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Authors: Maureen Lee

Tags: #Relato, #Saga

Un secreto bien guardado (13 page)

—¿Sí? —pronunció al llegar al pie de las escaleras. Consiguió imprimir mucho sentimiento a aquella palabra de una sola sílaba. A Amy no le quedó la menor duda de que no era bienvenida en casa de su suegra.

Pero estaba decidida a que no la intimidasen.

—Soy la esposa de Barney —dijo, echando la cabeza hacia atrás—. He venido a decirle que estoy esperando un niño; pero no me quedaré. Me doy cuenta de que no soy bienvenida. Eso es todo.

Abrió la puerta y estaba a punto de marcharse, cuando sintió una mano de perfecta manicura posarse en su brazo.

—Tienes razón, no eres bienvenida. No quiero volver a verte nunca más en esta casa. Mi hijo ha cometido una locura al casarse contigo. ¿Y cómo puedes estar segura de que el niño es suyo? Podría ser de cualquiera. —Sentía la dura voz con su fuerte acento irlandés muy cerca de su oído—. Puta católica —masculló la señora Patterson.

Amy salió corriendo. Aquella mujer estaba completamente loca. Tropezó en el sendero y se maldijo por haber dejado marchar el taxi.

Había una larga caminata hasta el final de la calle, donde rezó para que hubiera un tranvía o un autobús que la llevara a casa. La sensación tirante que notaba en la tripa se había vuelto más fuerte y dolorosa. Ojalá estuviera en Bootle, un lugar que conocía como la palma de su mano, en vez de en el sur de Liverpool.

Llegó a una calle llamada Menlove Avenue, por cuyo centro pasaban tranvías, y preguntó a una mujer cómo llegar a Newsham Park.

—Hay un tranvía que viene ahora, querida. Bájese en Lodge Lane y pregunte por el de Sheil Road —le dijo—. No recuerdo el número. ¿Se encuentra bien, señorita? —añadió la mujer, preocupada—. No tiene buen aspecto.

—Sólo necesito sentarme. —Además, se estaba helando; el día otoñal había enfriado. En cuanto llegara a casa, se haría un té y se iría a la cama. El tranvía se detuvo y ella se subió como pudo.

Quería estar con su madre con todas sus fuerzas, pero aquella semana tenía el turno de tarde en la fábrica y no llegaría a casa hasta casi las once. Pero la persona a la que más echaba de menos era Cathy. Podía contarle cosas que no le podía contar a mamá.

Mamá no debía enterarse nunca de lo de la señora Patterson; pero Cathy podría bromear sobre ello y acabarían riéndose. Se dio cuenta de que no había visto a su amiga desde antes de que comenzara la guerra. En alguna parte de su piso estaba la blusa de encaje de color marfil que había comprado en Londres y no le había llegado a dar.

El conductor gritó: «Lodge Lane», y Amy se bajó y subió a otro tranvía que llevaba a Sheil Road pasando por Newsham Park. Cuando llegara a casa, se tomara el té y se acostara, se echaría una buena llorera con la cabeza escondida bajo las sábanas para que nadie la pudiera oír. Esperaba que Barney no descubriera nunca que había ido a ver a su madre y lo grosera que esta había sido con ella. No diría: «Te está bien empleado, cariño», ni nada por el estilo, pero lo pensaría.

Al fin estaba abriendo la puerta de su casa, rogando para que el capitán Kirby-Greene no saliera de su piso y quisiera entablar conversación. Afortunadamente debía de estar fuera, de modo que Amy consiguió llegar a su piso sin interrupciones, aunque sus pasos se volvieron cada vez más lentos y, cuando llegó al último tramo de escaleras, arrastraba los pies. Tenía la horrible sospecha de lo que podía estar ocurriendo, pero trataba de no pensar en ello.

