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Authors: Maureen Lee

Tags: #Relato, #Saga

Un secreto bien guardado (33 page)

—Perdí al mejor amigo que tenía en el mundo.

—Y yo —Cathy lo miró, y un relámpago de comprensión pasó entre ellos. Me pregunté por qué.

—Aquí —dijo Charles— no éramos más que espectadores. Íbamos y veníamos en bicicleta al trabajo todos los días y no pasaba nada emocionante. Durante los bombardeos realmente duros, mamá y mis hermanas venían a casa. Vimos cómo el cielo sobre Liverpool se volvía rojo, como si toda la ciudad estuviera incendiada. Nos sentíamos como si estuviéramos en un mundo diferente.

—Elizabeth y yo pasamos algunas de las peores noches en la fábrica en Skelmersdale —admitió el abuelo.

—¿Dónde estabas durante los bombardeos, Amy? —preguntó Cathy Burns. Yo recordaba que ella se había incorporado al Ejército y había pasado la mayor parte de los años de la guerra en Yorkshire.

—En el sótano de la casa de Newsham Park —respondió mi madre—. Solíamos divertirnos allá abajo. ¿Alguien recuerda al capitán Kirby-Greene?, vivía en el primero.

—Era un pesado —gruñó el abuelo—. Cada vez que iba allí, me interceptaba en el vestíbulo.

—A mí me gustaba —opinó Marion, hablando por primera vez—. Sólo lo vi en una ocasión, en la fiesta de la estación de Pond Wood. Parecía que le gustaba mucho tu madre, Charles.

—Estaba loco por ella. A ella le gustaba él, pero no de esa manera. —Charles sonrió astutamente—. Creo que el único hombre al que mamá amó fue a nuestro padre. Un tipo con el que trabajaba quería casarse con ella, pero ella lo rechazó.

—En cualquier caso —dijo Amy—, el capitán Kirby-Greene se nombró a sí mismo organizador de entretenimientos cuando había un bombardeo. Solía pasarse casi todo el tiempo en el sótano organizándolo todo para cuando sonara la sirena. Si no sonaba, se decepcionaba mucho. El día de Nochebuena, la segunda de la guerra, los bombardeos fueron realmente terribles. Llevaban así varias noches seguidas: fuertes bombardeos que duraban horas. Recuerdo que cantamos
Noche de paz
y yo me preguntaba si Barney estaría cantando en el campo de prisioneros en Baviera...

16.- Amy

1941-1945

«... Todo duerme en derredor.» Amy cantaba a pleno pulmón. «Entre los astros que esparcen su luz...» Su voz retumbaba en sus oídos. Cuanto más alto cantaba, más conseguía ahogar el sonido de las bombas que explotaban sobre Liverpool, haciendo estremecerse el edificio y gemir a los cimientos. Temía que la casa se hundiera en cualquier momento. Había sido igual todas las noches de aquella semana. Ni siquiera en esa noche, Nochebuena, había tregua.

«Sólo velan mirando la faz / de su niño en angélica paz», gritaba. Era un villancico alemán y ella se preguntaba si Barney lo estaría cantando en el campo en ese momento. En el sótano, se estaban entregando al canto en cuerpo y alma: Amy, Clive y Veronica Stafford, el señor y la señora Porter y, por supuesto, el capitán, mientras trataban de evadirse de la realidad de lo que estaba ocurriendo fuera.

Recordaba que cuando ella, Charlie y sus hermanas eran pequeños, cantaban
Cuando los pastores se lavan los calcetines,
y a mamá y papá les molestaba mucho, sobre todo si estaban en la iglesia. No pensaba a menudo en su padre, y su recuerdo le dibujó una sonrisa cariñosa en los labios.

