Una mañana de mayo (24 page)

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Authors: Anne Holt

Tags: #Intriga, policíaco

—Me voy a la cama —dijo Inger Johanne—. ¿Te vas a quedar levantada?

—Sí —dijo Hanne—. Al menos hasta que tú te despiertes. Seguro que cabeceo un poco aquí en la silla, pero tengo muchísimo que leer.

—Hasta que se despierte Ragnhild —la corrigió Inger Johanne, que volvió a bostezar mientras se dirigía, con las zapatillas que le habían prestado, a la cocina para coger agua.

Se detuvo en la puerta.

—Hanne —dijo en voz baja.

—¿Sí?

No se giró en la silla. Seguía sin apartar la vista de las danzarinas llamas. Se había servido más vino y alzó su copa.

—¿Por qué estás tan empeñada en que no avisemos a nadie de que está aquí?

Hanne dejó la copa y giró muy despacio la silla hacia Inger Johanne. La habitación estaba a oscuras, aparte de la hoguera y los restos del anochecer de mayo que aún presionaba tercamente las ventanas. Su rostro parecía aún más escuálido entre las sombras y los ojos desaparecían.

—Porque se lo he prometido —dijo Hanne—. ¿No lo recuerdas? Le estreché la mano. Y luego se desmayó. Lo que se promete, se promete. ¿Estás de acuerdo?

Inger Johanne sonrió.

—Sí —dijo—. En eso, por lo menos, estamos de acuerdo.

Capítulo 31

En la costa Este de Estados Unidos eran exactamente las seis de la tarde.

A la hija menor de Al Muffet, Louise, le habían dejado hacer la comida. En su opinión había que celebrar la llegada del tío. Después de la muerte de la abuela paterna, casi no habían tenido contacto con la familia del padre, y Louise había insistido. Al cerró los ojos y rezó en silencio a todos los dioses de la cocina cuando la vio abrir una y otra vez el armario de las
delicatessen.

Primero usó el hígado de oca.

Luego cogió el último bote de caviar ruso, de una partida que le había regalado una familia que estaba de vacaciones, después de que curara a su cachorro de estreñimiento.

—Louise —dijo en voz baja—, no hace falta que uses toda la comida que tenemos. Frena un poco, por favor.

La chiquilla puso gesto de ofendida.

—Aunque a ti no te haga demasiada ilusión eso de la familia, a mí me parece que es ocasión de soltarse la melena, papá. ¿Y a quién le vamos a servir estas cosas si no las podemos usar estando aquí mi tío? ¡Mi tío, papá! ¡Mi tío carnal!

Al Muffet resopló.

—Recuerda que es musulmán —murmuró—. No uses nada con carne de cerdo.

—Anda que tú, que te vuelven loco las costillas de cerdo. Vergüenza tendría que darte.

Le encantaba que se riera. Tenía la risa de su madre, lo último que le quedaba a Al Muffet de su mujer. Cuando cerraba los ojos e intentaba reproducir su imagen, sólo veía la escuálida figura en la que se convirtió durante los últimos meses de su vida. Nada más. Se le había borrado su rostro. Lo único que era capaz de percibir era el recuerdo del vago aroma de un perfume que él le había regalado cuando se comprometieron y que desde entonces ella siempre usó. Y luego su risa. Era melodiosa y cantarina, como el sonido de las campanas. Louise la había heredado y, de vez en cuando, Al Muffet hacía el payaso o le contaba un chiste, sólo para poder cerrar los ojos y escucharla.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Fayed desde el vano de la puerta—. ¿Eres tú la chef de la familia?

Fue hasta el banco de la cocina y le revolvió el pelo a Louise. Ella sonrió, agarró una berenjena y se puso a cortarla con mano diestra.

«A mí nunca me deja revolverle el pelo —pensó Al Muffet—. No se trata así a una chica de doce años, Fayed, ¿no ves que se comporta como una pequeña adulta? Al menos si apenas la conoces.»

