Ellos fumaban más. Hacía un buen rato que el gringo había desaparecido y su itinerario piscina-trampolín estaba llenecito de colillas humeantes. Pero de pronto apareció por uno de los jardines laterales, venía corriendo al trampolín, subió como loco, voló imitando el silbido de un avión en picada y se clavó en el agua. Conque silbiditos, ¿no?... además era maricón el gringo. Los muchachos fumaron más, más todavía cuando vieron que las chicas salían juntitas de la piscina, le daban voces a Carmincha, le pedían, le rogaban que saliera, pero Carmincha las ignoró por completo y a ellos ni los miró.
«Puta de mierda», dijo Luque, poniéndose de pie y arreglándose por ambos lados de la cabeza, con las palmas de las manos, la peinada. «Puta de mierda», dijo Carlos, poniéndose de pie y acomodándose los testículos delante de todo el Country Club. El barrio Marconi en pleno se incorporó en el instante en que el gringo pasaba delante de ellos rumbo al trampolín, pero los gringos nunca han entendido nada y, además, este gringo ni siquiera los había visto. «Puta de mierda», dijo Enrique, frotándose las muñecas. «Sí, puta de mierda», murmuró Pepe, sombrío, y Manolo, a su lado, que le ofrecía tembloroso un fósforo encendido, cuando el otro bien encendido que tenía su cigarrillo. Cecilia se cogió el brazo de Manolo y sopló apagándole el fósforo con una sonrisa nueva, maravillosa, una mujercita es lo que era; un goterón se desprendió enseguida de su pelo empapado y fue a posarse en su nariz por un instante, para resbalar luego siguiendo la curva respingona que tanta gracia daba a su perfil, cayó finalmente sobre su labio superior, apagando entonces su sonrisa y transformando su carita en otra grave, la carita para las grandes ocasiones que ahora estrenaba: «Dejen a Carmincha en paz», soltó nerviosísima, no pudo controlarse y se arrojó sobre Pepe, ahí fue que le dio un beso muy mal dado en la mejilla y salió disparada y Manolo detrás de ella, con el fósforo todavía en la mano. También Pepe quería largarse y ellos trataban de contenerlo. «¡Déjenme solo!», gritó, de pronto, logrando escaparse de Luque y de Carlos que lo tenían cogido por los brazos. Se les iba, y ellos se debatían entre la ayuda al caído y el ataque al enemigo, pero entonces las chicas decidieron seguir el ejemplo de Cecilia y se pegaron a ellos para besarles la mejilla, algunas hasta introdujeron la mano por debajo de sus camisas para acariciarles sus varoniles pechos. Carlos iba a gritarle algo al gringo que volvía de otro salto mortal, pero en eso sintió la mano de su hembrita, calentita la mano y justito ahí donde cada día le crecían más pelos en el pecho, no pudo con las ganas de fumar y cayó sobre la banca abriendo la nueva cajetilla de Chester... El barrio Marconi se iba calmando poco a poco.
Pero el Chino, que era bien ladilla y no tenía enamorada, consideró que el asunto no podía terminar así. Andaba furioso el Chino y hacía un ratito no más que le había gritado ¡silencio vieja de mierda!, a una señora que pasó por ahí diciéndoles a los chicos que hoy último baño, mañana a cartabón y todo eso. Claro que al gringo le iban a pegar de todas maneras pero lo de Carmincha... «Hay que hacerle alguna pendejada a la puta esa.» Bien bruto el Chino porque soltó lo de puta delante de las chicas y ahora ellos empezaban a volteársele, cuidado, primo, amarra el perro, respeto. También ellas, entre muñequeadas y furiosas, decían si ustedes defienden a éste, nosotras defenderemos a Carmincha; ya no tardaba en empezar todito el lío de nuevo, pero el propio Chino la barajó diciendo nosotros no vamos a pelearnos, a llevarnos todo el bulto mientras la pu... perdón, mientras Carmincha sigue bañándose tan tranquila, ¿por qué no le hacemos una pendej... una broma? Miren, aquí tengo una latita de betún, un recuerdo que me ha quedado del carnaval, ¿qué tal?, ¿qué les parece, muchachos?... y si salta el gringo yo me encargo de él. No estaba mala la idea porque después de todo la tal Carmincha seguía tan contenta, ni los miraba, se había quedado en el agua, cogida de un borde de la piscina y admirando al gringo, ya sólo le faltaba aplaudirlo cada vez que saltaba. ¡A la mierda! Por el barrio, muchachos. Pásase un Chester, hermano, el betún, primo, ¿pero cómo hacemos para que venga?
