Un mundo para Julius (55 page)

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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Novela

Pero él qué iba a decir nada, si ya llevaban horas discutiendo y aún no lograba ver las cosas claras. Carlos, en la repostería, también anduvo un poco aturdido, aunque su desconcierto duró menos que el de Julius. Resulta que, al llegar esa mañana, se encontró con la Doña tomando su desayuno, «buenos días, señora», le iba a decir, pero ella lo sorprendió repitiéndole lo del niño Santiago violando a Vilma, en el preciso instante en que aparecía la Decidida gritando que el niño Bobby se lo tenía bien merecido y con la cara toda arañada. Carlos sintió un escalofrío, peor todavía: sintió que ese escalofrío se le juntaba por un hilo tan inexplicable como helado con otro escalofrío en la repostería del antiguo palacio, por el mismo hilo regresó tembleque a la nueva repostería, y hasta hubo un momentito en que era allá el verdadero escalofrío y el de ahora lo estaba profetizando con el decorado de la moderna repostería y todo. Casi se le distorsiona el tiempo al del uniforme con gorra, casi agarra una nueva dimensión de lo profundo, pero ni hablar del peluquero y al que madruga Dios lo ayuda: sobre la marcha pidió que le calentaran su tecito para entonarse, mientras iba a sacar a Merceditas de su casa, cojudeces pa' los franceses... Seguía un poco preocupado Carlos, felizmente que al subir al Mercedes se encontró con su bigote perfecto en el espejo retrovisor, a este bigote con cuentos, ten paciencia, Hortensia, ten tesón, Ramón, todo a su debido tiempo: Santiaguito con Vilma allá, acanga Bobby con la Pechichona, mala está la Doña.

Larga había sido la odisea de Bobby, llevaba horas tratando de explicarla coherentemente. Recordaba bien el comienzo, pero por nada les iba a contar que durante siglos la había buscado y que la encontró bailando, y cheek to cheek, y con Pipo Lastarria. Primero se cagó en él y le rogó a ella, pero no tardó en darse cuenta de que ella se cagaba en él y tuvo que enfrentarse con su primo. Recordaba patadas y puñetazos, nada definitivo, recordaba sangre suya y del otro, recordaba que lo echaban del Casino, que lo compadecían, que lo insultaban. Luego todo era una noche negra con él avanzando por pistas que nunca duraban lo suficiente, con miles de ideas que llevaban a la camioneta de curva en curva y a menudo lo ponían sobre un sardinel, frente a una casa, al borde de la muerte. Un ojo le dolía ya cuando entró al burdel... Pipo Lastarria le había cerrado ese ojo entonces... Un ojo le dolía cuando entró al burdel y cuánto quería que le hicieran caso y buscaba su dinero y no lo encontraba, gritaba su nombre y su apellido y nadie le hacía caso y otra vez su dinero no aparecía, hasta que pensó en la Decidida: mamá no estaba en casa y todos saben, mamá, Juan Lucas, Carlos, soy un cornudo, ¡no! ¡no! ¡no! Después todo empezó a salirle como él quería porque corría como un loco para matarse y la camioneta no se estrellaba nunca y cuando llegó hizo bulla y no quería que lo oyeran y nadie lo oyó. Sí, él ya tenía ese ojo hinchado, pero por nada del mundo les iba a contar quién se lo había hinchado, aunque ya se estaba arrepintiendo de haber acusado a la Decidida por los dos ojos.

