Una mañana de mayo (28 page)

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Authors: Anne Holt

Tags: #Intriga, policíaco

Helen nunca lo había olvidado.

El 19 de agosto de 1998, Bill Clinton admitió haber engañado a todo el mundo, incluida su esposa. Un par de semanas más tarde, Helen se encontró por casualidad con Hillary Clinton, en un pasillo del ala oeste de la Casa Blanca. La primera dama acababa de volver de Martha's Vineyard, donde la familia se había refugiado durante aquella época terrible. Se había detenido, había cogido su mano y la había estrechado entre las suyas, igual que durante su primer encuentro muchos años antes. A Helen no se le ocurrió otra cosa que decir:


I'm sorry, Hillary. I'm trully sorry for you and Chelsea.

La señora Clinton no dijo nada. Tenía los ojos enrojecidos y la boca le temblaba. Se forzó a sonreír, asintió con la cabeza y soltó su mano, antes de seguir su camino, erguida y orgullosa, con una mirada que se enfrentaba a cualquiera que se atreviera a mirarla.

Helen Lardahl Bentley nunca había olvidado el consejo de la esposa del presidente, pero no lo había seguido. Helen no podía vivir sin confiar en nadie. Y desde luego no podía embarcarse en el largo camino hacia la presidencia de Estados Unidos sin confiar plenamente en un puñado de colaboradores, un grupo exclusivo de buenos amigos que querían su bien.

Warren Scifford había sido uno de ellos.

Siempre le había creído. Pero mentía. La había traicionado y la mentira era más grande que ella misma.

Porque no debería saber lo que decía en la carta que sabían los troyanos. Nadie lo sabía. Ni siquiera Christopher. Era su secreto, su carga, y la había llevado durante más de veinte años.

Todo el asunto era completamente incomprensible y sólo el pánico, ese miedo atroz y paralizante que la invadió cuando Jeffrey Hunter le enseñó la carta, le había impedido darse cuenta en ese momento.

Warren mentía. Algo iba mal.

Nadie podía saberlo.

Tenía la sensación de tener los dientes cubiertos por una piel de terciopelo, y tenía mal sabor de boca. Miró a su alrededor en el baño. Entonces lo vio, junto al espejo. Hanne Wilhelmsen le había sacado un vaso, con un cepillo de dientes nuevo y un tubo de pasta dentífrica medio lleno. Tuvo dificultades para romper el plástico transparente y se cortó, pero consiguió sacar el cepillo.

La presidenta Bentley mostró los dientes en el espejo.


You bastard
—murmuró—. ¡Que te lleve el diablo, Warren Scifford! ¡Hay un sitio especial en el infierno para la gente como tú!

Capítulo 2

Warren Scifford se sentía realmente mal.

Palpó en la oscuridad buscando el teléfono móvil, que tocaba una versión mecánica de algo que imitaba el canto de un gallo. El jaleo no se acallaba. Azorado, se incorporó en la cama. Se le había vuelto a olvidar correr las cortinas antes de acostarse, pero el albor al otro lado de la ventana no le proporcionaba información sobre la hora que era.

El canto del gallo aumentó de volumen y Warren maldijo mientras rebuscaba por la mesilla. Por fin vio el teléfono. La pantalla indicaba las 05.07. Debía de haberse caído al suelo durante las escasas tres horas de sueño que había tenido. No podía entender que se hubiera equivocado así al poner la alarma. La idea era despertarse a las siete y cinco.

Falló un par de veces antes de conseguir apagar el teléfono. Abatido, se volvió a tumbar en la cama. Cerró los ojos, pero enseguida se dio cuenta de que no podría dormir. Sus pensamientos colisionaban y daban vueltas en un caos que le imposibilitaría dormir. Se levantó resignado, se metió en la ducha y permaneció allí casi un cuarto de hora. Si no podía descansar, al menos debía lavarse hasta alcanzar una especie de vigilia.

Se secó y se puso unos calzoncillos y una camiseta.

Le llevó poco tiempo instalar la oficina portátil. No encendió la lámpara del techo y cerró las cortinas. La lámpara de la mesilla y la del escritorio le proporcionaban luz suficiente para trabajar. Cuando todo estuvo listo, llenó el hervidor de agua y se reclinó contra la estantería mientras esperaba a que el agua hirviera. Por un momento pensó en tomar café, pero parecía tan viejo y tan carente de aroma que en su lugar cogió una bolsita de té y la soltó dentro de una taza que llenó hasta el borde con agua hirviendo.

Ningún correo electrónico nuevo.

Echó la vista atrás e intentó calcular. Se acostó sobre las dos de la mañana, es decir, alrededor de las ocho de la tarde en Washington DC. Así que allí ya eran las once. Todo el mundo estaba trabajando a pleno rendimiento y nadie le había mandado nada en cuatro horas.

Intentó tranquilizarse diciéndose a sí mismo que estarían durmiendo.

