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Authors: Maureen Lee

Tags: #Relato, #Saga

Un secreto bien guardado (12 page)

—Cuando le pregunto si le gusta el colegio, se vuelve muy callado. —Se le nublaron los ojos de preocupación—. ¿Lo están maltratando?

—En clase, no. Me temo que no sé lo que pasa en el patio. —Lo investigaría el lunes—. Espero que no te importe que mencione esto —dije dubitativa—, pero ¿podrías pedirle a tu hermana, por favor, que lo deje en la verja de la escuela? Lo lleva hasta la clase, y eso hace que los demás niños piensen que es un cobardica.

—Hablaré de ello con Bess —prometió.

—¿Quién lo recoge después de la escuela? —pregunté.

—Yo, excepto cuando tengo una entrevista de trabajo, entonces la vecina de al lado lo hace por mí.

—Debe de ser difícil encajarlo todo —comenté.

—Sumamente difícil. —Puso los ojos en blanco—. Supongo que a Gary no se le dan muy bien los deportes.

—No mucho.

—Cuando era muy pequeño, Jenny solía decir que tenía dos pies izquierdos. Siempre estaba tropezando. —Sonrió secamente—. No me gusta presumir, pero yo era una estrella de los deportes en el colegio. En Uganda, era capitán del equipo de fútbol. Los británicos tenían una liga, y nuestro equipo siempre estaba de los primeros. Gracias —dijo cuando la camarera nos trajo los cafés.

—No voy a dormir esta noche —murmuré— con tanto café.

Rob echó azúcar en el suyo y lo revolvió.

—¿Te gusta ser profesora? —preguntó.

—Me encanta —respondí fervientemente—. Me gustan mucho los niños, pero... —hice una pausa.

—Pero ¿qué?

—No sé en realidad. Creo que debería estar haciendo más, como enseñar en un país del Tercer Mundo. —Estaba expresando con palabras sentimientos vagos que había tenido últimamente. En algunos lugares, la educación escaseaba y se consideraba un bien precioso. ¿Me sentiría más feliz enseñando a niños desfavorecidos en clases improvisadas o incluso al aire libre?

—Hay un tipo que conozco en Uganda que está tratando de conseguirme un trabajo en Canadá —comentó Rob—. Aunque no me importaría volver a Uganda, a pesar del calor. El sueldo es mucho mejor y no hay que preocuparse por el alojamiento. Probablemente estos sean argumentos de peso para considerarlo, pero mi principal preocupación en la vida es asegurarme de que Gary es feliz.

—Yo me lo pensaría —dije.

Aquella noche soñé con mi padre. Solía ocurrir, pero nunca podía acordarme del aspecto que tenía cuando me despertaba. Recordaba partes del sueño, pero no su rostro: siempre parecía estar vuelto hacia un lado, de pie detrás de mí o en otra habitación. Su voz era sofocada y lenta.

El sueño transcurría en el bungaló que ocupábamos en Sefton Park, cuando mi padre tuvo el «accidente». Era a última hora de la tarde y debía de ser invierno, porque fuera estaba oscuro y aún no era hora de irse a la cama.

Yo estaba tumbada boca abajo en el suelo de la sala de estar delante del fuego de carbón, dibujando una cara con un lápiz de cera negro en un cuaderno grande. Mis padres estaban discutiendo en la cocina, gritándose el uno al otro. No se entendía nada. Tenía algo que ver con el tejado. Alguien estaba robando las tejas. Mamá quería que papá las atara.

—No se atan las tejas, Amy.

—Compraré cinta mañana. ¿La compro rosa o azul?

Yo escuchaba unos segundos y luego volvía a dibujar. Para mi sorpresa, había una mancha de sangre en el cuaderno. Había caído en la boca que estaba dibujando. Alcé la cabeza para ver de dónde había salido. Al parecer, de ninguna parte, pero cuando volví a mirar, había otra mancha roja más grande que la primera, que emborronaba los ojos.

—¿Preferirías cinta amarilla? —preguntaba mi madre.

—Te lo he dicho: no se pueden atar las tejas. Tienen que clavarse.

Había más sangre en mi cuaderno. Me senté sobre los talones y vi cómo caían las manchas rojas hasta que toda la página estuvo cubierta de sangre. Empecé a chillar.

—¿Eres tú, Pearl? —gritó mi padre.

—¡Estoy asustada, papá!

—Voy, Cosita.

Pero no vino. Podía oírlo corriendo por la casa, abriendo puertas, gritando mi nombre, pero no llegó a entrar en mi habitación. Cada vez estaba más asustada. Me di cuenta de que no podía encontrarme, puesto que estábamos en casas diferentes, pero eso sólo me aterrorizaba, porque lo oía muy cerca. Había un chisporroteo apenas audible que me ponía los pelos de la nuca de punta. Me estremecí.

Seguía estremecida cuando me desperté, y me sentí extrañamente fría. Tenía el sueño nítido y reciente en la cabeza. Había olvidado que mi padre me llamaba Cosita. Me pregunté por qué.