Fue entonces que al muy bruto de Manolo se le ocurrió mandar a Julius a pedirle un cigarrillo a los muchachos del barrio. Hacía días que Cecilia había empezado a hablarle a Julius cuando lo encontraba en la piscina. Al principio a Manolo le llegó un poco el asunto, pero luego se fue acostumbrando y ahora hasta le gustaba. Era tan graciosa Cecilia cuando le hablaba al chiquito, qué feliz se ponía, se disforzaba toda y era bestial eso de sentarse un rato los tres juntos, lejos del barrio reunido, y conversar y escucharlo hablar de una hermanita Cinthia que había tenido y de mil cosas más, rarísimas algunas pero el chiquito era millonario y todo era posible, muy posible además porque el chiquito, Cecilia lo decía, era bien nerviosito, temblaba de frío porque andaba todo el día en ropa de baño y estaba muy flaco, pero temblaba también porque era bien nerviosito, graciosísimo era y ella se quitaba la toalla de los hombros y lo cubría para que no enfriara y los tres a veces conversando se parecía tanto a cuando ellos se imaginaban ya casados, mi primer hijo tiene que ser hombrecito, un Manolito, claro que con Julius ahí delante ellos hablaban de otras cosas, conversaban menos íntimo, pero en sus ojos estaba que el momento se parecía a otros cuando tú seas ingeniero y esas cosas que ellos hablaban cuando oscurecía y estaban solos... «Anda donde los del barrio y diles que me manden un cigarrito», le dijo el muy bruto de Manolo, sin pensar en todo lo que era capaz de hacer con el pobre Julius, el deshonrado barrio Marconi. Julius, que andaba en todo lo de adorar por primera vez a una que no tenía ni la edad de Cinthia ni la de su mamá, tardó un momento en comprender y esperó por si acaso Cecilia decía algo, pero Cecilia, bien bruta también, apoyó a Manolo: «Vas y vienes corriendo, chiquito.» La verdad es que se moría de ganas de darle un besote a Manolo y por ahí hacerle comprender de una vez por todas que Carmincha no era mala ni nada, que simplemente se-le caía la baba por el gringo, ya era hora de que el gringo se dejara de tanto salto mortal y de que se enterara de que hay mujeres en este mundo. Julius se les había acercado en ese momento y era mejor que se marchara un ratito, lo del cigarrillo era un buen pretexto y era verdad además.
El famoso Chino vio a Julius y pensó que ése era el hombre. Claro que le darían el cigarrito para Manolo pero antes tenía que hacerles un favor. Las chicas protestaban, era broma, claro, pero muy pesada. Ellas se habían negado a llamar a Carmincha y ahora se negaban también a permitir que el chiquito fuera a llamarla en nombre de ellas. «Pero entonces ¿por qué no se meten al agua con ella?, ¿están de su parte?», preguntó Luque. No, no, pero la broma era muy pesada y Carmincha iba a creer que eran ellas las que la habían mandado llamar y ellas no tenían nada que ver con la idea. «Entonces...», dijo Luque. No, no, no, ellas acababan de amistar, no querían pelear otra vez. «Es una broma», les decía el Chino, ellos también, ¿qué menos podían hacer? Por fin ellas se callaron, cedieron, y el Chino le explicó a Julius: sólo querían que saliera un ratito para arrojarla entre todos al agua. Si no, peor porque le iban a arrojar todas sus cosas, anda chico, dile que venga, dile que sólo queremos darle la mano y quedar como amigos. Cuando nos dé la mano, la cogemos, la balanceamos un poco y al agua, eso es todo... Allá iba Julius, había llegado al borde de la piscina y se iba a meter, cuando se escuchó por todo el Country Club, también por ahí cerca en San Isidro, un increíble alarido. Todos los ojos convergieron en el trampolín donde el gringo gritaba haciendo girar los brazos como hélices, se volvió loco el gringoaaaaaauuuuuuuuuuuu!, y a correr como nunca, a volar como nuncaaauuuuu!, altísimo voló el gringoaaaaaaauuuuuuuuuuuuuuu!, se clavó en la piscina. Segundos después Cecilia y Manolo corrían hacia la banca del barrio, silencio absoluto: el gringo seguía sin salir, había desaparecido en la parte más honda de la piscina.
