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Authors: Maureen Lee

Tags: #Relato, #Saga

Un secreto bien guardado (22 page)

Escuchaba con horror los relatos sobre el avance triunfal de las tropas de Hitler a través de Francia. Oyó el primer discurso de Churchill a la población desde que se había convertido en primer ministro: «Los pueblos francés y británico han avanzado para rescatar no sólo a Europa, sino a la humanidad, de la peor y más destructiva tiranía que haya ensombrecido y mancillado nunca las páginas de la Historia».

Esas palabras la hicieron sentir como si el mundo estuviera a punto de acabar. ¿Y si Alemania ganaba la guerra? Era algo que antes no había pensado que fuera posible.

A finales de mayo, el Blitzkrieg alemán había obligado a miles de soldados británicos a abandonar su equipamiento y retirarse a Dunkerque, en la costa francesa, donde cientos de barcos, grandes y pequeños, se habían reunido para llevarlos de vuelta a Inglaterra.

El rescate duró días. Amy daba un brinco cada vez que sonaba el teléfono en la taquilla o en casa, convencida de que era Barney, que le decía que había llegado a salvo y que la vería al cabo de unos días, y para desearle feliz cumpleaños, porque dentro de pocos días cumpliría diecinueve.

El teléfono estaba sonando en la taquilla una mañana cuando volvió tras despedir al tren de las nueve y cuarenta y cinco a Wigan. Era Leo Patterson. Durante una milésima de segundo pensó que era Barney, porque sus voces se parecían mucho, pero él no tenía el acento irlandés de su padre.

—Harry ha vuelto —le anunció—. Acaba de llamar desde Dover, sano y salvo.

Amy dijo que se alegraba mucho, lo cual era verdad, pero no pudo evitar desear que hubiera sido su marido, no su cuñado, el que había vuelto a casa.

—Supongo que no sabrá nada de Barney —añadió esperanzada.

Hubo una pausa.

—La verdad es que sí. —Ella se dio cuenta por la pausa, y por el modo en que fueron dichas las palabras, que la noticia no era buena—. Se vieron en la carretera de Dunkerque. Harry iba hacia los barcos de rescate y Barney volvía al lugar de donde venía. Su unidad se queda para tratar de impedir que los alemanes alcancen la costa... ¿Estás bien, Amy? ¡Amy! —gritó cuando ella no respondió.

Ella encontró al fin la voz.

—Gracias por llamar, Leo —dijo educadamente—. Voy a tener que dejarte. Alguien quiere comprar un billete.

Más tarde se alegró de que la noticia llegara cuando estaba en el trabajo. Era fundamental que siguiera con su vida, que no se quedase tumbada mirando al techo, como habría hecho si hubiera estado en casa. Había trenes de los que ocuparse, billetes que vender y llamadas de teléfono mucho menos importantes que atender.

Cuando Harry llegó a casa le contó exactamente lo que ocurrió en el camino a Dunkerque. Parecía exhausto y cojeaba mucho, no porque estuviera herido, sino porque tenía los pies llenos de heridas y ampollas después de haber caminado durante kilómetros con unas botas que le hacían daño y calcetines con agujeros.

—Avanzaba con mi buen amigo Jack Wilkinson —dijo cansadamente—. Jack se había torcido el tobillo y le costaba muchísimo andar. De pronto sonó una bocina, y siguió sonando y sonando. No se me ocurrió que era alguien que estaba tratando de llamar mi atención hasta que oí una voz que gritaba: «¡Harry, Harry Patterson! ¡Mira hacia aquí, majadero!», y me di cuenta de que era Barney.

Amy tragó saliva. La mera mención de su nombre lo había acercado a ella.

—Conducía un camión —continuó Harry—. Naturalmente, nos detuvimos y tuvimos una larga charla. Acababa de trasladar a Dunkerque a un puñado de hombres heridos para que los llevaran de vuelta a casa, y volvía a reunirse con su unidad. A Jack y a mí aún nos quedaban unos tres kilómetros. Barney dijo que le habría gustado poder volver y llevarnos, pero ya había tardado mucho más de lo que esperaba. Las carreteras estaban atestadas de refugiados —explicó Harry—. Pobres diablos, la mayoría lo había perdido todo. Lo único que querían era apartarse del camino de los alemanes. En cualquier caso, Barney y yo nos dimos un apretón de manos y continuamos, él hacia el norte y yo hacia el sur. Te diré lo que pensé, Amy —afirmó con voz mortecina—. Nunca me he sentido peor en mi vida que cuando lo vi alejarse: mi hermano a enfrentarse al enemigo y yo de camino a casa.

¿Podría Barney morir de verdad? Amy había rezado tantas oraciones que se había convencido a sí misma de que nunca moriría. Le aterraba pensar en lo vulnerable que sería en un país extranjero rodeado de soldados enemigos.

Harry continuó:

—Me dije a mí mismo que, si no hubiera sido por Jack, si no me hubiera necesitado tanto, habría saltado al camión y me habría ido con Barney, pero probablemente eso no es verdad. Lo cierto, Amy, es que soy un cobarde. Si hubiera sido yo el que iba en el camión, creo que habría abandonado y habría vuelto a casa. Estoy seguro de que se me habría ocurrido una explicación plausible. Aquello era de lo más caótico.

