Un talibán en La Jaralera (4 page)

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Authors: Alfonso Ussía

Tags: #Humor

—El calor, señor marqués.

—Nada, nada, su ordinariez de nacimiento, Alcoceba, su condición humilde.

—Lo que usted diga, señor… -¡Vamos, hombre, dese prisa!

Tomás se está pasando. Sin él, mi soledad se hace infinita. Siempre que recibo a Alcoceba en el despacho, Tomás está -o estaba- pendiente de su salida, y cuando se va rocía la estancia con un ambientador que huele a cine de estreno de Madrid en los años sesenta. Cierro los ojos y me siento en el Roxi A con la musiquilla del No-Do paseando por mis orejas. Pero Tomás se ha marchado al Puerto de Santa María, no ha regresado y no encuentro el escondite del ambientador. Aire cargado, universo de efluvios. Arcaditas.

En el comedor, van por el segundo plato. Renuncio al condumio. Sólo el postre.

—¿No te apetece un poquito de carne, mi amor?

No, Marisol, reina mía. Me apetece la tuya, la de antes, la dura y fresca de tus buenos tiempos. Te veo ahí, tan marquesona, tan antigua, tan amiga de mi madre, tan fofa, tan entregada a tu pentamaternidad, que de verdad me siento solo, resignado a engañarte, inducido a encontrar, como Papá, otra yegua de saltos y galopes.

—No, Marisol, no me apetece nada.

La sobremesa, lánguida. Sólo don Ignacio parece animado. Mi madre ha aceptado a regañadientes la incorporación de don Crispín.

—De acuerdo, don Ignacio, pero ni uno más. Esto no es un seminario gratuito.

Sin probar el café, Marisol ha salido zumbando para ver a los niños. Más de veinte minutos sin ellos y experimenta un síndrome de abstinencia maternal que sólo desaparece con el reencuentro con los mocosos. Ha absorbido, además, a Flora, Elena y Fermina, que no se separan de ellos para nada. ¡Ah, Elena, la maravillosa Elena, jaca de tío Juan José, con su pelo rubio y sus gafas de estudiante de Álgebra, siempre con la bata limpia, la sonrisa puesta y el pecho altivo! Echa de menos los amores de mi nonagenario tío, tan macho y simpático, y tan rico, por otra parte. Dos noches atrás, en un momento de descanso, me contaba detalles de su relación, y se me abrían los ojos como huevos de avutarda. Resulta que tío Juan José, después de cada quiqui, se hacía con una copa de brandy, templaba su garganta
y
le cantaba a Elena seguidillas y soleares.

Tengo un sentir no sé dónde,

nacido de no sé qué,

y que se irá no sé cuándo

si me cura no sé quién.

Pero la que más gustaba a Elena, y que a mí me puso como una moto cuando me la recitó, es aquella de:

Tengo dos lunares,

tengo dos lunares,

el uno junto a la boca,

y el otro… donde tú sabes.

Otra que va a terminar marchándose. Ser millonaria y seguir sirviendo en una casa no encaja. Para mí, que el día que encuentre un hombre, levanta el vuelo. Y mucho lo lamentaría, porque siento por ella lo mismo que me dio Marisol cuando la conocí. Fuego, ardor, lava, hierro y huracán.

La nueva doncella de Mamá, Preciosa, ha aceptado que la llamemos María. Dice Mamá, y no sin acierto, que don Ignacio y yo no podemos pasarnos el día llamando «preciosa» a una mujer. Además es poquita cosa, nada deslumbrante. Pero mi madre se siente cómoda con ella, y todavía no le ha soltado ninguna impertinencia.

—María, acompáñeme a mi cuarto. Voy a echarme una siestecita.

—Con mucho gusto, señora marquesa viuda.

Ya se van. Mamá sigue pareciéndome un álamo. Renquea y mueve las piernas con algo de pereza, pero sabe sostenerse como las princesas centroeuropeas de los tiempos del emperador Francisco José. Un tibio hilillo de cariño ha vuelto a correr por mi cuerpo cuando la veo, aunque han sido tantas y tan graves las decepciones de los últimos años que el amor filial, como tal amor, en su dimensión justa y completa, es ya pretensión inalcanzable. Pero el día que tenga que cerrarle los ojos quiero sentirme tranquilo y de acuerdo con mi conciencia. Y ese día, afortunadamente, no puede estar demasiado lejos.