«Se ahogó», pensaron muchos, y los muchachos del barrio Marconi hasta empezaron a sentir remordimientos, en el fondo el gringo podría haber sido buena gente. Y el otro dale con no aparecer y la gente alrededor de la piscina aguantándose la respiración, muerta de pánico, no se atrevían ni a acercarse al borde. Sólo Julius continuaba ahí parado y podía ver que el gringo ni se había clavado en las locetas del fondo ni se había partido el cráneo ni nada. Al comienzo había sentido un poco de miedo al verlo instalarse en la parte más honda, y permanecer sentado como meditando, hasta que parece que tomó una decisión y empezó a bucear hacia el lado de menor profundidad donde Carmincha parecía también esperarlo como si todo hubiera sido parte de un plan preconcebido. Pero esto ahí adentro, no alrededor de la piscina donde Luque ya empezaba a quitarse la camisa para lanzarse en busca del pobre gringo que, dejándose de tanta cojudez, hasta tenía cara de buena gente. Por ahí una señora gritó al cielo: «¡Hagan algo por Dios santo!», y ya Luque estaba olvidando la ley del barrio y todo, cuando de repente se escuchó un chillido histérico y disforzado de Carmincha y todos la vieron elevarse como un metro: era el gringo que se le metía por entre las piernas y la alzaba sobre sus hombros, feliz renació el de los saltos mortales. Carmincha reía ahora instalada cojudísima sobre sus hombros, así sería el amor para ella en adelante, salto y salto mortal, a éste no habría que pedirle que dejara de fumar como a Pepe, a éste lo que habría que pedirle es que no se me mate en el trampolín. Todos continuaban pasmados, furiosos luego cuando el gringo que tanto los había hecho sufrir pegaba otro alarido desesperante, depositaba a Carmincha sobre el borde de la piscina, pegaba un salto, caía sobre las colillas encendidas pero él nunca se había quemado, recogía a la pobre Carmincha, siempre cojudísima pero lo quería al gringo, ahí se la lleva, ¡qué bestia el gringo!, la había cargado de cualquier forma, los muchachos del barrio Marconi vieron cuando la cogió por la entrepierna, y se la llevó de cualquier manera a su reino, allá arriba, sobre el trampolín, sanísimo el gringo, no captó ni entrepierna ni chuchita ni nada, sólo quería que ella se arrojara con él del trampolín, pobre Carmincha, una nueva vida empezaba para ella, «siempre le gustó lo prohibido», pensó Luque, pero no le sonó a verdad su pensamiento, qué bruto el gringo ahora pegaba otro alarido salvaje y arrojaba a la pobre Carmincha al agua, cayó de panza y el gringo al lado, un costalazo y feliz. Carmincha salió a la superficie entre valientísima y llorando, el gringo pegó otro alarido, Cecilia les hizo adiós y el Chino que todavía se acordaba de la ley del barrio, empujó a una sirvienta al agua, le metió la mano a otra, embetunó a una tercera, vino el cholo portero a pedir calma, lo embetunaron, Luque arrojó al Chino al agua, embetunó a Carlos, a Manolo le cayó betún en el ojo y a Cecilia le dio un increíble ataque de risa al verlo tuerto y furioso. Ese fue el momento en que el gringo vio por primera vez a los muchachos locos esos, pero ahí venía el administrador ¡mañana todo el mundo al colegio!, se cerraba la piscina, el gringo la clausuraba con un alarido feliz y la pobre Carmincha volvía a caer de panza, nunca aprendería, le dolía el pecho, la barriga, trataba de decírselo pero él quería más salto y ella tendría que estudiar bien su inglés porque el gringo no comprendía ni los dolores en castellano.
