Un talibán en La Jaralera (5 page)

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Authors: Alfonso Ussía

Tags: #Humor

—No te falta razón, Tomás, pero la sangre duele.

—Ta, ta, ta, ta. Tonterías. Usted no mueva ni un músculo, y lo que tenga que suceder, que suceda. A propósito de sucedidos, señor. Agárrese bien los muslos. Puedo haberme confundido, que a mí las apariciones se me dan muy mal. Pero en la calle Larga del Puerto, entrando en el Hotel Monasterio, me ha parecido ver a la señorita Marsa Olivares, su fallida novia colombiana.

—¿Marsa aquí? Imposible. Me habría enterado. -Pues su hermana gemela. Como dos gotas de agua.

—No tiene hermana gemela. -Ella era.

—¿Y estaba sola?

—Como la una.

—¿Me lo juras, Tomás?

—Se lo juro por mi casa del Puerto que no va a pisar nunca su señora madre.

¡Marsa, Marsa! Por más que lo he intentado, no he podido deshacerme de su recuerdo. Mi colombiana con empaque de reina me hizo hombre en los días más revueltos y confusos de mi vida. A un segundo estuve de casarme con ella en el Consulado de España en Lisboa, pero Mamá, como siempre, deshizo la boda con un repugnante truco. Fingió su muerte, a pachas con don Ignacio, que en aquellos tiempos era un sinvergüenza de cura. De no ser por mi madre y su falso óbito, yo sería otro hombre, y no tendría cinco hijos, y bueno… no me gusta mezclar sentimientos, pero a ella, a Marsa, le debo la recuperación de mi confianza y mis días más felices. Tengo que llamarla, quiero llamarla, me muero por llamarla.

—Tomás, ¿la llamamos?

—Conmigo no cuente. Sería como traicionar a Marisol.

—Tomás, sé lo que quieres a mi mujer, pero esto no tiene nada que ver. Una vieja amiga, un recuerdo tibio y dulce, un…

—Un aluvión de polvos en Portugal que no se los salta un galgo. Que yo estaba allí, señor marqués. Y no tengo nada contra ella, que me pareció una mujer estupenda. Pero yo no colaboro con un engaño a mi niña.

Muy desagradable. Me indigna que Tomás me dé lecciones de comportamiento, moral y ética. Marisol es mi mujer, y la quiero
y
respeto,
y
se ha convertido en una foca de Bariloche, pero Marsa es la ilusión, la maravilla perdida.

—¿Me consigues, al menos, la Guía Telefónica de Cádiz?

«¡Marsa, Marsa!»

—Llame a Información.

Una roca. Pero hay que blindar el secreto.

—Espero, Tomás, que no serás tan canalla de chivarte a Marisol.

—No voy a decir nada a nadie. Allá usted con su conciencia. Ya no es aquel soltero atontado y pichafloja del pasado, sino un padre de familia con cinco hijos en el mundo, uno de los cuales, casualmente, es ahijado mío.

—En mala hora te hice padrino de uno de mis tontitos.

¡Desgraciado de Tomás! Ahora me viene con ésas. Ayer no salía del puticlú del pueblo y hoy alza la espada resplandeciente de la virtud. Y ¿cómo se portó con Flora? No paró hasta llevársela al huerto, para dejarla después tirada como una colilla. Si no es por Pepillo, que lo perdona todo, Flora sería una desgraciada. Y a Carmelilla la huérfana, ¿qué? A Carmelilla la huérfana le hizo un siete, y el día que se presentaron sus tíos y sus primos para rajarlo de arriba abajo, yo di la cara por él, y para compensar el desaguisado les regalé dos camionetas DKW y cuatro mulos, y se fueron tan felices, con las facas plegadas y la sonrisa puesta, mientras Tomás permanecía escondido en el guardarnés. Menos mal, que pocos meses después, Carmelilla se topó con Sebastián el Birojo, y se largó con él a las Américas, que ya son ganas de ir a contracorriente, porque ahora son las Américas las que se vienen aquí a buscar el futuro. Pero bueno, mejor así.

Mañana, después de hablar con Mustafá, me
voy a
dar una vueltecita por el Puerto, que me gusta mucho respirar su aire de sal y de pinares, no por otra razón. Y quizá, que todo se deberá a la casualidad, me tome un cafelito o una copa en el bar del Monasterio, que no es por nada, está de camino y no me extrañaría que terminara parando allí.

