Un talibán en La Jaralera (8 page)

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Authors: Alfonso Ussía

Tags: #Humor

—Me parecen muy duras y humillantes.

—Cristo lo dijo: «Sólo el que se humilla mantiene limpia el alma.»

—Cristo no dijo eso, señora marquesa.

—En esta casa, lo que dijo Cristo lo decido yo. Y si no lo cree, que le informe don Ignacio.

—En efecto, Crispín. En esta casa Nuestro Señor dijo cosas muy raras y no hay vuelta de hoja. En cierta ocasión, que me hallaba jugando al fútbol con los hijos de los guardas, Jesucristo, por boca de la señora mar quesa dijo «desconfiad de mis ministros que juegan al balón», y no tuve más remedio que aceptarlo.

—Como estoy a prueba, señora, yo también voy a probarles a ustedes. De acuerdo, acepto las condiciones. Me gustaría conocer a la señora marquesa joven y al señor marqués.

—A la señora marquesa joven la tiene usted a su disposición casi las veinticuatro horas del día en el cuarto de los niños, y a mi hijo, el señor marqués, ya lo conocerá. Se ha ido a Sevilla, y mucho me temo, que de picos pardos.

—Pues nada, señora. Gracias por su hospitalidad.

—De nada, don Crispín. Y ya lo sabe. Está a prueba.

Vibró el móvil del marqués de Sotoancho sobre la mesilla de noche. No reconoció el número que aparecía en la pequeña pantalla luminosa. Con recelo, pulsó el botón, mientras le hacía a Marsa una seña de silencio.

—¿Quién es?

—Osama, señor el marqués.

—¿Cómo has averiguado mi número de teléfono?

—Fácil. Usted me lo dio.

—Es verdad. ¿Qué tal va ese carácter, Mustafá?

—Odio infinito. Yo advertir, señor el marqués. Venganza preparada.

—Usted no hace nada hasta que nos veamos. Me lo ha prometido.

—Por eso yo llamar.

—Dígame sitio y hora.

—Mañana a las diez en estación de AVE de Santa Justa, bajo panel grande de «Llegadas». Usted ir solo. Buenas tardes. Alá sea loado.

—Que lo sea, que lo sea. Buenas tardes, Mustafá.

Marsa, intrigada por la conversación.

—¿Quién era, mi amor?

A medida que le iba contando a Marsa los pormenores del caso, sus ojos se abrieron hasta alcanzar el tamaño medio de dos huevos fritos. Se acomodó el cuadrante en la espalda y no pudo articular palabra hasta que terminé mi relato. Su cuerpo, moreno y desnudo, reclamó mi interés, pero ella no estaba para lujurias. -Estás en peligro, mi amor. Y tu mujer, y tus hijos.

—No te preocupes. Ese problema lo arreglo mañana.

—¿Qué vas a hacer con tu madre?

—Sé lo que voy a hacer. Lo que no sé es cómo hacerlo. Cuantos menos lo sepan, mejor.

—Quiero ir contigo a ver a ese canalla.

—No, Marsa. Debo ir sólo. Cuando termine, vengo aquí y te lo cuento todo.

—Márchate a casa. Van a sospechar. Es tarde.

—Mañana, mi amor. De la estación a tus brazos.

—Cuídate mucho, yaguareté.

—Lo haré por ti, piraña mía.

Revuelo en casa. Gritos y nerviosismo. Un Jeep de los bomberos de Sevilla en la puerta. Me asusto. Es Tomás el que me informa, no de buena gana porque intuye el motivo de mi retraso.

—Nada grave. Que hemos llamado a los bomberos para que desatasquen a Ramona.

