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Authors: Maureen Lee

Tags: #Relato, #Saga

Un secreto bien guardado (29 page)

—¿Qué es, papá? —preguntó Harry; pero el abuelo se limitó a negar con la cabeza misteriosamente.

Una mujer había entrado en la sala y se estaba acercando a nuestra mesa. Se detuvo y se quedó a unos metros, mirándonos. No era joven, pero sí muy bonita, con el pelo castaño rizado y unos increíbles ojos azules. Su vestido negro se ajustaba a su atractiva talle como un guante.

Mis ojos castaños se encontraron con los suyos. Sonrió nostálgica y dijo:

—Hola, cariño.

Cathy gritó:

—¡Amy! ¡Oh, Amy! —Casi tiró su silla al ponerse de pie—. ¿Qué diablos te has hecho en el pelo?

El abuelo siguió sonriendo como si acabara de sacar un conejo de una chistera.

Charles se quedó con la boca abierta.

—Que me aspen —masculló— si no es nuestra Amy.

—¡Amy! —fue todo lo que acertó a decir Harry, pero estaba evidentemente encantado de verla.

No sé cómo reaccionó Marion. En ese momento no me interesaba. No recuerdo haberme levantado, pero lo hice, porque al minuto siguiente me estaba arrojando a los brazos de mi madre y lloraba con toda mi alma, mientras ella me palmeaba la espalda y decía:

—Vamos, vamos, cariño. Vamos.

Yo era consciente a medias de que todo el restaurante había enmudecido excepto nuestra mesa. Después me di cuenta de que todo el mundo había dejado de comer para mirarnos.

—Vamos, vamos —seguía diciendo mi madre—. No llores, cariño. Ya estoy en casa.

Y yo deseaba haber ido a verla, haberle escrito, haberle mandado tarjetas de felicitación y haberle dicho que la quería, porque, con veinte años de retraso, supe que así era.

14.- Barney

1940

El viaje de Francia a Alemania podía haber sido mucho peor. Los oficiales permanecieron juntos, se les daba razonablemente bien de comer y no estaban demasiado apretados en los trenes que los transportaron a través de la soleada campiña francesa. Lo único que echaban en falta eran los cigarrillos, cosa que algunos sufrían más que otros y otros nada en absoluto.

Por lo que habían podido entender, los llevaban a Baviera, a un monasterio en el que no había vivido nadie desde hacía unos años y que estaba siendo reconvertido en una prisión para oficiales capturados durante la guerra. Por eso habían viajado tan cómodamente, durmiendo toda la noche en tres ocasiones en hoteles bien vigilados: su prisión aún no estaba lista.

En Ruán, el coronel Toller había entregado a Barney a las autoridades alemanas. Barney se había encontrado con un regimiento escocés, los Highland Rangers, que habían sido apresados en Saint-Valery-en-Caux. El grueso de los Lancashire Riffles, el regimiento de Barney, había conseguido escapar, aunque un puñado de hombres y tres oficiales habían sido capturados. Habían subido a los hombres a camiones y se los habían llevado, nadie sabía adónde, y los oficiales eran Barney, el capitán William King —un hombre alto de cara pálida con el pelo negro como ala de cuervo y cejas majestuosas que a Barney le recordaba a un villano de pantomima— y el teniente Edward Fairfax, al que Barney conocía de Oxford y con quien había vuelto a coincidir en el campamento de Surrey.

El «pobre Eddie», como lo llamaban sus compañeros en Oxford, era un año mayor que Barney y un rango superior. Era bajo y relleno, con los ojos azul claro y calvicie incipiente. También era, como habría dicho Amy, «más barato que un arado». Era un misterio cómo había conseguido entrar en Oxford. Sólo podía deberse a la influencia de su distinguido padre. Mucha responsabilidad había caído sobre los rollizos hombros de Eddie Fairfax. Para mantener el honor de la familia Fairfax, era fundamental que él lo hiciera mejor, o al menos igual de bien, que su estimado padre. Por suerte para Eddie, tenía carácter de ganador y era sumamente popular. Su padre esperaba demasiado de él, de modo que los demás chicos lo ayudaban descaradamente a hacer trampas. Aun así, sólo consiguió un aprobado raspado.

Quizá como castigo por haber fallado a la familia, Eddie fue enviado de inmediato a Sandhurst para ser entrenado como oficial del Ejército. Cuando Barney y él se encontraron en el viaje hacia Baviera, Eddie se le pegó rápidamente. A Barney siempre le había caído bien, pero si había un miembro de los Lancashire Riffles con el que hubiera preferido no estar cuando se convirtió en prisionero de guerra, ese era Eddie. Ya no era el individuo optimista que había conocido en Oxford, sino alguien medroso, casi penoso a veces. Se quejaba de que sus hombres no lo respetaban y lo consideraban alguien patético, y los oficiales tenían más o menos la misma opinión.

Eddie se pegó a su antiguo compañero de universidad y se sentó junto a él en todos los trenes. A Barney le hubiera gustado decirle que se fuera al infierno, pero su inherente bondad se lo impedía. El tipo le daba pena y tenía sensibilidad suficiente para imaginar cómo debía sentirse Eddie Fairfax.