Era la segunda Navidad desde que ella y Barney se habían casado, y habían pasado las dos separados. ¿Cómo serían las cosas en el campo de prisioneros de guerra? El campo no estaba en un prado con tiendas, como ella siempre había imaginado que serían los campos de prisioneros, sino en un castillo donde hacía mucho frío. Barney decía que tenía que llevar puesto el capote todo el tiempo. No era su capote original, con el que había salido de casa, porque había perdido casi todo su equipamiento en Francia. Era el abrigo de otro, y había encontrado un pañuelo en el bolsillo con una W bordada en una esquina. «Debió de pertenecer a un William», escribió Barney, «o a un Walter, o a un Wilfred».

El capitán Kirby-Greene dirigía el canto del villancico con una regla de madera. Ponía unas caras rarísimas, arrugando la nariz y arqueando las cejas, como si estuviera dirigiendo un coro. A Amy le daban ganas de reírse, pero no quería herir sus sentimientos.

«Y la estrella de Belén», cantaban todos, «y la estreeella de Beeelén».

El silencio que siguió, aunque esperado, los cogió por sorpresa, y se miraron parpadeando, hasta que una bomba cayó cerca, rompiendo el silencio y dándoles un susto. La casa osciló y Amy se persignó. El capitán Kirby-Greene sólo pareció desdeñoso. Se había empeñado en no reaccionar a los bombardeos aéreos, por muy fuertes que fueran. Se consideraba el líder del grupo y como tal debía mantenerse firme.

—¿Hacemos una pausa para comer? —sugirió—. Es casi medianoche.

—No es mala idea. —La señora Porter había traído un plato con sándwiches.

Como era Navidad, iban a tomar tartaletas de frutas.

—No había un solo tarro de frutas en conserva en todo Liverpool —había dicho disculpándose la señora Porter—. No son más que pasas mezcladas con mermelada de moras negras, pero —añadió con una nota de triunfo en la voz— tenemos sándwiches de huevo. Amy consigue los huevos de los parientes de su cuñado, que viven en el campo.

—¡Qué bueno! —Clive Stafford se relamió. Era sumamente avaricioso y comería más de la cuenta si no lo vigilaban. Veronica hizo una mueca a sus espaldas.

El capitán estaba mirando su reloj de pulsera.

—Es medianoche —anunció—. Feliz Navidad a todos.

—¡Feliz Navidad! —Todos se besaron. Clive Stafford besó a Amy con excesivo entusiasmo.

La vida era muy peculiar. Amy no tenía nada en común con los Porter, los Stafford ni con el capitán Kirby-Greene. Le gustaban, pero sus orígenes eran muy diferentes a los suyos. Pero allí estaba, pasando noche tras noche con aquellos cinco extraños, en un lugar donde podían morir en cualquier momento. Podía ser uno de sus rostros el que viera antes de exhalar su último suspiro, no el de Barney ni el de nadie realmente cercano.

¡Qué pensamiento más triste, sólo unos minutos después de empezar el día de Navidad!

En Keighley, al mismo tiempo, Cathy Burns estaba todo lo feliz que se puede estar en tiempo de guerra. Igual que el año anterior, se estaba celebrando una fiesta en la oficina financiera. Se habían hecho sándwiches y alguien había donado un pastel de Navidad que había ganado en una rifa. Había una docena de botellas de Guinness y mucho vino.

Para las mujeres, era muchísimo mejor que ir al baile de la cantina y ser manoseadas por los soldados, que se comportaban como si no hubieran visto o tocado a una mujer en años, y para los hombres significaba no tener que pelearse por una compañera de baile. Es más, todos trabajaban en estrecha proximidad y estaban cómodos unos con otros.

Reggie Short, el dueño del gramófono, había comprado discos para la ocasión.
When You Wish Upon a Star,
de la película de animación
Pinocho,
Judy Garland cantando
Over the Rainbow,
y
East of the Sun and West of the Moon,
de Frank Sinatra.

