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Authors: Brad Ferguson

Tags: #Ciencia ficción

Una bandera tachonada de estrellas (25 page)

—¡Klor! —ordenó el demente que estaba al mando—. ¡Haga lo mismo!

Klor se inclinó, deslizó una mano por debajo de uno de los brazos de Ricia, y con un solo movimiento la puso de pie y la apartó de Carlos. Ella intentó zafarse, pero sin resultado, así que se volvió hacia su agresor, dándole puñetazos con las manos ensangrentadas. Su voz se hizo chillona.

—¡No! ¡Alguien tiene que cuidar de Carlos… alguien tiene que intentar detener la hemorragia!

De entre todos, Ira Stoller traspuso las filas de pupitres con unos cuantos saltos y apoyó las manos sobre la herida de Carlos.

—No te preocupes, Ricia, no te preocupes. —Ricia se retorcía, histérica, mientras Klor la aferraba, y Stoller le habló con una tranquilizadora voz de adulto, una voz que no parecía en absoluto propia de Stoller—. Yo me quedaré con él. No le dejaré hasta que alguien llegue aquí.

Ricia se aflojó en los brazos del klingon, y le dijo, con un susurro agudo que se quebró:

—Gracias, Ira. —El rostro de la chica se arrugó, y ella comenzó a sollozar.

Klor regresó junto a su comandante y se llevó una mano al cinturón para pulsar el control, pero Joey ya no podía aguantar más. Movido enteramente por la emoción —porque si hubiera pensado no se habría movido en absoluto—, corrió hacia el klingon.

—¡Eh, déjela tranquila! ¡Cójame a mí!

Sobresaltado, Klor levantó su cuchillo y se preparó para clavarlo en el pecho de Joey. Ricia chilló y se cubrió el rostro con las manos ensangrentadas.

—¡Basta! —ladró el comandante—. Klor, no lo mate. Cójalo. Los rehenes juegan en nuestro favor. Los humanos son sentimentales a ese respecto.

Con el cuchillo todavía en la mano, Klor agarró a Joey, lo arrojó junto a Ricia, y luego apretó su enorme brazo en torno a ambos, apretándolos contra su pecho.

La pelirroja se puso en pie, con la voz temblorosa de furia, y quizá de miedo. Se encaró con el comandante, con los labios blancos y temblorosos.

—¿Son los klingon tan cobardes como para coger niños como rehenes? ¿Por qué no se apoderan de alguien que esté a su altura? De mí, por ejemplo.

El comandante loco le sonrió de verdad. —Usted misma no parece más que una niña. La mujer frunció el ceño con indignación.

—Tengo veintiocho años.

—Si desea unirse a nosotros —repuso el klingon con una sonrisa que a Joey le heló hasta los huesos—, puede hacerlo. Pero estos llamados niños tienen la edad suficiente como para recibir un empleo militar en la flota imperial. —Asintió con la cabeza mirando a Klor, el cual le hizo a la mujer un gesto para que se acercara. Ella lo hizo, aparentemente con la esperanza de que realizaran un intercambio pero, en el último minuto, Klor retuvo a la mujer a punta de cuchillo sin soltar a Joey y Ricia, y pulsó el control de su cinturón.

Joey oyó un agudo silbido y vio el rielar azul de un campo energético que apareció repentinamente alrededor de ellos.

Con el rostro contorsionado por el odio, Stoller levantó la cabeza desde donde estaba cuidando de Carlos.

—Ya sabía yo que los cabezas de tortuga erais de una insignificancia de factor hiperespacial cero. Si yo estuviera en vuestro miserable ejército, ya sería general.

Joey contuvo la respiración. Sintió cómo se tensaban contra su espalda los músculos de titanio del pecho del klingon, y supo que si no hubieran estado rodeados por el campo energético, Ira Stoller estaría muerto.

—Stoller —le suplicó—, por favor, cállate.