Cruzaron la frontera de Alemania unos diez días después del encuentro de Barney con el coronel Toller en el bar.

Alguien dijo que estaban en Baviera. Eran cincuenta oficiales en total. Un general había sido hecho prisionero, pero su paradero era desconocido. Los oficiales se habían organizado y el de mayor rango, el coronel Campbell, había asumido el mando.

A Barney aquello le molestaba. No entendía por qué alguien tenía que asumir el mando si eran prisioneros. Cuando se detuvieron a pasar la noche en Reims, el coronel Campbell decidió hacer una inspección.

—¿Dónde está su guerrera, Patterson? —preguntó después de que Barney recitara su nombre y su número.

—No la llevaba cuando fui capturado, señor.

—¿Y la gorra?

—Tampoco la llevaba, señor. —Tanto la gorra como la guerrera estaban en el camión aparcado detrás del bar.

—Bueno, tendremos que ocuparnos de encontrarle sustitutos.

—Gracias, señor. —Barney no se sentía nada agradecido. No estaba de buen humor, cosa rara en él. ¿Cuánto faltaría para que terminase esa maldita guerra? No sabría si podría soportar ser prisionero, aunque parecía imposible detener a Hitler, que ya había ocupado la mitad de Europa. En aquel preciso momento, la victoria de los Aliados parecía algo inalcanzable.

Llegaron a su prisión después de un largo recorrido en camiones por una carretera sin terminar, empinada, que atravesaba un bosque. Era obviamente un viejo castillo, con altísimos muros construidos con enormes bloques de piedra y puertas de madera maciza. En algún momento las troneras habían sido cubiertas con cristales. Casi todas las habitaciones eran pequeñas, apenas suficientes para albergar a dos hombres, y se enteraron de que hasta hacía poco había sido un monasterio. Acertadamente, la habitación de un monje se llamaba celda.

En la planta baja había una gran sala de techos altos. Sin duda se habían celebrado misas allí cuando el edificio era un monasterio, y banquetes durante su etapa como castillo. Ahora que era una prisión, la sala debía de usarse de nuevo para comer, pues había numerosas mesas de madera con bancos a los lados. Cuando llegaron, dos oficinistas con uniforme del Ejército alemán habían ocupado una de las mesas y estaban inscribiendo a los recién llegados y adjudicándoles un alojamiento.

Después de hacer cola durante casi media hora, le dieron a Barney un papel con los horarios de las comidas y otras informaciones. Descubrió que iba a dormir en la tercera planta, en la habitación número diez. A diferencia de los demás hombres, no llevaba nada consigo al subir los dos tramos de curvadas escaleras de piedra. Le sorprendió lo frío que estaba el edificio un día relativamente caluroso de junio, y no vio ningún aparato de calefacción. Pensó que si era así en verano, ¿cómo sería en invierno?

En la habitación número diez había una litera, una mesa, dos sillas rígidas y un armario. Un joven pelirrojo y pecoso estaba sentado en una de las sillas. Se puso de pie de un salto cuando entró Barney, y ambos se estrecharon la mano.

—Hola, ¿qué tal? Soy James Griffiths, segundo teniente, Highland Rangers. Todos me llaman Jay. He puesto mis cosas en la litera de abajo, pero dormiré en la de arriba si lo prefiere.

Para sorpresa de Barney, Jay tenía un fuerte acento de Lancashire, a pesar de su regimiento. Barney se presentó, le dijo que prefería la litera de arriba y describió cómo lo habían capturado y la razón por la que no tenía sus cosas.

—Qué mala suerte —se compadeció Jay cuando terminó de hablar. Echó un vistazo a la habitación de paredes desnudas y una única ventana estrecha—. Menudo agujero, ¿eh? Me pregunto cuánto tiempo estaremos aquí metidos.

—Mientras no sea para siempre... —dijo Barney. Los dos hombres se rieron.

—Al menos tenemos suerte de estar vivos —comentó Jay—. Perdí a mi primo en las últimas escaramuzas. Tenía la misma edad que yo.

—¡Dios mío!, lo siento. Yo me crucé con mi hermano de camino a Dunkerque. Espero con toda mi alma que llegara a casa a salvo.

—Yo también lo espero.

Barney se acercó a la ventana y miró afuera.

—¡Menuda vista! —exclamó. Se sentía como si estuviera encaramado en lo alto del mundo. El castillo se alzaba sobre una meseta que acababa a unos diez metros de la sólida muralla que rodeaba todo el edificio. Desde allí caía en picado sobre una amplia zona cubierta de abetos, un bosque tan tupido que de lejos parecía una mullida alfombra verde oscuro. Los árboles se extendían más allá de donde alcanzaba la vista. Él advirtió que la muralla tenía un añadido de alambre de espino hasta el que habían volado unos cuantos pájaros que no habían sido capaces de desenredarse.

Sus esqueletos colgaban del alambre como pequeños espantapájaros, con las plumas colgando.

—Me pregunto si habrá alguna posibilidad de escapar de aquí —le dijo a su compañero de cuarto.

