Read Una tienda en París Online

Authors: Màxim Huerta

Tags: #Romántico

Una tienda en París (18 page)

—Sobre ese dato estoy intentando mantener la cabeza fría.

—Teresa, cuando la casualidad se mostró en su vida con la simple compra de un cartel, tal vez era porque debía suceder.

—¿De qué modo?

—Ya ve. Usted llega a París empujada por el instinto de algo inexplicable para cambiar de vida alejándose de todo aquello que la estaba desvaneciendo y se encuentra aquí con algo más en común.

—Eso es precisamente lo que me angustia… O me inquieta. Es que no sé explicarme… —titubeé, y sonreí, a causa de los nervios y la emoción—. Que haya alguna razón más que no pueda averiguar.

—Al contrario, ese miedo seguro que la acerca a la solución. A veces, huyendo de nuestra vida nos tropezamos con la de otro.

—¿Quiere decir que huyendo de mi vida me acerco a la de Alice?

—Tal vez. O a la suya, a su verdadero destino —aseguró Mathieu con cierta firmeza.

—Eso es terrible. Esa mujer está muerta. Murió el día que nací yo. ¿No le parece que eso ya debería paralizarme?…

—O hacerla correr —enfatizó.

—¿A dónde? No veo de qué manera.

—Donde sea —soltó mi confidente tratando de acercarse los papeles—. Hace semanas salió huyendo de Madrid porque todo le parecía gris, ahora está aquí, en París, persiguiendo un…

Cortó en seco. Nos callamos los dos de nuevo de forma exagerada.

—¿Iba a decir «fantasma»? —acerté a decir, escapando de mí la palabra.

—Sí —los ojos de Ardisson enrojecieron y se desviaron de mi mirada.

—Señor Ardisson, olvide la palabra, hay algo positivo en todo esto. En cualquier caso, no he conocido a ningún fantasma, que quede claro; ni he dicho que tenga miedo de ese que se imagina. El día que vi ese cartel, lo recuerdo perfectamente, sentí una inquietud inmensa. Me acerqué como si me hubiera visto en un espejo, como si fueran a decirme algo en voz baja. Evidentemente, no oí ninguna voz ni algo que se le parezca, no estoy boba ni he perdido la cabeza. Fue como si me hubieran dado la vuelta para empujarme a otro lugar…

—Puede ser. ¿Qué tiene de malo? De hecho, está aquí.

—Y quiero estar aquí. Pero comprenderá que me revuelva cuando he escuchado la fecha de su muerte…

—Si no quiere seguir, lo dejamos.

—¡Oh, no! —apenas dudé.

—¿No? —repitió.

—Por supuesto que no.

—Como a veces la noto dudar… —señaló bajando la voz.

—Le parecerá extravagante —señalé—, pero ahora no quiero dejar de dar un paso. Ya sea por Alice o por mí. Es como si hubiera puesto en marcha mi vida por fin. Mi vida está por completo en manos de ese cartel, de ese nombre.

Mathieu Ardisson sacó una de las fotos de su carpeta, era la foto en la que Humbert aparecía con una tortuga. La imagen había sido tomada por Man Ray y no era la única que había posado así, había otra casi idéntica a la de Alice, pero ahora la protagonista era Kiki. Después abrió un viejo libro de arte mal encuadernado y tras buscar las páginas que había señalado con post-it amarillos, me enseñó los retratos de los pintores que antes había mencionado. Resultaba curioso, las caras eran similares. «Estoy convencido de que es Alice», dijo con su voz ronca, ejercitando una pose de investigador. No respondí. Me quedé observando el parecido de las caras, los ángulos que enmarcaban el rostro y la forma de los ojos coincidentes de las fotografías y de los lienzos. Mathieu dejó pasar unos minutos mientras observaba cómo mi sorpresa inicial empezaba a convertirse en deslumbramiento, avisó al camarero para pedir la cuenta y gestionó el pago con su tarjeta. Ni me inmuté cuando salió hacia el baño, volvió y se sentó a la mesa de nuevo. Yo seguía intentando salir de mi asombro. Seguí callada un rato hojeando fotos y fotocopias. No podía creérmelo. Me conmovía la posibilidad de haber entrado en la vida de una mujer que había posado para pintores importantísimos. El pasado parece que no existe hasta que lo imaginas en movimiento.

