Una mañana de mayo (2 page)

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Authors: Anne Holt

Tags: #Intriga, policíaco

—Es curioso, se parece a ti —dijo Inger Johanne, y se agachó para acariciar las regordetas manos de la niña.

—Sólo en los ojos —dijo la otra—. Por el color. La gente siempre se deja engañar por los colores, y por los ojos.

Volvió a hacerse el silencio entre ellas.

En Washington DC, el aliento de la gente se dibujaba como un vapor gris en la chillona luz de enero. El
Chief Justice
recibió ayuda para retirarse, su espalda recordó a la de un hechicero en el momento en que lo condujeron con delicadeza hacia el interior del edificio. La Presidenta recién investida sonrió de oreja a oreja y se rebujó en el abrigo color rosa pálido.

Más allá de las ventanas de la calle Kruse, en Oslo, la oscuridad de la noche se estaba cerrando; las calles estaban húmedas y no había nieve.

Un curioso personaje entró en la habitación. Arrastraba marcadamente una de las piernas, como la caricatura de un bandido de una película vieja. Tenía el pelo seco y fino, y alborotado a los cuatro vientos. Las pantorrillas eran como dos rayas de lápiz entre el mandil y las zapatillas de andar por casa con cuadros escoceses.

—Esa cría tendría que estar ya dormida hace mucho —les medio reprendió sin entretenerse en mayores saludos—. En esta casa anda todo manga por hombro. Tiene que dormir en su propia cama, lo he dicho un porrón de veces. Anda, vamos, princesita.

Sin esperar respuesta ni de la mujer de la silla de ruedas ni de la niña, agarró a la cría, se la colocó sobre la cadera dolorida y volvió cojeando por donde había venido.

—Cómo me gustaría a mí tener un factótum como ella —suspiró Inger Johanne.

—Tiene sus ventajas y sus inconvenientes.

Volvieron a quedarse en silencio. Ahora la CNN alternaba entre los diversos comentaristas y cortes de imágenes del podio donde la élite política estaba a punto de capitular ante el frío y prepararse para la celebración más fastuosa de la investidura de un Presidente que jamás se hubiera visto en la capital norteamericana. Los demócratas habían alcanzado sus tres objetivos. Habían derrotado a un Presidente que se presentaba a la reelección, cosa que ya era toda una proeza, habían ganado con mayor margen del que nadie se había atrevido a esperar y, además, habían triunfado con una mujer a la cabeza. Nada de esto iba a pasar desapercibido; en la pantalla de la televisión brillaban las imágenes de las estrellas de Hollywood que, o bien ya estaban alojadas en la ciudad, o bien estaban por llegar esa misma tarde. Durante todo el fin de semana, la ciudad estaría enfrascada en las festividades y los fuegos artificiales. La
Madame Président
iría de fiesta en fiesta, recibiendo ovaciones y pronunciando interminables discursos de agradecimiento a sus colaboradores, y por el camino probablemente cambiaría incontables veces de atuendo. Entre tanto, tendría que ir premiando a quienes se lo merecían con puestos y posiciones, tendría que evaluar las aportaciones y las donaciones a la campaña, valorar la lealtad y calcular la eficiencia, decepcionar a muchos y alegrar a unos pocos, como habían hecho cuarenta y tres hombres antes que ella durante los 230 años de existencia de la nación.

—¿Se consigue dormir después de algo así?

—¿Disculpa?

—¿Crees que esta noche conseguirá dormir? —preguntó Inger Johanne.

—Qué rara eres —le sonrió la otra mujer—. Claro que dormirá. No se llega adonde está ella si no se duerme bien. Es una guerrera, Inger Johanne, no te dejes engañar por su esbelta figura y por sus ropas de mujer.

Cuando la señora de la silla de ruedas apagó la televisión se pudo oír una nana desde las profundidades del apartamento.

—Ai-ai-ai-ai-ai-Boff-Boff.

Inger Johanne ahogó una risa:

—Mis niñas se hubieran muerto de miedo con eso.