Hoy cumplen los niños ocho meses
y
medio
y hay
fiesta. En La Jaralera no se cumplen los años, sino las quincenas. Llevamos dieciséis celebraciones, y me parece absurdo, porque no se enteran. Marisol, Elena y Fermina soplan las velitas de una tarta que se comen ellas posteriormente, principalmente mi mujer, que así está. Cuando haya que celebrar un cumpleaños, no sé qué tendrán que apagar.

Don Ignacio interrumpe mis pensamientos.

—Cristián, me voy a darle al acelerador.

—Tenga cuidado, don Ignacio, que entre usted y Schumacher no hay nada en común.

—Ayer estuvo a punto de cazarme la Guardia Civil, pero me metí por el carril de la Dehesona y los despisté. Ya me estaban haciendo señas de detención.

—Conocen su coche.

—Pero no tienen pruebas. Puedo decir que se lo había prestado a usted.

—Sería una cabronada.

—Total. Pero sin pruebas, no hay sanción.

—¿Iba muy deprisa?

—A doscientos por hora. Una maravilla, Cristián. No me llevé a una cierva por delante porque Dios no quiso.

—Ese coche va a ser su perdición, don Ignacio.

—Probablemente, pero me lo paso como un enano.

Esta casa no tiene remedio. Lo de antes era malo, pero lo de ahora roza con la esquizofrenia colectiva. Y para colmo, el encontronazo de Mamá con Mustafá, que me tiene preocupado. Vamos a ver cómo lleva Alcoceba la negociación. Entretanto, y aprovechando mi soledad, una cabezadita, un descanso efímero, una vuelta por el mundo de los sueños y las esperanzas, un cerrar los ojos para sentirme desde la fantasía, libre y decidido, un…

Guadalmazán del Marqués se ubica a quince kilómetros de La Jaralera. En tiempos de Isabel II se llamó Guadalmazán de la Reina, con Alfonso XII, Guadalmazán del Rey, con Alfonso XIII y la Dictadura de Primo de Rivera, Guadalmazán de Don Miguel, en la República, Guadalmazán de Azaña, al principiar la Guerra Civil Guadalmazán de Stalin, al terminar, Guadalmazán del Caudillo, hasta que la Democracia reinada por Don Juan Carlos 1 posibilitó su nueva denominación, Guadalmazán del Marqués, en homenaje a su valedor y mecenas el conde de Medinajara, que no era marqués. Para evitar tanto lío, sus naturales, los guadalmazanos, lo llaman Guadalmazán a secas, y así no se equivocan. Es un pueblo blanco, encalado y centelleante de luz, con placita de toros, iglesia parroquial y oficina de Correos. Guadalmazán vivió siempre del algodón, pero en los últimos tiempos fue languideciendo
y, hoy
, apenas reúne a trescientos habitantes, de los cuales, más de la mitad, son inmigrantes.

Alcoceba, el administrador de los Sotoancho, aparcó su coche en la plazoleta de la iglesia, y a fuerza de preguntar y hacer gestos consiguió localizar la vivienda de Mustafá. Una pequeña casa al fondo de la calle principal, que se inauguró como Calle de los Naranjos, y ahora lleva el nombre de Avenida del Ché Guevara, aunque se llamó siempre Travesía del Cid Campeador. Un lío de pueblo, de calle, de avenida y de travesía. Sudando copiosamente, Alcoceba alcanzó la altura de la casa, y tras meditarlo con temor, procedió a golpear la puerta. Una voz, seca y cortante, respondió a la llamada.

—Alá sea loado.

—¿Se puede? -inquirió Alcoceba respetuosamente.

—Se puede si usted dice «Alá sea loado».

—Alá sea loado -proclamó Alcoceba.

—Entonces, pase.

