Una mañana de mayo (27 page)

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Authors: Anne Holt

Tags: #Intriga, policíaco

Fuera llovía. Del cielo caía una cascada que producía un ruido ensordecedor al chocar contra el asfalto y el coche, contra los tejados y los árboles de la placita al otro lado de la calle, donde un columpio se balanceaba con el viento y una mujer aguardaba.

Quería recuperar a Billie.

Su hija fue parida por otra. Todos los papeles estaban en regla.

Recordaba su propio grito, «los papeles están en regla», y recordaba cómo sacó el monedero del bolso y lo agitó ante la cara pálida y decidida de la mujer: «¿Cuánto quieres? ¿Cuánto quieres por no hacerme esto?».

La madre biológica de Billie dijo que no se trataba de dinero.

Sabía que los papeles eran válidos, dijo, pero en ellos no ponía nada sobre el padre de Billie, que resultaba que había vuelto.

Lo dijo con una pequeña sonrisa, un gesto ligeramente triunfante, como si hubiera ganado una competición y no pudiera evitar presumir de ello.

—Padre. ¡Padre! ¡Pero si no has declarado a ningún padre! Dijiste que no estabas segura y que de todos modos el tipo estaba muy lejos y que además era un vago y un irresponsable y que no querías que tuviera contacto con la niña. Dijiste que querías lo mejor para Billie, y que lo mejor para ella era irse con nosotros, con Christopher y conmigo, y todos los papeles están en regla. ¡Los firmaste! Los firmaste, y ahora Billie tiene su propio cuarto empapelado en rosa, y una cuna blanca con un móvil que se mueve y le hace sonreír.

—El padre quiere hacerse cargo de las dos —dijo la mujer.

Tenía que gritar por el jaleo de la lluvia. Quería mantener tanto a Billie como a su verdadera madre. Los padres de los hijos también tenían sus derechos. Había sido una tontería por su parte no dar el nombre del padre en el parto, porque entonces se podría haber evitado todo aquello. Pero así estaban las cosas. El novio había salido de la cárcel y había vuelto con ella. Las cosas habían cambiado. Una abogada como Helen Bentley tenía que entenderlo.

Lamentablemente tenía que llevarse a Billie.

La
Madame Président
apoyó las manos contra la pared de la ducha.

No soportaba recordar. Llevaba más de veinte años reprimiendo el recuerdo de su propio pánico cuando le dio la espalda a la mujer y corrió hasta el coche al otro lado de la calle. Quería coger un collar de diamantes que su padre le había regalado esa misma noche, cuando celebraron la llegada de Billie. El abuelo estaba sudoroso y sonrosado y no dejaba de reírse con su pequeña nieta, y todo el mundo estaba de acuerdo en lo guapa que era la pequeña Helen Lardahl Bentley.

El collar todavía estaba en la guantera y tal vez pudiera comprar otro a su hija, con diamantes y una tarjeta de crédito.

Dos tarjetas de crédito. Tres. ¡Todas!

Mientras buscaba las llaves del coche e intentaba controlar el llanto y el pánico que amenazaban con ahogarla, escuchó el violento golpe. Un sonido aterrador y carnoso hizo que se diera la vuelta lo suficientemente rápido como para ver que una figura vestida con chubasquero rojo salía despedida por el aire. Aún otro impacto se escuchó a través de la tormenta cuando la mujer alcanzó el asfalto.

Un pequeño coche deportivo rodeó una esquina. Helen Bentley ni siquiera se percató del color. Se hizo el silencio.

Helen ya no oía la lluvia. Ya no oía nada. Cruzó la calle lenta y mecánicamente. A un metro de distancia de la mujer vestida de rojo se detuvo.

Yacía de una forma extraña. En una postura tan retorcida y poco natural; incluso con la poca luz que arrojaba una farola, Helen podía ver que la sangre manaba de una herida en su cabeza y se mezclaba con el agua de la lluvia hasta formar un río oscuro que serpenteaba hacia la alcantarilla. Los ojos de la mujer estaban abiertos como platos y la boca se movía.

—Ayúdame.

Helen Lardahl Bentley retrocedió dos pasos.

Se giró y volvió corriendo al coche; abrió la puerta, se sentó dentro y se marchó. Se fue a su casa y se duchó durante cuarenta minutos restregándose la piel hasta sangrar.

No volvieron a saber nada de la madre biológica de Billie. Y casi exactamente veinte años más tarde, una noche de noviembre del año 2004, Helen Bentley fue declarada vencedora en las elecciones presidenciales de Estados Unidos. Su hija estaba junto a ella en el podio, una joven espigada y rubia que siempre había enorgullecido a sus padres.

Se quitó el guante de crin, agarró un bote de champú y se enjabonó el pelo. Le escocían los ojos, y le sentaba bien. Perturbaba la imagen de la mujer herida sobre el asfalto mojado, con la cabeza entre la sangre y el agua sucia.