La otra maniobró la silla de ruedas hasta una mesita y cogió una taza. Le dio un sorbo, arrugó la nariz y volvió a dejar la taza.

—Me tendré que ir a casa —dijo Inger Johanne casi como una pregunta.

—Sí —dijo la otra—. Tendrás que irte.

—Muchas gracias por la ayuda. Por todo lo que me has ayudado durante estos meses.

—No hay gran cosa que agradecer.

Inger Johanne se restregó ligeramente las lumbares antes de colocarse la indomable melena detrás de las orejas y enderezarse las gafas con un fino dedo índice.

—Sí que lo hay —dijo.

—La verdad es que creo que vas a tener que aprender a vivir con toda esa historia. No se puede hacer nada contra el hecho de que esa mujer exista.

—Amenazó a mis hijas. Es peligrosa. Por lo menos al hablar contigo, y ver que me tomas en serio y que me crees…, me resulta más fácil de llevar.

—Ya ha pasado casi un año —dijo la mujer de la silla de ruedas—. El año pasado fue cuando la cosa se puso seria. Lo de este invierno…, sinceramente, creo que te está… tomando el pelo.

—¿Tomando el pelo?

—Está avivando tu curiosidad. Eres una persona muy curiosa, Inger Johanne. Por eso eres investigadora. Es la curiosidad la que te mete en investigaciones con las que, en realidad, no quieres tener nada que ver, hace que a toda costa tengas que llegar al fondo de la cuestión de lo que esta mujer quiere de ti. Fue tu curiosidad la que… te trajo hasta mí. Y es…

—Me tengo que ir —la interrumpió Inger Johanne, la boca se abrió en una rápida sonrisa—. No tiene sentido repasarlo todo una vez más. Pero gracias, en todo caso. Ya me apaño para encontrar la salida.

Se quedó quieta un momento. Cayó en la cuenta de lo hermosa que era aquella mujer. Era esbelta, rozando la delgadez. Tenía la cara ovalada, con unos ojos tan extraños como los de la niña: azules como el hielo, con una claridad casi carente de color, y con un ancho aro negro azabache rodeando el iris. Tenía una boca bonita y rodeada de diminutas y hermosas arrugas que delataban que como mínimo pasaba de los cuarenta. Iba elegantemente vestida, con un jersey de cachemira azul claro con escote de pico y con unos vaqueros que era probable que no hubiera comprado en Noruega. En torno al cuello llevaba un sencillo diamante de gran tamaño que se mecía levemente.

—¡Qué guapa estás, por cierto!

La mujer sonrió, casi cohibida.

—Supongo que nos veremos pronto —dijo, y luego maniobró la silla hacia la ventana y le dio la espalda a su invitada sin decirle adiós.

Capítulo 4

La nieve alcanzaba la altura de las rodillas sobre los grandes campos de cultivo. El hielo duraba ya mucho. Los árboles del boscaje que se extendía por el oeste estaban escarchados de hielo. Aquí y allá las raquetas atravesaban la endurecida superficie de la nieve, y por un momento el hombre estuvo a punto de perder el equilibrio. Al Muffet se detuvo e intentó recuperar el aliento.

El sol estaba a punto de ponerse detrás de los montes del oeste y sólo algún que otro graznido de los pájaros rompía el silencio. La nieve relumbraba con un tono rojizo bajo la luz del atardecer y el hombre con las raquetas siguió con la mirada a una liebre que salió saltando entre los árboles y que bajó correteando hacia el arroyo al otro lado del cercado.

Al Muffet inspiró tan hondo como pudo.

Nunca había tenido dudas sobre que aquello era lo correcto. Cuando murió su mujer y se quedó solo con tres hijas, de ocho, once y dieciséis años, le llevó pocos segundos entender que la carrera en una de las universidades más prestigiosas de Chicago no se dejaba compaginar con acarrear solo con la responsabilidad de cuidar a tres hijas; además, los problemas económicos le obligaron a trasladar a la familia a un lugar más tranquilo, en el campo.