El contraluz cegó a Alcoceba, que tardó unos segundos en recuperar la nitidez visual. Ya recuperada, distinguió al fondo de la estancia, humilde y reducida, la figura de Mustafá, que sentado en el suelo sobre una alfombra, bebía un brebaje que Alcoceba dedujo similar al té. Mustafá estaba sólo.

—Buenas tardes, Mustafá.

—Yo ya no Mustafá. Mustafá morir. Mustafá terminar en La Jaralera. Yo ahora llamar Osama.

—¿Osama? -preguntó Alcoceba, asustadísimo.

—Afirmativo. Yo Osama. Yo talibán. Yo vengar a Mustafá.

Alcoceba es hombre de palabra fácil y convincente, y a pesar del recelo, mantuvo el tipo. Incluso, se mostró campechano y a punto de hacerse el gracioso.

—Buen bromista está usted hecho, Mustafá.

—Yo no hacer bromas. Yo decir verdad. Usted no reírse, porque si reírse, usted muerto. Yo chacal del desierto, yo buitre de las dunas, yo araña que picar los cojones de los camellos.

—La ha tomado usted con esas arañas, Mustafá.

—Ser muy malas y peligrosas.

—Mustafá, el señor marqués me pide que perdone a su madre y vuelva a trabajar en La Jaralera.

—Nunca más en Jaralera.

—Está dispuesto a pagarle un buen dinero y a firmarle un contrato por el cual sus horas de oración serán sagradas.

—Yo nada contra marqués. Yo matar a madre vieja. Yo Osama.

—Déjese de vainas, Mustafá. Usted no puede exigir. Está en España ilegalmente.

—Osama a punto de arreglar papeles. Y no necesitar dinero del marqués. Yo vengar. Sólo lamentar muerte de inocentes.

—Mustafá, sea inteligente. No me salga por peteneras.

—Osama no peteneras. Yo anunciar que antes de llegar el tiempo donde hojas se caen de árboles y pollos de perdices hacerse adultos, yo vengar afrenta en nombre de Alá. Alá sea loado.

—Oiga, Mustafá…

—Repita, «Alá sea loado».

—Alá sea loado, Mustafá. Pero acepte la oferta, olvide la ofensa, perdone a la marquesa viuda y vuelva como si nada hubiera pasado.

—Ha pasado y Osama no perdona. Usted decir. Usted marcharse. Usted no volver a molestar. Muerte enemigos de Alá.

—La amenaza de muerte es un delito, Mustafá.

—Sus leyes pasarme yo por donde arañas picar camellos. Yo abandonar esta casa. Ustedes nunca encontrar Osama. Ir con Alá.

Pronunciada la frase, Mustafá dio la espalda a Alcoceba y no volvió a emitir sonido alguno, excepto un eructo escalofriante. Alcoceba, bañado en sudor, dudó, a punto estuvo de decir algo, renunció a ello, hizo un gesto de contrariedad bastante expresivo y abandonó el hogar de Mustafá con el fracaso instalado en su debilitado ánimo. Jamás, en toda su vida de bancario y administrador, se había topado con un individuo tan tozudo y rencoroso. Al salir de Guadalmazán del Marqués, tuvo la sensación de que algo muy grave iba a ocurrir. Más que una sensación, una sospecha, un vaticinio. Y aceleró para llegar pronto a La Jaralera. Atravesaba Alcoceba el umbral deLa Jaralera, cuando en la albariza de los juncos, sobre un médano blanco como la cal, una hembra de porrón moñudo iniciaba la puesta. El viento tocaba música entre las junqueras y el cielo se nubló de corintos y malvarrosas de flamencos. Ya en el atardecielo, los patos colorados incordiaban al calamón solitario, y en una esquina del agua, sin saber que lo hacían, dos machos mandarines se disponían a ahuyentar la intranquilidad del sexo. Pero las hembras no aparecían por ninguna parte, como suele ocurrir con las hembras cuando se necesitan.

