Busqué bajo la mesa hasta encontrar la mano de Lya, apoyada en su rodilla. La acaricié con ternura y ella me miró y sonrió. No estaba leyendo, por suerte. Me molestaba que Laurie amase a Valcarenghi, aunque no sabía por qué, y me alegraba que Lya no leyese mi descontento.
Terminamos con lo que quedaba del vino, y Valcarenghi se ocupó de la cuenta. Luego se levantó.
—¡Adelante! —anunció—. La noche está fresca, y tenemos algunas visitas que hacer.
De modo que realizamos algunas visitas. Nada de holoshows o cosas de ese tipo, pese a que la ciudad tenía unos cuantos teatros. Lo primero de la lista fue el casino. El juego era legal en Shkea, y Valcarenghi lo hubiese legalizado de no ser así. Él repartió las fichas, y yo perdí algunas por él, lo mismo que Laurie. Lya no estaba autorizada a jugar: su Talento era demasiado fuerte. Valcarenghi ganó en cantidad; era un excelente jugador de ruleta mental, y bastante bueno para los juegos tradicionales.
Luego fuimos a un bar. Más tragos, y diversiones locales, que eran mejor de lo que podía esperar. Era noche cerrada cuando salimos, y supuse que la excursión tocaba a su fin. Valcarenghi nos sorprendió. Cuando volvimos al coche buscó bajo los mandos, abrió una caja y nos la pasó: eran píldoras para la sobriedad.
—Hey —le dije—. Eres tú el que conduce, ¿para qué necesito esto?
—Les voy a llevar a un genuino evento cultural shkeen, Robb —dijo—. No quiero que hagan comentarios fuera de lugar ni que vomiten sobre los nativos. Toma una píldora.
Tragué la píldora, y el zumbido de la cabeza se fue apagando. Valcarenghi ya tenía el coche en vuelo. Me recliné, abracé a Lya y ella se recostó en mi hombro.
—¿A dónde vamos? —pregunté.
—A Shkeentown —contestó, sin volverse—. A su Gran Teatro. Hay un Encuentro esta noche, y pensé que les interesaría.
—Será en shkeen, por supuesto —dijo Laurie—. Pero Dino puede traducir para ustedes. Yo conozco un poco de la lengua también y puedo ayudar si algo se escapa.
Lya parecía excitada. Habíamos leído algo acerca de los Encuentros, pero apenas imaginábamos que veríamos uno el día de nuestra llegada. Los Encuentros era una suerte de rito religioso; una especie de misa de confesión para los peregrinos que estaban a punto de ser admitidos para la Unión. Se encontraban peregrinos en las calles todo el año, pero los Encuentros se celebraban sólo unas tres o cuatro veces al año, cuando había un número suficiente de candidatos a la Unión.
El aerocoche corría casi sin ruido a través de las iluminadas calles del asentamiento, pasando junto a enormes fuentes que danzaban con variados colores y arcos ornamentales de los que fluía un fuego líquido. Había algunos otros coches en vuelo, y aquí y allá pasábamos sobre algún peatón que deambulaba por las anchas avenidas de la ciudad. La mayoría de la gente estaba dentro de las casas, de donde acudían luces y música a nuestro paso.
De pronto, el carácter de la ciudad comenzó a cambiar de manera abrupta. El nivel del piso se hizo irregular, había colinas delante y detrás nuestro, y las luces desaparecieron.
Abajo, las avenidas habían cedido su lugar a oscuras calles de piedra molida y polvo, y las cúpulas de metal y vidrio imitación shkeen daban paso a sus modelos originales en ladrillo. La ciudad shkeen era mucho más silenciosa que su contraparte humana; la mayoría de las casas se mantenían en un oscuro silencio.
Luego, frente a nosotros, apareció un edificio más grande que los otros: casi del tamaño de una colina, con una gran puerta en forma de arco y una serie de hendeduras por ventanas. De él brotaba luz y ruido, y había gente shkeen en la puerta.