Tres semanas y dos días después de que la familia se hubiera instalado en su nuevo hogar en Rural Route #4 en Farmington, Maine, dos aviones de pasajeros alcanzaron sendas torres de Manhattan. Justo después, otro avión se incrustó contra el Pentágono. Esa misma noche, Al Muffet cerró los ojos en un silencioso acto de agradecimiento por su previsión; ya como estudiante se había deshecho de su nombre original: Ali Shaeed Muffasa. Las hijas tenían nombres sensatos, Sheryl, Catherine y Louise, y afortunadamente habían heredado la nariz respingona de su madre y su pelo rubio ceniza.

Ahora, tres largos años más tarde, apenas pasaba un día sin que se regocijara en su vida campestre. Las niñas florecían y era sorprendente el poco tiempo que le había llevado a él recuperar el gusto por la actividad clínica. Su praxis era variada, una armónica combinación de animales pequeños y ganado: enclenques periquitos, perras parturientas y algún que otro toro bravo que precisaba una bala en la frente. Todos los jueves jugaba al ajedrez en el club y el sábado era el día fijo para ir al cine con las niñas. Los lunes por la noche solía jugar un par de sets de
squash
con el vecino, que tenía una pista en un granero reformado. Los días se sucedían en un flujo constante de satisfecha monotonía.

Sólo los domingos, la familia Muffet se distinguía de los demás habitantes de la pequeña ciudad de provincias. Ellos no iban a la iglesia. Hacía mucho que Al Muffet había perdido el contacto con Alá y no tenía la menor intención de adherirse a un nuevo dios. Al principio aquello provocó reacciones diversas: preguntas veladas en las reuniones de padres y comentarios ambiguos en la gasolinera o en el puesto de las palomitas de maíz del cine, los sábados por la noche.

No obstante, también eso se pasó con el tiempo.

Todo se supera, pensó Al Muffet mientras se afanaba por desenterrar el reloj de pulsera entre el guante y el plumón. Tenía que apresurarse. La más joven de las niñas iba a hacer hoy la cena y sabía por experiencia que convenía estar presente durante el proceso. En caso contrario, se encontraba con una cena magnífica y con el armario de las
delicatessen
medio vacío. La última vez, Louise les había servido una cena de cuatro platos, en un simple lunes, con
foie gras
y un
risotto
con trufas auténticas, seguido de asado, un venado de la caza del otoño que en realidad guardaba para la cena navideña que organizaba todos los años para los vecinos.

El frío arreciaba una vez que se ponía el sol. Se quitó los guantes y puso las palmas de las manos contra las mejillas. Al cabo de unos segundos empezó a descender con los pesados y largos pasos de las raquetas, que con el tiempo había llegado a dominar.

Había preferido no ver la investidura de la Presidenta, pero no porque le molestara demasiado. Aunque cuando Helen Lardahl Bentley penetró la esfera pública unos diez años antes, se horrorizó. Recordaba con desagradable claridad aquella mañana en Chicago, estaba en cama con gripe, zapeando a través de la fiebre. Helen Lardahl, tan distinta a como él la recordaba, pronunciaba un discurso en el senado. Ya no llevaba gafas. Las redondeces que la habían caracterizado hasta bien entrada la veintena habían desaparecido. Sólo los gestos, como el resuelto movimiento oblicuo con la mano abierta, con el que cortaba el aire para subrayar algún aspecto de lo que decía, lo convencieron de que se trataba de la misma mujer.

«Cómo se atreve», pensó entonces.

Después, poco a poco, se había ido acostumbrando.

Al Muffet volvió a detenerse e inspiró el aire frío hasta las profundidades de los pulmones. Ya había alcanzado el arroyo, donde el agua seguía corriendo bajo una tapadera de hielo claro como el cristal.

La mujer debía de confiar en él, así de sencillo. Debió de elegir confiar respecto a la promesa que le hizo una vez, hacía ya toda una vida, en otro tiempo y en un lugar completamente distinto. Desde su posición no podría costarle mucho averiguar que él seguía con vida y que vivía en Estados Unidos.

