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Authors: Patricia Sverlo

Tags: #Biografía, Histórico

Un rey golpe a golpe (10 page)

La Corte se mofaba y por esta razón el soberano quiso dignificarlo, creando la Orden de más prestigio que se pudiera imaginar. Hace falta apuntar también que la más aburrida de las patrañas identifica el Toisón con la alegoría de una de las principales actividades de los Estados del duque: la manufactura de la lana.

Del duque de Borgoña, el honor de gran maestro de la Orden pasó a su hija, y después a la hija de ésta, cuyo hijo, Felipe el Hermoso, al casarse con Juana la Loca, hija de los Reyes Católicos, dio a la Corona de España la soberanía del Toisón. En principio sólo tuvo 24 caballeros, que posteriormente Carlos V aumentó a 51 en 1516. Los collares no eran nunca propiedad de los caballeros a quienes eran concedidos y, cuando morían, tenían que devolverlos. Pero se fueron «perdiendo» tantos a lo largo de la historia que el número de los que pueden existir actualmente es incalculable (se calcula que cerca de 4.000). En la casa Spink de Londres, numismáticos de fama mundial, los últimos años se han vendido por lo menos cuatro toisones de oro españoles, todos fabricados en el siglo XX en vil metal con una capa de oro, que es como se hacen últimamente. El precio de cada uno oscilaba entre las 250 y las 350 libras esterlinas (menos de 100.000 pesetas). Se transformó en «condecoración» —y no «orden»— en tiempos de Alfonso XII, y hoy es la más importante de la dinastía española, correspondiendo el título de gran maestro al cabeza de la Casa de Borbón.

Tanto Isabel II como Alfonso XIII evitaron concederla mientras estuvieron en el exilio. Pero no así Don Juan, que otorgó seis; mientras que su hermano mayor, Jaime el sordomudo, que le disputaba el privilegio de ejercer como cabeza de la Casa Borbón y como aspirante a la Corona de Francia y de España, también lo distribuyó con generosidad un número de veces que no se ha podido determinar, entre otros a los astronautas norteamericanos Bormah, Lovell y Anders, que parece que no dieron respuesta; y al mismo Franco, tras la boda de su hijo con la nieta del dictador, que esta vez sí lo aceptó aunque nunca se lo puso. Así pues, no se sabe cuántos hay circulando por el mundo en estos momentos.

Juan Carlos lo otorgó a doce personas en un día. Uno de ellos fue, en 1985, para el emperador Hiro Hito, que, en otro viaje oficial a España diez años más tarde, lo metió en una maleta que Iberia le extravió y nunca más se supo nada. Ésta es la versión oficial, aunque quizás, como Franco, Hiro Hito conociera las leyendas.

Probablemente, diez Toisones han acabado en la casa Spink de Londres o en otra similar: y, sin duda, no hará falta esperar a que los dueños mueran para que los devuelvan.

CAPÍTULO 6

UNA BODA Y CUATRO HIJOS

Bodas «reales» e irreales

Las bodas en las familias reales siempre representan un problema, y más en el caso de los Borbones, por aquello de las enfermedades congénitas de las cuales pueden ser portadores algunos miembros aunque no las padezcan personalmente, como la hemofilia. A menudo, por lo que hace especialmente a las representantes femeninas de la estirpe, han tenido que renunciar a la pretensión de casarse con personas de sangre real, que no sólo es el ideal sino un requisito imprescindible por poder mantenerse en la lista de los herederos al trono, aunque sea en segundo, tercer, cuarto o quinto lugar, tras el primogénito varón u otros escogidos por designio casi divino.

La hermana mayor del actual rey Juan Carlos, Pilar, sumaba a todos los inconvenientes borbónicos naturales el de tener mal carácter, ser poco agraciada físicamente y, además, desgarbada hasta el punto de que, llegado el momento en que su padre ya estaba preocupado por si se casaría, la obligó a comprar un pintalabios y se los pintó él mismo.