—Si te hubieras ido con Barney —replicó Amy—, si ninguno de los dos hubiera vuelto, entonces tus padres estarían el doble de preocupados.

—No lo creo —discrepó amargamente Harry—. Ambos han dejado bien claro que preferirían que hubiera sido Barney el que volviera a casa. Nunca han ocultado que él era su favorito. Sé que tú también preferirías que fuera Barney el que estuviera aquí sentado, es comprensible, pero el hecho de que mis padres lo hayan dejado tan claro no contribuye mucho a la autoestima de uno.

—Estoy segura de que eso no es verdad, Harry —dijo Amy, aunque pensaba que seguramente sí lo era.

Harry estuvo en casa cinco días. En junio hizo un tiempo estupendo y soleado, y ella lo invitó un día a la estación de Pond Wood para que conociera la vida de un jefe de estación, y el domingo lo llevó a comer a Agate Street, ya que él no conocía a su familia. Esa misma noche fue con él al cine a ver
Antes de medianoche,
con Joel McCrea, y él la invitó a cenar en Southport el lunes por la noche. Por Harry, Amy se obligó a sonreír y a parecer que se estaba divirtiendo, pero sólo podía pensar en Barney.

Él le habló de cuando había visto a Cathy el día de Navidad, y ella le contó que Cathy le había descrito su encuentro en una carta.

—Mi amigo Jack —añadió él— va a volver a Leeds hasta que se le mejore el tobillo. Me ha prometido que cuidará de Cathy por mí.

Al día siguiente Harry iba a ir en tren a una base en Colchester, y suponía que su siguiente destino sería el norte de África.

—Francia va a capitular en cualquier momento —dijo—. La siguiente batalla se librará en el desierto.

Amy no preguntó qué le ocurriría a Barney si Francia capitulaba. Harry no tenía por qué saber más que ella.

Sólo hacía unos días que Harry se había ido, cuando oyó que ocho mil soldados británicos, junto a muchos más de sus camaradas franceses, habían sido hechos prisioneros en un lugar llamado Saint-Valery-en-Caux. El general a su cargo también había sido capturado.

Pasó todo un mes sin noticias. Amy estaba convencida de que Barney seguía vivo, pues de lo contrario habría recibido uno de esos temidos telegramas naranjas que anunciaban la muerte en acción de los soldados. Se prohibía a sí misma pensar de otra manera.

Julio había dado paso a agosto cuando le llegó una carta del Departamento de Guerra en la que se le comunicaba que su marido había sido hecho prisionero. Terminaba así: «Se le facilitará su localización cuando recibamos información de las autoridades alemanas por medio de la Cruz Roja».

Algunas personas decían que la guerra duraría sólo seis meses más, pero había pasado casi un año desde que había empezado y no había señales de que fuera a acabar. ¿Cuánto tiempo más tendré que esperar antes de volver a ver a mi marido?, se preguntaba Amy. Seguramente la guerra no se prolongaría un año más. No parecía probable. Se alegraba de que ya no estuviera luchando, pero deseaba verlo desesperadamente.

A finales de agosto, Pond Wood celebró su feria anual de verano. Amy se emocionó hasta las lágrimas cuando supo que, por ella, iba a celebrarse en el prado junto a la estación en vez de en su lugar habitual, a más de un kilómetro de allí. Fue el señor Clegg, presidente del comité de la feria de verano, quien se lo dijo.

—Eres una de nosotros ya, Amy. ¿Cómo vamos a divertirnos mientras tú estás aquí encerrada, lejos de todo el jaleo?

—Deberían haberla montado antes junto a la estación —observó Susan Conway cuando se enteró—. Mi madre siempre ha querido acudir, pero era demasiado lejos para ir andando.

La madre de Amy hizo dos bizcochos con mermelada para el puesto de pasteles con los huevos proporcionados por Peter Alton, que ya era el novio oficial de Jacky, para tristeza de Biddy. El capitán Kirby-Greene había revisado su guardarropa y había donado una bonita bata de terciopelo para el puesto de ropa de segunda mano. Estaba deseando acudir.

El día, un sábado, amaneció nuboso. Las mesas para los puestos llegaron en un carro tirado por un caballo engalanado con un lazo rosa para la ocasión. Poco después de que los puestos estuvieran montados y se hubieran colocado dos tiendas para los refrescos y para las exposiciones de flores y verduras, empezaron a llegar unas cuantas personas, a la mayoría de las cuales Amy no había visto nunca. Algunas mujeres mayores parecían del siglo XIX, con sus cofias de algodón blanco, sus chales de encaje sobre los hombros y sus faldas hasta los tobillos. Cuando por fin salió el sol, fue como una bendición, calentando la tierra y derritiendo las jaleas del puesto de refrescos.

