Una mañana de mayo (4 page)

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Authors: Anne Holt

Tags: #Intriga, policíaco

El viudo apenas rozaba los treinta años. Estaba ahí sentado, en el primer banco de la capilla, y movía levemente las rodillas. Junto a él había una chiquilla de unos seis o siete años que acariciaba una y otra vez la mano de su padre, de un modo casi maniático, como si ya entendiera que su papá estaba a punto de perder la razón y quisiera recordarle que ella seguía existiendo. Los fotógrafos se concentraban en los pequeños, en los gemelos de dos o tres años y en la hermosa niña, vestida de negro, como no se debe vestir a ningún niño. Helen Bentley, en cambio, miró al padre en el momento en que pasó por delante del ataúd. Y no fue pena lo que vio, no la pena tal y como ella la conocía. El rostro del viudo estaba contraído de desesperación y miedo; era puro pánico. Aquel hombre era incapaz de concebir cómo podría seguir avanzando el mundo. No tenía la menor idea de cómo iba a conseguir ocuparse de los niños, de cómo se las iba a apañar para reunir el dinero suficiente para el alquiler y el colegio, de cómo reunir fuerzas para educar a tres hijos completamente solo. Tuvo sus quince minutos de fama porque su mujer había estado en el lugar equivocado en el momento erróneo y, de modo absurdo, había sido elevada a heroína norteamericana.

«Los utilizamos», pensó Helen Bentley mirando el oscuro fiordo de Oslo a través de las ventanas panorámicas que daban hacia el sur. El cielo aún tenía una extraña luz azul pálido, como si no fuera capaz de atrapar a la noche. «Los utilizamos como símbolo para conseguir que la gente cerrara filas. Y lo logramos. Pero ¿qué estará haciendo ahora? ¿Qué le pasó? ¿Por qué nunca me he atrevido a investigarlo?»

Los guardias estaban ahí fuera. En los pasillos, en las habitaciones que la rodeaban, en los tejados de las casas y en los coches aparcados; estaban por todas partes y cuidaban de ella.

No le quedaba más remedio que dormir; la cama la atraía, con sus grandes almohadas de plumas, como las que recordaba en su cuarto del desván, en casa de su abuela, en Minnesota, cuando era una niña y estaba bendecida con tan poco saber que podía librarse del mundo con sólo echarse un edredón de cuadros por encima de la cabeza.

Esta vez el pueblo no iba a cerrar filas. Por eso esta situación era peor. Infinitamente más amenazadora.

Lo último que hizo antes de dormirse fue poner la alarma de su propio teléfono móvil. Eran las dos y media, y ya estaba empezando a amanecer.

Martes, 17 de Mayo de 2005
Capítulo 1

Como de costumbre, el Día Nacional dio comienzo con el albor del día. La Policía de Oslo ya había llevado a comisaría a más de veinte adolescentes borrachos y vestidos de rojo que dormían la mona a la espera de que llegaran sus padres para sacarlos bajo fianza con una condescendiente sonrisa en la boca. El resto de los miles de alumnos que acababa ese año el bachillerato hacían lo que podían para impedir que alguno se quedara dormido para la celebración. Sus autobuses baratos con equipos de música carísimos recorrían zumbando las calles. Algún que otro niño pequeño estaba ya en la calle con sus mejores ropas. Corrían como cachorros tras los autobuses pintados, mendigando tarjetas a los adolescentes. En los cementerios, los grupos de veteranos de guerra —que cada año eran más reducidos— se congregaban para celebrar calladamente la paz y la libertad. Las bandas de música se arrastraban por la ciudad marchando con tibieza. Los golpes de las trompetas se aseguraban de que cualquiera que, contra todo pronóstico, siguiera durmiendo, optara por levantarse y tomar el primer café del día. En los parques de la ciudad algún que otro yonqui asomaba aturdido la cabeza entre las mantas y las bolsas de plástico, sin acabar de aclararse con lo que estaba pasando.

El tiempo era como solía ser. La capa de nubes se resquebrajaba por el sur, pero no había indicios de que fuera a hacer un día calmado. Al contrario, había razones para temerse algún que otro chubasco, a juzgar por el tono gris del cielo por el norte. La mayoría de los árboles seguían medio desnudos, aunque los abedules ya tenían brotes y amentos cargados de polen. Por todo el país los padres vestían a sus hijos con ropa interior de lana, aunque éstos ya habían empezado a dar la lata con que les compraran helados y perritos calientes. Las banderas ondeaban en el fuerte viento.

El reino estaba listo para la celebración.

Delante de un hotel del centro de Oslo, una agente de policía se encogía de frío. Llevaba allí toda la noche. Miraba el reloj con frecuencia creciente, y con toda la discreción posible. No tardarían en venir a relevarla. De vez en cuando había intercambiado algunas palabras furtivas con un compañero que estaba apostado cincuenta o sesenta metros más allá, pero por lo demás la noche se le había hecho interminable. Durante un tiempo había intentado matar el rato jugando a adivinar quién podía ser un guardaespaldas, pero el flujo de gente que iba y venía había remitido en torno a las dos. Por lo que podía apreciar, no había guardaespaldas en los tejados y ningún coche oscuro y fácilmente reconocible, cargado de agentes secretos, había pasado por allí desde que, poco después de la medianoche, apearon a la Presidenta estadounidense y la acompañaron al interior del hotel. Pero era evidente que andaban por ahí. Eso lo sabía hasta ella, por mucho que no fuera más que una pobre policía a la que habían colocado ahí de adorno, con su uniforme recién salido de la tintorería, y que estaba cogiendo una cistitis de tanto frío.