De pronto me di cuenta que, pese a llevar un día en Shkea, éste era el primer momento en que veía un shkeen. No significa que pudiera apreciarlos desde un aerocoche y de noche, pero sí alcancé a verlos. Eran más pequeños que los hombres —el más alto tenía unos cinco pies—, con grandes ojos y largos brazos. Era todo lo que podía decir desde lo alto.
Valcarenghi hizo descender el coche cerca del Gran Teatro, y salimos. Los shkeen confluían hacia el arco de entrada desde varias direcciones, pero la mayoría ya estaba dentro. Nos unimos al grupo, y nadie nos miró dos veces, salvo un personaje que saludó a Valcarenghi con voz chillona llamándole Dino. Hasta aquí tenía amigos.
El interior era un salón enorme, con una tosca plataforma construida en el centro y una multitud de shkeen rodeándola. La única luz provenía de unas antorchas implantadas en las ranuras de las paredes, y en altos palos alrededor de la plataforma. Alguien estaba hablando, y cada par de los enormes ojos saltones se dirigían hacía allí. Nosotros cuatro éramos los únicos humanos del Teatro.
El orador, subrayado por la luz de las antorchas, era un gordo shkeen de edad mediana que movía los brazos con lentitud, de manera casi hipnótica, mientras hablaba. Su discurso era una serie de silbidos, resuellos y gruñidos, de modo que no presté mucha atención. Estaba muy lejos como para leerle. Quedé reducido a estudiar su apariencia, y la de los otros shkeen cerca de mí. Todos eran pelados, hasta donde podía observar, con una aparentemente suave piel color naranja cruzada por mil pequeñas arrugas. Vestían simples camisas de una tela cruda y multicolor, y me costaba trabajo distinguir entre hombre y mujer.
Valcarenghi se inclinó hacia mí, cuidando de mantener su voz baja.
—El orador es un granjero —dijo—. Está diciendo a la multitud desde cuán lejos ha venido, y algunas de las asperezas de su vida.
Miré a mí alrededor. El susurro de Valcarenghi era el único sonido del lugar. Todos los demás estaban callados como tumbas, con los ojos fijos en la plataforma, respirando apenas.
—Está diciendo que tiene cuatro hermanos —me dijo Valcarenghi—. Dos han ido a la Unión Final, y otro está entre los Unidos. El otro es más joven que él y ahora es propietario de la granja —frunció el ceño—. El que habla no verá la granja nunca más —dijo, en tono más alto—, pero está contento.
—¿Malas cosechas? —preguntó Lya, sonriendo irreverentemente. Había escuchando el mismo murmullo. Le dirigí una mirada severa.
El shkeen continuó con su relato. Valcarenghi lo seguía con dificultad.
—Ahora está contando sus crímenes, todas las cosas que hizo y de las que se arrepiente, sus secretos más recónditos y oscuros. En una época tuvo una lengua afilada, es vano, una vez golpeó a su hermano menor. Ahora habla de su mujer, y de las otras mujeres que ha conocido. La ha traicionado muchas veces, copulando con otras. Cuando muchacho copulaba con animales, porque temía a las mujeres. En los últimos años quedó impotente, y su hermano ha servido a su mujer.
Siguió y siguió, con detalles increíbles, detalles que eran al mismo tiempo sorprendentes y aterradores. No dejó de contar ninguna intimidad, ni de hollar ningún secreto. Yo escuchaba los susurros de Valcarenghi, al principio molesto y al final aburrido por tanta suciedad y miseria. Comencé a sentirme incómodo. Me preguntaba si conocía a algún humano la mitad de bien de lo que ahora conocía a este gordo shkeen. Luego me pregunté si Lyanna, con su talento, conocía a alguien tan bien. Era como si el orador quisiera que nosotros viviésemos toda su vida aquí y ahora.
Su intervención duró lo que parecía horas, pero al final comenzó a acabársele la cuerda.
