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Authors: Maureen Lee

Tags: #Relato, #Saga

Un secreto bien guardado (34 page)

Ya le había dicho a Amy lo mucho que la quería y le había dado las gracias por el paquete de Navidad que había llegado por medio de la Cruz Roja: chocolate, galletas, novelas, un cuaderno y sobres y un juego de lápices y un sacapuntas en lugar de tinta (que podía haberse abierto y estropearlo todo), las tarjetas de Navidad y regalitos de los Curran, así como de los vecinos de Newsham Park. Amy le había hecho una bufanda y la llevaba puesta mientras escribía. Se le habían escapado muchos puntos y tenía muchos nudos, pero eso sólo hacía que la quisiera aún más al imaginar su cabeza inclinada sobre las agujas, mordiéndose el labio como solía hacer cuando se concentraba en algo.

«No te lo vas a creer, cariño», continuó, «pero Eddie Fairfax ya no es mi compañero de habitación. Cree que no sé que hizo que un oficial polaco se mudara conmigo para así poder marcharse. Desde entonces han llegado un par de franchutes y estamos como sardinas en lata. Al parecer, Eddie se hartó de mí. Yo estaba todo el tiempo de mal humor y no le hacía caso. Las dos cosas son ciertas, pero fue lo que hice por Eddie lo que me ponía de mal humor. No puedo quitármelo de la cabeza. Me siento como si todo el mundo me pudiera leer la mente, supiera lo que hice y me odiara por ello. Me pregunto si Franz Jaeger se ha ido de la lengua y se ha propagado la historia».

Barney alzó la cabeza. «La gente lo sabe: puedo verlo en sus ojos», dijo en voz alta antes de encender uno de los cigarrillos que le daba Franz Jaeger cada vez que podía. Era un tipo decente y era injusto desconfiar de él. Aspiró el humo y sintió cómo le calentaba por dentro.

Se oyeron risas abajo, y él recordó que había una actuación. Uno de los mejores números era el de los dos tipos que imitaban a Greta Garbo y a Marlene Dietrich cantando un popurrí de canciones, la mayoría graciosas, menos la última,
Keep the Home Fires Burning,
que era bastante conmovedora. Las risas, el hecho de no formar parte de ellas, lo hicieron sentir muy solo. No era algo a lo que Barney estuviera acostumbrado; siempre había sido un tipo muy popular. Pero últimamente se había vuelto introvertido.

Volvió a concentrarse en la carta a Amy. «Me gustan bastante mis nuevos compañeros de cuarto», escribió. «Como no sé hablar polaco ni francés, y ellos no hablan inglés, no tenemos nada que decirnos, lo que me resulta perfectamente conveniente.» También era una suerte que ninguno fumara, de modo que no se sentía obligado a compartir los cigarrillos.

Terminaba diciéndole lo mucho que la echaba de menos, y añadía: «Aquí algunos, más expertos que yo, vaticinan que 1942 verá el final de esta maldita guerra. Esperemos que cuando llegue la próxima Nochebuena, la estemos pasando juntos».

Barney no se molestó en firmar la carta. Arrancó las páginas del cuaderno y las rompió por la mitad. Luego hizo lo mismo con las mitades, rompiendo los trozos hasta que fueron cada vez más pequeños y la carta se convirtió en un montón de confeti sobre la mesa.

Después abrió la ventana y arrojó lo que había sido su carta a Amy hacia el viento helado, observando cómo se alejaban volando los trozos hasta que ya no los vio más.

A continuación se puso a escribir otra carta, que sería mucho más corta que la primera. Como si pudiera contarle todo aquello. Como si pudiera contárselo alguna vez a alguien.

Los bombardeos continuaron, causando muchas pérdidas de vidas y daños irreparables, hasta principios de mayo, cuando hubo un fuerte bombardeo que duró una semana y que hizo que todos los habitantes de Liverpool se preguntaran si Hitler estaría tratando de borrar su ciudad de la faz de la tierra. Hora tras hora, noche tras noche, cayeron bombas. Por la mañana, los vecinos salían de sus casas y se encontraban cráteres donde antes había calles, y a amigos de toda la vida muertos. Iglesias, escuelas, teatros y monumentos fueron destruidos, por no hablar de miles de casas.

Amy se fue con su madre y sus hermanas a dormir a la casa de Charlie en Aintree, donde se podía ver y oír la carnicería, pero donde sólo caían bombas de vez en cuando. Los Porter se mudaron a casa de su hija en Southport, y los Stafford, a la de la hermana de Veronica, que vivía en Formby.

Invitaron al capitán Kirby-Green a irse a cualquiera de esos lugares hasta que cesaran los terribles bombardeos, pero él prefirió quedarse en Newsham Park «para cuidar de la casa», dijo valientemente.

Lo encontraron una mañana en el sótano. Derrumbado en su silla, había sucumbido a un ataque al corazón durante la noche. Tenía una sonrisa en la cara y la regla de madera en la mano, como si hubiera estado dirigiendo un coro invisible.

