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Authors: Maureen Lee

Tags: #Relato, #Saga

Un secreto bien guardado (18 page)

Debía de ser el trabajo más aburrido del mundo. Tenía por delante una tarde de monotonía infinita... y de hambre infinita. No se le había ocurrido llevarse nada para comer, pues había supuesto que le darían algo de comer o habría algún sitio donde podría comprar comida. El problema era que esperaba que la mandasen a algún lugar civilizado, no a un sitio del que no había oído hablar nunca, situado al final de ninguna parte. Vertió el resto de la leche en un cazo y la calentó en la estufa. No quedaba cacao, pero eso era mejor que nada.

El tren de la una y cuarenta y cinco silbó sonoramente al acercarse a la estación. Sintiéndose entumecida, Amy cogió la gorra y la chaqueta que colgaban detrás de la puerta. Se suponía que las debía llevar puestas cuando llegaba un tren. Las dos le quedaban grandes.

Cruzó el puente y acababa de llegar al otro andén, cuando el tren se detuvo. Una mujer con un bonito abrigo de piel, un sombrero de piel a juego y blandas botas de cuero marrón se bajó, le dio a Amy su billete, hizo un movimiento de cabeza indiferente y se dirigió al sendero. El maquinista y el fogonero miraron a Amy apreciativamente y le preguntaron su nombre. El revisor saludó con la mano y depositó una caja de madera en el andén. Amy comprobó que todas las puertas del tren estaban cerradas, tocó el silbato, alzó el brazo y el tren se marchó.

Cogió la caja de madera. Tenía una tapa de tela metálica y contenía unos veinte pollitos esponjosos, recién nacidos, que piaban y se pisaban porque la caja no era lo bastante grande. En la etiqueta pegada a la tapa decía que eran para un tal señor P. Alton. Amy rodeó la caja con los brazos, como si eso fuera a mantener calientes a los pollitos, y se fue tropezando con ella sobre los raíles hasta el vestíbulo. La mujer que se había bajado del tren estaba de pie dentro, esperando obviamente a que alguien la fuera a recoger.

Amy cayó de rodillas, sujetando aún la caja.

—¡Ah! —gritó cuando vio que los pollitos estaban salpicados de nieve.

—¿Qué pasa? —preguntó la mujer, acercándose. Estaba perfectamente maquillada, aunque nada podía esconder las arrugas que tenía alrededor de la barbilla y bajo los ojos.

—Son estos pollitos —respondió Amy llorosa—. Parecen tan pequeños e indefensos...

La mujer olía a Chanel N° 5, el perfume favorito de Amy. Miró la caja.

—Sí, ¿verdad? —dijo con voz hueca—. En cierto sentido, son como nosotros, los seres humanos; somos igual de indefensos. A veces me siento como si me estuvieran transportando en una caja; siento que no tengo nada que decir acerca de mi destino. —Sus ojos castaños reflejaban desesperanza—. ¿Tú no te sientes a veces así? —susurró, fijando su trágica mirada en Amy.

—La verdad es que no —susurró Amy a su vez.

Un coche se detuvo fuera y la mujer salió a la nieve sin pronunciar una palabra.

—Hola, querido —la oyó decir Amy. Se cerró una puerta y el coche se marchó.

Amy llevó a los pollitos al interior de la taquilla y los puso cerca del fuego. Se sintió tentada de sacarlos uno a uno y acariciarlos, pero antes de que pudiera hacerlo se abrió la puerta y entró una mujer que llevaba el abrigo y el gorro de lana de William. Traía una olla de barro cubierta con un paño de cocina. Tenía la cara roja como una remolacha, los ojos de un azul brillante y el pelo que se escapaba del gorro era como paja color crema. El olor que salía de la olla, que hacía la boca agua, era diez veces más agradable que el Chanel N° 5.

—Te he traído un poco de estofado, nena —dijo la mujer alegremente—. Willie me ha dicho que no habías traído nada de comer. Esto tiene trozos de masa. ¿Te gusta la cebada?

