Un talibán en La Jaralera (13 page)

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Authors: Alfonso Ussía

Tags: #Humor

Alcoceba se presentó al instante con una gran cartera repleta de papeles. No puede vivir sin ella. Para impedir una larga estancia del administrador en mi despacho, con la consiguiente secuela del tufo que dejan sus sobaquillos, le transmití mis órdenes con la síntesis y eficacia que lo hacen los generales en el frente de batalla a los oficiales subordinados.

—Alcoceba. Dése una vuelta por la zona costera cercana al Estrecho, y adquiera una patera en buen estado, o un bote, o un chinchorro, como se dice en San Sebastián. Borre el nombre de la embarcación, si es que lo tiene, y compre un motor que no sea demasiado caro. Cuando obren en su poder ambos elementos, cúbralos con una lona en la esquina de la playa que usted considere menos vigilada. Llévese dinero y no me meta un pufo como el de los cinco mil euros de más por el alquiler de los tractores. Que uno parece tonto, pero la vida le ha espabilado. Rápido, Alcoceba. Y una vez más, le ruego que haga uso de los desodorantes. Así que ya sabe. Compre una patera, un motor, una lona y un desodorante. Cuando lo tenga todo, me informa.

Alcoceba es persona inteligente, y cuando es sorprendido, jamás reacciona con excusas y justificaciones. Pero su competencia es grande y es preferible tener un modesto administrador que roba lo justo que un genio de las finanzas que se lo lleva todo.

Tomás ha llegado y mi despacho ha vuelto a recordarme al Roxy A.

—Señor marqués, don Ignacio desea tener una charlita con usted.

—Dile que estoy a su disposición. Pero antes, Tomás, prepárame una ginebrita, que la mañana ha sido de órdago.

—Una mañana muy poco habitual, señor. -Menos mal que mi madre no se ha enterado de

que el piloto del chisme era Mustafá. -Afortunadamente para Mustafá.

—Y para mí, Tomás, que algo cómplice he sido. -Más que cómplice, parricida fracasado, señor marqués.

—¡Chitón, Tomás! Ponme la ginebrita y que venga don Ignacio.

La soledad me derrumba. Pienso en Marisol, en el futuro de mis hijos huérfanos, en lo que me viene encima, en lo que también me viene y todavía ignoro. He abierto, para distraerme, el álbum de sellos, pero los veo borrosos y con el color común de las lágrimas. No obstante, la aparición multicolor que ha surgido por la puerta de mi despacho me ha hecho reaccionar de tal manera, me ha sobresaltado hasta tal punto, que a un paso, a un celemín de impulso he estado de lanzarme al jardín atravesando el cristal de la ventana.

Espero que me comprendan. Lleva don Ignacio casi treinta años en casa. Con excepción del día, que por una cagalera producida por su gula, le sorprendí en pijama a toda carrera hacia el cuarto de baño, siempre lo he visto con sotana. Las de antes, más de género barato de entretiempo, y las actuales, de carísimas telas importadas de Italia y de Inglaterra. De ahí que el primer golpe de vista me haya dejado al borde del griterío. Bueno, no al borde. He procedido al griterío.

—¡Don Ignacio! ¿Qué hace usted así?

Ha ingresado don Ignacio en mi despacho trajeado de la siguiente guisa. Un polo de la marca Ralph Lauren de color amarillo pollo con un caballito y el jinete bordados en azul cobalto. Pantalones a cuadros verdes y carmesíes. Zapatos marrones, modelo mocasines italianos, con hebillas de plata en forma de herraduras. Para colmo, en la muñeca, un peluco Rolex de oro macizo. Y en el dedo anular de su mano izquierda, un anillo, también de oro, con pedrería preciosa en su zona superior.

—¡Don Ignacio! ¿Qué es esto?

—A partir de ahora, llámeme «Nacho».

—¿Cómo que le llame Nacho? Se ha vuelto usted

loco.

—Loco de amor, Cristián. Me secularizo, me licencio y me caso.

—Pero don Ignacio…

—Nacho, querrá decir.

