Oh bring back my Bony to me!...
... Adoraba a Cinthia, a madre Mary Agnes y a la desconocida Bony.
Para el recital de fin de año, en preparatoria, Julius tenía
My Bony
estudiadísimo, a Susan ni se le pasaba por la mente que podría equivocarse. No miró a su alrededor para que supieran que era su hijo el que estaba tocando, pero sí escuchó con ternura mientras el pobre batallaba con unos inesperados nervios, en realidad tocó un My Bony bastante cambiado. ¡Qué importa!, todo el mundo estuvo de acuerdo en que lo hizo con mucho sentimiento.
Así eran los recitales. Tocaban los mejores alumnos, la monjita de las pecas los seleccionaba y los preparaba hasta el último minuto. Terminada la repartición de premios salían al escenario y se equivocaban varias veces. Sus mamas se morían de nervios, se preparaban para aplaudir, para morirse cuando uno se quedara a la mitad de la pieza, para aplaudirlos fuertemente como si ya hubieran terminado y salvarlos: no importaba, al final siempre habían tocado con mucho sentimiento. Hasta Rafaelito Lastarria logró tocar en un recital, claro que con trampa porque tenía otra profesora en casa, pero logró terminar su Danza Apache y Susana se sintió tan felicitada. También Juan Lastarria se emocionó e hizo una donación especial para el colegio nuevo.
El recital terminaba y con él la ceremonia completa de la repartición de premios, a Susan le parecía mentira. Era mentira porque por ahí sonaba nuevamente un piano, sin errores esta vez: era la monjita de las pecas cerrando el año con broche de oro, llenándolos de sentimiento con una última tocadita del himno del colegio, y todos ahí cantando emocionados mientras los padres de familia empezaban a ponerse de pie, listos para salir al patio y saludarse, para decirse que tu hijo también es una preciosura, para intercambiar planes veraniegos, nosotros a Ancón, ¿y tú?; o algo por el estilo, bien elegante eso sí.
El verano entre preparatoria y primero de primaria lo pasó Julius metido en el Club de Golf. Iban siempre todos en la camioneta, menos Santiago que se estaba preparando para entrar a Agronomía. Tenía un montón de profesores el pobre, profesores jóvenes, estudiantes de los últimos años de facultad que venían en camionetas pick-up y le convidaban cigarrillos Inca. El examen de ingreso era como la puerta del garaje del palacio: detrás aguardaba el antiguo Mercedes sport de Juan Lucas y, si ingresaba, ya tendría cómo ir hasta la facultad y cómo conseguirse sus plancitos maroqueros en Lince, por ejemplo. «Pobre Santiago, ¡cómo estudia!», decía Susan, sentada al borde de la piscina del club. Bobby, en cambio, se daba la gran vida, lanzándose mil veces del trampolín para impresionar a una gringuita de trece años, la hija del embajador de Canadá. A Julius le suprimieron por fin el ama, y cuando Juan Lucas terminaba sus hoyos de la mañana y venía para almorzar, previos gin and tonic, se lo llevaba con él y lo sentaba a la mesa con toda la familia. A veces se les unía Santiago, Carlos lo traía para que almorzara con los señores y se olvidara un rato de tanto libro.
