Se equivocó de golpe la tía Susana. Frau Proserpina no pegaba coscorrones sino tremendos reglazos, y en plena muñeca, y era en esos momentos, precisamente, que le venía el paso de ganso, la disciplina férrea o sabe Dios qué, lo cierto es que le volvía hasta el acento alemán que tantísimos años en el Perú le habían hecho perder casi completamente. «¡Levanta la monyeca!», gritaba en esas ocasiones, ésta era una de ellas: «¡Levanta la monyeca!», gritó y ¡zas!, tremendo reglazo en el hueso flaco de la muñeca de Julius. «Sánchez Concha concha de tu madre», pensó Julius, furioso, y casi se le escapa pero no era precisamente Sánchez Concha el que acababa de electrizarle medio brazo con ese golpe filudo. Era Frau Proserpina y qué culpa tenía el pobre Julius si la monjita del piano oloroso nunca le había hablado de tocar levantando la muñeca ni tonterías. Cuando tocas con sentimiento qué importa la muñeca alta o baja... ¡Zas!, otro reglazo y de nuevo «¡levanta la monyeca!», así él nunca iba a tocar con sentimiento ni nada, en ese plan se le iba a terminar hasta la última gota de sentimiento. Por lo pronto ya quería decirle déjeme en paz señorita, pero algo en él la perdonaba aún, tal vez la necesidad de enterarse de lo que ocurría en esa ¿casa? ¿edificio? ¿cuartos?, tal vez la colegiala bonita, ¿vive aquí?, qué raro, o tal vez el viejito que seguro es un sabio, también el escribano y el que arregla máquinas de escribir que seguro ya no sirven para nada, bajo una bombilla que cuelga de altísimo, máquinas de escribir como catedrales con sus torres con sus campanas... ¡Zas!, otro y «¡levanta la monyeca!». Éste sí que le dolió en el alma, le dolió hasta aceptar que los pianos de Frau Proserpina huelen a orines de gato y que las miserables cuatro bancas para los recitales están sucias al fondo. Ella le había dicho que sus discípulos, sólo los mejores, daban recitales y venía mucha gente. «Tengo que seguir. Algún día habrá recital y seguro van a venir todos los que viven ¿casa? ¿edificio? ¿cuartos?, aquí...» ¡Zas! «¡Levanta la monyeca!», y él levantó altísimo las dos monyecas y las mantuvo así mientras Frau Proserpina iba por otro chai, «Será un invierno muy crudo», anunció. Su tono tristón le dio a Julius nuevas esperanzas y ya empezaban a bajársele afectuosamente las muñecas, cuando escuchó que Frau Proserpina agregaba lo de la nieve: «Caerá mucha nieve», dijo, exactamente, y Julius levantó ipso facto ambas muñecas y se esforzó por tocar lo mejor posible su ejercicio, «En Lima nunca cae nieve, señorita», se equivocó por quererle decir que en Lima nunca nevaba, y por empezar de nuevo y rápido se le bajaron las monyecas y ¡zas!, otro. «Cuando termine la clase le contaré a Carlos y él se matará de risa, hoy sí que has llevao tupido pa la finca, dirá. Pero seguiré viniendo porque algún día habrá recital y seguro que vendrán todos los de aquí, el viejito sabio y calvo y la mujer malhumorada que se calatea, el escribano, las colegialas, la bonita la bonita la bonita.»