—Tienes unas chicas estupendas —dijo Fayed dejando una botella de vino sobre la rústica mesa de roble que estaba en medio de la habitación—. Pensé que esto te podría gustar. ¿Dónde están Sheryl y Catherine?

—Sheryl tiene veinte años, se independizó el año pasado.

—Ah —dijo Fayed con ligereza, y tuvo que dar un paso a un costado para recuperar el equilibrio cuando abrió un cajón—. ¿Hay algún sacacorchos por aquí?

A Al le parecía percibir un ligero olor a alcohol. Cuando Fayed se dio la vuelta, hubiera jurado que tenía los ojos húmedos y la boca floja.

—¿Bebes? —preguntó—. Yo creía que…

—Casi nunca —lo interrumpió Fayed; carraspeó, como si quisiera recobrar el dominio de sí mismo—. Pero en un día como éste… Ya veo que quieres que lo celebremos en serio. Estoy de acuerdo contigo. He traído unos regalos para las chicas. Podemos abrirlos por la tarde. ¡De verdad que es un gusto veros a todos!

—Bueno, en realidad, por ahora sólo nos has visto a nosotros dos —dijo Al abriendo un cajón—. Pero Catherine está al caer. Le dije que comeríamos sobre las seis y media. Esta tarde tenía un partido. Supongo que ya habrán acabado.

El sacacorchos estaba enganchado en la batidora. Finalmente consiguió separar las herramientas y le tendió el sacacorchos a su hermano.

—¿Qué me dices? —dijo Fayed risueño, y cogió el instrumento—. Mi sobrina está jugando un partido, ¿y no me has dicho nada? ¿Podríamos haber ido a verla? A mis hijos no les interesan esas cosas. —Negó con la cabeza haciendo una mueca de desagrado—. A ninguno de ellos. No tienen el más mínimo espíritu competitivo, ninguno de ellos.

Louise sonrió un poco cohibida.

Fayed abrió la botella y buscó copas con la mirada. Al abrió un armario y sacó una, que dejó sobre la mesa de roble.

—¿Tú no quieres? —preguntó Fayed, sorprendido.

—Es miércoles, y mañana me levanto temprano.

—Sólo una copa —le rogó Fayed—. Por Dios, ¡una copa no te va a sentar mal! ¿No te alegras de verme?

Al tomó aire. Luego cogió otra copa y la dejó junto a la primera.

—Esto —dijo, señalando un par de centímetros por encima del fondo—. ¡Para!

Fayed se sirvió generosamente a sí mismo y alzó la copa.

—Un brindis por nosotros —dijo— ¡Por la reunificación de la familia Muffasa!

—Nosotros nos llamamos Muffet —dijo Louise sin mirar a su tío.

—Muffet, Muffasa.
Same thing!

Bebió.

«Estás borracho —pensó Al, sorprendido—. Tú, que de nosotros eres el religioso, ¡y que no te has tomado nunca ni una cerveza con los amigos, de repente apareces de la nada, después de no haber dado señales de vida en tres años, y te emborrachas con alguna cosa que ni siquiera te he servido yo».

—Ya podemos sentarnos —dijo Louise.

Parecía sentir timidez, cosa que nunca solía pasarle. Era como si de pronto hubiera entendido que su tío no estaba completamente en sus cabales. Cuando se agachó hacia ella para acariciarle la espalda, se retiró con una sonrisa cohibida.

—Adelante —dijo señalando el salón.

—¿No deberíamos esperar a Catherine? —preguntó Al, y le dirigió un gesto tranquilizador a su hija—. Debe de estar a punto de llegar.

—Ya estoy en casa —dijo alguien que dio un fuerte portazo—. ¡Hemos ganado! ¡Yo he logrado un
home run
!

Fayed se llevó la copa al salón.

—Catherine —dijo en tono cariñoso; se detuvo para ver bien a su sobrina.

