Una canción para Lya (9 page)

Read Una canción para Lya Online

Authors: George R. R. Martin

Tags: #Ciencia ficción

—No servirá de nada —protesté—, sin Lya. Ella tiene el Talento mayor. Yo sólo leo emociones. No puedo llegar a lo profundo, como ella. No les serviré de nada.

Encogió los hombros.

—Tal vez no; pero el viaje está organizado, y no tenemos nada que perder. Podemos dar otra vuelta cuando vuelva Lya. Además, esto debería ayudarte a sacar las preocupaciones de la cabeza. No puedes hacer nada por Lya ahora. Tengo a todos los hombres disponibles buscándola, y si ellos no la encuentran, menos vas a hacerlo tú. No tiene sentido seguir dando vueltas. Hay que volver a la acción, mantenerse ocupado —se dio vuelta, dirigiéndose a los tubos—. Vamos, hay un aerocoche esperándonos. Nelse vendrá con nosotros.

Lo seguí de mala gana. No estaba de humor como para ocuparme de los problemas de los shkeen, pero los argumentos de Valcarenghi eran lógicos. Por otra parte, él nos había contratado, y todavía teníamos obligaciones hacia él. Podía intentarlo, pensé.

En el viaje de ida, Valcarenghi se sentó adelante con el conductor, un macizo sargento de policía con un rostro cincelado en granito. Esta vez había elegido un coche de policía, de modo que pudiéramos mantenernos en contacto con la búsqueda de Lya. Gourlay y yo viajábamos en el asiento de atrás. Gourlay había cubierto nuestras rodillas con un gran mapa, y me estaba contando acerca de las cavernas de la Unión Final.

—La teoría es que las cavernas eran la morada original de los greeshka —dijo—. Lo que es probablemente cierto. Los greeshka son considerablemente mayores allí. Ya lo verá. Las cavernas atraviesan todas las colinas, lejos de nuestra parte de Shkeentown, en la zona en que el campo se hace más salvaje. Una especie de panal de abejas. Hay Greeshka en cada una de ellas. O por lo menos, es lo que he oído. Estuve en algunas yo mismo. Vi los greeshka en todas ellas, de modo que creo lo que dicen de las demás. La ciudad, la ciudad sagrada ha sido probablemente construida a causa de las cavernas. Los shkeen vienen aquí de todas partes del planeta, para la Unión Final. Aquí, ésta es la región de las cavernas.

Cogió un lápiz y trazó un gran círculo en rojo cerca del centro del mapa. No significaba nada para mí. El mapa me deprimía. No me había dado cuenta de que la ciudad shkeen era tan enorme. ¿Cómo demonios podrían encontrar en ella a alguien que no quería ser encontrado?

Valcarenghi se dio vuelta en el asiento de delante.

—La caverna a la que vamos es grande, en comparación con las otras. He estado allí antes. No hay formalidades en la Unión Final, ¿me comprendes? Los shkeen tan solo eligen una cueva, entran en ella, y se acuestan sobre los greeshka. Usan la entrada que les parece más conveniente. Algunas no son más grandes que los tubos de desagüe, pero si se avanza por ellas lo suficiente, dice la teoría que uno encuentra aun greeshka pulsando en la oscuridad. Las cavernas más grandes están iluminadas por antorchas, como el Gran Teatro, pero eso no son más que adornos; no desempeñan ningún papel en la Unión.

—¿Entiendo que vamos a entrar en una de ellas? —dije.

Valcarenghi asintió.

—Correcto. Pensé que querría ver como es un greeshka maduro. No es bonito, pero es muy didáctico. De modo que necesitamos luz.

Gourlay retomó su narración, pero yo no lo escuchaba. Sentía que sabía lo suficiente acerca de los shkeen y los greeshka, y todavía me preocupaba Lyanna. Luego de un rato se calló, y el resto del viaje transcurrió en silencio. Cubrimos más terreno que nunca.

Incluso la Torre, nuestro mojón de acero radiante, había desaparecido tras las colinas detrás nuestro.