Pero no lo consiguió. Era cada vez más evidente que le estaban dejando de lado. A medida que pasaba el tiempo sin que apareciera la presidenta, el papel de Warren Scifford se iba debilitando. A pesar de que todavía era el responsable de la comunicación con la Policía local, era evidente que la actividad en la embajada de la calle Drammen había bajado de intensidad sin que nadie le informara plenamente. Los detectives operativos del FBI, que habían llegado a Noruega pocas horas después de él, eran los reyes del mambo. Vivían en la embajada. Les habían proporcionado tecnología que hacía que su pequeña oficina con varios teléfonos móviles y un ordenador encriptado pareciera una triste donación a un museo técnico.

Les importaba un bledo la Policía noruega.

De todos modos, algunos seguían acudiendo a las reuniones para las que él procuraba encontrar hueco varias veces al día, en un intento de coordinar las iniciativas de los norteamericanos con lo que iba encontrando la Policía noruega, ya fueran pistas o teorías. Cuando los informó de que había sido encontrado el cadáver de Jeffrey Hunter, al menos le dedicaron algo que podía parecerse a la atención. Por lo que le había hecho entender el embajador, siguió una mínima crisis diplomática en torno a la entrega de los restos mortales del hombre.

Los noruegos querían quedárselo para investigarlo, pero en Estados Unidos simplemente no lo aceptaron.

—A mí me importa una mierda —susurró Warren Scifford restregándose la cara.

Se lo había advertido al embajador Wells.

—Se van a poner hechos una furia cuando se den cuenta de lo que os traéis entre manos —le había dicho Warren cuando se reunieron el día antes en la embajada—. Es cierto que tienen un gobierno favorable a Estados Unidos, pero por lo que tengo entendido éste es un país donde la oposición es fuerte. Son bastante testarudos, ya me lo advertiste, pero desde luego no son idiotas. No podemos…

El embajador lo había interrumpido con una mirada gélida y una voz que hizo callar a Warren:

—Soy yo quien conoce este país, Warren. Yo soy el representante de Estados Unidos en Noruega. Tengo tres reuniones diarias con el ministro de Asuntos Exteriores. El Gobierno de este país está constantemente informado de todo lo que hacemos. De todo lo que hacemos.

Era una mentira flagrante y ambos lo sabían.

Warren le dio un sorbo al té. No tenía mucho sabor, pero al menos estaba caliente, al igual que la habitación. Demasiado caliente. Se acercó al termostato de la pared para intentar bajar la temperatura. Nunca había acabado de entender el sistema Celsius. El interruptor marcaba 25 grados, y era obvio que era demasiado. Tal vez 15 fuera mejor. Puso la mano frente al filtro en la pared y el aire bajó de inmediato de temperatura.

Vaciló un momento antes de volver a apagar el ordenador. Tenía dos documentos sobre su escritorio. Uno de ellos era tan grueso como un libro. El otro apenas tenía veinte páginas. Cogió los dos, apiló todos los cojines que encontró en el cabecero de la cama y se acostó.

Primero ojeó el informe secreto sobre el estado de la investigación, que tenía más de doscientas páginas y no le había sido enviado por correo electrónico codificado como estaba acordado. Cuando se enteró por casualidad de su existencia, al escuchar retazos de una conversación en el cuartel general de la embajada, tuvo que pelearse para que le dieran una copia. Conrad Victory, un agente especial de sesenta años, que dirigía las fuerzas de la embajada, opinaba que a Warren no le hacía falta el documento. En situaciones como éstas operaban estrictamente según una
need-to-know policy,
cosa que Warren, con su experiencia, debía de entender sin problemas. Su papel consistía en hacer de enlace entre la Policía estadounidense y la noruega. El mismo se había quejado de lo difícil que era resistirse a la presión de los noruegos para tener acceso a la información de la que disponían los norteamericanos. Cuanto menos supiera, menos le podría dar la lata la Policía de Oslo.

Sin embargo, Warren no se rindió. Al ver que no le quedaba otro remedio, no evitó subrayar su cercana relación personal con la presidenta. Entre líneas, evidentemente. Pero funcionó. Por fin.

Se había arrojado a la cama a las dos de la mañana y apenas había mirado el documento hasta ese momento.

La lectura lo estaba asustando.

La intensa caza de los secuestradores de la presidenta indicaba cada vez más claramente que la desaparición iría seguida de una agresión terrorista de grandes dimensiones. Ni el FBI ni la CIA ni ninguna de las demás organizaciones bajo el abanico de
Homeland Security
estaban dispuestos a emplear el nombre que la BS-Unit de Warren Scifford le había dado al potencial ataque: «Troya».

Todavía no se atrevían a darle nombre alguno.

Ni siquiera se atrevían a estar seguros de que iba a ocurrir.

El problema era que nadie sabía contra quién o qué iría dirigido el ataque. La información de la que disponía era enorme, en lo referente a la cantidad de pistas e informes, especulaciones y teorías. Pero era considerablemente fragmentaria, confusa y contradictoria.

Podía tratarse de una conspiración del terrorismo islamista.

Lo más probable era que se tratara de una conspiración del terrorismo islamista.

Tenía que ser el terrorismo islamista.