—Pero, hombre, Nacho…

—Así me gusta. Es como me llama ella.

—Un momento, N… nacho. Sosiéguese. Siéntese. Voy a pedirle a Tomás otra copa. Esto es demasiado. ¿Qué dirá mi madre? Pero, hombre… qué locura. Hola Tomás. ¿Has visto lo que yo estoy viendo?

—Lo he visto hace media hora y todavía no me he repuesto, señor marqués.

—Claro, cómo te vas a reponer. Otra copa, Tomás. Y usted, don Ignacio…

—Nacho.

—¿Y usted, Nacho, quiere un bebercio? -Un martini seco, por favor, Tomás. -Lo que usted diga, padre. -Ex padre, Tomás. -¿Y cómo debo tratarle? -De Nacho y con tuteo. -La que vas a armar, macho. -Nacho, no macho. -La que vas a armar, Nacho, macho. -Gracias por la copa, Tomás.

Insólita escena. Tomás, de nuevo, ha sonreído. Permanece en el despacho con hábiles escarceos. No se quiere perder detalle del asunto. Ha cerrado mi álbum de sellos para colocarlo en su sitio. No me importa que Tomás esté presente. Necesito testigos.

—A ver, don Ignacio, perdón, Nacho, tranquilamente, de pe a pa, y sin olvidar detalle, cuénteme su evolución, el curso de los acontecimientos, la decisión adoptada y todas esas cosas. Beba, y si desea otro martini, aquí está Tomás. Pero empiece a hablar, que me muero de curiosidad.

Don Ignacio miró la hora, titubeó y volvió a consultar con el reloj para mostrármelo.

—Ya lo he visto. Un buen peluco, Nacho.

—El más caro de la marca. Oro y brillantes. Y no retrasa.

—Y también el anillo.

—De oro blanco y pedrería fina. Es mi anillo de compromiso.

—Despacio. Paso a paso. Cuénteme todo, don… Nacho.

El ajetreo de la mudanza había extenuado a la marquesa viuda. Ya con su cuarto dispuesto y la colección de solideos papales de nuevo en su sitio, renunció al comedor y le ordenó a María:

—Que no me moleste nadie. Voy a dormir un poco, María, que entre el susto del avión y la mudanza, no me quedan fuerzas ni para rezar por los damnificados de Haití.

—¿Ha sucedido algo en Haití, señora marquesa? -En Haití sucede algo todos los días, y siempre tengo a aquella buena gente presente en mis oraciones. -Es usted buenísima, señora marquesa.

—Menos mal que te has dado cuenta, María. Flora, mi ex doncella, y que tanto daño me ha hecho con sus calumnias, no me creía así.

—Descanse, señora. Si desea algo, me llama.

—Gracias, María. (Recogiéndose) Señor, si con tu Divina Misericordia ayudas a las familias pobres de Haití, yo, tu sierva y pariente lejana, la marquesa de Sotoancho, haría el sacrificio de…

No pudo especificar el sacrificio, porque un sueño profundo abrazó a su inconmensurable bondad.

—Un heroísmo, Nacho.

—Eso, un heroísmo. Más o menos aguanté hasta que, por la gracia de Dios, fui recordado en la herencia de nuestro santo difunto, don Juan José. En ese momento, si he de ser sincero, la vocación se hizo añicos. Y cuando me compré el Range Rover comprendí que lo material era, para mí, mucho más importante de lo que creía.

—No se acalore. Siga, siga.

—Me sentí traicionado por Nuestro Señor cuando me fue retirado el carné de conducir.

—Ahí, Nacho, con su permiso, Dios no ha tenido nada que ver. La culpa la tuvo usted, por darle al acelerador y creerse tío Alfonso Portago.

—Pero recé con intensa devoción para que me perdonaran la sanción, y no fui oído.

—Reconozca, Nacho, que con la cantidad de cosas que tiene Dios en sus manos, lo de su carné es fácilmente olvidable.