El terreno se hizo más abrupto, más rocoso, y las colinas se hicieron más elevadas y agrestes. Pero los domos seguían y seguían, y había shkeen por todas partes. Lya podía estar allí abajo, pensaba, perdida entre tantos millones. ¿Buscando qué? ¿Pensando qué?

Al final descendimos en un valle boscoso entre dos macizas colinas tachonadas de rocas. Aun allí había shkeen; los domos de ladrillo rojo se elevaban entre la maleza y los árboles achaparrados. No teníamos dificultad para ver la caverna. Estaba a mitad de una ladera, como una boca oscura en la cara de la roca, con un camino polvoriento que llevaba hasta ella.

Aterrizamos en el valle y subimos el camino. Gourlay devoraba las distancias con torpes zancadas, mientras Valcarenghi se movía con fácil y descansada gracia, y el policía se aplicaba con firmeza. Yo iba rezagado. Me arrastraba hacia arriba, y cuando llegamos a la boca de la caverna ya estaba sin cuerda.

Si hubiese esperado ver pinturas en las cuevas, o un altar, o alguna clase de templo natural, me habría desilusionado. Era una cueva ordinaria, con húmedas paredes de roca, techo bajo y aire frío y húmedo. Más fresco que la mayor parte de Shkea, y menos polvoriento, pero así era. Había un largo y sinuoso pasaje a través de las rocas, lo suficientemente ancho como para pasar los cuatro aunque lo bastante bajo como para que Gourlay tuviese que agacharse. Las antorchas estaban colocadas en las paredes a intervalos regulares, pero sólo una de cada cuatro estaba encendida. Ardían con un humo aceitoso que parecía colgar del techo de la cueva y luego zambullirse hacia las profundidades frente a nosotros. Me preguntaba qué lo estaba chupando hacia dentro.

Después de unos diez minutos de marcha, la mayor parte hacia abajo, con una inclinación apenas perceptible, el pasaje nos condujo a una sala alta y brillantemente iluminada, con un techo abovedado ennegrecido por el humo. En el centro del lugar, el Greeshka.

Su color era un marrón rojizo apagado, como de sangre vieja, no el brillante y casi transparente carmesí de las pequeñas criaturas que colgaban de los cráneos de los Unidos. También había en el vasto cuerpo manchas negras, como quemaduras o manchas de hollín. Apenas podía ver el lado opuesto de la cueva; el Greeshka era demasiado grande, y se elevaba frente a nosotros dejando apenas luz entre él y el techo.

Pero bajaba abruptamente en una cuesta hasta la mitad de la sala, como una inmensa montaña de gelatina, y terminaba a unos veinte pasos de donde nos hallábamos. Entre nosotros y el grueso del Greeshka había un bosque de colgantes filamentos rojos, una telaraña viviente de tejido de Greeshka que casi nos tocaba las caras.

Y pulsaba, como un organismo. Incluso los filamentos mantenían el ritmo, ampliándose y luego contrayéndose, en un batir silencioso con el Greeshka de detrás.

A mí se me revolvía el estómago, pero mis compañeros no parecían inmutarse. Habían visto esto antes.

—Ven —dijo Valcarenghi, encendiendo una linterna que había traído para incrementar la luz de las antorchas. La luz, paseándose por la red pulsante, daba la impresión de estar en un extraño bosque encantado. Valcarenghi dio un paso dentro de ese bosque. Con cautela, guiándose por la luz y apartando el Greeshka.

Gourlay lo siguió, pero yo titubeé. Valcarenghi se dio vuelta y sonrió.

—No te preocupes —dijo—. El Greeshka tarda horas en adherirse, y se desprende con facilidad. No se te pegará si lo tocas.

Yo hice acopio de todo mi coraje, avancé, y toqué uno de los filamentos vivientes. Era suave y húmedo, y daba una sensación viscosa. Pero eso era todo. Se rompía con facilidad. Caminé a través de él, estirando las manos y rompiendo la red al pasar. El policía caminaba en silencio detrás mío.

Cuando estuvimos en la parte más alejada de la red, al pie del gran Greeshka, Valcarenghi lo estudió un instante, y luego apuntó con su linterna.