—No se me ocurre cómo de momento. Aunque se pudiera escalar la muralla, uno podría perderse fácilmente en ese bosque.

Unos hombres paseaban por la meseta.

—¿Le apetece dar una vuelta? —preguntó Barney. No parecería tanto una cárcel estando fuera.

—No le digo que no. Me vendrá bien un poco de aire fresco.

Los jóvenes bajaron por las sinuosas escaleras y salieron al aire libre, que exhalaba un delicioso aroma a fresco. James dijo que olía a pino. Le contó a Barney que se había alistado en un regimiento escocés para complacer a su madre, que era escocesa.

Cuanto más hablaban, más descubrían lo mucho que tenían en común. Jay era licenciado en Entomología.

—Es el estudio de los insectos —explicó al ver que Barney ponía cara de asombro. Ambos preferían el fútbol al rugby, llevaban casados poco más de un año, tenían aversión a las tormentas y no podían soportar las verduras verdes de ninguna clase.

—Sobre todo el repollo —recalcó Barney.

Jay hizo como que vomitaba.

—No me sorprendería que nos dieran mucho repollo en este lugar. ¿Qué es el
sauerkraut
al fin y al cabo?

—No sé, pero suena horrible y definitivamente repolludo.

Llegaron hasta un pequeño grupo de hombres que estaban sentados en un banco de piedra jugando a las cartas, y observaron durante un rato. Por lo visto, la prisión ya había recibido un mote: la Colmena. Barney pensó que no le importaría estar en la Colmena si no era por mucho tiempo. Se sintió enormemente aliviado porque al parecer se había deshecho de Eddie Fairfax y lo había sustituido por Jay Griffiths, que le gustaba de verdad. Algún otro pobre se vería obligado a compartir la habitación —la celda— con Eddie.

Pronto sería la hora de la cena.

—¿Nos lavamos? —preguntó Jay, y volvieron adentro—. ¿O se obvian esas delicadezas cuando eres prisionero de guerra?

Barney arqueó una ceja.

—¿Nos ponemos chaquetas de vestir?

—Espero que la doncella haya pulido bien la plata.

—Si hay algo que no soporto es la plata mal pulida.

Echaron una carrera escaleras arriba —empataron— y entraron en su celda. El capitán King estaba frente a la ventana mirando hacia el bosque. Se volvió cuando los dos hombres entraron.

—Ah, Patterson —dijo jovialmente—. Me temo que tenemos un problema entre manos que sólo usted puede resolver.

Barney tuvo una premonición de cuál podía ser el problema y sintió que se le encogía el estómago.

—Es ese canijo idiota, Fairfax —continuó el capitán—. Al parecer no puede compartir habitación con nadie más que con usted. Casi le da un ataque abajo; montó una buena escena cuando descubrió que tenía que compartir cuarto con un extraño. En mi humilde opinión, lo que ese tipo necesita es un psiquiatra. O eso, o una buena patada en el trasero. Normalmente le ordenaría que se callase y siguiera adelante —está en el Ejército, no en una escuela de señoritas—, pero estas no son circunstancias normales, ¿verdad? Lo mandaré arriba, ¿de acuerdo? Griffiths puede bajar a la habitación catorce en el piso de abajo.

—¿Tengo elección, señor?

—Bueno, no, Patterson, no la tiene. Se lo estoy pidiendo amablemente en lugar de darle una orden, pero la respuesta debe ser afirmativa.

—En ese caso, señor, mándelo para arriba —dijo Barney desganado.

—Su entusiasmo dice mucho en su favor, Patterson. —El capitán se marchó con una sonrisa.

—Mierda —masculló Barney.

—Es una pena. —Jay empezó a recoger sus cosas—. ¿Quién es ese tal Fairfax, por cierto?

—Fuimos juntos a Oxford. No debería haberse incorporado nunca al Ejército. —Barney frunció el ceño y asestó una patada al armario—. Lo malo es que no puedes evitar que te dé pena.

—Bueno, como dice mi madre, «tendrás tu recompensa en el cielo». —Apretó el hombro de Barney—. Habría sido agradable estar juntos —rio—. Si me fuera a la habitación catorce y montara una escena peor que la de Fairfax, ¿cree que me mandarían otra vez aquí?

—Lo dudo. —Le estrechó la mano—. Adiós, Jay.

—Adiós, Barney.

No es Fairfax quien necesita un psiquiatra, soy yo, pensó Barney aquella noche mientras estaba tumbado boca abajo en la litera de arriba, escuchando la conversación no deseada de su amigo.

—¿Estás seguro de que te encuentras bien, Barney? —preguntó Eddie solícito desde abajo—. Has estado muy callado toda la noche.

—Estoy cansado. Si quieres hablar con alguien, vete abajo. —El comedor hacía también de sala de oficiales—. Habrá un montón de gente allí.

—No se me ocurriría dejarte solo, viejo amigo, si te sientes un poco melancólico.

—No me siento en absoluto melancólico, Fairfax. Me siento cansado. Cansadísimo, por si lo quieres saber.

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