—Me encanta la cebada —suspiró Amy, aunque nunca había pensado en la cebada en su vida.

—Siéntate entonces, nena. Toma una cuchara. Come rápido antes de que se enfríe. Como ya habrás supuesto, soy Elspeth, la mujer de Willie. ¿Cómo te estás arreglando? —No se detuvo a respirar, y menos aún a esperar una respuesta—. Vi pasar echando humo al de la una y cuarenta y cinco, así que evidentemente lo dejaste marchar sano y salvo. No olvides que no falta mucho para el de las dos y veintisiete, y tienes que echarle un ojo a la señora Cookson y asegurarte de que no te entretiene demasiado. Espero que Willie te dijera que Susan Conway vendría más tarde; ha ido a Liverpool a ver a su madre. Pobrecilla, lleva cinco años viviendo en Pond Wood, pero aún extraña su casa. Va a ver a su madre en Scotland Road todos los lunes y viernes. ¿La que acaba de meterse en el coche era la señora Shawcross? Estaba demasiado lejos para que la viera bien.

—No sé quién era. Llevaba un abrigo de piel precioso.

—Entonces era ella; el abrigo de visón. Pobrecilla, perdió tres bebés. El cuarto sobrevivió, pero murió en la Gran Guerra.

Con todo el dinero que tiene, y no le saca ni un penique de felicidad.

Se escuchó un ruido en el vestíbulo y alguien dio unos golpecitos en la ventanilla.

—Creo que me han mandado unos pollitos de Wigan —dijo una voz con acento de Lancashire—, pero no los veo por ninguna parte.

—Están aquí, al calor —repuso Amy.

Elspeth abrió la puerta y dejó pasar a un agraciado joven de un metro ochenta de alto. Llevaba una trenca verde, botas gruesas y un sombrero de
tweed
de ala estrecha. Se ruborizó cuando vio a Amy y arrastró los pies nervioso.

—Hola, Peter —dijo Elspeth.

Peter se limitó a tragar saliva y siguió arrastrando los pies. Se quitó el sombrero y le dio vueltas entre los dedos.

—Puse a los pollitos junto al fuego para mantenerlos calientes —le explicó Amy—. ¿Se los va a llevar en coche?

—Vine en la furgoneta —balbució él.

—Bueno, debe ponerlos en el coche para que no cojan frío —le indicó ella severamente—. ¿Tiene una manta para echársela por encima?

—No, pero puedo usar unos sacos. —Parecía muy ansioso por complacer.

—Creo que los sacos servirán.

—Ese joven necesita una esposa como el comer —comentó Elspeth cuando Peter se hubo ido con los pollitos—. Supongo que no estará usted interesada. ¡Oh!, ahora recuerdo que Willie me dijo que estaba casada.

—Mi marido está en el Ejército —le dijo Amy.

La tarde pasó más deprisa de lo que esperaba. Elspeth acababa de irse cuando llegó el tren de las dos y veintisiete de Wigan. La señorita Cookson resultó ser tan habladora como le había dicho William. Quizá en otra ocasión a Amy le hubiera importado, pero aquel día le sirvió para pasar unos cuantos minutos.

Ayudó a Susan Conway a empujar el cochecito con dos niños pequeños y un bebé dentro por el sendero hasta el puente. La tierra se estaba volviendo peligrosamente escurridiza.

—¿Puedo entrar y hablar con usted de Liverpool algún día cuando tenga un minuto? —preguntó Susan—. Echo mucho de menos las películas y las salas de baile desde que me casé con John.

—Venga cuando quiera —le dijo Amy.

Myra McCarthy y el sinvergüenza de su hermano, Ronnie, perdieron el tren y no llegaron hasta las cinco y cuarenta y cinco. Quizá para entonces Ronnie tuviera demasiado frío y hambre para portarse mal. Los dos niños se fueron corriendo por el sendero y Amy volvió a la oficina, tras haber acabado el trabajo del día, aparte de una llamada de un hombre que quería saber los horarios de los trenes desde la estación de Lime Street a Euston —dio por supuesto que era el señor Cookson— y una señora que compró un billete de ida y vuelta a Liverpool.

