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Authors: Maureen Lee

Tags: #Relato, #Saga

Un secreto bien guardado (23 page)

—¿Qué es todo esto? —preguntó a Paddy Fahey, que recogía los billetes. Paddy era otro empleado del ferrocarril que se había jubilado y había vuelto a trabajar porque el país lo necesitaba. Aquella mañana parecía sumamente grave, y su viejo y alargado rostro carecía de su habitual sonrisa alegre.

—¡Oh!, Amy, querida —dijo—. Ossie Edwards quiere verte.

—¿Para qué? —inquirió Amy.

—Te lo diré, querida, si me dejas. El sábado por la noche cayó una bomba sobre la estación de Pond Wood. Los raíles han saltado por los aires, el puente está dañado, las dos salas de espera son puro escombro y hay un cráter lo bastante grande para enterrar un autobús de dos pisos. Será mejor que vayas a ver a Ossie, querida. Supongo que tendrá alguna otra cosa preparada para ti.

11.- Pearl

Mayo, 1971

Gary Finnegan observó el habilidoso juego de su padre con el balón, el modo en que se lo pasaba de la rodilla a la cabeza y de la cabeza a la rodilla, haciendo que pareciera muy sencillo. Rob llevaba un uniforme de fútbol de rayas blancas y negras y sus movimientos eran muy gráciles, casi de baile. Había una mirada de admiración en el rostro de su hijo, como si estuviera tan impresionado como los demás niños de las clases uno y dos, tanto chicas como chicos.

Los críos estaban sentados en la hierba junto a la portería del extremo norte, y yo arrodillada a escasa distancia detrás de ellos.

—¿De verdad es ese tu padre, Gary? —oí preguntar a Matthew Watts. Matthew era un niño fuerte de la clase dos que podía ser un poco abusón si no se le vigilaba de cerca.

—Sí. —Me conmovió el orgullo que Gary consiguió transmitir en el monosílabo—. Era capitán del equipo en Uganda.

—¿Dónde está Uganda? —preguntó una de las niñas.

—En África —contestó Gary.

—¿Vivías en África? —Matthew estaba impresionado—. ¿Eso no está en la otra punta del mundo?

—Es la bomba, tu padre —exclamó otro niño, admirado.

Cathy Burns se acercó. Llevaba el traje azul marino que vestía muchas veces, pero de algún modo parecía diferente. Tardé un rato en darme cuenta de que ya no había hebras grises en su pelo: se lo había teñido. Le hacía parecer más joven.

—Es sumamente profesional —dijo—. Tuviste una idea estupenda, Pearl, al invitarlo. ¿Crees que le importará volver para hacer esto misino para los niños mayores?

—Estoy segura de que no le importará nada. —Estaba convencida de que Rob haría cualquier cosa si creía que con eso iba a ayudar a Gary a adaptarse a la escuela. Pidió a los niños que se reunieran a su alrededor en un círculo y les fue pasando con suavidad la pelota a cada uno por turnos. Ellos estaban totalmente absortos.

—Es un joven encantador —dijo—. Es una pena lo de su mujer. ¿Dónde dices que lo conociste?

—En Owen Owen. Estaba comprando ropa para Gary, todo equivocado. Le sugerí que la devolviera y comprara cosas adecuadas. —Mirando hacia atrás, parecía bastante conmovedor que Rob adoptara el papel de su esposa muerta. Me pregunté si parecería igual de conmovedor que una viuda comprara piezas de coche.

—Cuando acabe, quizá quiera tomar un té en mi despacho. Ven tú también, Pearl. Sarah puede vigilar tu clase un rato.

—Allí estaré —aseguré.

—Bien. —Me dedicó una sonrisa cómplice—. ¿Va la cosa en serio entre los dos?

Tragué saliva.

—No hay nada entre nosotros dos. Ni siquiera puede decirse que seamos amigos. —Eso no era del todo cierto.