Después de obligar a sus piernas temblorosas a cruzar el descansillo y llegar al piso, se derrumbó sobre el sofá de cuero, apoyó la cabeza en el brazo y se durmió al instante. Soñó con un gato anaranjado con ojos verdes que la arañaba. Maullaba con fuerza y alzaba la cola enfadado mientras la rodeaba. Una garra peluda le arañó la pierna, rompiéndole las medias, y empezó a brotar sangre de la herida. Luego se le subió a la rodilla y le arañó los brazos, largos arañazos dolorosos que escocían y dejaban pequeñas burbujas de sangre.

Estaba tratando de alcanzar la cara, los ojos, cuando Amy se despertó. Pero no era el gato lo que la había despertado, sino el dolor de tripa, un dolor terrible y agónico que le retorcía la barriga. Gritó y trató de ponerse de pie, pero en lugar de ello se deslizó del sofá hasta el suelo, donde se desmayó.

—¡Amy, Amy!

Amy movió la cabeza. Le estaban abofeteando las mejillas, suavemente, y no dolía, pero le pareció irritante.

—Amy, abre los ojos, eso es, buena chica. —Más tortas, un poco más fuertes.

Amy abrió, pues, los ojos y vio a un extraño inclinado sobre ella a punto de volver a abofetearla. Estaba tumbada en su cama y el hombre sentado en el borde.

—Ah, ya estás aquí —exclamó él jovialmente—. Bienvenida de vuelta a la raza humana.

—¿Quién es usted? —gimió ella. Era un individuo robusto con la cara muy roja, unos ojos amables y una mata de pelo blanco. Se sintió más sorprendida que asustada.

—Soy el doctor Sheard. ¿Cómo te sientes, querida?

—Bien, creo. —El dolor había desaparecido y se sentía vacía y deslavazada, como si le hubieran pasado el cuerpo por un escurridor de rodillos.

—Me temo que has perdido al bebé —dijo él suavemente—. Has tenido un aborto.

Las lágrimas le resbalaban por las mejillas tan deprisa que se acumulaban en los ojos.

—¿Era un niño o una niña? —En el fondo de su corazón sospechaba que había perdido al bebé.

—Era demasiado pronto para saberlo, querida. —Le apretó ligeramente el hombro.

Ella trató de incorporarse, pero no tenía suficiente energía.

—¿Cómo ha entrado aquí? ¿Y cómo sabía que necesitaba un médico? —Recordó haber gritado. Quizá alguien de la casa la había oído y lo había llamado. ¿Qué habían hecho con el bebé? Decidió que no quería saberlo.

—Leo te encontró —dijo el doctor Sheard—. Me llamó y vine enseguida.

—¿Leo? —No conocía a nadie que se llamara Leo.

—Leo Patterson, el padre de Barney.

¿Habría venido a repetir la exigencia de su esposa de que no volviera a llamar nunca más a su puerta?

—¿Dónde está?

—En la otra habitación, preparando algo para beber —alzó la cabeza y gritó—: ¿está ya listo ese té, amigo?

—No tardo ni un minuto. —Al menos el señor Patterson tenía una voz agradable y gentil, no como su mujer, y su acento irlandés no era tan fuerte como el de ella.

—No me voy a quedar a tomar el té —dijo el médico—. Ya es hora de que me vaya a casa, cene y me prepare para la ronda de noche. Pero antes de que me vaya, me gustaría que tomaras esto. —La ayudó a sentarse y cogió dos comprimidos de la mesilla—. Abre. —Amy abrió obediente la boca, él le metió los dos comprimidos y le ofreció un vaso de agua—. ¿Cómo sientes la barriga?

—Adormecida —contestó ella.

—Puede empezar a dolerte luego. He dejado dos pastillas más para que te las tomes antes de dormir.

—Gracias.

Él se puso de pie, agarró su gastado maletín de cuero negro y se dirigió a la puerta, donde se detuvo.

—Posiblemente te sientas mucho mejor mañana, pero llámame si pasa algo. Aquí tienes mi tarjeta. —Volvió y dejó una tarjeta blanca sobre la mesilla, junto a los comprimidos—. Siento lo del bebé, querida, pero eres una mujer joven y saludable y tienes todo el tiempo del mundo para formar una familia cuando Barney vuelva a casa. Adiós.