Jeffrey Hunter le había enseñado una carta cuando, sin hacer ruido y demasiado pronto, la despertó en el hotel. Estaba confusa; él puso un dedo sobre sus labios en un gesto demasiado íntimo.

Decía que sabían lo de la niña, que revelarían su secreto. Que tenía que irse con Jeffrey, porque Troya había dado comienzo e iban a sacar a la luz el secreto que la destruiría.

La carta estaba firmada por Warren Scifford.

Helen Bentley agarró mentalmente el nombre y se aferró a él. Apretó las mandíbulas y dejó que el agua le diera en la cara.

Warren Scifford.

No tenía que pensar en la mujer del chubasquero rojo, tenía que pensar en Warren, sólo en él. Tenía que concentrarse. Se giró despacio en la ducha y dejó que el calor le golpeara la espalda dolorida. Inclinó la cabeza y respiró profundamente. Dentro y fuera.

Verus amicus rara avis.

Un verdadero amigo es un pájaro poco común.

Eso fue lo que la convenció. Sólo Warren conocía la inscripción del reloj de pulsera que le había regalado justo después de las elecciones. Era un viejo amigo y había contactado con ella antes del último debate televisivo contra George W. Bush. Los últimos días antes del debate, las encuestas se habían inclinado por el presidente en el cargo. Ella seguía siendo la favorita, pero el texano le estaba ganando terreno. Los votantes estaban a punto de tragarse su retórica de la seguridad. Aparecía como un hombre fuerte, equilibrado y con iniciativa, con la experiencia y el saber necesarios para un país en guerra y en crisis. Él representaba la continuidad. Se sabía lo que se tenía, pero no lo que podía ofrecer aquella Bentley, con su falta de experiencia en la política exterior.

—Tienes que renunciar a Arabian Port Management —le había dicho Warren cogiendo sus manos.

Lo mismo le habían dicho todos sus consejeros, los internos y los externos. Habían insistido. La habían reñido y habían suplicado: aún no era el momento. Tal vez más tarde, cuando hubiera corrido más agua tras el 11-S. Pero todavía no.

Ella se negó a ceder. La empresa de gestión árabe-saudí con sede en Dubai era seria y efectiva y llevaba la gestión de puertos por todo el mundo, desde Okinawa hasta Londres. Dos de las compañías que hasta esos momentos habían gestionado los puertos norteamericanos, una de ellas británica, estaban interesadas en vender. Arabian Port Management quería comprar las dos. Con la compra de una de ellas se harían cargo de la gestión de Nueva York, Nueva Jersey, Baltimore, Nueva Orleans, Miami y Philadelphia. Con la otra, de Charleston, Savannah, Houston y Mobile. En otras palabras: una compañía árabe controlaría los puertos más importantes de la costa Este y del Golfo.

A Helen Lardahl Bentley le parecía una buena idea.

Para empezar, la compañía era la mejor, la más eficaz y, desde luego, la más rentable. Una venta así supondría además un paso correcto hacia la normalización de las relaciones con las fuerzas de Oriente Medio con las que a Estados Unidos le convenía llevarse bien. Además, y tal vez eso fuera lo más importante para Helen Bentley, la concesión contribuiría a restablecer el respeto por los buenos estadounidenses árabes.

En su opinión, ya habían sufrido lo suficiente y se mantuvo en sus trece. Había mantenido reuniones con la directiva de la compañía árabe y, aunque no era tan tonta como para prometer nada, había dado claras señales de buena voluntad. Le gustaba especialmente que la compañía, a pesar de la inseguridad vinculada a la aprobación de las concesiones, ya había invertido mucho dinero en tierra norteamericana para estar mejor preparada llegado el momento.

Warren le había hablado en voz baja. No le soltaba las manos y mantenía la mirada clavada en la de ella cuando dijo: «Yo apoyo tu meta. Sin reservas. Pero nunca la vas a alcanzar si ahora lo tiras todo por la borda. Tienes que contraatacar, Helen. Tienes que contraatacar a Bush donde menos se lo espera. Llevo años analizando a ese hombre, Helen. Lo conozco tan bien como se puede llegar a conocer a alguien sin tener contacto directo con él. ¡Él también quiere que se firme ese acuerdo! Sólo que tiene la suficiente experiencia como para no hablar de ello todavía. Comprende que esto despierta sentimientos en la gente con los que no hay que jugar. Tienes que delatarlo. Tienes que ir a por él. Te voy a decir lo que tienes que hacer…».

Por fin se sentía limpia.

Le escocía la piel. El baño estaba lleno de vapor caliente. Salió de la ducha y cogió una toalla con la que se envolvió el cuerpo. Luego cogió otra más pequeña con la que se cubrió la cabeza. Limpió un poco el vaho del espejo.

Ya no tenía sangre en la cara. El chichón aún era visible, pero el ojo se había vuelto a abrir. Lo peor eran las muñecas, en realidad. Las estrechas tiras de plástico se habían clavado tan hondo en la piel que en varios sitios le habían provocado grandes heridas. Tenía que pedir un desinfectante y, a poder ser, unas buenas vendas.

