G’dath abrió la ventana corredera. Los escudos permitían que un poco de brisa entrara en el apartamento. Olía a mar, a árboles y hierba recién cortada. También olía a oportunidad.
El klingon dejó el globo en el alféizar de la ventana. Extrañamente, no se sentía emocionado. Ya sabía que el principio que residía detrás del globo era correcto. Lo había sabido en cuanto se encendieron las luces interiores al accionar el primer interruptor. Lo único que quedaba era demostrar cómo esos principios podían ser aplicados sobre unas bases más prácticas, y G’dath quería estar satisfecho a ese respecto antes de darle a conocer a nadie más la existencia de su descubrimiento. Entonces, tal vez, pensaba G’dath, se le concedería el lugar que hasta entonces se le había negado dentro de la sociedad de la Federación.
Sin toques de trompeta, G’dath volvió a introducir el estilete en el interior del panel de acceso, y accionó una serie de interruptores. Ahora, al mover el globo, sintió una suave resistencia que acogió con agrado. Parecía querer quedarse donde estaba.
—Control inercial,
Saltarín
—le comentó G’dath al gato, ¿Ves? —Volvió a mover el globo, esta vez con mayor rapidez, y éste resistió con más fuerza que la vez anterior.
Saltarín
parpadeó interrogativamente al mirar el prototipo.
El klingon desactivó los amortiguadores de inercia. Luego volvió a colocar el globo en el alféizar de la ventana y los encendió nuevamente.
—Muy bien, pequeño —dijo G’dath—. Tú eres mi único testigo, al menos por ahora. Ciertamente, llegaste a mi vida en un día tremendamente interesante.
El gatito volvió a parpadear ante el sonido de la voz de G’dath.
—Que así sea, pues —dijo G’dath, y accionó otro interruptor.
El globo comenzó a elevarse lentamente al ordenarle el circuito integrado que gastase el mínimo de su energía motriz. Era una energía a la que G’dath todavía no le había dado siquiera nombre. Era algo nuevo y maravilloso en el universo, y a G’dath no le hacía falta darle un nombre para apreciarla.
El globo protegido con su escudo pasó con facilidad a través de los que protegían el edificio, como podría pasar una burbuja de jabón a través de otra. Se elevó y luego permaneció flotando a centenares de metros por encima de los edificios de la Reserva Stuyvesant, a la espera de que el circuito integrado le enviase la siguiente orden cronometrada. Las parpadeantes luces del interior del prototipo eran aún visibles mientras G’dath lo observaba atentamente.
De pronto, se oyó un restallar de trueno muy cercano, y el globo desapareció de la vista.
Saltarín
, presa del pánico, dio un salto vertical y corrió a toda velocidad a esconderse en el dormitorio. El trueno había hecho daño a los oídos de G’dath, pero a él no le importaba demasiado. Era el sonido del éxito. No había visto el ardiente destello que hubiera indicado el desastre, así que aquel sonido no lo había causado ninguna explosión sucedida en el prototipo. El globo había partido como un rayo, según su programación. El restallar de trueno lo había provocado el aire que entraba precipitadamente en el vacío —el túnel abierto en el cielo— que había dejado tras de sí el prototipo.
El globo estaba ya en camino. Si todo continuaba saliendo bien, el prototipo describiría una órbita alrededor de la Luna, tomaría algunas lecturas para confirmar su posición, y estaría nuevamente flotando ante la ventana justo antes de que se cumplieran cincuenta y tres minutos.
No quedaba nada por hacer, excepto esperar.
De pronto volvió a oírse otro restallar de trueno. El klingon corrió hacia la ventana. Era, en efecto, el globo, y descendía lentamente hacia él.
G’dath se sintió tremendamente decepcionado. «Sólo se trata de un primer vuelo, es verdad —pensó—, pero había deseado tanto un éxito rápido… Bueno, esto me dará la lección que merezco.»
El globo regresó al apartamento de G’dath y se posó sobre el alféizar de la ventana. Fuera lo que fuese que había fallado en el aparato, su sistema de control inercial funcionaba perfectamente. Las luces del interior se extinguieron cuando el prototipo se apagó automáticamente.
G’dath recogió el globo y lo inspeccionó. Parecía estar bien. Los escudos y amortiguadores de inercia que tenía incorporados lo habían protegido del calor, del choque de la partida y el regreso bruscos.
G’dath abrió el panel de acceso y quitó la unidad de circuitos integrados. Tras volver a dejar el globo, entró en el dormitorio, conectó el conductor de la computadora en la entrada de la unidad, y transfirió los registros del viaje. Observó cuidadosamente la pantalla. Había un registro válido del curso seguido por el globo, después de todo. G’dath se sintió ligeramente mejor, porque el globo tendría que haber salido de la atmósfera con el fin de poder tomar correctamente las lecturas apropiadas. Al principio examinó los datos casi con indiferencia, y luego con mucha más atención.