—Adiós, doctor —murmuró ella.

—¿Te vas ya, Bob? —preguntó la voz agradable. Ella pensó que se parecía a la de Barney.

—Así es. La paciente se encontrará perfectamente después de un buen sueño reparador. Trata de que se quede en la cama. Adiós, viejo amigo. Nos veremos pronto.

La puerta principal se cerró al mismo tiempo que se abrió la del dormitorio y entró Leo Patterson. Así como no esperaba que la madre de Barney pareciera tan joven, tampoco esperaba que el padre se pareciera tanto a él. Leo era una versión mayor de su hijo pequeño: la misma altura, el mismo pelo castaño oscuro, aunque un poco más corto, los mismos encantadores ojos castaños. Tenía el rostro más duro y arrugas alrededor de los ojos, pero aun así le hizo sentir rara a Amy, como si hubiera pasado un cuarto de siglo y estuviera viendo a su marido tal como sería en el futuro.

—Hola —dijo él, sonriendo cálidamente—. Siento lo que ha ocurrido. ¿Qué crees que lo provocó?

La sonrisa llegó como un alivio: al menos iba a ser amable con ella.

—No sé —contestó.

Él frunció el ceño, enfadado.

—¿Fue culpa de Elizabeth? ¿Ella te molestó?

Así que la madre de Barney se llamaba Elizabeth. Era uno de los nombres favoritos de Amy.

—Me molestó. Lo que me dijo le hubiera molestado a cualquiera. Pero ya tenía dolores antes de conocerla.

De todos modos le hubiera venido bien que la invitaran a sentarse. Y si hubieran llamado a un médico inmediatamente, era posible que el bebé se hubiera salvado.

—Eso está bien. Bueno, no está muy bien —se ruborizó ligeramente por su falta de tacto—. Pero ya sabes lo que quiero decir. Elizabeth nunca se perdonaría haber sido responsable de la pérdida de tu bebé; nuestro primer nieto.

Amy no creía que a Elizabeth le hubiera importado lo más mínimo.

—¿Has comido bien últimamente? Estás delgadísima.

No había estado comiendo bien. Había hecho lo mismo que cuando Barney se fue por primera vez: no tomar nada más que galletas de mantequilla con mermelada y litros de té, mientras yacía en la cama escuchando música.

—He estado comiendo muy bien —mintió. Dudaba que las galletas pudieran provocar un aborto. Una vez más se le llenaron los ojos de lágrimas ante la tragedia que había ocurrido aquella tarde: había perdido al pequeño ser humano que dormía en su vientre.

—No le hable a Barney del bebé —suspiró—. Iba a decírselo cuando lo confirmara. —Tragó con fuerza; no quería que el padre de Barney la viera llorar.

—No lo haré, Amy. Mira, he hecho un poco de té. ¿Tomas azúcar?

—Dos cucharaditas, por favor. —Apostaría a que él no hacía té muy a menudo; parecía alguien demasiado importante.

—Si yo fuera tú, trataría de acostumbrarme a tomarlo sin azúcar. Dicen que pronto lo van a racionar.

Desapareció. Sólo entonces Amy se dio cuenta de que iba en camisón. ¿Quién le habría quitado la ropa? Rezó por que hubiera sido el doctor Sheard, no Leo. Y alguien la había llevado a su dormitorio. ¿Habría un desastre en la sala de estar, donde había tenido el aborto? Era mejor no pensar en ello. Era demasiado embarazoso para expresarlo con palabras.

—¿Cómo entró usted? —preguntó cuando el causante de su vergüenza entró con dos tazas de té en una bandeja. ¿Cómo debía llamarlo? ¿Leo o señor Patterson?

—Dejaste la puerta abierta. —Puso la bandeja en el suelo, le ofreció una taza y se sentó en el taburete bordado que estaba junto a la coqueta, donde Barney a menudo se sentaba y la miraba vestirse.