Confusa situación. Según parece -Flora ha sido más amable y explícita que Tomás-, Ramona, nuestra cocinera vasca, leal a su higiénica costumbre, se preparó un buen baño para quitarse el olor a cocina. Los recipientes -las bañeras- de la zona de servicio no son tan grandes como los nuestros. Ramona ha engordado en los últimos meses una decena de kilos, por lo menos, y al meterse en la bañera su cuerpo ha hecho chupón con el agua y se ha quedado encajada. Es lo que llaman hacer ventosa. Sus gritos los ha oído una de las hijas de Fermina, pero Ramona había cerrado con pestillo y poco pudo hacer. Avisó a Marisol y Flora, mientras Ramona seguía gritando como un mono aullador del Amazonas. Entre Tomás y Pepillo tiraron la puerta abajo, pero la desnudez encajada de Ramona en la bañera les recomendó pasar a un segundo plano. Entre Marisol, Flora, Elena, Fermina, la hija de Fermina, María, y Sonsoles -la mujer del guarda de la Dehesilla han intentado lo imposible. En vista del fracaso, Mamá ha autorizado la presencia de los bomberos, que después de diez minutos de afanoso quehacer han conseguido rescatar a nuestra buena cocinera. La pobre se ha acostado por el susto, el cansancio y las moraduras que presenta en su -según Pepillo- inconmensurable trasero. Cuando he entrado en el salón, Mamá se dirigía al jefe de los bomberos.

—Espero que se confesarán todos ustedes por lo que han visto.

—¿Qué hemos visto, señora?

—A una mujer desnuda. Y eso es pecado.

—Mire, señora. Nosotros hemos acudido a su llamada y solucionado el problema. Así que no nos venga con gaitas.

He intervenido.

—Mamá, el señor bombero tiene toda la razón. Le agradezco mucho lo que han hecho. Sí, firmo donde usted me indique. Perfecto. Muchas gracias y buenas noches.

Cuando los bomberos han abandonado La Jarale ra, Mamá seguía a lo suyo, dándole vueltas a sus cosas.

—Estaba desnuda y esos hombres han tenido que tocarla.

—Mamá, tocar a Ramona, más que un pecado, es un acto de caridad. Y, además, para sacarla de ahí no podían hacer otra cosa.

—De acuerdo, pero como los bomberos no se quieren confesar, lo haremos nosotros en beneficio de sus almas. Don Ignacio, don Crispín… a propósito, hijo, ¿conoces a nuestro nuevo capellán?

He saludado a don Crispín, al que su nombre le va perfectamente. Al lado de don Ignacio, don Crispín tiene aspecto de anchoa y al estrecharle la mano me la ha dejado floja y sin calambre. Me he acordado de tío Juan José (QEPD) que a todo le ponía refranes y soleares.

El hombre que al saludar

ofrece su mano floja,

no es un hombre de fiar.

Con don Crispín, pues, mucho ojo. Marisol ha aparecido. Bienvenida fría.

—¿Dónde has estado?

—Con Perico Queipo del Monte en Sevilla. Quería no se qué para que dijera no sé cuándo que si tal y si cual en el Consejo de CAJSA.

—Ah, claro, muy interesante.

No se lo ha creído. La verdad, es que no he estado afortunado. Me ha cogido de sorpresa su pregunta. Pero esta noche, le contaré lo de Mustafá, y así disiparé sus recelos. Mamá, insistente.

—¿Quién se confiesa el primero?

Con un gesto imperativo he ordenado a la pareja de clérigos que hagan caso omiso a las obsesiones de mi madre. Marisol y Flora, con sus mosqueos a cuestas, se han disculpado. Pasarán a ver a Ramona y después acudirán, como es preceptivo, a la sección de Pediatría. Mi mujer no quiere cenar, seguramente porque se ha forrado de «donuts» durante la tarde. Se los come por cajas. Tomás, distante.

—¿Dónde ha estado, señor?

—En Sevilla, Tomás.

—Lo del Consejo de Administración no se lo cree ni su padre, el señor marqués difunto, que Santa Gloria Haya.

—Pues algo de eso ha habido.

—De eso y de lo otro.

—Tomás, no me tortures.

—Allá su conciencia, señor.

Estoy sólo y no puedo dormir. Le he contado a Marisol mi conversación con Mustafá, y su reacción ha sido la esperada.

—Me llevo a los niños de esta casa. Mañana mismo.