—Ese es un excelente consejo dadas las circunstancias, señor Stoller, sígalo —comentó suavemente el doctor G’dath.

Pocos minutos antes de las nueve, Kevin Riley se sentó ante su escritorio del cuartel general de la Flota Estelar, y contempló con mirada distraída los mensajes que habían dejado para el almirante Kirk. El almirante había ido con Nan Davis a inspeccionar el proyecto
Dart
, y Riley estaría solo durante toda la mañana. La pantalla de trivisión estaba sintonizada con el sistema de seguridad interno del aula de G’dath. Riley levantó los ojos para asegurarse de que la clase se desarrollaba con normalidad… y para captar un atisbo de Jenny Hogan. G’dath había llegado sin inconvenientes. Jenny se acercó para hablar brevemente con él, y luego ocupó un asiento en el fondo de la sala. Riley se encontró mirando los brillantes cabellos de oro cobrizo.

El desayuno-almuerzo que había tomado con Jenny el sábado era lo más brillante que le había sucedido durante el fin de semana. Él pasó el resto del mismo acurrucado bajo una niebla de autocompasión… la mayor parte en un reservado de O’Reilly’s Public House. Había bebido demasiado con la teoría de que eso lo ayudaría a dormir… y lo había ayudado. Durante unas pocas horas.

Ciertamente, tenía suficientes razones para estar deprimido: Anab y su escueto mensaje, el llegar tarde a Mundo Noticias y el resultante rapapolvo de Kirk, su incertidumbre respecto a si permanecer o no en la Flota Estelar. Las palabras de Anab le resonaban en la cabeza:

«No estás haciéndole a Kirk ningún favor al trabajar para él sin ánimos.»

Eso era, con toda exactitud, lo que había estado haciendo durante la última semana, aproximadamente. Tanto lo consumía la autocompasión, tan inseguro se sentía respecto a lo que quería ahora que ella se había ido, que su ritmo de trabajo decayó. La memoria lo había abandonado. De hecho, había estado olvidadizo durante toda la semana, y el sábado no era más que un ejemplo particularmente catastrófico. Incluso antes de lo ocurrido con Mundo Noticias, Kirk tenía que haberlo notado… y Riley se sentía avergonzado por haber fallado a la confianza que el almirante tenía depositada en él. En especial después de haberse enterado de lo que el almirante —lo que el Jimmy Kirk de catorce años de edad— había hecho por él en Tarsus IV. La comprensión de aquello había hecho resurgir borrosos recuerdos, enterrados durante mucho tiempo, de aquella época terrible.

Una razón más para estar deprimido. Riley quería zafarse de su desesperación, como lo había hecho la vez en que Anab se embarcó, pero esta vez parecían faltarle las fuerzas.

Tal vez lo que necesitaba era que la almirante Ciana le echara un buen rapapolvo, como lo había hecho cuando Riley, nuevo en el puesto, quiso dimitir.

«Piénselo bien, Riley. Piense en todas las molestias que se tomó Kirk con el fin de conseguirle ese ascenso. Créame, no fue fácil convencer a Nogura. Kirk discutió largamente y con ahínco para conseguirlo. ¿Cómo lo dejará si renuncia a la primera semana?»

Pero Ciana no estaba en condiciones de dar ningún consejo en esos momentos, especialmente cuando se trataba de Kirk. La ayudante de ella había llamado a Riley a primeras horas de aquella mañana para preguntarle si estaba enterado: desde el viernes por la tarde, Ciana ya no podía ser localizada en la dirección de Kirk.

Cosa que explicaba la dureza de los ojos de Kirk el sábado por la mañana. Riley se sentía profundamente avergonzado: hasta tal punto lo consumía la autocompasión que no fue capaz de rehacerse y hacer frente a sus responsabilidades. Kirk sí lo había hecho.