—Mira —dijo—. Unión Final.

Miré. Su haz arrojaba un círculo de luz sobre una de las manchas negras, una tacha en la masa rojiza. Miré de más cerca. En el centro de la mancha, sólo se veía el rostro, y éste ya recubierto por una delgada película roja. Pero los rasgos eran inconfundibles: un anciano shkeen arrugado y de grandes ojos, ahora cerrados. Pero sonriente. Sonriendo.

Me acerqué. Un poco más abajo y a la derecha aparecían las puntas de unos dedos asomándose fuera de la masa. Pero eso era todo. La mayor parte del cuerpo había desaparecido, se había hundido en el Greeshka, disuelto o disolviéndose. El viejo shkeen estaba muerto, y el parásito estaba digiriendo su cuerpo.

—Cada una de las manchas oscuras es una Unión reciente —estaba diciendo Valcarenghi, moviendo la luz como un puntero—. Las manchas desaparecen con el tiempo, claro está. El Greeshka está creciendo: con rapidez. En otros cien años llenará esta cámara, e iniciará el ascenso por el pasaje.

Hubo un movimiento detrás nuestro. Miré hacia atrás. Alguien estaba entrando a través de la red.

Llegó hasta donde estábamos en seguida, y sonrió. Una vieja mujer shkeen, desnuda y con los pechos colgando por debajo de la cintura, Unida, por supuesto. Su greeshka cubría la mayor parte de su cabeza y colgaba aun más abajo que los pechos. Todavía estaba brillante y transparente por el tiempo pasado al sol. Se podía ver a través de ella, hasta donde estaba comiéndole la piel de la espalda.

—Un candidato para la Unión Final —dijo Gourlay.

—Ésta es una caverna popular —agregó Valcarenghi en voz baja y sarcástica.

La mujer no nos habló, ni nosotros a ella. Sonriendo, pasó delante de nosotros. Y se acostó en el Greeshka.

El pequeño greeshka, el que le roía la cabeza, pareció disolverse al contacto con el otro, integrándose en la gran criatura de la cueva, de modo que la mujer shkeen y el gran Greeshka quedaban unidos como uno solo. Luego de eso, nada. Ella sólo cerró los ojos y yació, tranquilamente, aparentemente dormida.

—¿Qué está sucediendo? —pregunté.

—La Unión —dijo Valcarenghi—. Pasará una hora antes que se perciba algún cambio, pero el Greeshka se está cerrando sobre ella desde ahora, deglutiéndola. Dicen que es una respuesta al calor de su cuerpo. En un día quedará enterrada. En dos, como él.

La luz volvió sobre la cara semidisuelta, sobre nosotros.

—¿Puedes leerla? —sugirió Gourlay—. Tal vez eso nos diga algo.

—De acuerdo —dije, con repulsión pero curioso. Me abrí, y la borrasca mental me golpeó.

Tal vez sea incorrecto llamarla borrasca mental. Era inmensa y pasmosa; intensa, abrasadora, cegadora y sofocante. Pero también pacífica, y amable, con una amabilidad que era más violenta que el odio humano. Sonaban suaves chillidos y cantos de sirena, me atraían seductoramente, y me sumergían en olas de pasión carmesí, y me llevaban hacia él. Me llenaba y me vaciaba al mismo tiempo. Y escuché en algún sitio las campanas, golpeando su canción de bronce, una canción de amor, de renuncia y de sentimiento de estar todos estrechamente juntos, de unión y de no estar nunca solos.

Una tormenta, sí, una borrasca mental, eso es lo que era. Pero era a una borrasca ordinaria, lo que una supernova es a un huracán, y su violencia era la violencia del amor.

Esa borrasca mental me amaba, me quería, y sus campanas tocaban para mí, cantando su amor, y yo tendía hacia ellas y las tocaba, deseando estar con ellos, vincularme, queriendo no estar solo nunca-más. Y de pronto me encontraba en la cresta de una gran ola otra vez, una ola de fuego que bañaba las estrellas para siempre, y esta vez yo sabía que la ola no terminaría nunca, que esta vez no estaría otra vez solo sobre una llanura extraña.