Impresentable Tomás. Tengo que avisar a Alcoceba. Él irá en su coche y yo en el mío. No quiero testigos.

La cena, aburridísima. Tomás, con malas miradas, y Mamá y Marisol hablando de bobadas. Que si un niño ha tosido un poco, que si otro gasta el doble de pañales que los demás, que si el Secreto de Fátima ha supuesto una decepción, que si patatín, que si patatán. Don Ignacio, callado como un muerto. Sus oraciones al bendecir la mesa han sido lo más parecido al susurro de un agonizante. Apenas ha probado bocado y al despedirse he confirmado su estado de ansiedad.

—¿Le ha ocurrido algo malo, don Ignacio?

—Nada, Cristián. Buenas noches.

—Usted no está bien.

—Estoy fatal. Pero no se lo diga a nadie. Me ha cazado la Guardia Civil a doscientos veinte por hora en la autovía de Córdoba. Mil quinientos euros de multa y retirada del carné. No sé qué voy a hacer sin poder conducir mi coche.

—Ofrezca sus sufrimientos a Dios. Él le ayudará.

—A mí sólo me puede ayudar la Guardia Civil, y no quiere.

—Se lo advertí, don Ignacio.

—Lo recuerdo. Pero sin coche, prefiero morirme. Ya no me ilusiona ni el Cielo. Buenas noches, Cristián.

BLANCO DE SÁBANAS

Desde que me casé con Marisol, lo primero que hago en el despertar de cada día es buscarla para darle un beso. Últimamente renuncio al esfuerzo, porque mi mujer se levanta con el canto del gallo y desaparece camino del pabellón pediátrico. Así que, una vez más, esta mañana he tomado mi café camero en la más absoluta soledad. Y escribo soledad porque Tomás se ha limitado a servírmelo y sin decir palabra ha desaparecido. Y estoy tenso, nervioso y poco seguro de mí mismo. A las nueve salgo para Guadalmazán y después, Dios dirá lo que me indica el destino.

Limpio, reluciente y perfumado como un nenúfar en la amanecida, he abandonado la casa para encontrarme con el cutre de Alcoceba. En solemne caravana de dos coches hemos llegado hasta el hogar de Mustafá, en Guadalmazán. Con toda sinceridad, una porquería de casa.

Alcoceba, que para eso cobra, se ha adelantado con el fin de no exponerme a peligro alguno. Al cabo de cinco minutos ha aparecido para darme novedades.

—Está preparando la mudanza, pero me dice que puede usted pasar.

—Gracias, Alcoceba. Déjeme a solas con él. Usted vigile y quédese al cuidado del parque móvil. Si me oye gritar, acuda sin prudencia alguna.

Dicho esto me he apresurado a ingresar en la casa de Mustafá. Bártulos, paquetes y una maleta en la puerta. En su diminuto interior, el susodicho sentado en el suelo.

—Usted pasar. Alá sea loado.

—Déjese de leches, Mustafá.

—Usted abusar de mi hospitalidad.

—Mustafá, vamos al grano.

—Yo no Mustafá. Yo Osama.

—Como usted quiera. Pero no me haga perder el tiempo. Mi madre solicita su perdón.

—Mentira como un lago en el desierto. Su madre mala. Usted no tan malo, pero falso.

—En casa siempre tendrá trabajo.

—Yo nunca volver Jaralera. Sólo volver para matar a su puta madre.

—¡Mustafá!

—Yo Osama.

—¡Osama!

—No rectifico. Un buen talibán no rectifica.

—Pues nada, hombre, no rectifique. Pero vuelva a casa.

—No, señor el marqués. Suerte echada. Madre suya morirá pronto. Sólo sentir por inevitable fallecimiento de inocentes, entre otros usted, señor el marqués.

—No entiendo.

—En ataque no hay buenos y malos. Todos morir.

—Mustafá…

—Osama.

—Osama, usted no pensará…

—Si por vengar agravio a talibán debo matar a todos, yo matar y quedarme tan panchamente.

—Es su última palabra?

—Última.

