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Authors: Patricia Sverlo

Tags: #Biografía, Histórico

Un rey golpe a golpe (12 page)

Cuando volvieron debían de estar agotados, pero todavía tuvieron que continuar la diáspora durante un tiempo. Primero estuvieron un tiempo en la casa que se les concedió en Grecia. Después se instalaron en Estoril, en una villa propiedad de Ramón Padilla, la Carpe Diem. Pero el destino definitivo fue La Zarzuela, en Madrid. Don Juan no quería que volviera a España, más que por el hecho de estar cerca, por una simple cuestión política. Pero como tenerlo al margen tampoco le servía de mucho y el príncipe no soportaba bien la vida monótona y aburrida de Estoril, en una casa pequeña y prestada, Don Juan cedió. Ya no era tiempo de sostener entrevistas con el dictador.

Esta vez se conformó con escribirle una carta sencilla, fechada el 8 de febrero de 1963, en la que continuaba la línea de pelotilleo que ya había iniciado con la carta del Toisón: «[…] No ha pasado por mi imaginación suspender la presencia del Príncipe de Asturias en España y, mucho menos, por una decisión mía».

Aquel mismo mes de febrero volvieron a Madrid y se instalaron en el palacio de La Zarzuela, en gran parte a propuesta del Pardo. Las relaciones con Franco se habían deteriorado mucho desde la boda, que había sido a medias entre el rito ortodoxo y el católico, cosa que no podía ser bien vista por alguien a quien le gustaba pasearse bajo palio a la mínima ocasión. Pero lentamente fueron recuperando el buen tono, merced a la presión de los hombres del Opus, que siempre supieron anteponer lo que realmente importaba a sus convicciones de integrismo católico. Y en gran medida también a los esfuerzos de Sofía, que sabía muy bien por qué estaba en España e hizo todo lo posible para irse ganando al dictador. No le faltaron ocasiones para demostrar que era una «profesional» bien capacitada, educada para hacer cualquier sacrificio por una razón de Estado, aunque fuera tragándose la saliva por un marido que se iba de picos pardos a la mínima ocasión.

En sustitución del malparado duque de Frías, se encargó de la dirección de la Casa del Príncipe el duque de Alburquerque, aunque siempre realizaba todas sus funciones extraoficialmente Nicolás Cotoner, el marqués de Mondéjar, que ocupó formalmente su puesto a partir de 1964. Casi al mismo tiempo, el propio príncipe reclamaba a Alfonso Armada para el cargo de secretario. Los dos, Mondéjar y Armada, formaban un equipo de militares muy próximos afectivamente al príncipe desde los tiempos del palacio de Montellano, cuando Juan Carlos preparaba su ingreso en la Academia Militar de Zaragoza. Mondéjar había sido su profesor de equitación y se había ido convirtiendo, a falta de uno mejor, en un auténtico padre, a quien todos los días, cuando se incorporaba a trabajar con él, antes de nada le daba un beso. Armada con el tiempo llegó a ser uno de los mejores amigos de Sofía, con quien la afinidad ideológica y de carácter se manifestó desde el comienzo. A Franco le parecían bien los dos, porque eran buenos franquistas. Y a Don Juan también, porque además eran monárquicos. Una combinación nada infrecuente en aquel ambiente.

De manera que los dos apoyaron los nombramientos. A lo largo de la década de los sesenta, el príncipe visitaba a Franco una vez al mes como media, una o dos horas cada vez. Y, por otro lado, Franco estaba bien informado de todo lo que sucedía en La Zarzuela a través del personal de la casa, muy especialmente de Alfonso Armada, que no le escondía ninguna gestión ni ninguna visita.