Juan Lucas, enterado de la larga descripción de Bobby, tenía ya sus sospechas y estaba dispuesto a creerles todo, tanto a él como a ella, aunque se contradijeran. La Decidida gritaba que cuando el niño Bobby la «atracó», venía ya con un ojo magullado y con la camisa rota. Bobby lo negó rotundamente, pero de pronto también le empezó a dar vergüenza que una mujer le hubiera dado tal paliza. Entonces cambió, y dijo que a lo mejor se había equivocado, y que ahora que recordaba se había trompeado en un burdel y él le había roto el tabique nasal a un negro y que el negro había logrado conectarle un par de puñetes, uno en cada ojo, porque él estaba borracho, por supuesto, se había bebido dos de las botellas que encontró en los altos. «¡Mentiras! —gritó la Decidida, reivindicando para ella uno de los ojos negros—. No por placer, señor, nada más desagradable para una mujer pobre pero honrada; no por placer sino porque mi honor así me mandó defenderme.» Juan Lucas suspiró y ordenó hielo para un gin and tonic. «Calma, calma, dijo: esto se puede arreglar fácilmente, ¿qué opinas tú, mujer?» Susan casi levanta la mano para contestar, qué miedo, la habían cogido desprevenida, estaba pensando en el mal gusto de los chicos, habrá que traer a una enana para cuando Julius empiece con lo mismo... ¿Qué opinaba? Opinaba que Deci era una mujer muy buena y eficiente, que felizmente el mar no llegó...

—La sangre no llegó al río —corrigió la Decidida.

... sí, al mar. Habría que pagarle el pijama que le habían roto y, sobre todo, opinaba que Bobby debía pedirle perdón en el acto y prometerles a todos que no volvería a tomar whisky de esa manera. Eso era lo que opinaba y, no bien terminó, volteó linda, sonriente y aterrorizada a mirar si la Decidida estaba de acuerdo con lo que opinaba.

Totalmente de acuerdo. La Decidida consideró que el asunto se podía olvidar y que el niño Bobby había actuando movido por el despecho, que el despecho era un sentimiento huraño que, mezclado con el licor, podía llegar a ser un despecho enfurecido, pero precisamente esa maldad no era por consiguiente el resultado de la maldad del niño Bobby sino del licor más el despecho que eran circunstancias atenuatorias del atraco. En esa casa se habían respetado sus derechos y una mancha negra se borra con un futuro decente, además el despecho es humano y la situac...

—Bobby, pídele perdón a esta señorita —ordenó Juan Lucas.

Bobby le dijo que había estado borracho y que lo perdonara; la Decidida ya iba a arrancar con más sobre el despecho, pero Juan Lucas la volvió a interrumpir, diciendo que todo estaba arreglado, que no había rencor que guardar y, justito cuando ella trató de soltar algo más, rogándole que le trajera el hielo picado de la repostería para prepararle un brebaje especial al niño Bobby, a ver si le quitamos esa cara de miserable, con esa cara no me lo dejan entrar al Golf. Bobby sonrió, Susan sonrió, y Julius loco porque la Decidida se vaya para preguntar el significado de la palabra despecho. «Voy por el hielo», dijo, por fin; Susan y Juan Lucas ya iban a soltar la risa por el pecho temblando mientras decía despecho, pero ella era siempre quien concluía: «No se preocupen, señores, sucede en las mejores familias», les dijo, antes de retirarse.

A la cocina llegó loca de contento con su cargamento para la ciudad. Le habían dado amplia satisfacción y no tenía ningún inconveniente en repetirles la escena ocurrida. «¿Negro? —la interrumpió Carlos, cuando llegó a la parte de la trompedera en el burdel—: ¿de cuándo aquí los Lastarria son negros? A ése el que lo ha sonado es su primo Lastarria, el mismo que lo ha adornado... ¿Negro?, jajá-ja, ya quisiera verlo frente a un moreno, de un gargajo me lo ahogan.»

En el bar de verano, tres buenas salidas de Juan Lucas lograron que Bobby lo mirara cara a cara y le sonriera. Había copa para todos, no tardaban en estar listas, en cuanto la Decidida se acordara de traerles el hielo. Pero Bobby dijo que no corría tanta prisa, primero iba a tomarse un alka-seltzer, ya regresaba. Juan Lucas aprovechó su momentánea ausencia para comunicarse con la cocina: que quitaran y escondieran las botellas de whisky, por favor, gracias. Cuando levantó la cara para seguir con su buen humor, se encontró con los ojos de Julius mirándolo acusadoramente.