Ese verano apareció Juan Lastarria. Tenía a toda la familia en Ancón pero él se pasaba la mayor parte del tiempo en Lima, por lo de la oficina de importaciones y los almacenes y todo lo demás. Aprovechó, pues, para hacerse socio del Club y para venir sin su mujer. El pobre se volvía loco por terminar rápido con los hoyos de la mañana y correr a la piscina donde su duchess. Le besaba la mano ridiculísimo, íntegramente vestido de golfista, y se sentaba a contarle que era un hombre feliz, el golf lo estaba transformando, lo rejuvenecía. Entre Juan Lucas y sus amigotes le pusieron Paredón, porque sacaba pechito cuando se ponía la ropa de baño y salía inmaculado y regordete a darse su remojón en la piscina. Se burlaban de él mientras nadaba para mantenerse joven y Susan se moría de pena en inglés, les rogaba que ya no la hicieran reír más, y le decía a Julius que no fuera a aprender those horrible things que contaban sobre su tío. Pero Juan Lucas insistió en explicarle cómo era su tía Susana en ropa de baño, y ahí sí que ya todos soltaron carcajadas varoniles y pidieron gin and tonics que venían de adentro, del bar del club, traídos por mozos que atravesaban de mármol entre tanta mujer, tanta niña, tanta gringa en ropa de baño. Nadie pagaba en ese grupo; las cuentas se las jugaban por la tarde, en el bar: pedían cachitos, y mientras las señoras esperaban en la terraza, ellos iniciaban el poker, acompañado por las copas del atardecer; iban lanzando los dados y comentando el día de golf, los resultados de hoy, el número de golpes, los dados se encargaban de decidir cuál entre todos soltaría un ¡carajo! sin importancia, varonil solamente, y firmaría el vale que ya algún día llegará a la oficina. Lastarria se distraía siempre en pleno poker, por andar observando al profesional del Club. Le estaba dando clases, a carísimo la hora, el profesor argentino. Y era buenmozón y medio elegante, lucía en todo caso, atangado en la peinada, canchero además y bronceado, Lastarria no sabía si tratarlo como a empleado o como a señor.
Puede parecer mentira, pero Julius empezó a odiar al maitre que los atendía en el almuerzo, el que les alcanzaba el menú y trataba mal a los mozos cuando se equivocaban en algo. Y lo increíble es que el maitre también empezó medio como a despreciarlo, ni más ni menos que si fuera hijo de un socio cuya quiebra era ya conocida en el Club. Algo raro sucedía en esa mesa cada vez que el famoso maitre se acercaba; indudablemente se sentía superior a los mozos por lo del saco más fino, pero ¿y esas miraditas para abajo a Julius?... Quizá porque el otro día se agachó para recoger un pan que el mozo ese debería haber recogido; quizá porque no era autoritario cuando trataba a los caddies y a los mozos; casi imposible explicarlo: ¿a qué otra cosa podía deberse ese naciente odio entre un maitre alcahuete y sobón y un niño que iba a cumplir los siete años? Pero Julius lo ignoraba soberanamente no bien llegaban esos cocteles de camarones, o esas paltas rellenas, o esas corvinas a la meuniere o las crepés al cointreau despidiendo llamaradas sobre la mesa, sin que Juan Lucas se inmutara.
Los golfistas y sus mujeres iban entrando al comedor; aparecían bronceados, elegantemente bronceados y se les notaba ágiles y en excelente situación económica. Se saludaban aunque se odiaran en los negocios y ahí nadie había cometido un pecado si se había divorciado, por ejemplo, a los amantes se les aceptaba en voz baja pero se les aceptaba. Claro que no faltaban las de apellidos más antiguos, un poco más finas o conservadoras que las otras, a veces, pero también muchas veces ya no tenían tanto dinero y por eso quizá no protestaban; hasta se daba el caso de que llegaran invitadas: pobres, ése era su lugar pero había el problema de la cuota de ingreso; no podían, pues, estarse fijando en las vulgares o en las inmorales. Con los aperitivos se recuperaba el equilibrio, salía a flote el comedor y, mirando por los ventanales al campo, era como navegar sobre un mar verde, un viaje de placer por un océano que desgraciadamente tenía sus límites: todo el alto cerco alrededor del Club, para que no se metieran los palomillas a robarse las pelotitas.