—La señora Aspell, nuestra ama de llaves, me llamó al trabajo, me informó de que habías venido y lo que te había dicho Elizabeth. Pensó que yo debía saber lo que había pasado. Vine inmediatamente. Me preocupaba que creyeses que yo pensaba lo mismo que Elizabeth. —Se encogió de hombros y la miró de hito en hito—. Probablemente creas que está loca, pero tiene una buena razón para odiar a los católicos. Contaba quince años cuando una bomba puesta por los fenianos hizo saltar por los aires el coche de su madre. Su hermano pequeño, Piers, iba en la parte de atrás. Ambos murieron en el acto. Fue un error. El objetivo era el padre, que formaba parte de la Policía Real Irlandesa.

—Eso es tristísimo —dijo Amy con franqueza—, pero eso no le da derecho a odiarme. No fui yo quien hizo explotar el coche. Es una solemne tontería odiar a los católicos por eso.

Él parpadeó. Su sinceridad le había sorprendido.

—A menos que hayas perdido a tu madre y a tu hermano de ese modo, no puedes saber cómo se siente alguien.

Pero Amy no estaba dispuesta a medir sus palabras. Consideraba a su suegra una auténtica bruja.

—Sé que no le hablaría a nadie del modo en que su esposa me habló a mí —repuso, y añadió para cambiar de tema—: gracias por ayudarme.

—Bueno, ya era hora de que nos conociéramos, ¿no? Me gustaría que hubiera sido en otras circunstancias. He estado pensando en venir a verte, pero... en fin, entenderás que era un poco difícil para mí. He ido posponiéndolo.

Amy supuso que quería decir que su esposa no lo aprobaría.

—¿Le dirá a la señora Patterson que ha venido a verme? —preguntó.

—No —respondió bruscamente.

Ella estuvo a punto de decirle que se largara inmediatamente o lo mandaría a freír espárragos, pero no serviría de nada ser ofensiva. En cualquier caso, no parecía un hombre dispuesto a aguantar muchas tonterías de una mujer, aunque fuera la suya. Probablemente lo encontraría «difícil» porque no quería herirla ni tener una pelea.

Él se levantó.

—Volveré pronto —prometió—. No me gusta que vivas aquí sola. Imagínate si no hubiera venido hoy. ¿Qué habría pasado entonces?

—Supongo que habría vuelto en mí y habría llamado a una ambulancia. —Le fastidiaba pensar que él se viera obligado a cuidarla.

—Me gustaría cuidarte, por Barney. Eres mi nuera. Es una pena que no puedas venir a vivir con nosotros.

Amy se estremeció al pensar en vivir bajo el mismo techo que Elizabeth Patterson.

—Eso hubiera estado bien —dijo.

Él sonrió. Se parecía tanto a Barney que el corazón le dio un vuelco.

—¿Estás siendo sarcástica o educada? —preguntó.

—Educada.

Amy estaba sola. No podía hacerse a la idea de que el bebé estuviera vivo por la mañana y ahora muerto. No había tenido tiempo de pensar en un nombre, ni dónde viviría después de que el niño naciera; el último piso de un edificio de cuatro plantas no era muy práctico.

Amy se deslizó hacia los pies de la cama. De pronto se sintió terriblemente cansada. Se durmió al instante, y cuando despertó era por la mañana, el sol brillaba y en los árboles de Newsham Park gorjeaban los pájaros. No recordaba haber tomado las pastillas que le había dejado el doctor Sheard, ni había pensado en ello. Lo que sí recordaba era el frío que había hecho el día anterior, y se dio cuenta de que no tenía un abrigo realmente caliente. Se había casado con Barney en junio y no había necesitado comprar uno. Más tarde iría al centro de compras, pero primero tenía una necesidad imperiosa de ir a Bootle a ver a su madre, aunque no le contaría lo del niño porque se disgustaría mucho. Oh, y se llevaría la blusa para Cathy y la dejaría en casa de la señora Burns con un mensaje en el que le pediría a su amiga que fuera a verla cuando tuviera tiempo. A los cines se les permitía abrir; quizá podrían ir juntas a ver una película, como solían hacer antes.

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