Pero con esa frase pensé en Lya.

Y de pronto estaba luchando, combatiéndola, batallando contra el mar de absorbente amor. Corrí, corrí, corrí, CORRÍ… y cerré las puertas de mi mente martillando el pestillo y dejando que la tormenta golpease bramando contra ella mientras yo la aguantaba con todas mis fuerzas, resistiendo. Pero la puerta comenzó a combarse y a ceder.

Yo grité. La puerta se abrió de golpe, y la tormenta penetró ruidosamente asaltándome, envolviéndome y llevándome fuera. Partí hacia las frías estrellas pero éstas ya no eran frías, y yo crecía más y más hasta que yo era las estrellas y ellas eran parte de mí, y yo era Unión, y por un único y fugaz instante solitario, yo era el Universo.

Luego nada.

Me desperté de nuevo en mi habitación, con una jaqueca que se empeñaba en partirme el cráneo en trozos. Gourlay estaba sentado en una silla, leyendo uno de nuestros libros. Levantó la vista cuando me quejé.

Las píldoras para el dolor de cabeza de Lya todavía estaban en la mesita de noche.

Tomé una, apurado, y luego luché por incorporarme en la cama.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Gourlay.

—Jaqueca —dije, masajeándome la frente. Ésta palpitaba, como si estuviese a punto de estallar. Peor que la vez que escudriñé en el dolor de Lya—. ¿Qué pasó?

Gourlay se levantó.

—Nos pegó un buen susto. Después de empezar a leer, de pronto se puso a temblar.

Luego caminó directamente hacia el maldito Greeshka, gritando. Dino y el sargento tuvieron que arrastrarlo fuera. Usted estaba pisando dentro de la cosa, hasta las rodillas.

Tenía espasmos, qué cosa extraña. Dino tuvo que golpearle para sacarlo fuera.

Movió la cabeza, y se dirigió a la puerta.

—¿A dónde va? —pregunté.

—A dormir —dijo—. He estado aquí unas ocho horas. Dino me pidió que lo observara hasta que volviera en sí. Pues bien, ya está hecho. Ahora trate de descansar, yo haré lo mismo. Hablaremos de ello mañana.

—Quiero hablar de ello hoy.

—Es tarde —dijo, mientras cerraba la puerta del dormitorio. Escuché sus pasos mientras se alejaba, y estoy seguro que escuché cerrarse la puerta de afuera. Alguien temía por los Talentos que pudiesen desaparecer durante la noche. Pero yo no iba a ninguna parte.

Me levanté y fui por un trago. Había Veltaar helado. Me serví un par de vasos, y comí un ligero snack. El dolor de cabeza comenzó a desvanecerse. Luego volví al dormitorio, apagué las luces y abrí los ventanales para que la luz de las estrellas pudiese entrar. Tras lo cual volví a dormir.

Pero no dormí, no de inmediato. Primero, la jaqueca, la increíble jaqueca que partía mi cabeza. Como la de Lya. Pero Lya no había pasado por lo mismo que yo. ¿O sí? Lya era un Talento mayor, mucho más sensible que yo, con un espectro mayor. ¿Podría aquella borrasca mental haberle llegado desde tan lejos, a través de kilómetros y kilómetros? ¿De noche tarde, mientras los humanos y los shkeen dormían y sus pensamientos se reducían? Tal vez. Y tal vez mis sueños recordados a medias fuesen pálidos reflejos de lo que ella misma había sentido esas mismas noches. Pero mis sueños habían sido agradables. Era despertar lo que me molestaba, despertar y no recordar.

Pero, ¿tuve este dolor de cabeza mientras dormía, o al despertar?

Other books

Trial by Fury (9780061754715) by Jance, Judith A.
Laura's Locket by Tima Maria Lacoba
Waltz Into Darkness by Cornell Woolrich
The World Swappers by John Brunner
The Stolen Voice by Pat Mcintosh
Trouble At Lone Spur by Roz Denny Fox