Pero aunque aparentemente todo iba por el buen camino, de la pareja real nunca se pudo decir aquello de que fueron felices y comieron perdices. No hacía ni un año que estaban casados cuando en Atenas —nunca en España, naturalmente— la prensa comenzó a decir que no se llevaban bien y que era mucho más que probable que se separaran. Los rumores incluso llegaron al Parlamento griego, donde el diputado Elias Bredimas quiso saber qué pasaría con la dote de la princesa si se rompía el matrimonio.

Dos hijas y un heredero

Como las bodas, los hijos de la realeza son una cuestión de Estado. Y quizás por esto la primera persona a quien los príncipes anunciaron el primero embarazo de Sofía fue Laureano López Rodó.

La infanta Helena nació el 20 de diciembre de 1963 en la clínica privada Nuestra Señora de Loreto, lo más lejos posible de la Seguridad Social. Pero pese a la enorme expectación que había despertado el acontecimiento, más en el círculo político que en el familiar, todo el entusiasmo se derrumbó de pronto. No solamente por el hecho de que fuese una niña. La recién llegada difícilmente podría ser considerada heredera alguna vez, con ley sálica o sin ella. Aun así, hubo celebraciones. Y para el bautizo, el 23 de diciembre, incluso vinieron de Estoril los condes de Barcelona, si bien no les dejaron entrar en Madrid y se alojaron en Algete, en la finca de Soto, del duque de Alburquerque.

Cuando tuvo lugar el segundo embarazo, los círculos políticos de los tecnócratas del Opus ya estaban escarmentados y, por lo general, el tema tuvo un tratamiento mucho menos entusiasta y más discreto por parte de la prensa, por si las moscas. Apenas hay información sobre el nacimiento de la segunda niña, Cristina, que siempre ha pasado bastante desapercibida, cosa que seguramente ha agradecido. Ésta sí que nació sana, pero se trataba de otra niña, por lo que el acontecimiento tampoco era para echar demasiados cohetes.

Cuando llegó el tercer embarazo, los príncipes ya estaban sinceramente preocupados. Sofía tenía miedo de que, por las dificultades que había tenido en los partos anteriores, no pudiera tener más hijos. Para acabarlo de rematar, el período de gestación estuvo rodeado de noticias tan malas para ellos como la pérdida del trono de su hermano Constantino de Grecia, que tuvo que huir con lo puesto a Roma, donde Juan Carlos tuvo el detalle de enviarle un poco de ropa suya para ir tirando.

La cuestión de la sucesión era más complicada de lo que nadie habría podido prever.

No solamente habrían tenido que hacer que una mujer pudiera heredar el trono. Aparte de esto, hacía falta saltarse a la primera de las hijas, algo bastante complejo para unos pretendientes tan dudosos por sí mismos. Pero para su tranquilidad, en 1968 finalmente nació un niño, un pequeño príncipe.

El bautizo, el 7 de febrero, fue todo un acontecimiento social que requirió no sólo la presencia de los abuelos, sino también la de la ex-reina Victoria Eugenia, recibida en Madrid en olor de multitudes. Volvía después de haber salido apresuradamente el 15 de abril de 1931, para reencontrarse con un pueblo que la primera vez, el día que se casó con Alfonso XIII, la había recibido con un ramo de flores explosivo, brindado por Mateo Morral desde un balcón de la Calle Mayor. Pero desde entonces habían pasado muchas cosas, muchas muertes, y una película,
Dónde vas Alfonso XII
, producto de la propaganda monárquica para las masas que había conmovido al populacho, convenciéndole de que Victoria Eugenia, aunque no salía en la película, como personaje de aquel universo debía ser algo así como la «Sissí emperatriz» española. La Policía calculó que la habían salido a recibir 150.000 personas. Don Juan también notó el afecto de las masas franquistas en cada uno de los movimientos que hacía, en especial cuando visitó el Valle de los Caídos y se paró ante la tumba de José Antonio Primo de Rivera. Pero en la iglesia sólo Franco entró bajo palio.