Atravesaba Alcoceba el umbral de la casa, cuando Mustafá aparcaba su simulacro de coche en la sevillana avenida de Kansas City. No tardó en encontrar el número del portal que buscaba. Pulsó el timbre y la puerta hizo como que se abría sóla. Quince minutos después abandonaba el lugar con una bolsa de deportes. De nuevo en el sucedáneo de coche, tomó la dirección sur de la S-30 y puso rumbo a Cádiz. Tomó el desvío hacia Utrera y después de entrar y salir de caminos y carriles guardados por chumberas invencibles, se topó con un sendero escoltado por palmeras. Al fondo, una señal indicaba el destino: «Pista de Ultraligeros. Academia de vuelo.» Mustafá se sintió más Osama que nunca.

Atravesaba Alcoceba el umbral del despacho del marqués de Sotoancho, cuando éste, aburrido y nervioso por tanta espera, se escanciaba un whisky de consuelo. Que hay momentos en los que la bebida no cumple su principal cometido, que es el de ayudar al placer. Hay momentos de bebida triste, de bebida expectante y hasta de bebida consoladora. Así estaba Sotoancho cuando Alcoceba, con el sudor descontrolado por su cuerpo, solicitó la venia de ingreso.

—Malas noticias, señor marqués.

—Las leo en su expresión, Alcoceba.

—Quiere matar a su madre. Creo que tenemos que denunciarlo a la Guardia Civil.

—Quieto, Alcoceba. Déjemelo a mí. Mañana, a primera hora me lleva a su casa. Entretanto, sosiego y silencio. Ni una palabra, ni una indiscreción. ¿Estaba furioso?

—Mirada de odio, señor marqués. Abd-el-Krim, a su lado, una inocente gacela del desierto.

—No se hable más, Alcoceba. Gracias por el mal trago que ha pasado. A las nueve en punto aquí. Iremos en su coche, para no despertar sospechas ni inquietudes. Y descanse.

—A las nueve en punto, señor marqués. Odio en la mirada, serenidad de asesino. Jamás vi unos ojos tan penetrantes. Buenas tardes, señor.

Las nueve de la noche y Tomás sin aparecer. Con anterioridad a su herencia, solía chantajearlo con aumentos de sueldo y gavelas discrecionales, pero ahora, con el dineral que tiene, se ríe de esas cosas. De un tiempo a acá, sólo piensa en su casa del Puerto de Santa María, que según me ha dicho, domina un rincón de la playa de Fuentebravía, la del «Buzo».

Ruidos amigos se oyen, pasos que añoro se acercan, la puerta que se abre. Tomás.

—¿Qué horitas son éstas, Tomás?

—Son las horitas que me salen del níspero, señor marqués.

—De acuerdo, hombre, que saltas a la primera.

—Como siga tan tiquismiquis con mis desplazamientos al Puerto, carretera y manta.

—Tomás, entiende mi situación. En tu ausencia ha pasado de todo. ¿Qué tal la casita?

—Casi a punto, señor.

—¿Para habitarla?

—Faltan los últimos toques y retoques.

—Si te lo pidiera y se diera el caso, ¿aceptarías que mi madre se escondiera allí?

—No, señor. Su madre es como una infección. Su madre no pisará jamás mi casa, tan blanca, tan limpia, y como dice la copla de don Rafael de León, tan «honrá».

—Más que «honrá», «heredá» de mi tío.

—Para usted, las puertas siempre abiertas. Para la marquesa viuda, cerradas y con dos mastines sueltos por el jardín.

—Es que han surgido problemas. Alcoceba ha visitado a Mustafá, que salió de casa a bastonazos de Mamá, y las noticias son escalofriantes. Ha prometido, en nombre de Alá, asesinar a mi madre.

—No me parece mala idea, señor marqués. Lo que usted no se atreve a llevar a cabo se lo hace un morito, y, además, gratis.

—¡Tomás, que es mi madre!

—Señor, actúe con frialdad. Su madre tiene noventa y pico -un pico bastante largo- de años. Está aquí de propina. Le ha hecho la vida imposible. Y ahora, que le toca la lotería con un musulmán vengativo, se pone en plan de amante hijo. No sea cínico, señor, y deje que el destino se cumpla.

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