—Puede ser, pero el hecho es que me sentí desplazado y perseguido. Después de cuarenta años de sacerdocio, no está bien esa falta de interés por mis problemas. Desde ese momento, decidí colgar la sotana y escribí una carta al señor obispo rogándole la dispensa por crisis de fe.

—El trámite es largo.

—Pero la vida es corta. Por ello he decidido adelantarme a los trámites, y provocar con el escándalo, la urgencia en la tramitación. Ya sabe, Cristián, que la Igle sia no acepta muy bien el estar en boca de la gente.

—No sé, Nacho, me pierdo.

—Estoy enamorado, Cristián. Locamente, perdido, ensimismado y decidido a no gastar mi vida sin su compañía.

—¿Elena? ¿Flora? ¿Mi madre?

—De su madre jamás, como comprenderá. Pero caliente, caliente. Mi amor se llama Ramona, la cocinera.

—¿Ramona? Muy callado se lo tenía.

—Y se lo tiene, porque usted es el primero en saberlo. Pero es así. Y Ramona ha aceptado mi ofrecimiento.

—Y usted, a la chita callando, nos deja sin cocinera, con lo difícil que resulta hoy en día encontrar una buena cocinera. Lo suyo no tiene perdón, Nacho, y me temo que va a encontrar cierta predisposición en contra de mi parte.

Don Ignacio -siempre me referiré a él de esta guisa cuando ocupe mis pensamientos-, abrió su marsupia o mariconera -se me había olvidado apuntar el detalle-, y sacó un veguero Montecristo al que, sin solicitar permiso previo, convirtió en trepidante chimenea. Tomás, siempre presto al gorroneo, le afeó la conducta.

—A mí también me gustan los puros, Nacho.

—Pues te los compras, Tomás, que tú heredaste más que yo.

—Cerdo capitalista.

—Tacaño de tío…

Me impuse.

—En este despacho no se fuman puros, Nacho. Cigarrillos rubios, sí, pero habanos no. Después huele a plaza de toros o estadio del Sevilla.

Don Ignacio, azoradísimo, apagó el cigarro en un cenicero, y lo retornó al estuche de la marsupia no sin intentar una frase hiriente.

—Demasiado aroma a hombre.

Pero a mí no me afectan esas tonterías. A mí lo que me preocupaba en esos momentos, y mucho, era que don Ignacio resignaba para siempre sus obligaciones en la capellanía y que, además, se llevaba a Ramona, la cocinera, que domina mis gustos y preferencias, y hace una tortilla de patatas con un pelín -sólo un pelínde cebolla, que es parte del fundamento de mi vida.

—Entonces, Cristián…

Alcoceba contrató a diez gigantes para que le ayudaran. Había comprado todo, excepto el desodorante, que le daba timidez y agobio lo de entrar en una perfumería o una droguería para demandar tal producto. Sudaba de lo lindo. La patera no supuso gasto alguno, porque se hallaba abandonada en una pequeña playa inmediata a Punta Tarifa. Inspeccionó el fondo de la cochambrosa embarcación y dedujo que los había conocido más compactos, seguros y resistentes. Pero la imagen figurada de Mustafá naufragando en pleno Estrecho de Gibraltar le animó a no ser tan cuidadoso. Además, al afanarse gratuitamente la patera se podría meter unos miles de euros en el bolsillo sin ningún tipo de riesgo. El motor se hallaba en buen estado y en un alarde de previsora caridad añadió al paquete de compras un par de remos de segunda mano, por si el motor fallaba en la travesía. Y con la lona, que parecía un retal de la carpa del circo de Ángel Cristo, de lo agujereada y deteriorada que estaba -muy probablemente por las dentelladas de los leones-, cubrió la patera, no olvidando apuntar detalladamente su posición. Después de las compras, la propina a los forzudos y los gastos de desplazamiento, el total invertido sumaba la cifra de dos mil cuatrocientos euros. Dado que llevaba en el bolsillo siete mil, con un rápido cálculo supo que su patrimonio se había incrementado, instantáneamente, en cuatro mil euros, porque algo tenía que devolver para no encender la bombilla de la sospecha del marqués. Y más contento que un mochuelo en una noche sin luna, con el deber cumplido, inició su viaje de vuelta a La Jaralera para dar novedades. Cuando pensó lo muy canutas que las iba a pasar Mustafá durante la singladura, a punto estuvo de colisionar con un toro de Osborne ubicado muy cerca de la calzada. Pero nada sucedió y siguió camino.