Oí el sonido del agua corriendo abajo. Marion o Charles estarían calentando agua para el primer té del día. Salí de la cama, descorrí las cortinas y exhalé un suspiro de alivio. El sol débil de la mañana brillaba sobre los tejados de las casas y el cielo era de un gris acuoso. Ya había vecinos levantados; el anciano que vivía unas casas más allá estaba trajinando en su invernadero. Marion conocía a su mujer y decía que no podía dormir. Me puse la bata y bajé.

6.- Amy

Octubre, 1939

Barney llevaba un mes en Surrey cuando le concedieron cinco días de permiso. Amy y él apenas abandonaron el piso la mayor parte del tiempo, se limitaban a estar sentados y a hacer planes para cuando acabara la guerra. El quería hacer algo más emocionante que trabajar para su padre. Parecía un poco deprimido y reconoció que sentía haberse dado tanta prisa en presentarse voluntario.

—Te echo tanto de menos, Amy —dijo tristemente. Ni siquiera el hecho de que lo fueran a enviar a un curso de entrenamiento para oficiales lo animaba—. Los uniformes son más cómodos que los de otros rangos, pero eso es todo —suspiró.

Preguntó si podía visitar a su suegra. Fueron una noche y encontraron a mamá eufórica porque se había enterado de que podía conseguir un trabajo en una fábrica con un sueldo increíble de cuatro libras y diez chelines a la semana.

—Es para trabajar en una gran máquina llamada torno — explicó vagamente—. Voy a ir a una entrevista la semana que viene. No está muy lejos del Philharmonic Hall.

Jacky y Biddy dejaron de mirar con adoración a su cuñado durante un minuto para anunciar que tenían la intención de alistarse en las Fuerzas Aéreas femeninas, pero Amy les dijo que no fueran tontas.

—Sois demasiado jóvenes —añadió.

Amy ya había ido a ver la nueva casa de Charles y Marion en Aintree, con su moderna cocina y sus preciosas y grandes habitaciones. Se la describió a Barney y ambos empezaron a diseñar su nueva casa, en la que vivirían cuando sus vidas volvieran a la normalidad, dibujándola en un papel y haciendo una lista de colores para cada habitación. Hablaron de qué clase de muebles comprarían y las flores que plantarían en el jardín. Ya estaban dando los toques finales, escogiendo los adornos, la vajilla, la cubertería, la puerta de entrada.

—Me gustaría una puerta de entrada con una ventana de cristal emplomado —dijo Amy pensativa.

—Entonces tendrás una ventana de cristal emplomado —concedió Barney generosamente—. Dos, si prefieres.

—Con una servirá, y la quiero barnizada, no pintada, la puerta, no la ventana.

—Tus deseos son órdenes para mí, señora. ¿Y dónde estará esa casa nuestra? —preguntó.

—En cualquier parte —respondió Amy sencillamente—. En cualquier parte del mundo. Mientras esté contigo, no me importa.

Como la vez anterior, Barney se marchó en mitad de la noche sin despedirse. Esta vez, Amy se hizo la dormida. Después de que la puerta se hubiera cerrado, se levantó, se arrodilló en el suelo junto a la ventana del salón desde la que veían ponerse el sol y apoyó los brazos en el alféizar; apenas le había oído bajar las escaleras. Luego, a la luz de la luna, vio su figura alta y solitaria pasar como un fantasma por la calle hasta que se la tragaron las negras sombras de la casa de al lado.

No mucho después, oyó arrancar un coche. ¿Habría llamado a un taxi?, se preguntó. ¿O le habría pedido a Harry que lo recogiera?

¿Qué importaba? ¿Qué importaba nada ahora que se había ido?

Amy había estado comprando el
Liverpool Echo
durante semanas para ver qué trabajos había disponibles cuando sospechó que podía estar embarazada. Había tenido una falta, cosa que le sucedía a veces, pero ahora eran dos. Se sentó, con un calendario sobre las rodillas, y contó los días: habían pasado nueve semanas y un día desde que había tenido el último período.

¿Qué sensación le producía tener un bebé? Agradable. Muy agradable. Se miró en el espejo de cuerpo entero del armario ropero. Tenía la barriga tan plana como una tortita, pero no era probable que se le notara si estaba de dos meses.

—Escribiré a Barney y se lo contaré —dijo en voz alta.

Cogió el bloc de notas, pero cambió de idea antes de empezar la carta. No se lo diría hasta estar segura. Las mujeres en la zona de Bootle donde vivía mamá le consultaban sus problemas «personales» a la señora O'Dwyer, que vivía en Coral Street, pero Amy suponía que Barney preferiría que viera a un médico como era debido. Lo cierto era que había hablado de un médico una vez; era un amigo de la familia, pero no podía recordar su nombre.

Dejó el cuaderno a un lado y fue a arrodillarse junto a la ventana, algo que había hecho a menudo desde que Barney se había ido por segunda vez. No quería dejar de verlo si hacía una visita sorpresa a la casa.