La ex-reina Victoria Eugenia, abuela de la joven, desde Lausana no desistía de su interés por casarla a expensas de lo que fuera. Como Pilar no conseguía encontrar pareja por sí misma entre tanto aristócrata exiliado en Estoril, Victoria Eugenia pensó en Balduino de Bélgica, que también llevaba su cruz por su carácter pesaroso y por la ausencia total de atractivo físico, aun cuando era, eso sí, un rey coronado.

Preparó con mucho cuidado el encuentro entre los dos y, como en aquella época era costumbre que las infantas viajaran con una dama de compañía, le dio instrucciones para que fuese «la menos vistosa» de sus amigas. Siguiendo estos consejos, lo peor que pudo encontrar fue Fabiola de Mora, tan poquita cosa tras aquellas gafas gruesas de pasta negra. Sin embargo, la tragicomedia planeaba de nuevo sobre los Borbones. De aquel viaje juntas a la Corte de Bruselas nació la historia de amor entre Balduino y Fabiola, que tantas páginas de la prensa rosa ocupó en su día y, como sabe todo el mundo, terminó en boda. Estaba claro que eran el uno para el otro, y el destino se había encargado de unirlos. Pilar consiguió casarse unos cuantos años más tarde, en 1967, aunque no lo hizo con un aristócrata. La elección recayó en Luis Gómez-Acebo, abogado que trabajaba como secretario general de la compañía de cemento Asland. Y siguiendo la línea de humildad que siempre ha caracterizado a los Borbones, la boda congregó a más de 20.000 personas curiosas a las puertas de la iglesia, aunque sólo se podían considerar invitadas 5.000, entre las cuales había 200 representantes de casas reales. Celebraron el banquete en el Hotel Estoril, y el aperitivo lo amenizó la tuna de Valencia.

La otra hermana de Juan Carlos, la infanta Margarita, ciega de nacimiento y de carácter un poco «ingenuo» y peculiar, todavía lo tenía más difícil. Le gustaba perderse sola por los alrededores de Estoril, ir al rastro de Carcavelos y regatear con los gitanos para comprar calzoncillos a su hermano, una costumbre que todavía conserva hoy. Una de las anécdotas de juventud que se cuentan de ella es que, cuando ya estaba en edad de merecer, en algún momento posterior a 1961, un día, mientras tomaba un café en una terraza de Estoril, conoció a un americano que, después de una breve conversación, pidió la mano de la infanta. Margarita, emocionada, le explicó a un amigo que pensaba huir con el americano a los Estados Unidos, y que ni siquiera quería pasar por Villa Giralda para no tener que dar explicaciones a la familia. Cuando le describió al presunto novio, le dijo que era un americano muy simpático y «un poco maricón». En la cena familiar de aquel mismo día, con el amigo confidente como invitado, Margarita accedió a contárselo a sus padres, y anunció muy seria: «Mamá, me voy a casar». En el comedor se hizo un silencio espeso, pero aquello no debió coger demasiado por sorpresa a los condes de Barcelona. Muy tranquilo, aunque fastidiado por tanta tontería, Don Juan, que era un hombre de carácter, dijo a su invitado: «Anda, explícale a Margarita la diferencia entre un hombre y un maricón». Él se lo explicó como pudo, al comprobar sobre la marcha que, en efecto, era tan ingenua que no lo sabía. Naturalmente no hubo fuga romántica.

Unos cuantos años después consiguieron casarla con el doctor Zurita, en 1972, y al parecer fueron muy felices. El matrimonio de Juan Carlos no resultó más fácil de conseguir que el de sus hermanas. En su caso, no se podía renunciar con tanta facilidad a casarlo con alguien de sangre real.

Y tampoco había demasiado donde escoger.