—Voy a ir al teatro con una amiga y me quedaré a pasar la noche —le dijo a Amy.

Amy metió el dinero en la caja fuerte, atizó el fuego, cerró la puerta y se fue a esperar el tren de las seis y veintisiete para Liverpool.

El capitán Kirby-Greene salió de su piso en cuanto llegó Amy.

—¿Cómo le fue? —preguntó.

Horrible, quiso decir, aburrido, me espantó cada minuto. Pero en lugar de ello, para su sorpresa, contestó:

—Muy bien. Soy jefe de estación.

Se dio cuenta de que aquello era lo que la había mantenido firme durante todo el día, lo que había evitado que cogiera el primer tren de vuelta a Liverpool y a casa. Era jefe de estación. Jefa de estación no sonaba tan bien. Jefe era mucho mejor. En cuanto terminara de comer, le escribiría a Barney para contárselo.

9.- Pearl

Mayo, 1971

—¿Qué? —pregunté sorprendida.

—Jefe de estación —se rio Charles—. ¿No lo sabías? Creí que alguien te lo habría contado.

—No. —No tenía ni idea de que mi madre había sido jefe de estación durante la guerra. Imaginaba a los jefes de estación como hombres serios de mediana edad, posiblemente con bigote y quevedos, no mujeres guapas con el pelo rubio—. ¿Qué edad tenía? —pregunté.

Era la última hora de la tarde y Charles y yo estábamos arrancando malas hierbas en el jardín. Las malas hierbas eran una maldición y las odiaba más que a ninguna otra cosa. Yo estaba arrodillada en el césped, sacando esas malditas cosas con una cuchara vieja y un tirón fuerte no era suficiente. Como era miércoles, Marion se había quedado en el trabajo a jugar al bádminton. Llevaba años jugando y seguía siendo malísima.

—Era muy joven —dijo Charles—. Sólo tenía dieciocho años.

—¿No debía ser jefa de estación?

—Ella prefería jefe. El caso es —continuó— que acabamos descubriendo que no hacía mucho que había tenido un aborto, pero se dedicó en cuerpo y alma al trabajo. Empezó en diciembre, y fue el peor invierno que la gente recordaba. No dejó de nevar hasta marzo. Cada día encendía el fuego en el despacho de billetes, barría la nieve del andén, daba cuerda al reloj... —sonrió cariñosamente—. Solía escribir largas cartas a tu padre...

—¿Las tiene alguien? —pregunté, interrumpiéndole. Podían haber acabado en manos del tío Harry o del abuelo Patterson—. Me encantaría leerlas.

—Que yo sepa, no, cariño.

—¿Estuvo allí durante toda la guerra?

—No, sólo durante unos nueve meses. Se hizo amiga de todo el mundo. Pond Wood no era exactamente un pueblo; apenas tenía una docena de casas y unas pocas granjas. El verano que estuvo allí, la estación era como un cuadro, cuajada de flores. Solíamos ir a verla. íbamos en el tren mamá, yo, Jacky, Biddy y un capitán de barco que vivía en la misma casa que ella. Marion sólo fue una vez —apretó los labios y dijo burlonamente—: Como sabes, ella y tu madre nunca se llevaron bien. —Me quedé sorprendida; él no solía ser crítico con Marion—. Allí fue donde Jacky conoció a su marido, Peter, en la estación de Pond Wood. Creo que le gustaba tu madre, pero ella ya estaba casada con tu padre.

—Sabía lo del aborto. —Lo había leído en los artículos de los periódicos sobre el proceso.

—Ella no se lo contó a nadie por entonces. ¡Maldita sea! —gritó—. Esta espina me ha hecho sangre. —Se chupó el dedo.

—Deberías llevar guantes como hago yo.