He detenido sus ímpetus. Primero la negociación. Lo que no tiene duda es que, voluntariamente o a la fuerza, Mamá está obligada a abandonar La Jaralera. Abomina del Acebuchal, la casa del difunto tío Juan José, y recela del pabellón de los Cazadores. Lo siento. No puedo permitir que mi mujer, mis hijos y la buena gente que trabaja para nosotros arriesgue su vida por su cabezonería. Mañana la empaqueto a la Casa de los Cazadores con don Crispín, que me importa un bledo lo que le suceda, con María, su doncella, y con Rosa, la pinche de Ramona. La casa está a más de cuatro kilómetros de la principal, y cuatro mil metros son muchos para confundirse, por torpe que sea Mustafá. Así que, esta noche, cuando esté profundamente dormida, voy a entrar en su cuarto para llevarme su colección de solideos papales, que son para ella como el pelo para Sansón. Sobre todo el de Pío XII, al que Mamá jamás perdonó que se muriera sin haber beatificado a la bisabuela Hendings, que tanto hizo por los pobres. La verdad, es que si me preguntan qué hizo la bisabuela por los pobres no sabría la respuesta, pero mi madre siempre la ha tenido como una santa.

Me preocupa Mustafá y me alarma la tranquilidad de Marisol, que huele a distancia mi bien de amores con Marsa. Las mujeres tienen un sexto sentido para reconocer al enemigo. Sin venir a cuento, hace dos meses, una noche entre biberones y pañales, me preguntó de sopetón.

—¿Has vuelto a saber algo de la zorra desorejada de la colombiana?

Si supiera que está en Sevilla, que la quiero con toda mi alma, que vengo de acostarme con ella y que tiene la idea de instalarse en España, su frialdad se convertiría en fuego iracundo y justiciero. Y Tomás se pondría de su lado, y eso sería mi perdición. Ay, Tomás, Tomás, qué pocas amnistías te merece mi aburrimiento.

Bueno, ya tiene que estar Mamá soñando con Mefistófeles. No soy un ladrón ni un mal hijo. Sencillamente, que mi condición de padre de cinco niños y la amenaza que se cierne sobre sus inocencias, me exige el golpe de mano. Vamos para allá. Me están esperando los solideos.

El despertar de la marquesa viuda jamás fue bonancible. Aquella mañana, para no romper con una costumbre que tenía desde la niñez, abrió el primer ojo con un humor de perros y el segundo con la intención de un cocodrilo. Pulsó el botón del timbre y esperó impaciente la llegada de María.

—Buenos días, señora marquesa.

—Ajjfsuaf.

—¿Cómo ha dicho?

—No he dicho nada todavía. El té está frío, María.

—Pues está como todos los días.

—Será que todos los días lo traes frío. Prepárame el baño y ponme en la cabeza el solideo de Pio XII.

—El baño se lo preparo ahora mismito, señora, pero el solideo no se lo puedo poner porque no está. No hay solideos.

El alarido de la marquesa se oyó veinte kilómetros a la redonda. Una cierva preñada de las barranquillas de La Manchona abortó.

Y a Marisol casi se le cae el primogénito al suelo. Flora pegó un salto de tres metros. Fermina rompió a llorar, y Elena, la más fría de las cuatro, depositó cuidadosamente el cueceleches sobre una mesa, se estiró la bata, hizo como que se ajustaba las gafas, y muy pausadamente abandonó el recinto infantil al tiempo que comentaba:

—Voy a calmar a esa fiera.

Me hallaba inmerso en el agua, procurando no rozar con las paredes laterales de la bañera para no hacer chupón como Ramona, cuando oí el grito de Mamá. Sonreí, saqué la esponja del líquido elemento, la presioné con fuerza para que soltara el agua, y con la habilidad que procuran los años de práctica, la introduje de nuevo en el agua, aupé mi culete para facilitarle el sitio, la sujeté con la mano izquierda, y me senté sobre ella, esperando la caricia de las pompitas. Centenares de ellas acariciaron mi cuerpo. Comprobada una vez más la maravilla, repetí la operación. Mamá seguía gritando.