Los Arenas llegaron ya inmundos. Parece que el día anterior les habían estado probando los uniformes y, como nunca nadie se ocupaba de ver que esos niñitos no se ensuciaran, ellos se lo quedaron puesto y media hora más tarde ya estaban bien sucios. Por ahí alguien dijo que hasta se habían acostado con el uniforme, lo cierto es que también los llevaban muy arrugados cuando llegaron. Felices aparecieron los Arenas, eso de que fueran hermanos los libraba de convertirse en puntos porque al batir se bate a uno, nunca a dos juntos. El que sí llegó tristísimo era Cano; hacía tiempo que había dejado de estar de vez en cuando triste, ahora era triste y tenía caspa además. También llegó el gordo Martinto pero lo habían jalado de año nuevamente y a duras penas se acordaba de que Julius había sido su amigo. Todos iban llegando, y junto a la puerta que daba acceso al gran patio se repetía la sempiterna escena de los que venían por primera vez al colegio y no querían quedarse por nada de este mundo. «¡Quiero a mamita!, ¡quiero a mamita!», gritaban, pobrecitos, eran de partir el alma con sus uniformes azules impecables y los cuellazos blancos almidonados que tanto molestaban al comienzo, cuanto más rabiaban y movían el pescuecito, más se irritaban. La tarea de recibirlos le había tocado a madre Mary Agnes, que desde tempranito los había estado esperando buenísima, sonriente, tan encantadora que algunas mamas sufrían más que sus hijos al ver que dejaban a Ricardito, por ejemplo, en manos de una monjita tan linda y que huele tan rico. Y es que las madrecitas del Inmaculado Corazón eran americanas y olían siempre a limpiecito y seguro que desayunaban Corn Flakes, que son unas cajas conteniendo bastante maíz del mejor y mucho sol de California. Madre Mary Agnes no sufría por eso; a veces sentía que se iba a impacientar, pero entonces tocaba rápido una cuenta de su rosario y de ahí abajo le subía nuevamente la sonrisa hasta los labios. Sánchez Concha llegó enorme, realmente había pegado un estirón atroz durante el verano, pero no era tonto Sánchez Concha y antes de arrancarse con alguna matonería prefirió pasarse el primer día estudiando el ambiente, no fuera que por ahí otro de tercero hubiera crecido más y a lo mejor me pega. Del Castillo estaba muy rubio pero no había crecido mucho. Julius sí había crecido pero andaba cada día más flaco y sólo se trompeaba cuando lo desafiaban y no quedaba otra solución. Llegó en una flamante camioneta Mercury, una que Juan Lucas decía haber asegurado contra todo riesgo menos contra Bobby que, antes de llegar al Markham, tenía pensado tirar por lo menos una docena de curvas con trompo delante del carro de una chica del Villa María. La había conocido en Ancón un día en que Peggy, la canadiense, estaba resfriada. Bobby había dejado a Julius en Inmaculado Corazón, baja mierda, apura, y había salido en busca del carro de la niña nueva, cuyo itinerario casa-Villa María se tenía estudiado de antemano. A su lado, Carlos comía tranquilamente. Le había perdido el miedo a la muerte y le acomodaba ese afán del niño Bobby por manejar; así él podía ir comiendo su pan con chicharrón, era la hora en que le gustaba desayunar y hasta se traía su termo con su té bien calientito.