Y Kirk parecía creer que Riley poseía las mismas capacidades que él mismo. Riley no podía acabar de comprender la fe que Kirk tenía en él: Kirk le había salvado la vida, y Riley se sentía obligado a hacer que esa vida tuviese valor… pero no sabía cómo.

Se sentía vacío, asustado. Había actuado por miedo durante toda su vida, y con buenas razones. Había perdido demasiado: sus padres, Anab… Por la forma en que iban las cosas en el despacho, pronto perdería el respeto de Kirk y su empleo. Si dejaba que Jenny Hogan se le acercara demasiado, ella sería otra pérdida.

Sabía que podía verse fácilmente atraído por ella, pero temía el riesgo, la responsabilidad. Lo había llamado a primeras horas de aquella mañana, con sus modales expansivos y alegres un poco suavizados y cautelosos, para decirle que Nan Davis iba a cubrir la transmisión del día del
Apolo
, y que quería que Jenny y Kevin trabajaran juntos para coordinar los programas de trabajo de Davis y Kirk.

Jenny era lo bastante buena persona como para intentar ocultarlo, pero Kevin captó la huella de la decepción en la voz y los ojos de ella. Se sentía atraída por él, y su pequeño discurso respecto a la amistad le había hecho daño, al menos un poco.

Mientras observaba la sonrisa tirante de Jenny en la pantalla, pensó, con desánimo: «¿Es así como se sentía Anab cuando habló conmigo?».

Riley sacudió la cabeza para borrar todo pensamiento de ambas mujeres, y se concentró una vez más en la pantalla de su ordenador, intentando clasificar la correspondencia del almirante en alguna escala de prioridades, y responder a los mensajes que no requerían la atención personal de Kirk. Durante algunos minutos, Riley trabajó de firme, obligándose a concentrarse cuando su mente divagaba. Luego, con indiferencia, volvió a mirar la pantalla de trivisión, no para mirar a Jenny, se dijo resueltamente, sino para comprobar que la seguridad organizada para G’dath y su clase estaba funcionando de acuerdo con los planes. Kirk lo había puesto a cargo de la seguridad del klingon, y Riley no quería volver a decepcionar al almirante.

Riley levantó la mirada hacia el trivisor y volvió a bajarla a su trabajo. Luego otra vez hacia la pantalla, esta vez poniéndose en pie de un salto con tal rapidez que la silla osciló a sus espaldas y cayó al suelo.

Riley no la oyó. Tenía los ojos clavados en el mudo drama que se desarrollaba en la pantalla. Su cerebro estaba casi demasiado paralizado como para interpretar lo que veía: dos klingon se habían personado en la parte delantera del aula. Uno de ellos tenía al profesor —y un globo brillante que Riley comprendió que era el invento robado— dentro de un campo energético portátil. El otro, alto y fornido, sujetaba a dos niños con un brazo.

Jenny Hogan se levantó de un salto y desafió a uno de los klingon mientras Riley observaba, excesivamente conmocionado para elevar siquiera el volumen. No tenía que oír; resultaba claro que Jenny estaba ofreciéndose a ocupar el puesto de los dos estudiantes cautivos. A Riley lo invadió una ola de admiración y puro horror.

Sin apartar la mirada de la pantalla, pulsó con un manotazo un mando de su consola.

—¡Central de Seguridad! Nguyen, ¿está usted allí? ¿Qué demonios ha sucedido?

Tuvo que llamarla dos veces por su nombre antes de que la jadeante voz se filtrara por el canal de audio.

—Segundo oficial, no puedo hablar mucho rato… estoy en contacto con nuestra central de seguridad de Nueva York, y estamos intentando buscar una solución.

—¿Cómo consiguieron atravesar los escudos? —exigió saber Riley.

—Usted no ha visto lo que sucedió —dijo Nguyen con voz apagada, y tomó el silencio de Riley como una afirmación.