Don Ignacio, apesadumbradísimo, desayunaba con la marquesa viuda. María, la ex Preciosa, no perdía detalle.

—A ustedes, los curas de ahora, no hay quién los entienda.

—Señora marquesa, no me venga con tostones. -Como si le hubiera pasado algo grave. Espero que su ayudante tenga mejor humor.

—Don Crispín es un hombre que rezuma santidad.

—¿Cuándo se incorpora? -Mañana.

—¿Irá a buscarlo usted en su coche?

La marquesa viuda, y María la doncella, no dieron crédito a lo que sus ojos vieron. Especialmente la marquesa viuda, que no pudo reaccionar. Don Ignacio, el fiel y buen sacerdote, el capellán de toda la vida, el confesor de sus pecados, el acompañante en sus rezos, el cómplice en su pasado, al oír la inocente pregunta de la nonagenaria, se incorporó del sillón, y sin palabra que mediara, propinó un guantazo a la marquesa viuda en los pellejos de los papos de órdago y muy señor mío. Cuando la marquesa, asustada y sorprendida, se creyó con la suficiente autoridad y fuerza moral para demostrar su dolor y gritar, don Ignacio, plantado ante ella como un roble de Guernica, le hizo ver con una señal que era preferible el silencio. En concreto, y que nadie se escandalice, le dijo después de separar el dedo índice de la mano derecha de sus labios:

—Si vuelve a gritar, la fostio hasta que se quede pajarita.

Y la marquesa viuda, que de tonta no tiene un pelo, se palpó los papos con resignación y rabia contenida y procedió a tragarse el batracio. Cuando pudo darse cuenta, don Ignacio había abandonado el salón, no sin antes derribar una mesa de una patada.

Se mascaba el aire en el pigmeo cuchitril de Mustafá. Pero Sotoancho, tan suyo y desconcertante, no daba la negociación por perdida.

—Mustafá, Mohamed, Osama, o como quiera usted llamarse. Es mi deber recordarle que un asesino bien educado jamás pone en peligro a víctimas inocentes. Deploro su pretensión de matar a mi madre, pero no le consiento que amenace a personas que nada han tenido que ver en el contencioso histórico que usted planea zanjar de forma tan poco diplomática.

—Yo sentir. Si es necesario que todos morir para acabar con vieja esa, todos morir.

—No estoy de acuerdo con sus planteamientos. Un criminal con categoría, no puede actuar al tuntún. Prepara la acción, elige el escenario, calcula el momento y fríamente, sin dejarse llevar por los odios o las chapuzas, perpetra el sangriento delito.

—Su madre, cuando pega bastonazos a Osama en el culo, no dañar sólo a Osama. Herir a todos los musulmanes.

—No digas sandeces, hombre de Dios, perdón, hombre de Alá. Mi madre, que reconozco ha obrado con toda la descortesía posible en una persona ya de por sí descortés, no ha pensado ni en los musulmanes, ni en su dios, ni en nada al arrearle los bastonazos. Para mi madre lo más importante son las flores, y usted, Mustafá, reconózcalo, las tenía un pelín abandonadas.

—Yo no ser la primavera.

—No, pero sí el jardinero que dispone de todo para que la primavera no encuentre obstáculos en su milagro.

—Señor el marqués. Yo de acuerdo en que es pena matar inocentes. En diez días, yo avisar a usted. Pero si en diez días su mala madre seguir viviendo en la casa de todos, yo no responsable de lo que ocurra.

—Hagamos un pacto de caballeros, Mustafá.

—Osama.

—Un pacto de caballeros, Osama. En diez días nos volvemos a encontrar y vemos cómo está la situación.

—Yo avisar sitio y hora.

—De acuerdo. Y a ver si mejoramos ese carácter, que es usted de lo que no hay.

—Que Alá le acompañe, señor el marqués. -Y a ti que te calme, que estás de los nervios.

Alcoceba en la puerta, sudando más de lo habitual.

—Alcoceba, vuelva a La Jaralera. Yo tengo que arreglar un asuntillo en el Puerto. Que no me esperen a comer. Todo ha ido bien, Alcoceba. Semblante risueño y mano dura.

—Me alegro mucho, señor marqués. Pero no se fíe del moro.