—¿De dónde sacó esa información, señor Ardisson? ¿Cómo ha llegado a esta conclusión?

—Me están ayudando —respondió mientras guardaba los folios.

—¡¿Se lo ha contado a alguien?! —me asusté—. Van a creer que estoy loca.

Mathieu Ardisson se puso tenso. Pareció que le había puesto en un compromiso.

—Nunca me dijo que no lo contara.

—Debió sospecharlo. Dije que era algo muy personal —espeté, dando a entender que yo era la dueña de las fotos—. Le recuerdo mi miedo cuando llegué a su casa.

—Sí, efectivamente. Estaba muy nerviosa. Se bebió mi té.

—¿Cómo?

—Después de su taza —afirmó esbozando media sonrisa de juez imperturbable ante las novedades.

—Eso debió decírmelo. Debí de parecer una grosera.

Mathieu se encogió de hombros y dijo:

—Era lo de menos. Yo también estaba muy nervioso mirando su descubrimiento.

En ese momento no respondí. Me sentí una patán.

—Además, ¿qué tiene de malo beberse la infusión de otro?

—Pero era suya.

—Pero usted estaba sedienta…, también de información.

—Entonces disculpe.

Ardisson apenas se inmutó, se irguió en la silla y despejó el plato para acercarse una libreta moleskine en la que, de vez en cuando, miraba o anotaba pequeñas frases en un francés ilegible. Los dos mantuvimos un segundo de silencio hasta que yo volví al asunto.

—Dijo antes que había compartido nuestra información.

—Pero usted no debe temer nada —vaciló, miró hacia la libreta y bajó la voz—. Tiene mi confianza.

—¿Cuánta confianza? —dije con expresión desconcertada—. Tiene que prometerme que no voy a parecer una extravagante.

—Mi hijo.

Mientras respondía, deslizaba su pluma en la moleskine escribiendo no sé qué garabato numérico. Me pareció que era un simple rayajo para apartar la mirada. Observé sus dedos sin decir nada y vi cómo se manchaba con el plumín en el dedo índice. Acabé por ofrecerle uno de mis clínex.

Parecía observar por primera vez una grieta de emoción y nudo en la garganta en su discurso. Supuse que había algo que yo tampoco debía saber. Era comprensible que no quisiera contarme nada, no nos conocíamos, y bastante había hecho abriendo las puertas de su casa a una extraña. Sin embargo, volvía a comportarme como si estuviera en Madrid, algo obtusa.

—¿Quiere contarme algo, señor Ardisson?

Me miró turbado por mi acercamiento y respondió brevemente:

—Nuestra relación no es la mejor del mundo, pero ha venido a ayudarme con una exposición que quiero volver a montar, no vive en París.

—Eso es estupendo.

—Sí —repuso él, limpiándose la tinta de su mano—. Supongo que lo es.

Cuando vi cómo bajaba la mirada hacia la libreta para observar perdido el garabato, comprendí que la vida de Ardisson también tenía sombras de carboncillo como las que a mí no me gustaba pintar. No supe qué responder, fingí alegría por su futura exposición de fotografías de época y dije que había que brindar por ello.

Mientras sonaban las copas, dije con tono sincero:

—Dele las gracias.

—Sí, sí, se las daré. Se las daré.

Tal vez yo estaba en lo cierto y la vida de Mathieu estaba agarrotada por otras manchas que no quería ni iluminar. Era comprensible, no teníamos confianza. Al fin y al cabo, era un elegante periodista francés de edad y cultura que se había unido a mi causa con apasionamiento y curiosidad. Solo compartíamos esa efervescencia. Es difícil saberlo.

La charla siguió su curso, y los duplicados de las fotografías empezaron a convertirse en cartas de una baraja que revolvíamos con preguntas. Cuando llegamos a una de ellas, Mathieu insistió en su extrañeza, lo que la hacía más preciosa. A juzgar por las apariencias, me explicaba, aquella mujer fue una vividora, todo lo contrario a mí, pensé. Escuchando su voz, la de Ardisson, casi podía oír cómo reían y murmuraban con sus copas en la mano Alice y otras amigas apostadas en la barra de un bar con piano.