Los hijos de Juan Carlos llevarían como segundo apellido por parte de madre «y Grecia», a falta de uno mejor. La futura reina no tenía apellido. Quien se lo quiso buscar llegó a la conclusión de que tenía que corresponderse con la dinastía danesa, de la cual procedía la familia real griega, por lo que Sofía se apellidaría algo así como Schleswig-Holstein-Sonderburg-Glücksburg. Pero el mismo Ministerio danés de Justicia emitió un comunicado en el que declaraba que no podían usar aquel nombre. Así pues, «y Grecia» fue el equivalente de «de Dios» en España para algunos casos.

CAPÍTULO 7

EL JURAMENTO COMO SUCESOR

«Don Juan ya no sirve»

El franquismo no quería demasiado ruido en los años sesenta. Las luchas obreras empezaban a adoptar la actitud de un movimiento social de ámbito estatal y permanente, con un impulso en dos direcciones: ya no estaban comprometidas sólo con la consecución de salarios más altos y mejores condiciones de trabajo, sino que ahora también querían libertades democráticas. Y esto el Régimen no lo podía tolerar. En estas cuestiones se unían los movimientos estudiantiles y los nacionalistas de Cataluña y Euskadi. La sociedad por lo general estaba demasiado agitada, cuando en 1966 las Comisiones (origen de CCOO) decidieron salir a la luz. Sólo duraron un año antes de que el Tribunal Supremo las declarara ilegales, cosa que abrió una oleada de represión que tan sólo sirvió para crear más inestabilidad social.

Con estos asuntos bregaba el Régimen de Franco, cuando los coqueteos de Don Juan con la izquierda —pese a todos los esfuerzos que hizo, con cartas que pretendían apagar incendios— llevaron a Franco a exclamar: «Don Juan ya no sirve». La única baza segura era Juan Carlos. El desenlace se produjo antes de la designación oficial como sucesor, aunque el conde de Barcelona no se quisiera dar por enterado. La cosa había quedado lo suficientemente clara cuando, a finales de 1965, la Agencia EFE difundió unas declaraciones del entonces ministro de Información, Manuel Fraga Iribarne, al prestigioso
Times
, en las que aseguraba que, si algún día la monarquía volvía a España, sería con Juan Carlos. La noticia pilló a Don Juan en Suiza, donde pasaba unos días con su madre, y su irritación recorrió todas las fronteras hasta llegar a Estoril, donde todo su equipo, entonces constituido por 62 consejeros, se sintió solidariamente molesto. La primera cosa que hicieron fue exigir una nota de repulsa y una reacción por parte del príncipe que, naturalmente, no consiguieron. Juan Carlos se limitó a visitar a Franco para explicarle que Fraga le había puesto en un compromiso, debido al cual resultaba difícil poder mantener su papel de buen hijo. El Caudillo no le hizo demasiado caso: «Pero ¿por qué tanta preocupación? Si eso lo ha dicho un ministro…». En realidad los dos eran perfectamente conscientes de que Fraga no improvisaba, sino que estaba muy bien orientado.

«Tu hijo te quiere arrebatar el trono», le dijeron las personas más próximas a Don Juan. Y para compensar su consternación, el consejo privado propuso celebrar un acto público de lealtad al conde, con un documento firmado por todos los consejeros y encabezado por Juan Carlos. A esto sí que se avino el príncipe, en principio. Se fijó como fecha el 5 de marzo de 1966. Para asegurarse que Juan Carlos asistiría, que era lo que verdaderamente tenía relevancia del acontecimiento, Pemán y el duque de Alba lo visitaron en La Zarzuela el viernes 4. No había duda. El príncipe incluso les enseñó el billete de avión. Pero al día siguiente, cuando todo estaba ya preparado para la comida en el Hotel Palace, hacia las 12 de la mañana sonó el teléfono en Villa Giralda. Era Juan Carlos, que en el último momento alegaba molestias en el vientre para excusar su presencia. En aquel momento había varios consejeros, que pudieron seguir perfectamente la conversación entre padre e hijo desde el salón, merced al elevado tono de voz con que Don Juan, en el despacho y con la puerta abierta, le respondió: «No tienes ningún derecho a ponerte enfermo. Y menos hoy… El día que me casé con tu madre yo también estaba hecho una mierda y aguanté hasta el discurso de Pemán sin desmayarme. Tuve que joderme y por la noche cumplir, a pesar de todo, con tu madre».