¿Tendría el coraje suficiente para ir a ver a la señora Patterson para preguntarle el nombre del médico de la familia? Aquella mujer era su suegra, al fin y al cabo. Su hijo era el padre del niño que Amy estaba casi convencida de llevar dentro. Sería su primer nieto. Seguramente no la humillaría. Era probable que Barney hubiera exagerado acerca de su madre. Entendía que no le gustaran los católicos —muchos conocidos de Amy no soportaban a los protestantes—, pero ese tipo de prejuicio no tendría sentido contra alguien de tu propia carne y sangre, contra tus propios nietos, ¿no?

—No iré hoy —dijo Amy en voz alta—. Esperaré seis días más, cuando tenga un retraso de diez semanas, entonces iré. —También esperaría a decírselo a su madre hasta que supiera con seguridad que estaba embarazada. Mamá se pondría contentísima, y Amy no quería que se desilusionara si al final resultara no ser cierto.

Seis días más tarde, estaba tumbada en la bañera y trazaba círculos sobre su tripa con el dedo. Ya no le parecía tan plana. Había un ligero bulto en el centro e imaginó un bebé minúsculo y perfecto enroscado dentro. Puede que incluso tuviera sus manitas juntas y las estuviera usando como almohada o se estuviera chupando el dedo.

—Hola, bebé —susurró. Lo imaginó sonriendo y diciendo: «Hola, mamá».

En cuanto acabara de bañarse, iría a ver a la señora Patterson. Salió de la bañera, se secó y buscó en el armario algo bonito que ponerse. Escogió el vestido azul que más le gustaba a Barney y una chaqueta corta color crudo.

Él la había llevado una vez hasta Calderstones y le había enseñado la elegantísima calle en la que vivía su familia, pero no tenía ni idea de cómo llegar sola hasta allí. Que ella supiera, no era una zona a la que se pudiera llegar en tranvía. No había más remedio: tendría que coger un taxi, algo que, como llevar medias de seda, nunca habría imaginado. Telefoneó y pidió que un taxi la recogiera al cabo de diez minutos. Mientras esperaba, se hizo una taza de té fuerte para tranquilizar los nervios.

Menos de media hora más tarde, Amy salía del taxi frente a la casa de los Patterson. Parecía tener cientos de años, pero Barney le había dicho que la habían construido justo antes de la Gran Guerra, usando ladrillos antiguos y vigas de una auténtica mansión Tudor de Chester que había sido derruida. El hombre al que los Patterson le habían comprado la casa era un industrial que había sido nombrado lord y se había ido a vivir a Londres.

Amy se acercó a la puerta principal; había dos, ambas con forma de arco. Tiró de la campanilla que colgaba a un lado. Cuando vio alejarse el taxi, se preguntó si debería haberle pedido al conductor que esperara hasta asegurarse de que había alguien.

Una mujer abrió una mitad de la puerta. Era regordeta y de aspecto alegre, y llevaba un delantal verde oscuro.

—¿Señora Patterson? —preguntó Amy, esperanzada.

—No, querida, está arriba. Le daré un grito, ¿de acuerdo? ¿Quién le digo que es?

—Amy. Amy Patterson. Soy su nuera.

La sonrisa de la mujer se desvaneció. Después de dudar un momento, como si no estuviera muy segura de qué hacer, invitó a pasar a Amy y le pidió que esperara en el vestíbulo. Subió, tras decidir por alguna razón no darle un grito a su señora.

Reapareció casi al instante y dijo:

—La señora Patterson estará aquí dentro de un minuto. —Le lanzó a Amy una mirada que esta no pudo definir, podía ser de lástima, o quizá no, y se fue a la parte trasera de la casa. En alguna parte se cerró una puerta y a ese sonido le siguió un silencio que duró demasiado tiempo, roto sólo por el sonoro tictac del reloj antiguo del vestíbulo.

De pronto, Amy sintió una sensación dolorosa, tirante, en el estómago, como si estuviera a punto de tener un período fuerte. Cambió incómoda el peso de un pie al otro. Aparte del reloj, en el vestíbulo había una mesita con un teléfono y una vitrina llena de adornos, pero ningún lugar para sentarse. Deseaba sentarse con toda su alma.

Hubo otro sonido, como si alguien hubiera pisado un escalón que crujiera. Cuando alzó la vista, Amy vio a una mujer en lo alto de las escaleras, mirándola. ¿Cuánto tiempo llevaría allí?

La mujer, consciente de que la habían descubierto, empezó a bajar lentamente los escalones, agarrando la barandilla con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Amy tenía la impresión de que no necesitaba apoyarse en la barandilla, pero que así liberaba la creciente tensión e ira de su cuerpo. Supo que no debía haber venido. Había cometido un gran error.

Ni siquiera había tratado de imaginarse cómo sería la madre de Barney, pero no esperaba que tuviera un aspecto tan joven ni que fuera tan guapa. Llevaba una bata de terciopelo negro abotonada por delante y zapatillas también de terciopelo negro con tacones altos y una hebilla de diamantes. Su pelo era de un rojo espectacular, muy largo, y le caía sobre los estrechos hombros en marcadas ondas naturales. Con una estructura ósea perfecta y una piel impecable, la señora Patterson podía haber sido una estrella de cine si no hubiera sido por la expresión de sus ojos de color verde oscuro; al acercarse, Amy se dio cuenta de que no estaba en sus cabales.

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