Un cortejo de coches se aproximaba a la entrada principal del hotel. Normalmente la calle estaba abierta a la libre circulación, pero ahora la habían bloqueado con vallas metálicas y se había transformado en una explanada alargada y provisional ante la modesta entrada.

La agente abrió dos de las barreras, tal y como le habían indicado que hiciera. Luego se retiró hacia la acera y dio un par de pasos tentativos hacia la entrada. Tal vez tuviera oportunidad de ver a la Presidenta de cerca ahora que venían a buscarla para un desayuno de gala. Hubiera agradecido esa recompensa tras aquella noche infernal. Y tampoco es que le concediera demasiada importancia a ese tipo de cosas, pero la señora, al fin y al cabo, era la mujer más poderosa del planeta.

Nadie la detuvo.

En el momento en que frenó el primer coche, un hombre se precipitó hacia afuera por las puertas giratorias del hotel. No llevaba abrigo ni nada que le protegiera la cabeza. Tenía un
walkie-talkie
amarrado a una cinta sobre el hombro, y la agente vislumbró la funda de una pistola bajo su chaqueta abierta. El rostro era llamativamente inexpresivo.

Un hombre con traje oscuro salió del asiento trasero del primer coche. Era pequeño y compacto. Antes de que hubiera acabado de bajarse, el hombre que salía a su encuentro con el
walkie-talkie
ya lo había agarrado del brazo. Se quedaron así durante unos segundos, el más grande con la mano sobre el brazo del más chico, mientras mantenían una conversación en susurros.

—¿Qué?
What?

El pequeño noruego no tenía la cara de póquer del norteamericano. Por un momento se le abrió la boca, aunque luego se sobrepuso y se enderezó. La policía dio un par de pasos en dirección al coche. Aún no podía distinguir lo que decían.

Cuatro hombres más habían salido del hotel. Uno de ellos hablaba en voz baja por el teléfono móvil mientras miraba fijamente una horrorosa escultura de acero relumbrante que representaba a un hombre que estaba esperando un taxi. Los otros tres agentes hicieron señas a alguien a quien la policía no veía, y luego todos, como siguiendo una orden invisible, miraron en su dirección.


Hey you! Officer! You!

La agente sonrió con inseguridad. Luego alzó el brazo señalándose a sí misma con una expresión interrogativa.


Yes, you
—repitió uno de los hombres, y en sólo tres pasos estaba junto a ella—.
ID, please.

Ella sacó su identificación del bolsillo interior. El hombre echó un vistazo al escudo noruego y, sin ni siquiera volver el carné para comprobar la fotografía, se lo devolvió.


The main door
—le espetó, ya se había girado para volver corriendo—.
No one in, no one out. Got it?


Yes, yes.
—La agente tragó saliva y abrió más los ojos—.
Yes, sir!

Sin embargo, el hombre ya estaba demasiado lejos como para enterarse de la frase de cortesía que por fin se le había ocurrido. El compañero que había pasado la noche con ella se dirigía hacia la entrada. Era obvio que le habían ordenado lo mismo que a ella y parecía inseguro De pronto los cuatro coches del cortejo aceleraron, salieron de la explanada y desaparecieron.

—¿Qué está pasando? —susurró el policía, y se apostó frente a las puertas de cristal, parecía completamente aturdido—. ¿Qué cojones está pasando?

—Tenemos que… Tenemos que vigilar esta puerta, creo.

—¡Que sí! De eso ya me he enterado. Pero… ¿por qué? ¿Qué ha pasado?

Una mujer mayor se aproximó a las puertas desde el interior del hotel e intentó moverlas. Llevaba un abrigo de color rojo oscuro y un estrambótico sombrero azul con flores blancas en el ala. En el pecho se había colocado un lazo que casi rozaba el suelo y tenía los colores de la bandera. Al final consiguió girar las puertas y salir a la libertad.

—Lo sentimos, señora. Va a tener que esperar un poquito.

La policía le dirigió su más amable sonrisa.

—Esperar —repitió la señora con tono de pocos amigos—. ¡Dentro de un cuarto de hora tengo que reunirme con mi hija y la hija de mi hija! Tengo sitio en…

—Seguro que no lleva mucho tiempo —la tranquilizó la policía—. Si fuera tan amable de…

—Ya me encargo yo de esto —dijo un hombre con uniforme del hotel, que acudía a su encuentro desde la recepción—. Señora, si fuera usted tan amable…


Oh say, can you seeeeeeeeee, by the dawn's early limiiiight…

Una voz poderosa cortó repentinamente el aire de la mañana. La agente se giró en seco. Del noroeste, donde la calle cortada daba a un aparcamiento del lado sur de la Estación Central de trenes, venía un hombre enorme con abrigo oscuro, micrófono y toda una orquesta a la espalda.