Llegó otra Nochebuena, pero no había señal alguna de que la guerra fuese a terminar. Los bombardeos habían cesado, pero las cosas seguían estando muy sombrías. Los británicos habían sido expulsados de Grecia y estaban perdiendo en el norte de África, donde antes ganaban. El día de Navidad, Hong Kong cayó en manos de los japoneses, seguido unas semanas más tarde por la pérdida de Singapur. Al menos Gran Bretaña había obtenido otro aliado en la guerra después de que los japoneses hubieran destruido la flota estadounidense en Pearl Harbor y Alemania hubiera declarado la guerra a Estados Unidos. Al cabo de unas semanas los yanquis empezaron a llegar a las costas británicas, haciendo latir los corazones de muchas mujeres.

Meses más tarde, Alemania había invadido Rusia, el mayor error que cometería Hitler, pues su Ejército no estaba preparado para el crudo invierno y eso significó que desvió su atención de Gran Bretaña. Parecía haberse llegado a un punto muerto en el que ninguno de los dos bandos avanzaba.

En casa, durante el año 1942 se vivió un endurecimiento del racionamiento y había escasez de prácticamente todo. A Amy le molestaba más tener que usar cupones para la ropa que para la comida. Concedía más valor a lo que se ponía que a lo que comía.

Se había convertido en un ritual. Harry decía que les traía suerte, convencido de que no sobreviviría si Jack no estaba cerca para estrecharle la mano antes de entrar en combate.

Ahora se agarraban las manos mutuamente, usando las dos para hacer el gesto más cálido. Eran las cuatro de una mañana tranquila y cálida en El Alamein, no lejos de Alejandría. El cielo estaba oscuro, con un extraño resplandor morado, y la arena era como polvo: si no caminabas rápido, casi te tragaba los pies. Nadie hablaba; los hombres avanzaban en líneas desiguales detrás de una fila de tanques medio ocultos por la arena que las orugas despedían a su paso y que parecía humo.

El enemigo estaba enfrente y supuestamente retirándose, aunque cada tanto una bala silbaba junto a ellos o una mina explotaba cerca.

Jack marchaba ligeramente por delante de Harry, agarrando despreocupadamente su rifle, con una sonrisa en el rostro. Había perdido los calcetines y las botas eran demasiado grandes para sus delgados pies. Era incapaz de tomarse nada en serio. Pensaba de verdad que el mundo se había vuelto loco y que las personas que estaban a su cargo eran las más locas de todas, aunque aceptaba esa locura con humor y sin quejarse nunca.

Durante los dos años que hacía que Harry lo conocía, Jack se había convertido más en un hermano de lo que Barney lo había sido nunca. Eso no quería decir nada en contra de Barney; sólo que no habían compartido los misinos peligros, no habían corrido los mismos riesgos. Si hubiera un solo hombre en el mundo con el que deseara que se casase Cathy Burns, ese era Jack Wilkinson. Ya había aceptado ser padrino de su boda, cuando se celebrase.

Había aparecido una línea roja en el horizonte: el sol estaba a punto de salir. Harry esperaba que la guerra acabara antes de que hiciera demasiado calor. Aunque se quedara en Egipto el resto de su vida, nunca se acostumbraría al calor.

Se sentía parte de un ejército fantasma mientras avanzaban, sin apenas hacer ruido sobre la arena. Un proyectil cayó detrás de uno de los tanques y otro delante. Luego hubo otra explosión que lo arrojó al suelo con una fuerza considerable. Se quedó allí un instante, atontado, y cuando alzó la cabeza vio al menos a otra docena de hombres que también habían caído al suelo. Mareado, consiguió ponerse de pie, aliviado al comprobar que no estaba herido, aunque sí considerablemente afectado. Los demás hombres también habían conseguido levantarse y estaban tratando de recuperar el aliento, menos uno que yacía boca arriba con un agujero en el estómago tan grande como un balón de fútbol, por donde la sangre fluía hasta la arena, tiñéndola de escarlata.

—Jack! —Harry se arrodilló junto a su amigo y lo sacudió, aunque no había ninguna posibilidad de que estuviera vivo—. Jack!

Escuchó un grito.

—¡Avance, Patterson!

—Pero, sargento... ¡es Jack! —aulló Harry. Sentía que las lágrimas resbalaban por sus mejillas.

—Ya sé quién es, Patterson. ¡Muévanse todos, joder! Los médicos se ocuparán de Wilkinson. No están muy lejos.

Debería haber sido yo, pensó furioso Harry mientras miraba a los ojos castaños sin vida de su amigo por última vez antes de colocarle el gastado casco sobre la cara. Debería haber sido yo.

Dieciocho meses más tarde, Harry Patterson fue uno de los primeros soldados en arribar a la playa de Gold Beach en Francia como parte de los desembarcos del Día D. Harry nunca ascendería, no ganaría una medalla de oro y su nombre no sería «mencionado en los despachos». No era más que un soldado del montón que había luchado diligentemente, que nunca se quejaba ni contestaba, y siempre había obedecido las órdenes, por muy estúpidas que le parecieran. Los hombres como él eran la espina dorsal del Ejército británico; sin ellos, la guerra contra Alemania nunca se habría ganado.