Los informes indicaban que las autoridades tenían controlados a todos los criminales y agresores potenciales, además de a los terroristas en activo; en la medida en que se pudiera usar la palabra «control» en ese contexto. Pero también en los grupos de ciudadanos norteamericanos retorcidos y fanáticos, había siempre una amenaza latente, como bien demostró el veterano del Golfo y fanático de las armas Timothy McVeigh, que en 1995 mató a 168 personas con una bomba en Oklahoma City. El problema era que no había el más mínimo indicio de actividad extraordinaria en los grupos ultrarreaccionarios de Estados Unidos. Seguían vigilados, incluso después del 11-S, cuando la mayoría de la atención se dirigió hacia metas completamente distintas. Tampoco había nada que indicara que las organizaciones extremistas de protección de animales o del medio ambiente hubieran dado el paso desde sus incómodas acciones ilegales al terrorismo. Estados Unidos estaba repleto de grupos religiosos de carácter fanático, pero, por lo general, sólo suponían una amenaza contra sí mismos. Además, tampoco entre ellos parecía ocurrir nada extraordinario.

Por otro lado, secuestrar a la presidenta en una habitación de hotel en Noruega quedaba a años luz de lo que las agrupaciones estadounidenses conocidas eran capaces de hacer con sus conocimientos y sus medios.

Tenía que ser una conspiración islamista.

Warren se enderezó las gafas.

Le fascinaba la angustia que impregnaba todo el informe. En más de treinta años en el FBI, Warren Scifford nunca había leído un análisis profesional tan marcado por el pensamiento catastrofista. Era como si, por fin, todo el sistema de la
Homeland Security
se hubiera dado cuenta de la verdad: alguien había conseguido hacer lo imposible. Lo impensable. Alguien había secuestrado a la
Commander in Chief
estadounidense, y era difícil imaginarse los límites de lo que aquellas fuerzas oscuras serían capaces de hacer.

Se sospechaba que el ataque iría dirigido contra varias instalaciones en tierra norteamericana, pero no se había identificado cuáles. Se basaban en una serie de informes y sucesos, pero los informes eran deficientes y los sucesos ambiguos.

Lo más preocupante y confuso eran los chivatazos.

Las autoridades norteamericanas recibían constantemente información por esa vía, y casi nunca eran de fiar. Habitantes de chalés de lujo que querían fastidiar al vecino con incómodas investigaciones realizadas por policías de uniforme podían inventarse cosas de lo más imaginativas que afirmaban haber visto por encima de la valla: visitas sospechosas, ruidos extraños por la noche, comportamientos inusuales y almacenamiento de materiales que parecían explosivos. O tal vez incluso una bomba. A los tiburones inmobiliarios les podía ser útil y sencillo recibir ayuda del FBI para librarse de inquilinos molestos. No había límites para lo que la gente sostenía haber visto: árabes entrando y saliendo a todas horas del día y de la noche, conversaciones en lenguas extranjeras y traslado de cajas que sólo Dios sabría qué contenían. Había incluso jóvenes a los que se les podía ocurrir enviar un chivatazo acusando de terrorismo a algún compañero de estudios, por la única razón de que había sido lo bastante impertinente como para ligarse a una chica a la que tendría que haber dejado tranquila.

En esta ocasión los chivatazos parecían más bien advertencias.

Una cantidad inusual de mensajes anónimos había llegado a las
field offices
del FBI en las últimas horas. Unos llamaban, otros usaban el correo electrónico. El contenido no solía ser exactamente el mismo, pero todos afirmaban que iba a suceder algo, algo que dejaría a lo del 11-S en un segundo plano. La mayoría de ellos sugería que Estados Unidos era una nación débil que ni siquiera era capaz de cuidar a su propia presidenta. Ellos mismos eran responsables de tener el flanco desprotegido. En esta ocasión, la catástrofe no iría dirigida contra una zona delimitada. Esta vez, Estados Unidos sufriría del mismo modo que ellos habían hecho sufrir a otros en el resto del mundo.

It was payback time.

Lo más preocupante era que resultaba imposible localizar las llamadas telefónicas.

Era incomprensible.

Las muchas organizaciones que se encargaban de la
Homeland Security
creían poseer una ventaja tecnológica absoluta que les permitía rastrear cualquier llamada telefónica que se hubiera realizado en Estados Unidos o que se dirigiera a tierra norteamericana. Por lo general, tampoco les llevaba más de unos minutos conseguir identificar el ordenador de un remitente. Bajo la sombra de los amplios poderes que George W. Bush le había concedido durante los años posteriores al año 2001, la National Security Agency había construido un sistema que, según creían, garantizaba un control prácticamente total sobre la comunicación telefónica y electrónica. El hecho de que en sus esfuerzos por alcanzar la eficacia completa fueran más allá de los poderes que se les habían concedido no los preocupaba lo más mínimo. Tenían un trabajo que hacer. Tenían que cuidar de la seguridad nacional. Los pocos que habían tenido ocasión de descubrir y denunciar las ilegalidades escogieron apartar la mirada.

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