—…
what so prouuuuuuuudly we hailed…

Lo reconoció de inmediato, y los uniformes blancos de los músicos tampoco dejaban lugar a dudas.

De pronto recordó que, según el plan, la Orquesta Juvenil de Sinsen y el hombre de la potente voz de canto se iban a encargar de crear un ambiente hogareño para la
Madame Président,
a las siete y media en punto, antes de que la llevaran a desayunar a palacio.

El jaleo de los tambores ascendía hacia la potencia de los truenos. El cantante se encogió como para coger carrerilla y tomó aire:

—…
at the twighlight's last gleeeeeeeming…

La orquesta intentaba tocar algo que recordaba al ritmo de una marcha, mientras que el cantante parecía sentir debilidad por la actuación más grandilocuente. Se quedaba constantemente atrás en el tono y su pasional lenguaje corporal contrastaba de un modo extraño con la actitud militar de los músicos.

La
Madame Président
aún no había aparecido. Los norteamericanos, que apenas habían alcanzado a dar sus órdenes antes de precipitarse de vuelta al vestíbulo del hotel, tampoco estaban a la vista detrás de las puertas cerradas. Sólo la anciana con sombrero seguía de pie al otro lado de la puerta con gesto furioso. Era evidente que alguien había desconectado el sistema de apertura de las puertas. La joven policía estaba sola y no tenía la menor idea de qué hacer. Incluso su compañero había desaparecido, y no sabía adónde había ido. Empezó a dudar de que realmente fuera correcto por su parte aceptar órdenes de un extranjero. Y el relevo no había aparecido, cuando aquello era lo planeado.

Quizá debería de llamar a alguien.

Tal vez fuera el frío, quizá los nervios ante una misión tan importante; en todo caso, los cuarenta músicos y la estrella musical prosiguieron impasibles con su interpretación del
Star Spangled Banner
en una calle cortada que se había transformado en una plaza festiva más bien malograda, con una única policía de público.

—¡Joder, Marianne! ¡Joder!

La policía se volvió de pronto. Su compañero salía corriendo por una puerta lateral. No llevaba la gorra y ella frunció la nariz y se llevó la mano severamente a su propia visera.

—La señora ha desaparecido, Marianne.

El compañero tenía la respiración entrecortada.

—¿Cómo?

—He oído a dos que…, sólo quería saber lo que estaba pasando, entiendes, y…

—¡Nos habían dicho que nos quedáramos aquí! ¡Que vigiláramos la puerta!

—¡Como entenderás, yo no acepto órdenes suyas! ¡Ésos aquí no tienen jurisdicción! Y nos deberían haber relevado hace media hora. Así que entré por ahí… —señaló agitando la puerta—… y, ¿sabes?, la gente del hotel no me paró, por el uniforme y eso, así que…

—¿Quién ha desaparecido?

—¡La señora! ¡Bentley! ¡La Presidenta, chica!

—Desaparecido —repitió ella sin fuelle.

—¡Desaparecido! ¡Nadie tiene ni idea de dónde está! Al menos… Oí cómo hablaban dos de los tipos esos…

Se interrumpió a sí mismo y sacó el teléfono móvil.

—¿A quién vas…? —empezó Marianne tapándose una oreja; la orquesta estaba alcanzando un crescendo—. ¿A quién estás llamando?

—Al
VG
, al periódico —susurró su compañero—. Por esto me dan diez mil, por lo menos.

Como un rayo le quitó el teléfono.

—De ninguna manera —le espetó—. Tenemos que contactar con…, contactar con… —Se quedó mirando el móvil como si éste pudiera ayudarla—. ¿A quién deberíamos…?

—…
and the land of the freeeeeeee!

La canción se apagó. El cantante hizo una reverencia con inseguridad. Algunos de los músicos de la orquesta se rieron. Luego se hizo el silencio.

La voz de la agente sonaba débil y cortante, y le tembló la mano cuando esgrimió el teléfono ante su compañero y acabó la frase:

—¿Con quién…, con quién coño tenemos que hablar ahora?

Capítulo 2

La secretaria jefe del ministro de Justicia estaba sola en la oficina. De un armario de acero del archivo cerrado sacó tres carpetas de anillas. Una amarilla, otra azul y otra roja. Las colocó sobre el escritorio del ministro y después preparó una cafetera. De un armario cogió bolígrafos, lápices y blocs, y los llevó a la sala de reuniones. Acto seguido se conectó con manos diestras a tres de los ordenadores: al suyo propio, al del ministro de Justicia y al del consejero del Ministerio. Antes de volver al archivo sacó un cronómetro de su escritorio personal y, sin demasiado esfuerzo, apartó uno de los estantes. Salió a la luz un panel con números rojos. Puso en marcha el cronómetro, introdujo un código de diez cifras y comprobó el tiempo. Treinta y cuatro segundos más tarde introdujo un nuevo código. No apartaba la vista del cronómetro y esperó. Esperó. Pasó minuto y medio. Un nuevo código.

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