«En tres semanas es muy poco lo que hemos emprendido», le dijo Frau Proserpina, al terminar la lección. «Usted vino recomendado como alumno de importante talento. ¿Dónde esconde usted ese talento?» «Concha de tu madre Sánchez Concha», pensó Julius, pero nuevamente sintió como si hubiera disparado a otro blanco. Frau Proserpina se puso de pie y se dirigió a la silla desfondada en busca de otro chai. «Tal como se presentan las cosas el invierno va a ser muy crudo y la nieve...» Por toda respuesta, Julius sólo atinó a despedirse prometiendo preparar mejor sus ejercicios para el próximo miércoles. «Se ruega puntualidad», le dijo Frau Proserpina, cuando él ya había bajado del estrado en que se hallaban los pianos iluminados. «Un alumno sale y otro entra. Usted se va y otro viene. Se ruega puntualidad para evitar toda alteración en el horario. Los horarios están hechos para ser respetados.» Julius alcanzó a duras penas a prometer que llegaría puntual la próxima clase, se acercaba ya a la puerta del inmenso auditorium y su mente volaba hacia cosas más interesantes o por lo menos tan inexplicables como la propia nieta de Beethoven. Como siempre, Frau Proserpina se quedó sentada esperando a su próximo alumno que debía llegar en cuanto Julius partiera, los horarios están hechos para ser respetados. A medio andar por el corredor, Julius se dio cuenta de que había olvidado su cuaderno de solfeo y volvió hacia la academia para recogerlo. Entró en silencio y se encontró con todo a oscuras, «¿qué hacer? pensó—: tiene que venir otro alumno, se fue Frau Proserpina, qué raro.» En ésas andaba cuando una madera del piso crujió bajo su pie y los pianos volvieron a iluminarse de golpe, aclarando aquel extremo del vetusto auditorium: la nieta de Beethoven estaba tejiendo un chai. «Me olvidé de mi cuaderno», explicó Julius, y Frau Proserpina, que se había puesto rápidamente de pie, como sorprendida por algo, arrojó la madeja de lana, cogió el cuaderno temblando y extendió el brazo, sin avanzar eso sí, para que él se acercara a recogerlo. «Las cosas no se olvidan y menos el cuaderno de solfeo. Partir rápido porque llega otro alumno puntualmente.» Julius cogió su cuaderno y salió disparado del auditorium. Avanzó luego más despacio hasta llegar a la mitad del corredor, rarísimo todo, el alumno puntual no llegaba, tenía que pasar por ese corredor y nada... Algo lo hizo regresar por segunda vez hasta la puerta de la academia, pegó su aguaitadita y partió la carrera al ver que la nieta de Beethoven había apagado nuevamente las luces, seguro que estaba tejiendo chales, y a él le provocaba todo menos que una madera del piso volviera a crujir.
Caminaba lentamente por los corredores que bordeaban el segundo patio y llevaban hacia la escalera. Al pasar por la ventana del viejito calvo del coco brillante, Julius miró porque quería ver una vez más cómo eran los sabios. Ahí estaba sentado con sus anteojitos y las lunas como fondos de botella, y Julius pasó haciendo el menor ruido posible, pero el viejito alzó la cara y lo miró por encima de sus anteojos. Siempre lo miraba y le sonreía pero esta vez trató de incorporarse, eso le dio un poco de miedo, Nilda dijo hay que desconfiar de todo el mundo, y él apuró el paso al ver que el viejito sabio le hacía señas con la mano, igualito como si le estuviera haciendo adiós, con el brazo en alto pero bien enclenque y apenas si se movió temblando. Julius no se atrevió a voltear para ver si efectivamente se había incorporado y había llegado a la ventana. Corrió hasta alcanzar la escalera y ahí sí ya tuvo que andar más lento porque no había luz y los escalones estaban hechos pedazos. Al llegar a los bajos se detuvo en el espacio negro entre los dos patios y se quedó pensativo, como si estuviera urdiendo algún plan maquiavélico para cruzar el zaguán sin miedo ni nada, enterándose de una vez por todas de lo que pasaba en cada una de las ventanas con las bombillas colgando de altísimo. Debió haber contado a la una, a las dos y ¡a las tres!, porque se sobró de impulso y antes de detenerse ya estaba en el centro del zaguán, sintiendo además que todo el mundo lo había visto correr y que de todas las ventanas lo estaban mirando a lo mejor con odio. En una ventana, a su derecha, las dos colegialas estudiaban en la penumbra, muy pronto iban a necesitar anteojos, pobrecitas se les va a malograr la vista. Y cómo estudiaban, él ya llevaba su ratito ahí mirándolas y ellas ni cuenta que se daban. Aprovechó para acercarse un poco a investigar esas paredes de la habitación, parecían de cartón, se acercó más y había una frazadota enorme colgando y atrás de la frazadota era otro cuarto. ¿ Cuál será la ventana de la colegiala bonita?... Julius la buscaba con más confianza ahora, ésa no es, tampoco, ésa es la del escribano de... se acercó más a la placa escribano de estado y el tipo ahí dentro llenecito de papeles... ¿Cuál será la de la chica bonita? Ya se estaba poniendo contento, claro, él siempre había tenido razón: la chica no vivía ahí sino en una casa que ya empezaba a imaginar, cuando de pronto, en un rincón del zaguán se dibujó una ventana que hasta el momento no había visto y la chica bonita era colegiala y vivía ahí y lo miraba sonriente mientras se pintaba las uñas casi a oscuras. Julius apartó la mirada y trató de disimular, volteando hacía la ventana donde la mujer muy blanca que se vestía con grandes espacios blancos cerraba nuevamente su cortina con aire desafiante, ¿qué quieres, mocoso? No le quedó más remedio que salir disparado hacia el portón para siempre abierto, donde Carlos fumaba tranquilamente.