Me encanta llegar al Puerto de Santa María en primavera. La luz de la bahía de Cádiz no se parece a ninguna otra en el mundo, y en el Puerto brilla aún más, si es que ello resulta posible. Baja lentorro el Guadalete, que han sido escasas las lluvias este invierno. Me he dejado llevar por el coche y superada la plaza de Isaac Peral, con los jardines presididos por la estatua de don Pedro MuñozSeca, me he topado con el Hotel Monasterio. Qué casualidad. Un minuto después me hallo ante el recepcionista.

—Quisiera comunicarme con la señorita Restrepo Olivares, que está hospedada aquí.

Después de mirar y remirar la pantalla del ordenador, el recepcionista alegra mis entretelas. Me tiemblan las corvas.

—Habitación 101. ¿Le pongo con ella?

—Sí, por favor.

A los pocos segundos, el teléfono en mis manos.

—¿Bueno… quién es?

—Soy yo, Marsa, Cristián.

—¡Mi yacaré!

—Sí, Marsita, tu yacaré.

—¿Cómo supiste que andaba por acá?

—Me lo sopló el Lobo Feroz. ¿Bajas y desayunamos?

—Mejor, sube y desayunamos. Estoy deseando abrazarte, caimán.

Qué nervios. El ascensor en el tercero. Una planta me la subo en dos zancadas. La precipitación retarda el encuentro con el destino. Me voy a explicar. No sé si a ustedes les sucede lo que a mí en los hoteles, que no doy nunca a la primera con la habitación que busco. Una flecha indica que a la izquierda se encuentran las habitaciones numeradas de la 105 a la 123. Otra flecha anuncia un lote diferente. De la 104 a la 136. Frente a mí, un enorme ventanal. De la 101 ni noticia. Tomo el pasillo de la derecha y paso por todos los cuartos. Me cruzo con señoras de la limpieza que me saludan muy amablemente, cortesías a las que respondo con un jocoso «buenos días». He recorrido todo el pasillo y me encuentro en el mismo lugar que antes. En vista de ello, me dirijo a la izquierda. No está la 101. Un botones me salva de la angustia, y me acompaña hasta la puerta tras la que me espera el ser más amado de mi existencia. Le endilgo veinte euros y se queda encantado. He golpeado la dura y pesada puerta de madera antigua, de celda de monja orante. Y ahí está ella, con una bata blanca hasta los tobillos, la sonrisa en su cara, la belleza en cada uno de sus movimientos.

—¡María!

—¡Cristián!

No sé, ni me importa, el tiempo que hemos estado abrazados, ni recuerdo lo que nos hemos dicho. Lo único que he visto con claridad es la desnudez de Marsa bajo la bata, la suave caída de ésta sobre el suelo, lo difícil que resulta quitarse los calcetines sin perder la compostura, y que mi amor y yo, en apenas un minuto, seguíamos abrazados, fuertemente unidos, besándonos alocadamente y haciendo de su cama un océano de olas de hilo.

Ajenas a lo que ocurría en el Puerto de Santa María, Marisol, Flora y Fermina habían dado por concluida la primera tarea de cada día. Bañar a los niños. Elena preparaba los biberones y el departamento de Pediatría de La Jaralera estaba en pleno apogeo. Menos Ildefonso, el mayor, el más fuerte, moreno y andaluz de los cinco, y que tendrá que esperar a la muerte de su padre para ser marqués, los otros cuatro, Francisco, Juan, Ricardo y Tomás, rubios y mamones, ya tenían transmitidos sus títulos nobiliarios. Los cinco, minuto antes o minuto después, decidieron manchar de nuevo los pañales. Y ahí se afanaban Marisol, Flora, Fermina y Elena en quitarles las caquitas y limpiar los culetes al marqués de la Dehesa, al conde de Buganda de don Fadrique, al conde de Valmedrano y al marqués de Tubilla del Agua. Ninguna de las mujeres era consciente de la importancia histórica de sus quehaceres. Por primera vez en la Historia de España, un futuro marqués, dos marqueses y dos condes ofrecían sus manchados culitos en pompa simultáneamente para que fueran gratificados por el jabón. Lástima de historiador ausente, de cronista perdido. Y lo malo es que ese momento histórico no producía asombro ni emoción en sus cuidadoras.

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