—Sólo los cursis llevan guantes para trabajar en el jardín... y las mujeres. ¿Sabes —continuó— que tu madre cogía un taxi todos los días para ir y venir de la estación de Exchange al trabajo y de vuelta a casa? Debió de gastarse en taxis más de lo que le pagaban. —De pronto se le humedecieron los ojos—. Me gustaría que hubieras conocido a tu madre entonces, Pearl. Estaba tan llena de vida...

Habían pasado más de tres semanas desde que mi madre le había escrito a Charles para decirle que «pronto se pondría en contacto». Cathy Burns pensaba que podía estar en el hospital «para hacer algo que no quería hacer en la cárcel».

—¿Como qué? —pregunté. Me había llamado en un momento que tenía libre el jueves por la tarde. Mis alumnos estaban cantando en el gimnasio y mi presencia no era necesaria.

Hubo una larga pausa hasta que Cathy admitió que lo único que se le ocurría era una histerectomía, y que habría sido una tontería esperar a estar fuera.

—¿Qué harías tú, Pearl, si acabaras de salir de la cárcel después de veinte años?

—Supongo que estaría deseando deshacerme del olor a cárcel —dije—. La sensación de la cárcel. Querría comprar montones de ropa y maquillaje, ir a la peluquería... cosas así —terminé de decir deprimida. Sonaba muy triste.

—No le habría llevado mucho tiempo hacer esa clase de cosas. No necesitaría tres semanas y media.

—Quizá le apetecían unas vacaciones —sugerí.

Cathy Burns parecía mucho más preocupada que el resto por la desaparición de mi madre. Charles estaba bastante relajado.

—Conociendo a Amy, aparecerá cuando le apetezca —había dicho.

Harry tampoco se preocupaba.

—Mientras esté bien... Si le hubiera pasado algo, nos habríamos enterado.

—Me pregunto si no habrá ido a ver a Jacky y a Biddy —murmuró la directora—. Podría estar en Canadá.

—Si se hubiera ido a Canadá, se lo habría dicho a alguien. No hay necesidad de ocultarlo.

—Supongo que tienes razón.

Advertí que sólo había tres colillas en el cenicero. Al menos había reducido la cantidad de cigarrillos, a pesar de que su amiga no hubiera vuelto a casa. Quizá se estuviera haciendo a la idea.

A la mañana siguiente, Gary Finnegan entró cojeando a la clase. Vi que tenía el calcetín derecho manchado de sangre. Lo llamé.

—¿Cómo te hiciste eso, Gary?

—Tropecé, señorita.

Igual que la última vez que hablé con él sobre el labio se negó a mirarme a los ojos. Parecía tan desgraciado que decidí que había llegado el momento de hacer algo. Sabía que no se había caído. Le había pedido a Joan Flynn que le echara un ojo y ella me informó de que los demás niños lo dejaban solo.

—Demasiado solo, en mi opinión —había dicho—, pero no se puede obligar a los niños a que jueguen con otros niños. Eso sólo empeoraría las cosas. Un día de estos lo aceptarán, esperemos que antes de que acabe el trimestre. Para entonces les resultará una cara familiar.

Le bajé el calcetín gris. Tenía el tobillo hinchado y sangraba bastante. Yo estaba convencida de que esa herida era el resultado de una patada. Salí y agarré a una de las niñas mayores que estaban en el pasillo y se dirigían a su clase.

—¿Quieres llevar a este niño al despacho de la señorita Miller, por favor, y decirle que le ponga un poco de desinfectante y una venda en el tobillo?

—Muy bien, señorita —canturreó la niña. Sarah Miller era la secretaria de la escuela y el botiquín de primeros auxilios estaba en su despacho.

Le dije a Gary que después volviera enseguida y empecé la clase. Era Arte. Ya no había pupitres en el aula como cuando yo iba a la escuela, sino cuatro mesas pintadas de diferentes colores —rojo, azul, amarillo y verde— con siete u ocho niños sentados a cada una. Le di a cada niño una hoja grande de papel de dibujo, pegamento, tiza, cuadraditos de cartulinas de colores, tijeras de plástico y otras cosas, y les dije que pegaran los cuadraditos en el papel para hacer una casa y que rellenaran el fondo con tiza.

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