Fue un discurso memorable que todas las personas presentes, entre las cuales estaba el mismo Pemán, recodaron durante años. Don Juan no se creyó nunca que la cagalera de su hijo fuera real; y eso que nunca supo que aquel mismo día había tenido la osadía de visitar a Franco acompañado de la princesa para decirle que no le gustaba asistir a aquella reunión política, aunque su padre tenía un interés especial, episodio que el dictador explicó algunos días después a uno de sus colaboradores más fieles, Pacón. Tampoco supo que al cabo de pocos meses el príncipe asistió a una reunión con políticos reformistas en casa de Joaquín Garrigues Walker (la ventanilla a los Estados Unidos), para presentarse como alternativa a la incompatibilidad entre su padre y Franco. Dominando su ira, sin dar más explicaciones, Don Juan y sus consejeros decidieron continuar como si nada el acto que tenían previsto, haciendo de tripas corazón, sobre todo Pemán, que pronunció, pese a todo, un florido discurso. Llegada la noche, de manera reservada, el conde de Barcelona se reunió en Villa Giralda para cenar con un grupo de consejeros, el mismo Pemán, Yanguas, Sainz Rodríguez, Gamero, Andes, Martínez Almeida, Fanjul y Ansón. Y tras tomar el café en el salón, les anunció solemnemente: «El príncipe ha salido hoy de mi autoridad. La unidad de la Dinastía, queridos míos, está rota». Sainz Rodríguez, que ya nadaba entre dos aguas (y con anterioridad había escrito una carta a Franco en que le pedía volver a Madrid con el objetivo de colaborar en el nombramiento del príncipe como sucesor), le explicó a Don Juan que aquello era una cosa que todos, menos él, habían visto venir desde la entrevista del Azor. «Don Juanito tiene que jugar su papel en España y lo que ha hecho hoy era inevitable». También le dijo que él veía muy claramente que la única oportunidad que el conde de Barcelona tenía de ser rey de España desde 1946 era que Franco se muriera, en un accidente o en un atentado. Y Don Juan se quedó de una manera muy especial con aquella parte del discurso, que resonó en su cabeza un año después, cuando tuvo noticias de que el Generalísimo acababa de sufrir una lipotimia mientras cazaba en Cazorla.

«Su bajeza»

El mes de octubre de 1967, durante el transcurso de una cacería en la sierra de Cazorla, Franco se puso enfermo de manera repentina. Una lipotimia. Los mecanismos del Régimen actuaron inmediatamente para que la noticia no trascendiera, pero aun así Don Juan consiguió enterarse a través de un amigo inglés, un marino que estaba participando en la montería. Don Juan tuvo una visión de sí mismo con la corona puesta. Si Franco se moría de pronto, como había dicho Sainz Rodríguez, ésta era su oportunidad. Hacía falta moverse rápido y discretamente y pensó que lo mejor era telefonear a Antonio García Trevijano, que estaba en Madrid, para que hiciera las gestiones oportunas. Y, naturalmente, Trevijano las hizo. Una vez enterado del asunto, el primer paso fue entrar en contacto, a través de mediadores de la banca, con el director general de seguridad de Franco, el coronel Blanco, que se quedó un poco sorprendido de que Trevijano estuviera al tanto: «¿Quién más lo sabe?», preguntó asustado. Intercambiaron datos y hablaron del tema. La verdad era que lo de Franco no había sido nada. Una falsa alarma.

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