La primera candidata oficial fue la princesa María Gabriela de Saboya, nieta del ex-rey Víctor Manuel e hija de Humberto, aspirante al trono de Italia, que, al igual que los Borbones, disfrutaba de vacaciones indefinidas en Portugal con toda su familia. Juan Carlos y Gabriela, «Ene» para las personas más íntimas, se conocían desde que eran niños y no se sabe dónde empezó y dónde acabó su noviazgo, puesto que habitualmente salían juntos con una pandilla desde siempre. Tanto el conde de Barcelona como el aspirante Humberto estaban de acuerdo con aquel emparejamiento y, de hecho, estuvieron a punto de formalizarlo más de una vez, la primera abortada trágicamente por la muerte de Alfonso, en 1956. Se sabe que ella fue a visitar a Juan Carlos mientras estaba en España y fue invitada a comer al palacio de Montellano, en 1955. Durante su estancia en la Academia Militar de Zaragoza, con 18 y 19 años, se escribían y el príncipe incluso tenía un retrato suyo en la mesilla de noche, hasta que un día el director de la Academia le dijo «¡Alteza, quite esa foto! El Caudillo podría disgustarse caso de que viniera a hacer una visita a la Academia».

María Gabriela, que entonces tenía 15 ó 16 años, no gustaba demasiado a Franco, en primer lugar por la separación de hecho de Víctor Manuel y su esposa, que vivía en Suiza y tenía fama de alocada, y por la fama de homosexual del yerno de su padre, Humberto de Saboya. Pero, además y sobre todo, no le gustaba que su príncipe se casara con una princesa sin trono. Quería para él una familia real de las de verdad, de las que reinaban. Aun con aquella oposición poco convencida del dictador, la cosa pudo haber tenido éxito. No se sabe demasiado bien por qué no acabó de cristalizar tras tantos años de relación casi oficial. Probablemente tuvieron mucho que ver los amores pasajeros simultáneos del príncipe, que eran vox populi, incluso en los momentos más comprometidos y escandalosos, en concreto a finales de 1959, año en que precisamente la relación con Gabriela se enfrió definitivamente.

Después de Juan Carlos, Gabriela tuvo otros novios. También salió con Nicky Franco, el hijo del embajador y sobrino del Caudillo. Pero se acabó casando —y después divorciando— con Robert Balkany. Actualmente vive con su madre en Merlinge, a 20 kilómetros de Ginebra, y se dedica principalmente a su gran afición, el juego y los casinos.

Una hija sin padre

De manera simultánea al noviazgo casi oficial con Gabriela de Saboya, Juan Carlos mantenía otras relaciones menos aristocráticas y formales. Se habló de flirteos con una noble madrileña y de otros amores fugaces en Zaragoza, apadrinados por Trevijano, en una época en que el único y verdadero amor del príncipe era un prototipo de coche deportivo de lujo de la marca Pegaso. Pero, sobre todo, se habló mucho sobre sus relaciones con la condesa italiana Olghina de Robiland, a quien había conocido en Portugal en 1956, pocos meses después de que muriera su hermano Alfonso, cuando ya le había pasado el disgusto y no se perdía ni un sarao. El amor a simple vista entre Olghina y Juan Carlos se produjo en una cena en el restaurante Muxaxo, junto a la playa del Guincho, organizado por un grupo de altezas reales: la «fiesta de los exiliados».

Olghina frecuentaba los círculos aristocráticos de Estoril cuando iba a visitar a su tía Olga, que tenía un palacete en Sintra. Y en aquel sarao coincidió con Juan Carlos, que no tardó en tirarle los tejos y sacarla a bailar. Él tenía 19 años, y ella 23. «Me gustas muchísimo, Olghina, te mueves como las olas…», le dijo. Y aquella misma noche consiguió llevarla a casa con el «escarabajo» negro que utilizaba para hacer desplazamientos cortos, después de haber aparcado un rato en un punto elevado mirando al Atlántico. Los asientos traseros de aquel coche fueron un punto de encuentro habitual durante ese verano.