La quinceañera se paró en seco. Saludó con la cabeza al hombre que era exactamente igual a su padre, a excepción de la mirada, que era húmeda y difícil de interpretar. Además llevaba un bigote que no le gustaba, un espeso mostacho con las puntas húmedas. Parecían pequeñas flechas que señalaban su boca y le ocultaban el labio superior.

—Hola —dijo ella en voz baja.

—Ya te dije que quizás el tío Fayed se pasaría hoy por aquí —dijo Al fingiendo alegría—. ¡Y aquí está! Vamos a sentarnos. Louise se ha encargado de la comida, y ha salido como corresponde.

Catherine sonrió con precaución.

—Sólo voy a dejar las cosas en mi cuarto y a lavarme las manos —dijo, y subió las escaleras hacia el segundo piso de cuatro zancadas.

Louise llegó desde la cocina con dos platos en las manos, y otros que hacían equilibrios sobre sus delgados antebrazos.

—Mira —dijo Fayed—. ¡Una auténtica profesional!

Se sentaron. Catherine bajó desde el segundo piso con la misma agilidad con la que había subido. Llevaba el pelo corto, tenía una cara hermosa y fuerte, y los hombros anchos.

—Así que juegas al fútbol —dijo Fayed bastante superfluamente, y se metió el primer trozo de paté de ganso en la boca—. Tu padre jugaba al baloncesto. En sus tiempos. ¡De eso sí que hace años! ¿Verdad, Ali?

Nadie había llamado Ali al padre desde que murió la abuela. Las chicas intercambiaron miradas, Louise ahogó la risa tras una mano extendida. Al Muffet murmuró algo inaudible que pretendía detener la charla sobre su miserable carrera atlética.

Fayed vació la copa. Louise iba a levantarse para ir a buscar la botella a la cocina, pero su padre la detuvo poniéndole la mano en el muslo.

—El tío Fayed ya no quiere más vino —dijo con suavidad—. Aquí hay agua fría.

Sirvió agua en un gran vaso y se lo pasó a su hermano, que estaba al otro lado de la mesa.

—Hombre, puedo beber un poco más de vino —sonrió Fayed sin tocar el agua.

—Yo creo que no —dijo Al clavándole la mirada.

Algo iba muy mal. Que Fayed bebiera, como es natural, podía deberse a que había cambiado durante los años que no se habían visto. Pero no era muy plausible. Además daba la impresión de que no lo toleraba muy bien. Aunque era evidente que había tomado algo antes de entrar en la cocina, la única copa de vino que había bebido con ellos lo había emborrachado ostensiblemente. Fayed no estaba acostumbrado a beber. Al no conseguía imaginarse por qué lo estaba haciendo ahora.

—No —dijo Fayed en voz alta, y rompió la tensión de la situación—. Tienes toda la razón. No más vino para mí. Es bueno en dosis pequeñas, pero
peligrooooso
en grandes.

Al decir «peligroso», agitó el dedo índice exageradamente señalando a sus sobrinas, que estaban sentadas en los costados estrechos de la mesa.

—¿Qué tal está la familia? —preguntó Al sin dejar de comer.

—Ay, la familia… —Fayed empezó a comer otra vez, masticaba despacio como si tuviera que concentrarse para atinar en la comida con los dientes—. Bien, supongo. Sí, claro. En la medida en que se pueda decir que alguien en este país está bien. Con nuestros orígenes étnicos, quiero decir.

Al se puso de inmediato en guardia. Dejó el cuchillo y el tenedor sobre el plato y apoyó los codos sobre la mesa para inclinarse hacia delante.

—Nosotros no tenemos problemas —dijo, sonriendo a sus hijas.

—Y yo tampoco estoy hablando de gente como tú —dijo Fayed, que esta vez vocalizó con más claridad.

Al quería rebatirle, pero no delante de las chicas. Preguntó si habían acabado todos con el aperitivo y empezó a recoger los platos usados. Louise lo acompañó a la cocina.