Lastarria sufría mucho cuando llegaba la hora del almuerzo. A pesar de haber gastado un dineral para equiparse de golfista, no lograba hacerse de muchos amigos en el Club. Claro que todo el mundo sabía que era Juan Lastarria, pero eso era precisamente lo malo, lo sabían. Lo sabían también de otros pero ésos eran buenmozos, o borrachines y graciosos o de gran simpatía y fuerte capacidad asimilativa. Lastarria, en cambio, seguía medio cursilón y no captaba algunos detalles importantes. Si Juan Lucas no lo traía a su mesa, el pobre tenía que zamparse a otra, claro que después pagaba la cuenta, firmaba un vale, eso sí lo aprendió rápido. Susan se había dado cuenta del problema y muchas veces era ella quien lo llamaba a su mesa, se moría de pena de verlo vestido de golfista y sin parecerlo, ¡quién le ha vendido la chompita esa!
Terminado el almuerzo hacían una larga sobremesa y partían nuevamente a golpear la pelotita, a completar la vuelta de dieciocho hoyos iniciada por la mañana. Susan también era de la partida, en compañía de varias amigas, esposas de diplomáticos y de otros como Juan Lucas. No faltaba una que otra inglesa, algunas norteamericanas y tal vez una alemana. Hablaban en inglés o en castellano, pero sea cual fuere el idioma que escogían, inferían en él con deliciosas palabras extranjeras. También, a veces, hablaban en francés, por lo de la embajadora, pero ahí ya sí que muchas de las nacionales se pasaban la tarde sin decir esta boca es mía. Inútil decir que todas eran el último alarido de la moda, ¡aaaaahhhhh!, y carísimo. Los hombres avanzaban en grupo y decían ¡carajo! y/o ¡cabrón!, bien dicho, en su debido momento y era varonil; así los caddies no se atreverían a pensar que por finos y distintos eran maricones. Si, por ejemplo, en ese momento, te hubieras asomado por el cerco que encerraba todo lo que cuento, habrías quedado convencido de que la vida no puede ser más feliz y más hermosa; además, habrías visto muy buenos jugadores de golf, hombres sin edad, de brazos fuertes y ágiles, y mujeres bastante chambonas en lo de darle a la pelotita pero lindas. Quedándote asomado un ratito más, y con un poco de perspicacia, habrías podido también reconocer a Juan Lastarria y al profesional argentino, bien canchero este último, caminando los dos tras la pelotita y todo lo que ella representaba.
Mientras tanto los niños y las niñas estaban en Ancón, o en la Herradura o ahí mismo, en la piscina del Club. Julius se bañaba hasta que le dolían los oídos, por lo de la presión del agua cuando buceas. Bobby no lo conocía y seguía lanzándose del trampolín y saliendo siempre de la piscina por el lado en que estaba la canadiense, la hija del embajador. Por supuesto que prescindía por completo de la escalerilla: salía acrobáticamente por el borde, se acomodaba la ropa de baño, dejando el ombligo al aire, y trotaba hasta la escalera del trampolín; subía, se aseguraba disimuladamente que ella lo estuviese mirando, partía la carrera, la tía Susana nunca lo hubiera dejado, y al llegar a la punta del tablón empezaba a volar, transformándose primero en gaviota, luego en avión en picada al mar, después era como una llanta pero al último instante se estiraba ágilmente y penetraba en la superficie del agua sin salpicar. Tremendo salto mortal. Y es que estaba a punto de perder la vida por la chiquilla canadiense. ¡Que era más bonita!... También ella se derretía por él pero sentadita en su banca y mirando, no tardaba en sonreírle. Un día por fin se conocieron y empezaron a bañarse juntos. Ni más ni menos que Tarzán y Jane, así sentía él, y buceaban pegaditos de un lado a otro del río como si fueran a encontrarse cocodrilos en el camino. Un día apareció uno: Julius se acercó a preguntarles la hora, a decirle a Bobby que ya no tardaba en venir mamita a llamarlos para irse, y por mocoso, por cocodrilo se llevó tremendo cocacho de un Tarzán avergonzadísimo.