—Ahora habla de la Unión —susurró Valcarenghi—. Va a unirse, y está contento por eso, lo ha esperado por mucho tiempo. Su miseria se acerca a su fin, su soledad va a cesar, pronto caminará por las calles de la ciudad santa y repicará su júbilo con las campanas. Y luego, en los años a venir, la Unión Final. Se encontrará con sus hermanos en el más allá.
—No, Dino —este susurro era Laurie—. Deja de mezclar frases humanas en lo que dice. Él será sus hermanos, dice. La frase también implica que ellos serán él.
Valcarenghi sonrió.
—De acuerdo, Laurie. Si tú lo dices…
El granjero se había marchado súbitamente de la plataforma. La multitud susurraba, y otra figura ocupó su lugar: mucho más bajo, demasiado lleno de arrugas, y con un gran agujero en lugar de un ojo. Comenzó a hablar, en forma desordenada al principio, y luego con mayor cuidado.
—Éste es un albañil, ha trabajado en la construcción de muchos domos, vive en la ciudad sagrada. Ese ojo lo perdió hace muchos años, cuando se cayó de un domo y le penetró un palo afilado. El dolor fue muy grande, pero volvió al trabajo en un año, no rogó por una Unión prematura, fue muy valiente, y está contento por su coraje. Tiene una esposa, pero nunca tuvieron descendencia, eso le da pena, no puede hablar con su esposa con facilidad, están separados aún cuando están juntos y ella llora por las noches, esto también le entristece, pero nunca le ha ofendido y…
Siguió así durante horas otra vez. De nuevo me sentí incómodo, pero me dominé. Esto era demasiado importante. Me dejé atrapar por la narración de Valcarenghi, y por la historia del shkeen de un solo ojo. Antes de mucho tiempo, estaba tan absorto en el relato como los seres a mí alrededor. Hacía calor y humedad y faltaba el aire, mi túnica se humedecía y ensuciaba por el sudor, parte del cual venía de las criaturas que se apretaban contra mí. Pero apenas me daba cuenta.
El segundo orador terminó del mismo modo que el primero, con una larga elegía por el júbilo de ser Unido y por la proximidad de la Unión Final. Hacia el final, ya casi no necesitaba la traducción de Valcarenghi: podía escuchar la alegría en la voz de shkeen, y verlo en su temblorosa figura. O tal vez estuviera leyendo sin darme cuenta. Pero no puedo leer a esa distancia, a menos que el sujeto esté sintiendo con gran intensidad.
Un tercer orador subió a la plataforma, y habló con una voz más potente que los otros.
Valcarenghi le siguió el ritmo.
—Esta vez es una mujer —dijo—. Ha criado ocho hijos para su hombre, tiene cuatro hermanas y tres hermanos, ha cultivado la tierra toda su vida, ha…
De pronto su discurso ascendió en un pico, y comenzó una larga secuencia con varios agudos y altos silbidos. Luego enmudeció. La multitud, como un solo hombre, comenzó a responder con sus propios silbidos. Una fantástica música de eco llenó el Gran Teatro, y los shkeen de alrededor nuestro empezaron a balancearse y silbar. La mujer miraba la escena desde una actitud de agotamiento.
Valcarenghi comenzó a traducir, pero se trabó con algo. Laurie intervino antes que él pudiera retomar.
—Les ha contado una gran tragedia —cuchicheó—. Ellos silban para mostrar su pena, su identificación con su dolor.
—Simpatía, sí —dijo Valcarenghi, volviendo a traducir—. Cuando era joven, su hermano enfermó, y parecía que iba a morir. Sus padres le pidieron que lo llevara a las colinas sagradas, ya que no podían dejar a los más pequeños. Pero ella rompió una rueda en el camino por conducir sin atención, y su hermano murió en el llano. Murió sin la Unión.
Ella se lo reprocha a sí misma.
Los shkeen habían empezado de nuevo. Laurie comenzó a traducir, inclinándose hacia nosotros y hablando en murmullo.