Los datos no eran en absoluto lo que él esperaba.
Los datos eran, de hecho, imposibles.
El klingon lo comprobó todo cuidadosamente, una y otra vez, y finalmente se convenció de que los datos eran verdaderamente válidos… y que la trascendencia del experimento de aquella noche era mucho, mucho mayor de lo que él habría podido imaginar.
Aquello sin duda iba a impresionar a la reportera, en caso de que él se atreviera a contárselo. De pronto, decidió no hacerlo… al menos no de inmediato.
Saltarín
regresó a la habitación, oliendo el aire.
—Bueno, pequeño —comentó el klingon con su voz retumbante, mientras señalaba las lecturas que aparecían en la pantalla de la computadora—, ¿qué piensas de eso?
El gatito lo miró, parpadeando.
—Muy acertado —le respondió G’dath—. Tampoco yo sé muy bien qué decir al respecto.
Un helado escalofrío le recorrió la frente. «¿Qué he hecho?», se preguntó G’dath. Muchas razas y seres matarían por lo que él había creado, y por el increíble poder que acababa de descubrir. En realidad, se habían librado guerras por descubrimientos mucho menos importantes. El entusiasmo que sentía por su éxito se transformó lentamente en una sorda sensación de pavor.
«¿Qué he creado?»
Klor observaba con curiosidad mientras, en la pantalla de su consola, el sujeto G’dath se cubría la cara con las manos y bajaba la cabeza bajo el peso de una carga invisible.
Hasta pocos momentos antes, el día había sido tan inactivo y tedioso como siempre. Keth se había retirado a su pequeño alojamiento y ni siquiera había salido para tomar la comida de la noche. Klor, aunque estaba desesperado por salir a estirar las piernas, había permanecido durante varias horas extra en su puesto con el fin de averiguar el propósito de aquella unidad de circuitos integrados. Normalmente, habría acabado con la vigilancia y confiado en la computadora para que mantuviera un registro visual de todo lo que tuviese lugar durante las horas de oscuridad; una alarma lo despertaría si los monitores detectaban armamento o cualquier clase de equipo de espionaje en una de las dependencias del sujeto.
Pero aquella noche se quedó observando a G’dath. Y cuando G’dath comenzó a construir el aparato con la unidad, el pulso de Klor se aceleró. Cuando el globo comenzó a moverse mediante su propia energía, se quedó estupefacto; cuando desapareció en medio de un restallar de trueno, para reaparecer un instante más tarde, Klor se puso en pie. Sabía que tendría que haber corrido a notificárselo al comandante, pero no podía apartar la mirada de lo que estaba desarrollándose en la pantalla. Ni él ni el ordenador comprendían lo que había sucedido entre los dos truenos, pero la expresión de G’dath al comprobar el estado del aparato le dijo a Klor que era algo de suma importancia. Y luego, para sorpresa de Klor, G’dath había ocultado el rostro entre las manos.
«Así que la prueba del soñador ha fracasado», pensó Klor, que sentía una extraña decepción. Sin embargo, cuando G’dath apartó las manos de su rostro, Klor vio que su expresión no era de decepción, sino de perplejidad, algo muy parecido al asombro.
Se encaminó rápidamente hacia la habitación de Keth y pulsó el timbre. La puerta se abrió inmediatamente. Keth no estaba dormido a aquellas tempranas horas, aunque últimamente había mostrado tendencia a retirarse temprano. El comandante estaba sentado junto a la ventana y contemplaba el cielo nocturno. Hizo girar su silla al abrirse la puerta; tenía las manos unidas en forma de postura abacial, un gesto de reflexión.
—El sujeto G’dath ha inventado un aparato —informó Klor, y observó cómo sus palabras encendían una chispa en los ojos de Keth.
Sin decir una sola palabra, Keth se puso en pie y lo siguió hasta la consola. Klor dividió en dos el campo visual de la pantalla. Una mitad continuó controlando a G’dath, y la otra volvió a pasar, a alta velocidad, las imágenes de la construcción y las pruebas del aparato realizadas por G’dath. Keth se inclinó, apoyó las manos a ambos lados de la pantalla, y observó en silencio.
Al final, Keth se enderezó.
—Nos han hecho un regalo —declaró en voz baja. Se volvió hacia Klor con repentina energía—. Envíe un mensaje a nuestros superiores: todos los datos que ha extraído del ordenador de G’dath, así como el material visual que acaba de enseñarme. Veamos si los ordenadores que tienen ellos son capaces de inferir más que el nuestro acerca de ese aparato.
—¿Y luego debo esperar hasta recibir órdenes de ellos, superior? —le preguntó Klor.
—Tal vez —repuso Keth, con un destello de humor y misterio en los ojos—. Pero antes de actuar, consúlteme. —Dio media vuelta como si fuera a marcharse, y luego vaciló—. Ha hecho usted un buen servicio, Klor. Si las cosas salen bien con nuestro soñador… no lo olvidaré.