Siguió el consejo de Warren, sumida en grandes dudas.

Cuando el moderador del debate le preguntó qué pensaba sobre la amenaza para la seguridad que suponía la venta de infraestructuras estadounidense centrales, ella había mirado directamente a la cámara y había pronunciado un ardiente discurso de cuarenta y cinco segundos, una apelación apasionada a la conciliación con «nuestros amigos árabes», en la que subrayaba la importancia de cuidar un valor estadounidense fundamental, que consistía en la igualdad de todos los norteamericanos, fuera cual fuera el origen de sus antepasados y la religión que defendieran.

Luego había tomado aire. Un vistazo al presidente la convenció de que Warren tenía razón. El presidente Bush sonreía seguro de su victoria. Elevó los hombros en aquel extraño gesto suyo, mostrando las manos. Estaba seguro de lo que iba a decir.

Y ella dijo algo completamente distinto.

En lo que respecta a la infraestructura —había dicho Helen Bentley con serenidad—, el asunto era bastante distinto. Opinaba que la infraestructura no debía ponerse en manos de nadie que no fuera norteamericano, o uno de sus aliados más cercanos. Dijo que la meta tenía que ser que todo, desde las principales carreteras hasta los aeropuertos, los puertos marítimos, las aduanas, las fronteras y las vías férreas, estuvieran para siempre en manos de los intereses norteamericanos.

En consideración a la seguridad nacional.

Al final añadió, con una pequeña sonrisa, que alcanzar semejante meta llevaría tiempo, como era obvio, y que exigiría una gran voluntad política. Entre otras cosas porque George W. Bush había apostado fuertemente por la venta a intereses árabes, en un documento interno que mostró durante unos segundos a las cámaras antes de volverlo a dejar sobre la mesa y estirar la mano en dirección al moderador. Había terminado.

Helen Lardahl Bentley ganó el debate con un once por ciento de ventaja. La semana siguiente se convirtió en
Madame Président,
como había soñado durante veinte años. Justo después, Warren Scifford se convirtió en el líder de la nueva BS-Unit.

El puesto de director no era una recompensa.

El reloj de pulsera sí.

Y él había abusado de ella. La había engañado con su propia declaración de amistad eterna.

Verus amicus rara avis.
Había resultado ser más cierto de lo que ella se imaginaba.

Se dirigió a la puerta y la abrió con cuidado. Efectivamente, había allí una pila de ropa doblada. Se agachó con la rapidez que le permitía su dolorido cuerpo, cogió la pila y cerró la puerta. Luego echó el pestillo.

La ropa interior era nueva. Aún tenía las etiquetas. Se anotó el considerado gesto antes de ponerse las braguitas y el sostén. El pantalón vaquero también parecía nuevo y le sentaba como un guante. Cuando se puso el jersey de cachemira azul pálido, con cuello de pico, sintió pinchazos en las muñecas.

Permaneció mirándose en el espejo. El sistema de ventilación había eliminado ya la mayor parte de la humedad y la temperatura de la habitación ya había descendido varios grados desde que salió de la ducha cinco minutos antes. Por una vieja costumbre, pensó por un momento en maquillarse. Junto al lavabo, había una caja japonesa abierta y llena de cosméticos.

Rechazó la idea. Todavía tenía la boca hinchada y la grieta del labio inferior tendría una pinta horrible con pintalabios.

Muchos años antes, durante el primer periodo como presidente de Bill Clinton, Hillary Rodham Clinton había invitado a Helen Bentley a almorzar. Era la primera vez que se veían en «circunstancias más personales». Helen recordaba perfectamente lo nerviosa que se había puesto. Hacía sólo unas semanas que había asumido su cargo como senadora y ya tenía suficiente quehacer con aprender los usos y las costumbres que una insignificante y joven senadora tenía que dominar para sobrevivir más de unas horas en Capitol Hill. El almuerzo con la primera dama fue de ensueño. Hillary era tan cercana, atenta e interesante como sostenían sus mayores partidarios. La arrogancia, frialdad y carácter calculador que le atribuían sus detractores estaban completamente ausentes. Era evidente que quería algo, todo el mundo en Washington siempre quería algo, pero ante todo, Helen Bentley tuvo la sensación de que Hillary Rodham Clinton quería su bien. Quería que se sintiera segura en su nueva vida. Si la senadora Bentley era además tan amable de leer un documento que trataba sobre una reforma sanitaria para mejorar las condiciones del norteamericano medio, la primera dama se pondría muy contenta.

Helen Bentley lo recordaba perfectamente.

Cuando se levantaron después de la comida, Hillary Clinton miró discretamente el reloj, le dio un beso formal en la mejilla y le estrechó la mano.

—Una cosa más —dijo sin soltarle la mano—. En este mundo no se puede confiar en nadie, salvo en una persona: en tu marido. Mientras sea tu marido, es el único que siempre quiere lo mejor para ti. El único en quien puedes confiar. No lo olvides nunca.

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