Riley levantó la mano del control de comunicación, y se retiró lentamente de la consola. En la pantalla, el klingon más alto había levantado un campo energético alrededor de sí y los tres rehenes. Alrededor de Jenny. Los estudiantes, al darse cuenta de que las armas de los klingon no podían atravesar el campo, comenzaron uno a uno a correr el riesgo de salir huyendo por la puerta para ponerse a salvo. Mientras salían, Riley advirtió en el borde de su pantalla la presencia de dos formas inmóviles que estaban cerca de la salida. No podía ver con claridad a ninguna de las personas, pero una de ellas estaba siendo atendida por alguien, y por lo tanto era probable que estuviese viva.

—¿Cómo ha podido suceder eso? ¿Cómo pudieron…?

—Se transportaron directamente al interior del aula, señor.

—¡Imposible! Yo ordené medidas de seguridad de prioridad uno para el aula. Esa sala tendría que haber estado protegida con escudos contra los rayos de un transportador, teniente.

—No, señor. —La voz de Nguyen se hizo repentinamente firme—. Usted ordenó medidas de seguridad estándar. Eso no requiere escudos protectores, señor. Puedo sacar los registros a pantalla, si lo desea.

—Pero yo… —dijo Riley, y se interrumpió, detenido por una creciente sensación de pavor. Acababa de regresar y había estado bebiendo cuando recibió el mensaje de Kirk respecto a G’dath, y los recuerdos de sus actos precisos eran borrosos. Había solicitado las medidas de seguridad para G’dath, había tenido el cuidado de comprobar la hora exacta de la clase… y no olvidar la diferencia horaria. Ciertamente, se le había ocurrido que el aula tenía que estar protegida con escudos.

¿O no?

—Usted me dijo seguridad estándar y yo le pedí que lo repitiera, señor. Por supuesto, no es importante…

«No es importante.» Riley contempló la pantalla mientras más estudiantes escapaban por la puerta. ¿Qué estaban haciendo los klingon? Esperando a que la policía, sin duda… o la Flota Estelar, negociara con ellos.

«No es importante.» Riley cerró los ojos y sintió, una vez más, el enfermizo frío que se apoderó de él la primera vez que se enteró de que le habían dado muerte a un miembro de la tripulación que estaba bajo su mando.

Y él era el responsable. Apoyó las manos, con las palmas planas, contra el escritorio, y se inclinó pesadamente.

—… cuál era la orden. Lo que importa ahora es que tenemos que ver cómo sacamos a todo el mundo de allí, sano y salvo.

—Sí, por supuesto —repuso Riley con voz apagada—. Teniente, ¿hay alguna forma de que podamos transportarlos fuera de ahí?

—¿Se refiere a los klingon? Con esos campos energéticos, no, señor. —Oyó otra voz débil cuando alguien de la central de seguridad le habló a Nguyen—. Segundo oficial Riley, ¿puede disculparme, señor? Tengo que hablar con los de Nueva York durante un rato. Si quiere escucharnos y dar su opinión, nosotros…

—No —la interrumpió Riley—. Gracias, teniente. Hay… hay algunas cosas que yo puedo hacer desde aquí para ayudarles. Pero manténgame informado. Riley fuera.

Cerró la comunicación antes de que Nguyen pudiera responderle. Durante un segundo, no más, permaneció quieto, apoyado en el escritorio, sin tomar una decisión. Cuando Shemry era miembro de un grupo de exploración, no había respondido a los intentos de comunicarse con ella. Por miedo, él había tardado demasiado rato en decidirse respecto a su rescate, y Shemry había muerto. Volvía a estar aterrorizado, pero no veía alternativa: podía no emprender la acción por miedo… o podía emprenderla a pesar del mismo.

La desesperación lo obligó a superarse. En una ocasión, Jim Kirk había visto algo en él… y le dijo que se veía a sí mismo en Riley. Ahora, Riley deseaba desesperadamente que Kirk tuviese razón.

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