Para Olghina, Juan Carlos era «iluso y un poco tonto», pero alto, rubio, de ojos azules…, y, sobre todo, sano, a diferencia de muchos de sus familiares. Pese a su juventud, le gustaba la «virilidad adulta» que tenía. La Robiland ya había recorrido mil caminos, incluyendo dos abortos de por medio. Sabía de la vida. Pero está claro que Juan Carlos supo ganársela. «Le encantaba sorprenderme y dejarme con la boca abierta», recuerda. Al parecer, que él fuera un príncipe heredero influyó poco en el hecho de que se enamorara. De hecho, entonces le consideraba uno candidato muy distante e improbable a un trono inexistente. Y, por otro lado, nunca tenía dinero y a menudo tenía que pagar ella cuando salían a cenar o iban a un hotel. No fue una relación clandestina en absoluto. Él iba a buscarla a su casa y hablaba con su tía. Pero eso sí, tenía la firme convicción de que estaba llamado por el destino, «ya jugaba a ser rey», y le dejó claro desde el comienzo que de casarse nada. La candidata oficial seguía siendo Gabriela de Saboya. Olghina era… otra cosa, más carnal. En las cartas que le enviaba le decía: «Te quiero más que a nadie ahora mismo, pero comprendo y, además es mi obligación, que no puedo casarme contigo y por eso tengo que pensar en otra. Y la única que he visto, por el momento, que me atrae, física, moral, por todo, muchísimo, es Gabriela» (mayo de 1957). Ella creía, y discutió el tema con él, que podía competir con Gabriela en cuanto a genealogía.

Pero él no lo veía así, ni, desde luego, sus padres. Nunca fue considerada un partido a la altura. Y, además, era una libertina: "Me gusta dar todo lo que tengo, y como sólo me tengo a mí misma…

Puede que en mi caso la generosidad no sea una virtud", decía de ella misma. Toda su vida estuvo atada a escándalos y sus propios padres le volvieron la espalda.

De todos modos, aceptando las condiciones que se les imponían, tuvieron una relación larga, si bien intermitente, de más de tres años. Y él escribió muchas cartas, en una extraña mezcla de francés, inglés, italiano y, sobre todo, español, a la «Olghina de mi alma, de mi cuerpo y de mi corazón». Intercalaba letras de sus rancheras favoritas, a falta de mejores poemas para llenar el papel, porque nunca fue amante de la buena literatura. Pero, como era obligado, también incluyó algunos párrafos gloriosos de creación propia que brindó a la historia (puesto que las cartas se hicieron públicas a finales de los años ochenta): «Esta noche en mi cama he pensado que estaba besándote, pero me he dado cuenta de que no eras tú, sino una simple almohada, arrugada y con mal olor (de verdad desagradable), pero así es la vida. La pasamos soñando una cosa mientras Dios decide otra» (1 de marzo de 1957).

Tan libertino como Olghina —aunque más protegido de la maledicencia popular—, Juan Carlos, además de mantener la relación semioficial con la de Saboya y la aventura off the record con la Robiland, a la vez tenía otros flirteos. En concreto, uno muy sonado con una bailarina brasileña a quien había conocido cuando estaba embarcado en el Juan Sebastián Elcano. A esta también le escribió decenas de cartas apasionadas. Para que llegaran más rápido, se las enviaba mediante la representación diplomática española en Río de Janeiro. Pero no recibía respuesta ninguna, pese a las «simpatías» que ella le había mostrado. Entonces Franco le llamó un día para decirle de manera contundente: «¡basta ya de aventuras!», y recomendarle que se fuera buscando de una vez una novia aristocrática. Y le puso encima de la mesa todas las cartas que había enviado a la brasileña y que el embajador del Brasil, lacayo fiel, había interceptado sólo para sus ojos (los del dictador).

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