—¡Qué lástima! —Me guiñó un ojo de un modo que sólo podría describir como lascivo—. Si yo tuviera veinte años menos o él tuviera veinte años más, me encantaría que hubiera algo entre él y yo.

Recuerdo que alguien me contó una vez —puede que Charles, o Marion, o posiblemente el tío Harry— que Cathy Burns se había ganado cierta reputación cuando estuvo en el Ejército. «Era una ligona», había dicho quienquiera que fuese. Recordaba ahora que fue la abuela Curran, pero lo dijo con cariño. Quería mucho a Cathy.

Al pensar en ello, me pareció una verdadera lástima que la ligona Cathy Burns hubiera acabado como la sobria y respetable señorita Burns, directora de la escuela St Kentigern. ¿Habría sido la primera Cathy más feliz que la segunda?, me pregunté. ¿O sería al revés?

Rob dijo que le gustaría mucho volver. Estábamos en el despacho de Cathy Burns, y él se había cambiado y se había puesto unos vaqueros y una camiseta blanca. No sólo eso, vendría dos veces para que los alumnos mayores pudieran ver distintas demostraciones.

—Trabajo por las noches, así que la primera hora de la mañana sería la mejor, así luego puedo recuperar unas horas de sueño por la tarde.

Se acordó que viniera los dos lunes siguientes a las nueve y media. Dijo que no importaba que estuviera lloviendo, pues podía hacerlo tanto en el gimnasio como fuera.

—Eso sería maravilloso —celebró Cathy mientras servía el té—. No tenemos instructor de deportes ni de educación física. Cada profesor hace lo que puede. Sólo tenemos un profesor masculino, pero está menos interesado por los deportes que las mujeres. Es agradable tener aquí un experto para variar.

—Me alegro de poder servir de ayuda —repuso Rob educadamente, mientras subrayaba que no era exactamente un experto.

Cogí mi té y lo observé con los párpados entrecerrados, tratando de averiguar qué sentía hacia él. Era la quinta vez que nos veíamos. Ya tenía que haberme formado una opinión. Me resultaba familiar, como si lo conociera desde hacía mucho tiempo y fuera alguien en quien podía confiar. Me gustaba y me fiaba de él. Era fácil estar con él. Incluso la última vez que nos habíamos visto en que él estaba furioso porque Gary había vuelto de la escuela con una herida, de algún modo había sabido que no nos pelearíamos, y así fue. Era como si estuviéramos acostumbrándonos el uno al otro muy poco a poco, hasta que un día nos diésemos cuenta de que nos conocíamos muy bien. No tenía ni idea de qué ocurriría entonces.

Estaba hablando de fútbol con Cathy.

—Mi padre —decía ella— era seguidor del Everton y veneraba el suelo que pisaba Dixie Dean. Solía santiguarse cada vez que se pronunciaba su nombre. No estoy exagerando.

—Dixie Dean —dijo Rob con una voz tensa de admiración— marcó más goles en una temporada que cualquier otro futbolista: sesenta. Nadie ha alcanzado esa cifra ni antes ni después. Pero Alan Ball está haciéndolo muy bien. Es probablemente el mejor jugador que haya tenido el Everton desde Dixie.

Hablaron de la Copa del Mundo que Inglaterra había ganado hacía cinco años. Yo no tenía nada que decir sobre eso. Había crecido en una casa en la que rara vez se hablaba de deportes. Charles no era ni participante ni espectador. Además del bádminton, Marion veía el torneo de Wimbledon dos semanas al año, pero eso era todo. Cuando se trasladaron a la casa de Aintree, mis tíos me dijeron que habían visto el Grand National desde una ventana de la planta de arriba, pero sólo porque podían hacerlo gratis y era algo de lo que podían alardear en el trabajo. Recordaba haber quedado con Trish el día de la final de la Copa del Mundo; Inglaterra jugaba con Alemania y el centro de Liverpool era una ciudad fantasma.