—Pasa buen hembreo por el jirón Arequipa —le dijo añadiendo—: vamos a buscar a Merceditas que está estacionada en la esquina.
El reinado de Sánchez Concha duró lo que dura una flor. Todavía no se había acostumbrado el pobre a ser el más grande y el más fuerte de todos, cuando una mañana, en plena clase de inglés, se abrió la puerta del salón y apareció la Madre Superiora acompañada de un chico nuevo que los miró a todos, furioso. La Madre Superiora se arrancó con lo del nuevo compañerito, es peruano pero ha estado viviendo en la Argentina, su papá era embajador allá y ahora ha regresado al Perú y nos ha mandado a su hijito, tienen que ser buenos amigos, tienen que ayudarlo pues llega un poco tarde, pero seguro como es muy inteligente pronto va a recuperar el tiempo perdido, tienen que prestarle sus cuadernos para que se ponga al día, Fernandito, tú también vas a ser muy amigo de todos, ¿no es cierto? Fernandito no contestó ni pío y se limitó a mirarlos furioso. También ellos lo habían estado mirando, midiendo más bien, realmente no ofrecía mayor peligro porque era bastante bajo. La Madre Superiora continuaba hablando, les daba las últimas instrucciones acerca de la manera en que debían tratar al compañerito que llegaba con atraso y desventaja, bueno, ya lo conocían. Trató de tocarle la cabeza con afecto pero Fernandito se quitó a tiempo, parece que se cuidaba celosamente la peinada. La Madre Superiora les dijo por fin su nombre completo, se llamaba Fernandito Ranchal y Ladrón de Guevara. Del Castillo se rió al escuchar tanto apellido, ahí se dio cuenta de que debía dejarse de tonterías porque Fernandito Ranchal y L de G, así firmaba en los cuadernos, lo atravesó con la mirada. Del Castillo bajó los ojos y hasta empezó a quitarle con la uña un pegostito que no existía a la tapa de su carpeta.
La carpeta para Fernandito era la última de la primera fila. La de los matones. La Madre Superiora se la señaló antes de abandonar el salón. Madre May Joan, la monjita futbolista, le dijo que podía sentarse y él empezó a avanzar lentamente, mirando a los treinta y cinco de la clase al mismo tiempo y furioso. De los Heros vio que no miraba al suelo al caminar, y aprovechó para sacar la pierna y dejarla lista para tremenda zancadilla. Ya se acercaba Fernandito, siempre mirándoles la cara, no podía haber visto la pierna que lo esperaba, cómo diablos supo, eso es algo que hasta hoy debe andarse preguntando de los Heros, lo cierto es que soltó un ¡ay! adolorido, y guardó la pierna con la espinilla hecha fuego. Encima tuvo que disimular cuando madre Mary Joan volteó a preguntar ¿qué pasa? No pasaba nada Fernandito Ranchal y Ladrón de Guevara avanzaba tranquilísimo y furioso hacia su carpeta.
