamericano y a Rafaelito Lastarria, que andaba por esa época en tercero de primaria; no saludaba ni miraba ni nada a su primo Julius, y Julius había agregado un Ave María más a sus oraciones nocturnas.

Arzubiaga era blanco pero moreno, era bien fuerte y conversaba con todos. No pedía lapiceros ni te botaba de su equipo cuando querías jugar con él. Eso era lo malo: no llenaba los requisitos para ser matón, y sin embargo tres veces más había cargado la piedra. También había tumbado fácilmente al gordo Martinto que pesaba el triple que la piedra, jugando no más porque el gordo era buenísimo, por esa época era el mejor amigo de Julius.

A la hora del recreo, una mañana, Silva salió furioso y seguido por una pandilla, una pandilla no muy segura porque a lo mejor Arzubiaga le pegaba. El gordo Martinto fue a buscar a Arzubiaga y le dijo que Silva le quería pegar, que lo desafiaba al catchascan en el jardín lateral. Julius también andaba por ahí, hacía rato que estaba buscando al gordo para desafiarlo con unas espadas de madera que se habían construido. Martinto había visto una película en la que un espadachín le volaba la oreja al otro y estaba loco por dejar a Julius mocho, de mentira no más porque habían puesto unos corchos en las puntas de los palos. Se pasaban la vida, el gordo tratando de volarle la oreja y Julius tratando de desinflarlo. Esa mañana lo había estado esperando, pero resulta que ahora venía con lo del desafío más importante de Silva.

Arzubiaga dijo que él estaba ahí y que no se corría de nadie, macanudo era Arzubiaga. El gordo Martinto partió la carrera con la noticia, por supuesto que en el camino se cayó, se llenó el uniforme de tierra y se volvió a raspar la rodilla. Pero se incorporó inmediatamente, escupió el polvo que había tragado y siguió corriendo para que no se fuera a acabar el recreo sin pelea. «Tiene miedo», dijo Silva, parecía que iba a sacar las uñas. Estaba gringuísimo esa mañana y con mucha cólera, se le notaba en los ojos de gato y en la respiración. No pudo más y atravesó el patio dirigiéndose, como en las películas, a donde el otro. Atrás venían la indecisa pandilla y Martinto gordísimo y ya inmundo.

Le sacó pecho, se puso las manos en la cintura y lo miró más gato y más malo que nunca. «¡Le tienes miedo a Silva!», gritó uno de la pandilla, poco inteligente, desde luego, porque esa calma de Arzubiaga no era miedo. «¿Por qué quieres pelear?», preguntó éste, para desesperación de Martinto que sentía los minutos que quedaban de recreo latir en su corazón. «¡Mariconcito!», le respondió Silva y se infló más todavía. Ya no tardaba en morirse de lo blanco y furioso que estaba. Arzubiaga oyó lo de mariconcito y eso sí que no le gustó nada. Alzó el brazo para señalar el jardín donde debía llevarse a cabo la pelea, pero Silva creyó que era el primer golpe que se le venía encima y se abalanzó sobre el cuello de Arzubiaga. Se vinieron abajo enlazados, y Martinto empezó a temblar de emoción, a comerse un dedo, a no perder un instante, un solo detalle de la lucha y a controlar que no viniera por ahí ninguna madre, todo al mismo tiempo. Los de la pandilla empezaron a desconcertarse, ya hacía rato que Silva seguía de espaldas contra la tierra, no podía sacarse al otro de encima. Y las cosas empeoraban, ya ni se movía, definitivamente el asunto iba a durar muy poco porque Arzubiaga continuaba montado sobre el pecho enemigo, ahorcando suavemente, cada vez un poquito más, buscando el sí final: «¿Te rindes?», preguntaba, esperaba, nada; otro apretoncito calculado, casi benévolo, ¿te rindes? Así, hasta que por fin escuchó un gemido afirmativo y la pelea había terminado. Silva se fue llorando, se fue muy solo, sobre todo. Y había que ver a los de la pandilla: tratando de cargar en hombros, como fuera, a Arzubiaga, le hacían barra, lo tocaban.

—¡Limpíate el uniforme! ¡Límpiate el uniforme! —le gritaba el gordo Martinto, inmundo, y él mismo se lo iba limpiando.

Arzubiaga estaba en tercero, era un grande, pero como les hablaba a todos, Julius lo consideraba amigo, aparte de ídolo. Y andaba siempre tratando de que su mamá lo distinguiera por su nombre, también al gordo, quería que Susan aprendiera a distinguir a todos sus amigos:

—No mami; el gordo es Martinto y quiero invitarlo; el que le pegó a Silva es Arzubiaga, ése es grande, el año entrante pasa donde los padres del Santa María...

—Sí, darling, ¿y cuál es tu amigo entonces?

—Los dos, mami...

—Entonces invita a los dos...

—No, mami, Arzubiaga está en tercero; sólo voy a invitar al gordo...

Martinto no se hacía tanto problema con su familia. Vivía feliz y su papá tenía una hacienda enorme, muy cerca de Lima, un lugar ideal para que el gordo se revolcara. Quería invitar a sus amigos a la hacienda, pero su mamá se oponía a que viniera Arzubiaga porque era muy grande. ¡Qué diablos le importaba al gordo!, él con tal de divertirse. Y para eso le bastaba con un espadachín, Julius en este caso. Corretearon un día entero por toda la hacienda, hasta ponerse inmundos, y por la noche regresaron al palacio que los padres del gordo tenían en San Isidro. Le quedaban fuerzas para seguir luchando al gordo, saltaba por los sillones, por las mesas, perseguía a Julius de habitación en habitación, increíble cómo iba dejando huellas de barro y de tierra sobre tapices y alfombras orientales, al menos por el precio.

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