Acabado el té y agotado el tema del fútbol, Cathy me preguntó si quería acompañar a Rob a su coche. Esperaba que él dijera que no era necesario, pero no lo hizo. Me pregunté si debía sentirme halagada.

—Creo que todo ha ido muy bien —dijo cuando estuvimos fuera.

—Oh, sí —le aseguré—. Estoy segura de que a Gary le ha venido muy bien.

Arqueó las cejas.

—¿Tú crees?

—Muchos de los niños querrán ser amigos suyos porque tú eres su padre.

Llegamos a su coche, un viejo Morris Minor gris que había visto días mejores. Abrió la puerta, que chirrió fuertemente, y se inclinó sobre el techo.

—¿Sabes?, cuando estuviste en el piso la semana pasada, y parecías tan desolada que te pregunté qué te pasaba... no me lo dijiste porque Gary se despertó y luego tuviste que volver a la escuela. ¿Qué te parece que salgamos a cenar el sábado, si convenzo a Bess para que se quede de canguro? Podemos hablar... de ti para variar, no de Gary, de mí y de nuestros problemas.

—Vosotros tenéis más problemas que yo —observé—. Los míos son agua pasada.

Pensé entonces en mi madre, que podía volver a casa en cualquier momento después de pasar veinte años en la cárcel por asesinar a mi padre, y supuse que algunos de mis problemas no estaban superados.

—Estoy bien —dije como una ocurrencia tardía, aunque no lo estaba, nunca lo había estado y probablemente nunca lo estaría.

—Entonces, ¿te viene bien el sábado? Si Bess no puede, pensaré en otra cosa que podamos hacer, pero tendría que ser con Gary —dijo disculpándose.

—Cualquiera de las dos cosas me parece bien.

Cathy estaba esperando junto a la entrada trasera de la escuela cuando volví.

—¿Te has fijado en mi pelo? —preguntó. Creí que me estaba esperando para preguntarme algo sobre Rob.

—Sí, claro. Te lo has teñido; ya no tienes canas.

—¿Se nota? De momento, nadie me ha dicho nada. —Se pasó los dedos por el pelo para ahuecárselo. Parecía molesta.

—Y no es probable que lo hagan. Eres la directora. Nadie va a hacer comentarios personales sobre tu apariencia. —Yo esperaba que aquel comentario no fuera demasiado personal, pero, después de todo, la conocía de toda la vida—. Tienes el pelo muy bonito. —Era suave, castaño y muy sedoso.

—Gracias. Estaba pensando en hacerme la permanente. —Se ahuecó el pelo otra vez—. ¿Sabes algo de eso?

—No. Nunca me he hecho la permanente, ni Marion tampoco.

Ella soltó una risita.

—Tu madre me hizo una permanente casera cuando volví después de la guerra. Tuvo que cortarlo bien corto, porque mi pelo, más que rizarse, se dobló. Tenía una pinta espantosa. —Me abrió la puerta para que entrase—. Cuando éramos muy jóvenes —dijo con ganas de charla mientras caminábamos por el pasillo—, Amy y yo nos divertíamos muchísimo maquillándonos. Nos echaban continuamente de Woolies por probar las barras de labios; eso fue antes de que yo entrara a trabajar allí. Cuando estábamos en la escuela, recuerdo que intentamos teñirnos las pestañas con tinta negra. Es un milagro que no nos quedáramos ciegas. —Volvió a reír, pero esta vez la risa fue seguida de un suspiro—. ¡Oh, Pearl, me gustaría que volvieran aquellos tiempos! No sólo con tu madre, sino los años de la guerra, también. Creo que sólo entonces me sentí viva de verdad.

Otra persona, alguien un poco más maduro, habría hecho un comentario apropiado y le habría apretado la mano. En lugar de eso, traté de pensar frenéticamente en una respuesta adecuada y sólo me salió un patético «caramba».