Al caer la tarde regresaban los golfistas. Algunos hombres se pegaban su duchazo y hasta su refrescón en la piscina. Después entraban a los camarines y conversaban envueltos en toallas o calatos, eso dependía de la masculinidad y de la barriga. Las voces de Juan Lucas y de sus amigos resonaban entre los casilleros numerados de los socios, mientras se vestían comentando las jugadas del día. Una tarde Lastarria se calateó delante de todos y no faltó quien le hiciera una broma sobre el estado de su cuerpo. Todos se rieron, él más que nadie, se sintió bien socio del Club. Era su hora predilecta: en cuanto estuvieran listos pasarían al bar, cosa de hombres, a lo del cachito, ahí sí que lo aceptaban y aun comentaban los progresos que iba haciendo con el profesional argentino. Poco a poco se iba integrando Lastarria y, si le seguían dando palmaditas en el hombro, no tardaría en sentirse como en su casa. Se sentía prácticamente en su casa, aunque todavía le ocurrían cosas desagradables. Como la otra tarde, por ejemplo, en que dio gracias al cielo por haber estado solo pero al mismo tiempo se sintió tan solo. Pobre. El condecito, el españolito ese radicado, el maricueca ese, tan snob, tan cretino, tan en quiebra, tan fino, tan admirado, tan invitado, el condecito le pegó tremendo empujón, le ganó la puerta, no lo saludó, casi le escupe, estaba borracho el galifardo. Y él, él sin querer soltó un perdón conde, que ahora no lo dejaba dormir tranquilo, al fin y al cabo soy rico, hombre mayor y de trabajo, padre de familia. ¡Qué frase tan infeliz!, se despertaba a media noche recordándola, tenía su dignidad Juan Lastarria. También le sucedió... ¡ Ah!, si no fuera por esos incidentes se sentiría tan socio... le sucedió que le presentaron al cónsul del Japón: Juan, el cónsul del Japón, y a él no le gustó, se debatió entre la diplomacia y el chino de la esquina, el de la bodega, se cortó todito, se demoró, no supo qué hacer mientras el otro le estiraba una mano de seda fría, orientalísimo el cónsul y se llenaba de reverencias; lo miraron como a un perfecto imbécil, los chinos también pueden ser finos. Cosas así le ocurrían al pobre Juan y lo ponían al borde del infarto, luego la gente dirá que fue por causas económicas, por exceso de negocios, preocupaciones mercantiles, infarto debido a las tensiones típicas del buen business man...
En el bar permanecían hasta el anochecer, mientras las mujeres los esperaban afuera, en la terraza y los niños empezaban a reventar la paciencia porque ya querían irse. Surgían negocios también en el bar, pero generalmente se revisaba con elegancia la situación política del país o la de la industria pesquera, sin olvidar por supuesto el último chiste y los comentarios sobre un día más de golf. Pronunciado el «¡carajo!, hoy me tocó pagar a mí», los golfistas empezaban a retirarse. Juan Lucas salía a buscar a Susan a la terraza, la besaba y se adoraban. Se sentaba a su lado y permanecían unos minutos en silencio, contemplando cómo se iban perdiendo los árboles del campo en el anochecer, interrumpiéndose momentáneamente el verano verde y oro que vivían. Era como una breve recaída en el organizado equilibrio de sus vidas, pero ellos no la dejaban llegar a sus cuerpos: llamaban a los chicos para dirigirse a la camioneta y regresar a palacio, y salían despidiéndose de algunos socios que quedaban por ahí, desparramados en las perezosas, mañana nos vemos, ¡adiós! A esa hora se marchaban también los caddies y ellos los veían pasar junto a la camioneta. Juan Lucas nunca omitía algún comentario ingenioso: «Soltaron a los presos», por ejemplo, mientras ponía el motor en marcha. «Buenas noches, señor»: era el maitre; subía a un Oldsmobil viejísimo, que pudo ser de un socio, diez o doce años atrás, lleno de cromos que iban a chirriar, un Oldsmobil gordo como una señora huachafa, se demoraba un poquito en calentarle el motor.