Después del Día D, la población exhaló un suspiro de alivio, ya que parecía que el conflicto podría acabar pronto, aunque de hecho faltaban once meses para que terminara la guerra en Europa.

Durante ese tiempo, Amy se trasladó del piso de Newsham Park a un bungaló en Sefton Park, una zona antigua de Liverpool con una bonita torre con un reloj. El bungaló estaba en un callejón cerca del centro, pero a Amy le parecía estar en pleno campo.

Leo Patterson se había encargado de todo.

—Barney tiene que volver a casa a un lugar mejor que ese mísero pisito —anunció.

Amy no estaba segura. No podían haber sido más felices que cuando habían estado en aquel «mísero pisito», pero dejó que, por una vez, Leo se saliera con la suya; quizá esa vez tuviera razón. Fue Leo también quien consiguió amueblar la nueva casa, algo nada fácil en tiempo de guerra, cuando las fábricas tenían cosas más importantes que hacer que sillas, mesas y camas.

Se rio cuando ella se refirió a los muebles como «de segunda mano».

—Son antigüedades —le informó.

—Siguen siendo de segunda mano —repuso Amy.

—Este escritorio ha costado una fortuna —dijo él. Era un escritorio pequeño muy bonito, blanco y con forma de riñón, con las patas delanteras elegantemente curvadas.

—Creí que era un tocador —observó Amy—. ¿Para qué necesitamos un escritorio?

—Para escribir cartas.

—Siempre escribo las cartas sobre las rodillas.

Leo sonrió. Ella no tenía ni idea de por qué algunas de las cosas que decía lo divertían tanto.

—Bueno, ahora puedes hacerlo en el escritorio. Ah, por cierto —añadió despreocupadamente—, Elizabeth te ha invitado a cenar.

—¡Ja! —soltó Amy—. Puedes decirle a Elizabeth que vaya a tirarse de cabeza al lago. La he visto una vez y fue más que suficiente.

—Eso fue hace más de cinco años. —Leo frunció las cejas para hacerle ver que se estaba comportando como una niña malcriada—. Creo que deberían empezar a normalizarse las relaciones en esta familia, especialmente cuando Barney vuelva a casa, ¿no te parece?

—Eso depende de lo que quiera Barney, no tú, yo o Elizabeth. —Era muy rencorosa; su instinto natural la empujaba a no volver a ver nunca más a su suegra. Cambió de tema—. ¿No es estupendo poder decir: «Cuando Barney vuelva a casa» y saber que no será dentro de mucho tiempo? —Era casi Navidad y esta vez la gente sabía con seguridad que sería la última de la guerra. Amy se abrazó a sí misma—. Estoy deseando verlo, pero también me da miedo. —Se mordió el labio—. Ha pasado tanto tiempo...

—Os sentiréis como extraños durante una temporada.

—¿Sí? ¿Será así?

—Sí. —Leo le palmeó el hombro. Era muy fácil hablar con él.

—Gracias —dijo.

Él la miró arqueando las cejas.

—¿Por qué?

—Por haber venido el día que perdí a mi hijo, por conseguirnos esta casa, y por todo lo que ha ocurrido entremedias —él la había ayudado muchísimo. Sin él, se habría sentido desesperadamente sola.

—Ni lo menciones. —Se le ablandó el rostro—. ¿Piensas alguna vez en el bebé?

—No pasa un día sin que lo haga. —Amy frunció los labios—. Desearía haber sabido si era un niño o una niña para haberle dado un nombre, así rae habría parecido más real. ¿Te imaginas que Barney se encontrara un niño o una niña al llegar a casa?

—¿Te imaginas? —repitió Leo—, ¿No habría sido estupendo?

Cathy Burns ya tenía dos galones en la manga tras haber sido ascendida a cabo. La señora Burns se lo contaba a todos los conocidos con los que se encontraba por la calle.

—Siempre supe que nuestra Cathy tenía algo especial —le había dicho al señor Burns más de una vez.

En marzo, con los Aliados acercándose a Berlín y a pocas semanas del fin de la guerra, Cathy se vio con Reggie Short en un hotel en el centro de Londres. Cathy había pasado dos años en Ipswich y el último año en Portsmouth, mientras que Reggie había permanecido en Keighley durante toda la guerra. Se veían para cenar en el hotel Bonnington de Holborn cada varios meses.

—¿Qué vas a hacer cuando todo acabe, Cath? —preguntó Reggie mientras esperaban a que les trajeran el primer plato. Ella sabía que él siempre se lamentaría de haber informado al Ejército de que era dentista. Si hubiera dicho que había abandonado la escuela a los catorce años y había trabajado en una tienda, habría tenido una guerra mucho más interesante.

—Ir a la universidad y estudiar para ser maestra —contestó rápidamente Cathy. El curso estaba abierto para ex soldados siempre que superasen el examen de ingreso—. ¿Y tú?

—¿Tú qué crees? —Reggie hizo una mueca—. Seguir siendo dentista. Creo que pondré una consulta en un bonito pueblo, me casaré y tendré media docena de críos.

—¡Buena suerte! —Cathy alzó su copa de vino.

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