Don Crispín buscaba afanosamente a don Ignacio para hacerle ver lo muy preocupado que se hallaba por el ambiente liberal y lujurioso de La Jaralera. Al no encontrarlo, decidió calmar su ansiedad con un paseo por los alrededores de la casa. Julio el Rastrojero, el más rojo de los empleados del marqués, no pudo reprimir su anticlericalismo al ver a don Crispín, y ni corto ni perezoso le gritó:

—¡Marica!

Don Crispín, asustadísimo, huyó del lugar mientras se planteaba, muy seriamente, si era beneficioso y conveniente permanecer en una casa tan rara.

Ramona Bizcarrondo cocinaba. Su pinche, Rosa, notó en su semblante una alegría especial y luminosa. Como buena vasca, Ramona escondía sus sentimientos, pero en aquella ocasión los sentimientos superaban la cautela de sus raíces.

—«Felishidad» grande tengo. Me siento como «neska» en Bermeo.

—¿Puedo saber la causa?

—Ya te diré, Rosa. De espaldas te vas a caer. De espaldas.

—¿No será…?

—Claro que es. Patatas más finas. Claro que es. Cebollita, poca. Ilusión tremenda. Así, bien cortadas esas patatitas. Buena pinche eres, pochola.

—… entonces Cristián, como le decía, lo tengo decidido. Entre La Jaralera, el Obispado y Roma, cumpliendo escrupulosamente los pasos, media una distancia infinita.

Puede tardar tres años el desarrollo del proceso. Por lo tanto, me he propuesto el escándalo. Y Ramona está de acuerdo. Se ha quedado sin familia, y la poca que aún conserva allá en Bermeo o Zumárraga, nada le llama a su corazón. Unos cuantos sobrinos y sobrinos nietos, que para colmo, son medio etarras. Hace unas noches, viendo las noticias en televisión, se llevó un soponcio de los gordos al ver el rostro de uno de sus sobrinos, detenido por quemar seis autobuses. No uno, ni dos, ni tres, sino seis autobuses, que ahora que no soy cura, Cristián, manda cojones.

—¿Y cómo se les ha ocurrido tal cosa?

—¿Lo de los autobuses?

—No, lo de ustedes. Todo tiene un principio, y no me los figuro a usted, un sacerdote, y a ella, una mujer católica de toda la vida, haciéndose carantoñas.

—La verdad, Cristián, es que yo amo a Ramona, en silencio y con pleno sentido de la castidad, desde hace mucho tiempo. ¿Se acuerda cuando quité los frenos de la silla de su madre y la empujé por las barrancas?

—Es decir, que al fin lo reconoce. Fue usted. Tomás tenía razón.

—Siempre se lo dije, señor marqués. Que era un criminal en potencia.

—Lo hice porque en aquella época su madre, Cristián, estaba aún más insoportable que ahora, si es que ello es posible. Pero bueno, a lo que íbamos, que revolver el estiércol no trae más que moscas. Ya en aquellos tiempos, yo amaba a Ramona, que me preparaba todas las noches los complementos alimenticios que me impedía ingerir su señora madre.

—De acuerdo, ¿y ella?

—Ella no se esperaba lo mío. Lo suyo era un amor platónico y desinteresado.

»Pero hace tres días, trasanteayer, mientras me tomaba una sopita de puerros, deliciosa por cierto, que me había preparado para sobrellevar el disgusto de la retirada de mi carné de conducir, no sé, Cristián, Cupido se introdujo de pronto en la cocina, me atravesó con su flecha, y sin mediar palabra, tomé a Ramona en mis brazos y la besé.

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