A pesar de ello se dejaba elegir como la líder mundial más poderosa del mundo, en un país donde la moral era una virtud y la doble moral una virtud por necesidad.

Cruzó el arroyo y trepó por encima del borde de nieve del camino. Tenía el pulso tan acelerado que le pitaban los oídos. «Ha pasado tanto tiempo», pensó, y se quitó las raquetas. Cogió una con cada mano y empezó a correr por el estrecho camino invernal.


We got away with it
—susurró al compás de sus propios pasos—. Se puede confiar en mí. Soy un hombre de honor.
We got away with it.

Iba muy retrasado. Probablemente, en casa se encontraría con una cena de ostras y una botella de champán abierta. Louise diría que era una celebración, un homenaje a la primera mujer que ocupaba la presidencia del país.

Lunes, 16 de Mayo de 2005

CUATRO MESES MÁS TARDE

Capítulo 1

—Es una fecha endemoniada ¿Quién cojones la ha elegido?

El jefe del Servicio de Seguridad de la Policía, SSP, se pasó la mano por sus mechones de pelo rojo.

—Lo sabes muy bien —respondió una mujer algo más joven que miraba con los ojos entornados una anticuada pantalla de televisión que se balanceaba sobre lo alto de un archivador en el rincón; los colores estaban empalidecidos y una raya negra vacilaba a través de la parte baja de la imagen—. Fue el propio primer ministro. Una buena ocasión, ya sabes. Mostrar el viejo país de origen en toda la magnificencia del nacional-romanticismo.

—Borracheras, diabluras y basura por todas partes —bramó Peter Salhus—. No me parece muy romántico. El Día Nacional
[1]
siempre es un infierno. ¿Y cómo cojones —la voz pasó a falsete mientras miraba el televisor— tienen pensado que consigamos cuidar a la señora?

La
Madame Président
estaba a punto de poner los pies sobre tierra noruega. Delante de ella iban tres hombres vestidos con abrigos oscuros. Los característicos auriculares se veían perfectamente. A pesar de la capa de nubes bajas, todos ellos llevaban gafas de sol, como si estuvieran parodiándose a sí mismos. Detrás de la Presidenta, bajando por las escaleras del Air Force One, venían sus hermanos gemelos: igual de grandes, igual de oscuros e impasibles.

—Da la impresión de que ellos mismos se pueden encargar del trabajo —dijo Anna Birkeland con sequedad—. Por otra parte, espero que nadie más escuche tu… pesimismo, por decirlo así. La verdad es que estoy un pelín preocupada. Tú no sueles…

Se interrumpió a sí misma y Peter Salhus también calló, con los ojos fijos en la pantalla del televisor. El violento exabrupto no le pegaba. Al contrario; cuando dos años antes le nombraron jefe de vigilancia, fue precisamente la calma y el carácter amable del hombre los que posibilitaron que alguien con un pasado en el Ejército fuera aceptado como jefe de un servicio cuya historia estaba repleta de vergonzosas cicatrices. Las airadas protestas de la izquierda se calmaron un poco cuando Salhus pudo mostrar un pasado en las juventudes socialistas. Entró en el Ejército con diecinueve años para «desenmascarar el imperialismo norteamericano», como explicó sonriente en una entrevista que retransmitieron por la televisión. Cuando luego cambió de tercio y durante minuto y medio justificó su labor con gran seriedad y trazó una imagen amenazante que la mayoría podía reconocer, el asunto estuvo prácticamente resuelto. Peter Salhus cambió el uniforme por el traje y se mudó a los locales del SSP, si no por aclamación, al menos con apoyo político transversal. Caía bien a sus empleados y era respetado por sus colegas extranjeros. Con su corte de pelo militar de pocos milímetros y su barba canosa, despertaba una confianza masculina y antigua. Aunque resultara paradójico, Peter Salhus era un jefe de vigilancia bastante popular.

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