Reggie le pidió un baile a Cathy. Era un joven excepcionalmente guapo, con el pelo negro rizado y los rasgos de un dios griego. Cuando empezó la guerra, era un dentista recién licenciado, pero había dejado a un lado enseguida la odontología para alistarse en el Ejército. Para su desilusión, descubrió que seguía siendo dentista: el Ejército no tenía ninguna intención de convertir a un individuo tan experto en un luchador cuando resultaba mucho más valioso siendo lo que era. El consultorio de Reggie estaba junto al del médico, al lado de la oficina de finanzas.

Cathy y Reggie se habían acostado juntos cuando se conocieron hacía un año. Cathy, deseosa de poner fin a las represiones que la habían agobiado en Liverpool, estaba más que dispuesta a irse a la cama con él cuando se lo pidió. Unas semanas después cambió de opinión. Reggie se estaba tomando la relación en serio, y Cathy se dio cuenta de que no debía haberse desprendido de su virtud tan rápidamente. Aunque ya no fuera virgen, estaba decidida a que la siguiente vez que se acostara con un hombre fuera por una razón de peso.

Durante un tiempo, pensó que Harry Patterson podía ser esa razón de peso. Siempre le había gustado y suponía que él sentía lo mismo. Se afianzó en su opinión las Navidades pasadas, cuando él apareció inesperadamente. Lo pasaron muy bien juntos y él le escribió después una carta preciosa que le hizo sospechar que sus sentimientos eran recíprocos. Pero no había vuelto a saber nada de él. Curiosamente estaba menos decepcionada de lo que hubiera creído.

Más tarde, no mucho después de Dunkerque, apareció en escena Jack Wilkinson. Era muy delgado y nada guapo, pero hacía un guiño travieso con sus ojos gris oscuro que Cathy encontró sumamente atractivo. Al cabo de sólo unos minutos, estaba deseando que esos labios finos y curvados la besaran.

—A mi viejo amigo, Harry Patterson, le pareció bien que me pusiera en contacto contigo —le explicó cuando se vieron por primera vez. Era junio. Cathy había terminado de trabajar ese día y estaba sentada al sol sobre la hierba detrás de su oficina. Jack tenía acento
cockney
y una sonrisa francamente picara que hizo que el corazón le diera un vuelco—. He venido en camión desde Leeds para ir al baile en la cantina. El problema es que no puedo bailar, me he torcido el tobillo, ¿ves? —Cojeó unos metros para que viese lo malherido que estaba; ambos sabían que exageraba—. Y Harry me dijo que eras una buena conversadora. Necesito urgentemente una buena conversación con una joven bonita.

Se pasaron toda la velada hablando sobre la vida y la muerte, religión y política, el tiempo, el matrimonio y otros temas que a Cathy le costó recordar después, hasta que el cielo se oscureció y el camión tenía que volver a Leeds; para entonces ya se habían enamorado. Él era el hombre más inteligente que ella había conocido nunca, y eso que había abandonado la escuela a los catorce años, igual que ella. Nunca hubiera imaginado que estar enamorado sería algo tan intenso, que todo tu ser estaba inmerso en la otra persona cada minuto del día.

A partir de entonces, se vieron siempre que pudieron. Jack estaba pendiente de cualquier transporte que se dirigiera a Keighley y lo pudiera llevar, y en dos ocasiones fue en la trasera de una moto.

A Cathy le resultaba más difícil escaparse; aun así, consiguió ir a Leeds algunas veces, y reservaron habitación en un hotel, sin molestarse siquiera en fingir que estaban casados. Hicieron lo mismo en Keighley, y a la dirección no pareció importarle. Después de todo, estaban en guerra y la moral, junto con muchas otras cosas, no contaba. Seis semanas más tarde el tobillo de Jack se había curado y lo enviaron a reunirse con Harry Patterson en Egipto. Se escribieron a menudo. Las cartas de Jack eran largas y serias, y las de Cathy, pulcramente mecanografiadas y desenfadadas, en las cuales le describía los acontecimientos divertidos que se producían en la base.