Una gota gorda de sudor resbaló por la melena larga y azabache de Arminda, mojando, al caer junto a un botón, la seda color marfil de la camisa. Arminda descubrió la gota, pero, a su lado, en un extremo de la tabla de planchar, tenía la vasija con el agua para salpicar humedeciendo la tela y facilitar su perfecto planchado; introdujo entonces, hasta la mitad, cuatro dedos en el agua y continuó salpicando porque eso no era suficiente... Ahora sí. Sus dedos quedaron mojados, aprovechó para secárselos en la cara porque hacía tanto calor, pero al bajar la mano continuaban mojados y, como siempre, se los secó en el traje negro. No se dio cuenta de haberlo sentido húmedo y caliente como la camisa, la camisa húmeda y caliente, claro, el agua, la plancha hirviendo, apoyó nuevamente la plancha para seguir...

Como siempre, se hallaba sola a esas horas en el cuarto de planchar. Una vez Juan Lucas había pasado por ahí afuera, por ese corredor, cuando el arquitecto de moda insistió en mostrarle la sección servidumbre, primero, y luego esa otra sección, tres cuartos alineados a lo largo de un corredor que terminaba en una puerta cuya belleza anunciaba el lujo de la sección familiar del palacio. El corredor y los tres cuartos eran blancos; uno era el cuarto de planchar, el de al lado, el cuarto de costura y el otro podría servir para que duerma alguna enfermera o alguna monja de la Caridad, si algún día operan a uno de los chicos de las amígdalas, algo así. Pero los chicos se operaban en el hospital y nadie estaba enfermo en casa, y el segundo cuarto tampoco se usaba porque la Decidida zurcía en su dormitorio.

Arminda estaba en la repostería cuando Daniel se despidió porque le tocaba su salida. Celso tampoco andaba por ahí, ella lo había visto salir en dirección al pequeño patio interior, en cuyo piso de locetas depositaba la platería, para luego pasarse horas limpiándola, terminaba de noche. Hoy no le tocaba venir a Universo, y la Decidida había partido en el Mercedes con Carlos acompañando a Julius donde el dentista. El señor, la señora y el niño Bobby habían ido a almorzar al Golf, no regresaban nunca antes de las siete de la noche. «Adiós, señora. Hasta la noche», le dijo Abraham, y sin saber por qué, ella se sintió más tranquila al ver que la repostería quedaba vacía, y que en los altos tampoco había nadie. Siempre subía a esa hora a planchar, pero hoy le parecía que era la primera vez, no se explicaba muy bien ese interés en verlos marcharse, ese afán de subir a trabajar sabiéndose sola.

Se detuvo un instante en el descanso de la escalera, se descubrió escuchando: ni el menor ruido, los vio marcharse nuevamente, a Celso lo recordó afuera, frota y frota una tetera de plata. Arriba, se desvió un poco para escuchar que la Decidida no estaba en su cuarto, pero se acordó y continuó avanzando tranquilamente; todos los dormitorios vacíos, el baño del servicio con la puerta abierta y sólo silencio adentro, luego los tres escalones al corredor blanco, al fondo la puerta cerrada, en todo caso la familia estaba en el Golf, Julius donde el dentista. Se asustó porque ya no tardaba en terminar el verano, pero cuando aguaitó se quedó más tranquila: «Victoria Santa Paciencia, la costurera, aún no ha venido para los uniformes de los niños.» Retrocedió, pero no había nadie tampoco en ese cuarto blanco, sin muebles que, a veces, llamaban la enfermería.