Llegó más gente en el tren de las doce y veintisiete de Wigan, y aún más en el de la una y cuarenta y cinco de Liverpool, entre ellos la madre de Amy, sus dos hermanas y, para su sorpresa, Charlie y Marion. El capitán Kirby-Greene bajó del tren resplandeciente con su chaqueta cruzada azul marino con brillantes botones de bronce, camisa blanca y un alegre pañuelo de cuello. Con un vistoso gesto, le tendió el brazo a la madre de Amy para que se lo cogiera. Ella pareció avergonzada, pero permitió que la acompañara hasta el prado. Más tarde compitieron juntos en la carrera de tres piernas y llegaron terceros.

La zona de la estación, normalmente muy tranquila entre tren y tren, ese día era un bullir de voces. Aparte de los puestos, había una exposición de bebés, un concurso de rodillas huesudas, otro de disfraces, un premio para la gallina más grande y una prueba de obediencia para perros, que estuvo amenizada por una serenata de ladridos. Las rosas y las zanahorias de William Maxwell se llevaron sendos premios, y el calabacín más grande, otro, también cultivado por William Maxwell.

Amy tenía tiempo de sobra entre tren y tren para jugar a juegos de habilidad como el tiro al coco, en el que utilizaban latas vacías en lugar de cocos. Milagrosamente acertó en la diana en los dardos y obtuvo la puntuación más alta, posiblemente merecedora de un premio, y dejó caer tres peniques en el barril lleno de agua con la esperanza de que alguno cayera sobre la moneda de media corona del fondo, pero ninguno se acercó siquiera.

La banda de viento llegó de Wigan en el tren de las dos y veintisiete, cuyos músicos vestían uniformes azul eléctrico engalanados con trencilla dorada. Tocaron
Alexander's Ragtime Band, You Are My Sunshine
y otras marchas emocionantes, y terminaron con
We Saw the Sea,
de una película de Fred Astaire, una de las primeras que había visto Amy en su vida. La vio en el cine con Cathy, y el recuerdo de aquellos días despreocupados en que la guerra era un horror inimaginable la hicieron sentir muy triste y muy mayor.

Ni siquiera aquel día, en el corazón de la apacible campiña, era posible evadirse de la realidad de la guerra. En los puestos había recordatorios de que el dinero recaudado en la feria se donaría al Fondo Spitfire de Pond Wood.

Según avanzaba el día, el aire se volvió más fresco. Los vecinos emprendieron el regreso a sus casas paseando por las fragantes sendas polvorientas, o cogían trenes a sus diversos destinos. La banda de viento se marchó tras beber litros y litros de té. Calando Amy volvió a la taquilla, se encontró a un anciano caballero con un sombrero panamá que estudiaba el horario pegado a la pared.

—¿Puedo ayudarlo en algo? —preguntó.

—Estaba buscando la hora del próximo tren a Londres —respondió él.

—Es el de las seis y veintisiete. Tiene que hacer transbordo en la estación de Exchange y coger el de las siete y media de Lime Street a Euston —le explicó Amy amablemente. A menudo se preguntaba qué aspecto tendría el señor Cookson.

—Gracias, señorita —dijo él, quitándose el sombrero cortésmente y sonriéndole con dulzura.

Estaban plegando las mesas y amontonándolas en la parte trasera del carro. El caballo resoplaba suavemente, como si supiera que dentro de poco se marcharía a casa.

Amy fue a buscar al señor Clegg y le dio las gracias por un día tan maravilloso. Los Curran lo habían pasado muy bien. Casi todos habían ganado algún premio, y hasta Marion, que solía ser tan difícil de complacer, estaba encantada, tras haber comprado la bata del capitán con intención de transformarla en un abrigo.

El señor Clegg estrechó cálidamente la mano de Amy y le dijo que ella había sido un ornamento de la feria.

—Y sus dos preciosas hermanas y su no menos preciosa madre. La veré el lunes por la mañana, querida. Esperemos que este tiempo delicioso continúe todo el fin de semana.

El delicioso tiempo continuó, pero Amy no vio al señor Clegg el lunes por la mañana, porque la estación de Pond Wood ya no existía. Aparte de Sheila Conway, que se convirtió en una buena amiga, no volvió a ver a nadie más del pueblo.

Las bombas empezaron a caer en junio, aterrizando en los campos a las afueras de la ciudad. En julio los bombardeos se hicieron más frecuentes. Con el mes de agosto llegaron las primeras víctimas y los primeros bombardeos sobre el principal objetivo del enemigo: los muelles de Liverpool.

Amy siempre se levantaba de la cama cuando sonaba la sirena, un sonido terrorífico que helaba los huesos. Hacía té y se quedaba sentada en la oscuridad con las cortinas descorridas, observando el extraño resplandor verde allí donde habían caído las bombas incendiarias. En esos momentos se sentía terriblemente sola, como si fuera la única persona en el mundo. Deseaba con todas sus fuerzas estar con Barney, pero ni siquiera tenía una dirección adonde escribirle. Era un alivio cuando sonaba la sirena que anunciaba el fin del bombardeo y podía volver a la cama.

El lunes después de la feria de Pond Wood, Amy llegó a la estación de Lime Street y se sorprendió al ver un letrero escrito apresuradamente con tiza que anunciaba que el tren de Wigan no llegaría más que hasta Kirkby.

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