—¿Está enfermo? —preguntó susurrando—. Es como muy raro. Tan…
imprelisible,
de algún modo.

—Imprevisible —la corrigió su padre en voz baja—. Siempre lo ha sido. Pero no le juzgues con demasiada dureza, Louise. No lo ha tenido tan fácil como nosotros.

«Fayed nunca ha superado lo del 11-S —pensó—. Estaba subiendo en la jerarquía de un sistema exigente y bien pagado. Después de la catástrofe pegó un frenazo. Por poco no le dejan conservar el puesto de directivo medio que tenía. Fayed está amargado, Louise, y tú eres demasiado joven para enfrentarte a la amargura.»

—En realidad es bueno —dijo sonriendo a la hija—. Y como has dicho tú, es tu tío carnal.

Volvieron al salón, cada uno de ellos llevaba dos platos con exquisito caviar ruso y ajos chalotes cultivados en su propio huerto.

—… y nunca han conseguido hacer nada con esa injusticia. Y nunca lo conseguirán.

Fayed negó con la cabeza y se llevó un dedo a la sien.

—¿De qué estáis hablando? —preguntó Al.

—De los negros —respondió Fayed.

—Afroamericanos —dijo Al—. Te refieres a los afroamericanos.

—Llámalos como quieras. Dejan que se aprovechen de ellos. Están hechos así, ya sabes. Nunca conseguirán levantar cabeza.

—En esta casa no se permite decir ese tipo de cosas —dijo Al con calma, y colocó un plato delante del invitado—. Propongo que cambiemos de tema.

—Es genético —dijo Fayed, impasible—. Los esclavos tenían que ser fuertes y trabajadores, pero no pensar demasiado. Si había alguno listo entre los negros de África, lo dejaron libre. El material genético de los que trajeron del otro lado del océano hace que no sirvan más que para el deporte. Y para ser gánsteres. Nosotros somos distintos. Nosotros no tenemos por qué conformarnos con la mierda.

¡Pang!

Al Muffet estampó su propio plato en la mesa y éste reventó.

—Ahora te vas a callar la boca —le espetó—. Nadie, ni siquiera mi propio hermano, tiene mi permiso para decir chorradas como ésa. Aquí no. Ni en ningún otro sitio. ¿Lo entiendes? ¿Lo entiendes?

Las chicas estaban completamente rígidas, sólo se les movían los ojos, que iban del tío al padre y viceversa. Incluso
Freddy,
el pequeño terrier que estaba atado en el jardín y solía ladrar sin pausa durante cualquier comida en la que no le dejaran participar, estaba callado.

—Quizá deberíamos comer —dijo al final Louise, la voz era más suave de lo normal—. Papá, puedes tomarte el mío. En realidad no me gusta mucho el caviar. Además, a mí me parece que tanto Condoleezza Rice como Colin Powell son muy listos, la verdad. Aunque no esté de acuerdo con ellos, porque yo soy demócrata. —La niña sonrió con cuidado, y ninguno de los hombres dijo nada—. Toma. —Le tendió un plato a su padre.

—Tienes razón —dijo por fin Fayed, que se encogió de hombros, podía parecer una disculpa—. Cambiemos de tema.

Sin embargo, no era tan fácil. Permanecieron bastante tiempo comiendo en silencio. Si el padre hubiera mirado a Louise, se hubiera fijado en las lágrimas que colgaban de sus pestañas y en el leve temblor de su labio inferior. A Catherine, en cambio, la situación parecía resultarle muy interesante. Miraba ininterrumpidamente a su tío, como si acabara de entender lo que hacía allí.

—Os parecéis un montón —dijo de pronto—. Si no se tiene en cuenta el bigote, quiero decir.

Los dos hombres terminaron levantando la vista del plato.

—Eso nos han dicho desde que éramos pequeños —dijo el padre, cogiendo un trozo de pan para rebañar los últimos restos de la comida—. Y eso a pesar de la diferencia de edad.

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