Vio con agrado, sobre la mesa blanca, el atado con muchas camisas del señor. Avanzó para cogerlo y abrirlo, como siempre el sol la cegó, una vez ella pensó en pedir cortinas para esa ventana, después se las había arreglado con poner periódicos mientras trabajaba, pero ahora le daba cansancio más que flojera acomodarlos, bastaba con ponerse de espaldas a la ventana cuando planchaba. El agua estaba ahí, en un extremo de la tabla de planchar; pestañeó para acordarse que ayer había llenado la vasija, pero se le borró para siempre haberla llenado jamás en su vida, volvió a pestañear, no le molestó quedarse sin ese trocito de pasado para siempre. Hay agua. Enchufar la plancha. Volteó porque el enchufe estaba al lado de la ventana, nuevamente la cogió el sol, la cegó completamente. Se agachó para enchufar, en cuclillas descubrió que ya no tenía cuerpo, era un enorme mareo, luego le volvía el cuerpo lleno de náuseas, saltó una chispa al enchufar, siempre rezaba, soltó el enchufe porque ya no saltaban chispas, se irguió con los ojos cerrados, llenecita de chispas en la oscuridad, la vio venir, sí sí, detrás de los árboles, de las casas, detrás de todas las chispas la vio venir, cómo no lo supo antes para no abrir los ojos, justo los había abierto cuando ella aparecía, por ahí detrás de las casas, de los árboles. Miró todo lo que pudo al sol y cerró los ojos. Últimamente Arminda creía con toda su alma en los milagros y aquello tenía que ser un aviso.

Como tenía mucho que planchar, regresó hacia la tabla y extendió la primera camisa. Había que ser muy cuidadosa junto a las iniciales bordadas del señor. Sus manos estaban limpias. Empezó a planchar, a sentir en su cuerpo el calor que despedía la plancha eléctrica, era agradable, se mezclaba con el calor del sol que seguía quemando fuerte por la ventana, que por momentos dibujaba chispas en los vidrios, ahora que ella se había puesto frente a la ventana para mirar de rato en rato, abrir y cerrar los ojos a cada rato...

Gotas gordas de sudor resbalaban por la melena larga y azabache de Arminda, mojando, al caer, la seda blanca de la camisa. Ella las veía, suficiente; se secaba entonces la mano en el traje negro y apoyaba nuevamente la plancha. Empezaba a cansarse, el sol se ponía y cada vez más ella lo miraba fijamente, siempre nada; humedeció la manga de una camisa, se dejó cegar por el sol, la vio aparecer y desaparecer, venía pero la cubrió la vasija de agua que, en un trocito de su pasado, hace un momento, se había caído al suelo. Se iba a preguntar por esas gotas sobre la tela pero ellas mismas la hicieron agacharse a recoger la vasija, sonrió al verla venir, arrepentida, avergonzada, venía escondiéndose detrás de la vasija, pero ahora ella, tu madre, corría a rescatarla y le ordenaba bájate de esa carreta, ¡Dora!, ¡mi hija!, obediente, sumisa, ella saltaba de la carreta y el heladero de D'Onofrio desaparecía de su sonrisa y al fondo la felicitaban Vilma, Julius, Nilda, el señor Santiago, la señora Susan, la niña Cinthia, Celso, se le borraba Celso y trataba de atraparlo, se le borraba Daniel y trataba de atraparlo, saltaban, se le escapaban, se le borraban todos, todos volvían, aparecían, Julius desapareció, desaparecieron todos, todos menos su hija, se quedó tranquila, sonriente, pensando que seguro las había dejado solas para que conversaran un rato.

Celso corrió a abrir el portón cuando oyó la bocina del Mercedes. «Traigo un herido», dijo Carlos, mirando burlón a Julius, que venía adolorido y furioso porque el dentista le había cogido mil veces el nervio con la maquinita esa... Estacionó a Merceditas a un lado del gran patio, detrás de la carroza que ya tenía una rueda rota porque

Bobby, al entrar el otro día borracho en la camioneta, le había dado un buen topetón. La Decidida fue la primera en bajar, ofreciendo té para todos, menos para Julius, «a ti te voy a preparar una bolsa de hielo», le dijo. Los cuatro entraron por la puerta de servicio y se dirigieron hacia la repostería, en el pasadizo sintieron olor a quemado. «¡Arminda!», gritó la Decidida, y los cuatro corrieron a los altos.

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