Klor se irguió en toda su estatura.
—Me honra usted, superior. —Desconocía la estrategia planeada por Keth, pero confiaba de la astucia de su comandante, y se atrevió, por primera vez, a abrigar la esperanza de que aquella monótona misión pudiese tener un rápido final.
Keth casi sonrió, luego giró sobre sus talones y regresó a su alojamiento. Durante un rato, Klor permaneció ante su consola, con las energías renovadas, y continuó con la vigilancia. G’dath puso cinco veces a prueba su aparato, y las cinco veces obtuvo los mismos resultados. Después se sentó en la cama con el cachorro de gato acurrucado y dormido sobre el regazo, y se puso a mirar la Luna a través de la ventana del dormitorio. Tenía la expresión de alguien que hubiese contemplado una gran belleza —y una gran monstruosidad— en una sola mirada.
Cerca del amanecer del sábado, Kevin Riley yacía en su cama medio vacía, sin haber podido dormir aún. El insomnio ya había sido bastante malo durante la semana última, pero después del conciso mensaje que había recibido el día anterior por la tarde, sabía que iba a volverse muchísimo peor.
Tendría que haber acudido a un médico para que le diese algo para dormir, pero el médico le habría preguntado por qué no podía dormir, y entonces él tendría que haberle hablado de ello, cosa que todavía no estaba de humor para hacer. Además, obtenía una extraña satisfacción masoquista del permanecer allí tendido, deleitándose en la autocompasión. No quería luchar contra ello.
Tampoco había querido luchar cuando Anab lo dejó por primera vez… el día, hacía casi exactamente un año, en que ella le dijo que iba a embarcarse en la
Starhawk
. Pero había encontrado una forma de manejar el problema, perdiéndose en el trabajo, convenciéndose de que la ausencia de ella era sólo transitoria.
Los dos sabían que ella permanecería ausente al menos un año, a bordo de la
Starhawk
, y él la había convencido de prorrogar el contrato matrimonial de forma que expirara al mismo tiempo que su destino en la nave. Ella consintió, y él se había entusiasmado. Eso significaba que ella volvería a su lado, y Kevin había centrado su vida en torno a ese momento. Cuando la nave de ella se alejaba demasiado como para que pudiera haber contacto entre ellos, Riley se sentía orgulloso de soportar la situación estoicamente. Cinco meses sin recibir mensaje de ella, pero no importaba. Ella regresaría.
Meses más tarde, cuando descubrió que la nave de ella estaba al alcance de las transmisiones de radio, se había controlado. No quería que ella se sintiera atosigada; él podía ser lo bastante maduro como para esperar que ella se pusiera en contacto. Después de todo, la prórroga del contrato estaba a punto de expirar, y ya era hora de establecer nuevos acuerdos. Hora de que ella volviera a casa.
Esperó todo lo que pudo. El silencio se hacía inquietante; comenzó a no poder dormir. El mismo día en que expiró el contrato matrimonial, ya no pudo resistirlo más y la llamó. La
Starhawk
estaba dentro del radio de comunicaciones. Estaba tan cerca, de hecho, que no había demora en las ondas visuales.
Cuando el rostro de Anab apareció en la pantalla —su cara pasmosamente hermosa—, él bebió en la vista de ella, néctar para un muerto de sed. Sus facciones de huesos finos y piel morena, el cabello muy corto que dejaba a la vista el cuello y los hombros espectaculares, los enormes ojos de pesados párpados…
Los ojos de ella. Respiró profundamente ante su visión, ante la serenidad que manifestaban. Miró aquellos ojos y vio sus peores temores convertidos en realidad. Antes de que los labios de Anab se movieran, él sabía lo que iba a decirle.
«He decidido no renovar nuestro contrato, Kevin.»
Mediante un milagro de voluntad, él se rehízo, se encaró con ella con la misma serenidad que la mujer demostraba, y consiguió ocultar el hecho de que estaba afectado hasta el fondo de su alma. No le rogó que se quedara, como había hecho un año antes.
Hacía un año ella había alimentado sus esperanzas, dicho que tal vez regresaría, afirmado que lo amaba.
Pero esta vez, en los ojos de ella no había amor. Habló durante un rato, explicando el porqué de que lo dejara, suponía él, aunque no escuchaba las palabras.
«Muy bien —concluyó él—. Eso era todo lo que quería saber.» Y cerró el canal.
Luego, apenas el día anterior, había llegado el breve mensaje de Anab en el que le pedía que le enviase el resto de sus cosas. Había regresado del despacho y pasado toda la tarde empaquetándolas. Las últimas prendas de vestir que tenía en el armario de ambos… en el armario de él, las litografías enmarcadas que colgaban de las paredes. La talla en ébano de la cabeza de una mujer que le recordaba a Anab. Las obras de arte eran todas de Anab, y sin ellas el apartamento parecía desnudo, impersonal, anónimo.