—Su hermano murió, ella está repitiendo. Ella le faltó, le negó la Unión, ahora él está dividido y solo y se ha ido sin… sin…
—Vida futura —intervino Valcarenghi—. Sin vida futura.
—No estoy segura de que eso sea lo más correcto —dijo Laurie—. El concepto es…
Valcarenghi le hizo un gesto para que se callara.
—Escucha —le dijo. Y siguió traduciendo.
Escuchamos la historia, narrada por Valcarenghi en un cuchicheo cada vez más ronco.
Ella habló más que nadie, y su historia fue la más dura de las tres. Cuando terminó, ella también fue reemplazada. Pero Valcarenghi me puso una mano en el hombro y señaló hacia la salida.
El fresco aire de la noche nos cayó como agua helada, y allí me di cuenta de que estaba bañado en sudor. Valcarenghi caminó rápidamente hacia el coche. Detrás de nosotros la oratoria continuaba, y los shkeen no daban señales de cansancio.
—Los encuentros duran días, y a veces semanas —nos dijo Laurie mientras subíamos al coche—. Los shkeen escuchan por turnos, por así decirlo. Ellos tratan con todo su ser de escuchar cada palabra, pero el cansancio se apodera de ellos tarde o temprano y se retiran para breves descansos, y luego vuelven para continuar. Es un gran honor mantenerse sin dormir a lo largo de todo un Encuentro.
Valcarenghi nos dijo cuando estábamos arriba:
—Voy a intentarlo un día. Nunca he escuchado más que un par de horas, pero creo que lo conseguiría si me tonificara con drogas. Comprenderemos más acerca de los shkeen si participamos más plenamente de sus rituales.
—Oh —dije—. Tal vez Gustaffson pensara lo mismo.
Valcarenghi rió ligeramente.
—Sí, tal vez, pero yo no pretendo participar tan plenamente.
El viaje a casa se hizo en medio de un cansado silencio. Perdí la cuenta del tiempo, pero mi cuerpo insistía en que era casi el amanecer. Lya se enrollaba bajo mi brazo, parecía agotada y vacía, y sólo a medias despierta. Yo me sentía igual.
Dejamos el aerocoche frente a la Torre, y cogimos los tubos-ascensores. Estaba harto de pensar. El sueño vino en seguida.
Esa noche soñé. Creo que era un buen sueño, pero desapareció con la llegada de la luz, dejándome vacío y con la sensación de haber sido engañado. Me quedé así, después de despertar, con mi brazo alrededor de Lya y mis ojos en el techo, tratando de recordar el sueño. Pero sin resultado.
En lugar de eso, me sorprendí pensando acerca del Encuentro, reviviéndolo en mi mente. Por último me desprendí y salí de la cama. Habíamos oscurecido el cristal, de modo que el cuarto tenía la oscuridad de un pozo. Hallé los controles con facilidad, y dejé pasar un poco de la luz de la mañana.
Lya murmuró alguna protesta dormida y se dio la vuelta, sin hacer ningún esfuerzo por levantarse. La dejé sola en el cuarto y me dirigí a la biblioteca, en busca de algún libro sobre los shkeen: algo más completo que los materiales que nos habían enviado. No tuve suerte. La biblioteca estaba ideada para la recreación, no para el estudio.
Encontré una pantalla y marqué para la oficina de Valcarenghi. Respondió Gourlay.
—Buen día —dijo—. Dino supuso que llamaría. No está aquí ahora. Ha salido a arbitrar un contrato. ¿Qué necesita?
—Libros —dije, y mi voz sonó algo dormida—. Algo acerca de los shkeen.
—No puedo ofrecerle nada —dijo Gourlay—. No hay ninguno, en realidad. Hay muchas monografías e informes, pero ningún libro entero. Yo voy a escribir uno, pero todavía no lo tengo. Dino pensó que yo podía ser vuestra fuente, supongo.