Una hora después del robo de los solideos papales, y dos horas antes del alarido de la marquesa viuda, Sotoancho dormía plácidamente. De ahí su alegría cuando oyó los gritos de su madre mientras se regodeaba con las pompitas de la esponja hormigueando sus bajuras. De haber sabido que Marisol, inquieta por todo, se había levantado aquella noche, despertado a Tomás y hablado con su mayordomo, Sotoancho no se sentiría tan feliz y optimista. Que eran las cinco y media de la mañana cuando Tomás sintió que se abría la puerta de su cuarto.

—¿Quién es a estas horas?

—Soy yo, Tomás.

—¿Qué haces aquí, mi niña?

—No puedo dormir y necesito hablar contigo.

—¿Tengo que llamarte «señora marquesa»?

—Si lo intentas, te arreo una bofetada.

Marisol se llegó hasta la cama de Tomás, sentándose sobre ella. Llevaba una bata ligera, y Tomás, grácil observador, dedujo que las quejas del marqués acerca de la voracidad de su mujer no eran infundadas. Llevado de su confianza, Tomás se atrevió a plantearlo.

—Mi niña, ¿no crees que la vida no es sólo el cuidado de los hijos?

—¿Por qué me lo preguntas, Tomás?

—¿Por qué me lo preguntas tú, que eres más lista que el hambre y sabes perfectamente lo que quiero decir?

—¿Me encuentras muy gorda?

—Menos que Ramona, pero mucho más que mi niña hace unos meses.

—¿Estoy fea?

—Nunca lo estarás. Eso es imposible. Pero tendrías que cuidarte un poco. Los hombres somos muy raros, Marisol.

—Es que tengo hambre a todas horas. Ahora mismo me comería un cerdo entero.

—¿No crees que estás descuidando a tu marido?

—Ya no me mira como antes.

—Ni tú a él. Tú sólo estás pendiente de tus hijos, y eso es peligroso.

—¿Me pone los cuernos, Tomás?

—Yo no diría tanto.

—¿Se acuesta con otras, Tomás?

—Quizás, a lo sumo, alguna siestecita.

—¿Se va de putas, Tomás?

—No, mi niña, él no es de ésos.

—¿La conoces, Tomás?

—La conozco.

—¿Y yo?

—Tú no. Sabes de ella, pero no la conoces.

—Si no estuviera tan lejos, diría que es la colombiana.

—No está nada lejos.

—¿Ha vuelto la colombiana?

—Sí, mi niña. La vi en el Puerto. Y estaba guapísima. Si no fuera por el daño que puede hacerte, te diría que es una mujer maravillosa. Pero ahora la odio.

—¿Sigue en el Puerto?

—Está en Sevilla.

—¿Dónde, en Sevilla?

—Es fácil de averiguar. O en el Alfonso XIII o en el Colón. Tu marido es muy tradicional.

—De acuerdo, Tomás, no digas nada. Yo no abriré la boca. ¿De verdad que estoy como una foca?

—No, Marisol, pero menos Donuts te harían un favor.

—Te quiero mucho Tomás. Y te necesito. Buenas noches.

—Ya es casi de día, pero buenas noches, mi niña. Y reacciona, ya sabes.

Marisol anduvo el camino de vuelta hasta su cuarto con las lágrimas acompañándola. Se sentía culpable y dejada, responsable de la falta de ilusión de Cristián. Tomás no pudo ya asomarse al sueño. Adoraba a Marisol desde que llegó a La Jaralera con Lucas, su padre. Apoyó desde el primer momento el amor del marqués con la hija del guarda. Y cuando Lucas, después de la boda, con el dinerillo que le dio Sotoancho, se lió con una chiquilla de piernas abiertas y se fue a vivir con ella a Cádiz, adoptó a Marisol como hija. Una cosa muy rara. Su hija adoptada, su señora, y la mujer de su pobre y desvalido marqués. Y encima, madre de cinco niños. Cuando Marisol llegó hasta su cuarto y vio a su marido dormido, plácidamente escapado, se dio cuenta de lo mucho que lo quería. Se prometió a sí misma cambiar de vida, dedicarse más a él y no vivir únicamente por y para sus hijos. Y a sabiendas de lo que el sueño tranquilo significaba, se tendió junto a Cristián, y suave, muy suavemente, con un amor tan hondo como renovado, le besó con dulzura como en las primeras noches y se comprometió a guardarlo para siempre.

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