Sánchez Concha que no tenía un pelo de tonto volvió a adoptar una actitud contemplativa. Varios siguieron su ejemplo, Julius entre ellos. No era la estatura de Fernandito lo que los sumió en ese estado de expectativa, era más bien su cara furiosa y su silencio también furioso lo que los desconcertaba. La bomba de tiempo casi estalla una mañana, durante el recreo, algunas semanas después de la llegada de Fernandito. Pero desgraciadamente aquel incidente no tuvo la significación que los de tercero hubieran deseado, no fue de ninguna manera un incidente definitivo. Fernandito acababa de comprar furioso un chocolate y le estaba quitando la platina cuando se le acercó el muy bruto del gordo Martinto. No se había enterado de nada el gordo; ni siquiera se había dado cuenta de que Fernandito estaba en tercero y de que vivía furioso. Simplemente notó que era alguien nuevo en el colegio y decidió atacarlo justito cuando el otro se aprestaba a comerse su chocolate. Fernandito jamás se lo hubiera esperado pero de pronto se encontró con una espada de palo en el pecho. Sonrió furioso y el gordo le contestó con risa y feliz. «Uno nuevo para los desafíos», estaría pensando, pero Fernandito lo miraba con tanta insistencia que el pobre Martinto empezó a debatirse entre soy un niño feliz y el problema de la maldad en el mundo. Cómo andaría de furioso y sonriente Fernandito que hasta el mismo gordo se empezaba a dar cuenta de que algo no marchaba en la vida, de pronto hasta se dio cuenta de que todo tercero seguía el asunto a media distancia y como quien no quiere la cosa. Se le fue la alegría al gordo, se le filtró algo de desconcierto en su torpeza y cuando Fernandito le dijo dame el palo, él se lo dio como un perro que viene a entregarle la pelota a su amo para que se la vuelva a arrojar. Igualito hizo Martinto y también creyó que el juego seguía porque volvió a reír y dijo guárdate la espada, voy a traer otra y te desafío. Fernandito sonrió más y más furioso y el gordo creyó que ése era su estilo, «Cojonudo el nuevo pirata», debió pensar, y ya giraba para salir en busca de otra espada cuando sintió que un palazo terrible le incendiaba las nalgas. «Toma», le dijo Fernandito, devolviéndole tranquilamente el palo y el gordo parado ahí, con una impresionante cara de cojudo, frotándose el culo con más pena que rabia, recibiendo el palo que ya para qué servía y descubriendo la tristeza una mañana de junio. Se acabó el gordo Martinto. Desde entonces vino muy limpio al colegio. Hasta empezó a adelgazar. También un día lo vieron entrar tan solo como serio a una matinée y ese mismo año aprobó sus exámenes con buena nota y en el futuro estuvo muchas veces entre los diez primeros de su clase.
Sánchez Concha tiró pluma. Martinto había sido compañero de clase años atrás, el que se lo hubieran jalado dos veces no impedía que creciera, Martinto tenía edad para estar en tercero. Era por consiguiente un grande pero al mismo tiempo no lo era... Cosas así debieron pensar también los demás alumnos de tercero. Además, Fernandito no se había trompeado, no se le había visto en acción. ¿Existía un método para dejarte hecho polvo sin entrar en acción? Ahí estaba el detalle. La vida se complicaba por culpa de Fernandito, antes la cosa era más sencilla: chócala pa´ la salida, pisa la salivita, a ver métete pues mariconcito, y luego tremendo catchascán y el asunto terminaba cuando tú decías me rindo y te quedabas triste por un par de días o para toda la vida o, cuando con más suerte, escuchabas al acogotado de abajo decir suelta ya o me rindo y te ibas sobradísimo, te quedabas así por varios días hasta que venía Espejo Roto a comunicarte que en el pueblo vecino había uno que disparaba más rápido que tú y el proceso se repetía, con los mismos riesgos y ventajas. Con Fernandito la cosa era definitivamente más complicada.