Estaba pensando en él mientras bailaba con Reggie, deseando que ocurriera un milagro y este se convirtiera en Jack. Ella no era como su amiga Amy. No creía que su relación con Jack fuera celestial, ni que se moriría si lo perdía, ni que lo echaba de menos cien veces más de lo que las demás mujeres echaban de menos a sus hombres. Lo único que sabía era que lo amaba con todo su corazón y que quería que pasaran el resto de su vida juntos.

El teléfono del escritorio de la otra habitación sonó y alguien respondió.

—¡Es para ti, Cathy! —gritó ese alguien.

Amy era la única persona que se le ocurría que pudiera llamar tan tarde en Nochebuena. Cathy abandonó a Reggie, fue a la otra habitación y cogió el teléfono.

—Hola, cariño —dijo la voz más querida en todo el ancho mundo.

—¡Jack! —chilló ella, y luego, en voz más baja—: ¡Oh, Jack!, ¿dónde estás?

—En Egipto. Estoy en un
pub
británico y hay un teléfono, de esos de monedas. Llevo toda la noche intentando llamar y tengo unas cien libras en monedas.

—¡Cien libras! —musitó ella. No se había dado cuenta de que la habitación se había vaciado y la puerta se había cerrado con suavidad.

—Bueno, más bien cinco —admitió él—. ¿Cómo estás? Pensé que tendríais una fiesta en la oficina.

—Estoy muy bien. Y más ahora que estoy hablando contigo. —Su voz descendió hasta convertirse en un latiente susurro—. Jack, ¡cómo desearía que estuvieras aquí!

—Y yo, cariño. —Lo oyó introducir más dinero al otro extremo del hilo telefónico, en Egipto. Debía de hacer muchísimo calor allí. Miró por la ventana y vio hielo en el suelo. El cielo era azul marino y las estrellas parecían muy cercanas y artificialmente brillantes.

—Supongo que allí hace frío —comentó él.

—Mucho frío. Parece que va a nevar.

—Te quiero, Cath —dijo él. Se oyó caer más dinero en la ranura.

—Te quiero. ¿Por qué estamos hablando del tiempo? —Sabía que en cuanto colgara el teléfono se le ocurrirían montones de cosas que querría haberle dicho.

—Te quiero y te echo de menos, Cath, de verdad. —Hubo una breve pausa—. Ahora mismo, en este preciso momento, te quiero más que a ninguna otra cosa que haya querido nunca en este mundo.

Antes de que Cathy pudiera responder, el teléfono enmudeció. Se quedó mirando el auricular, deseando que Jack volviera, y lo imaginó a él en Egipto haciendo lo mismo. Dijo:

—Jack, ¿me oyes? —por si estuviera aún ahí, pero no estaba.

Al cabo de un momento, llamaron a la puerta y Reggie asomó la cabeza.

—¿Has terminado?

Cathy asintió, pero no dijo nada.

—Es Navidad y acabamos de cortar el pastel. ¿Quieres un trozo?

—Sí, por favor. Voy ahora mismo. —Había conseguido hablar con Jack; pero debía de haber montones de mujeres cuyos novios y maridos estaban a miles de kilómetros en una parte extraña del mundo y no podían hablar con ellos. Cathy se sentía muy afortunada.

Barney estaba escribiendo una carta a Amy, sentado a la mesa de su habitación con el capote puesto y el edredón sobre los hombros. Le cubría la mayor parte del cuerpo, y aun así tenía frío. No había cortinas en el ventanuco, de modo que era imposible esconder la nieve que caía copiosamente desde hacía días.

Era Nochebuena y a los prisioneros se les había permitido permanecer levantados hasta la una. No hacía mucho que los guardias habían dejado de tirarse bolas de nieve, a pesar del viento que ululaba y de la temperatura, que debía de estar bajo cero. Lo único que podía oír en ese momento era a los prisioneros cantando villancicos abajo en la sala, donde debería estar él, no encerrado solo en su habitación en una noche como aquella.

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