Charles y Marion habían dejado de llevarse bien. En los veinte años que había vivido con ellos, nunca les había visto tener una pelea importante. Marion solía empezar las disputas menores con algo banal, como que Charles olvidara devolver los libros a la biblioteca a tiempo y le pusieran una multa, o que dejara un grifo medio abierto o charcos de té sobre la encimera.

Sin embargo, últimamente era Charles quien estaba molesto.

—Pero ¿qué he hecho? —oí lamentarse a Marion en más de una ocasión. Para ser sinceros, todo era bastante infantil y me recordaba a las disputas que tenían los niños en la escuela. Quizá yo no fuera muy razonable al pensar que, por una vez, le estaba bien empleado a Marion ser la que se llevara las reprimendas.

Escuchaba a escondidas y no me avergonzaba de ello. Todo empezó cuando yo era muy pequeña. Mis padres se peleaban sin cesar en nuestro bungaló de Sefton Park. A pesar de que la puerta estaba cerrada, podía oír cada palabra con la que mi padre acusaba a mi madre de haberse acostado con prácticamente todos los hombres de Liverpool mientras él había estado fuera. Entonces yo no podía entender por qué estaba mal acostarse con otra persona, aunque fuera del otro sexo.

—¡Puta! —gritaba—. ¡Puerca, puta asquerosa!

—Barney —decía mi madre, cansada—, cariño...

—¡No me llames cariño, puta!

A veces las peleas acababan con mi padre deshecho en lágrimas y mi madre consolándolo.

—Dime qué está mal, cariño, por favor. Puede que podamos arreglar las cosas.

—No puedes, no puedes —sollozaba mi padre—. Nadie puede hacer nada.

Había noches en que me dormía al son de la frenética voz de mi padre y de las suaves respuestas de mi madre. A la mañana siguiente, nunca estaba segura de si las palabras que había oído habían sido reales o las había soñado.

En cualquier caso, estaba tan acostumbrada a las conversaciones de adultos que seguí escuchando cuando me fui a vivir con Charles y Marion, sobre todo porque, al principio, las discusiones eran sobre mí. ¿Debería Marion ir menos horas a English Electric, o podía arreglarlo para que alguien me recogiera en la escuela? ¿Lo haría la abuela Curran? «Claro que lo hará», había dicho Charles. «Adora a Pearl.» ¿Qué iban a hacer con la abuela Patterson? «Amy no quiere que esa mujer se acerque a su hija», diría Charles; tenían las mismas conversaciones muchas veces. Yo solía preguntarme por qué se había marchado mi madre si tanto le preocupaba mi bienestar.

Esta discusión en particular se produjo veinte años después, cuando Charles y Marion estaban en la sala y yo en el comedor preparando las clases del día siguiente.

—Pero ¿qué he hecho? —soltó Marion por sexta o séptima vez.

—No has hecho nada —contestó Charles. Lo imaginé encogiéndose de hombros.

—Entonces, ¿por qué estás... tan frío conmigo?

—No soy consciente de estar siendo frío.

—Pues lo estás siendo, y no es justo, Charles. No tienes derecho a comportarte así y negarte a decirme por qué.

—Es porque no hay ningún porqué.

—Oh, no seas idiota. Me voy a la cama.

—Buenas noches —dijo Charles indiferente.

—Buenas noches. —Marion se fue dando un portazo.

El sábado por la noche le hablé a Rob de la tensa discusión en casa. Fuimos al restaurante chino de Bold Street donde había ido con el tío Harry. La comida y el vino estaban igual de buenos y había un ambiente muy agradable. Tomé lo de siempre: gambas con
curry
y arroz; Rob fue más osado y escogió un surtido de seis platos diferentes.

Charlamos sobre el colegio. Cathy Burns le había fascinado.

—Parece la típica directora, pero tiene una mirada... —Dejó la frase sin terminar. No le dije que ella se había quedado igual de fascinada con él.

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