—He estado en el estudio de Calvier, en las galerías de Saint-Paul —explicó, haciendo memoria—. Tiene una curiosa colección de fotografías antiguas; afortunadamente, una de ellas guardaba anotaciones similares a las que tiene usted. Para mí es una locura, pero mi hijo se ha pasado horas escudriñando en las cajas, el dueño no es muy organizado, ¿sabe? Tiene pequeñas joyas, pero todo bajo epígrafes tan generales como siglo
XIX
, siglo
XX
…, y yo no tengo buena vista. La edad. Muchos turistas se llevan litografías por puro capricho, como decoración.

—¿Podemos ir a la tienda? —pregunté.

—¿A la de Calvier? Claro —sonrió ordenando al mismo tiempo la baraja—. Pero no creo que encontremos nada más. Yo mismo tengo mejores piezas de toda esa época, parte de ella es la que exhibió el Ayuntamiento de París y parte es la que quiero exponer con la ayuda de…

Un trémulo en su voz me sirvió para cambiar de tema.

—¿Sabe qué he pensado? —repuse con fingida alegría—. Alguna de estas fotografías pienso ponerla en mi nueva tienda.

—¿Para qué?

—Para decoración.

Me miró volviendo a aparentar ser un serio periodista francés y me dijo:

—Señorita Teresa, haremos más copias.

Fruncí el ceño y él siguió hablando:

—Sospecho que si se quedaron en el sótano es porque nuestra mujer quiso que no vieran la luz, son demasiado personales, ese tipo de fotografías no son habituales de la época, las pocas que han sobrevivido están en los libros de historia. Fue gente muy dada a dejarse ver, al hedonismo, a la belleza. Es realmente extraño que desapareciera de la vida parisina… Tengo una certeza.

—Entiendo que algo atroz debió de pasar.

CAPÍTULO 22

Coco Chanel nos invitó a cenar en su apartamento de la avenida Gabriel. Ërno me dijo que desde que había muerto «Boy» Capel, su amor, no levantaba cabeza, había que arrastrarla para que saliera de casa y se pasaba el día vestida de negro. Aun así, habíamos quedado con ella y varios amigos suyos allí, a las ocho.

Coco había insistido en que fuéramos puntuales. Me parecía imposible estar invitada a una cena de ese círculo social tan íntimo y, para hacerlo más único, Ërno hizo llegar a mi apartamento un paquete dos horas antes de la cita.

Pour Alice, mon amour
, escrito a mano.

Era la primera vez que leía
mon amour
más allá de las novelas viejas de casa de los Fresnault. Por supuesto, me puse a llorar. La caja era bastante grande. Desgarré el papel de estraza con cuidado para no romper la parte donde estaba escrita su dedicatoria con aquella caligrafía tan llamativa. Mientras hacía hueco en la cama para abrir la caja, recorté el cacho de papel en el que estaba su letra y lo metí doblado en uno de los libros que me había regalado Thora para decorar mi apartamento, un librito en inglés. Pensaba que no había duda de que Ërno era un hombre maravilloso, generoso y guapo. Y con un gusto soberbio para elegir un regalo. Retiré la tapa y, envuelto en un delicado papel blanco, descubrí un vestido de chifón color verde agua que me hizo palidecer. Me lo puse rápidamente y me miré frente al espejo. No pude reprimir una lágrima. Me recogí el pelo en un moño suelto con una aguja de concha y dejé el cuello desnudo para perfumarme con una esencia de Kiki demasiado fuerte pero suficientemente femenina para esa noche.

Me asomé por la ventana y allí estaba él. En la puerta. Sonriendo. Ërno me guiñó el ojo con esa serenidad tan suya que hacía elegante cualquier gesto. Era un hombre bello, fuerte y distinguido. Mientras salía del apartamento dando un portazo pensé que era la mujer más feliz de París. No era posible todo lo que me estaba sucediendo y me pellizqué los dedos de una mano mientras con la otra me iba ajustando el pelo tras las orejas. Claro que podía ser feliz, lo estaba siendo.

El frío de la calle movió la gasa de mi vestido.

—Estás radiante, Alice. Te sienta fenomenal el verde.

—Vas a hacerme enrojecer —dije mientras abría la puerta para que pasara al
hall
.

No se equivocaba, estaba radiante.

—Me niego a que vayas así.

—¿Qué quieres decir?

—Date la vuelta, gírate.

Ërno lanzó toda la batería de sonrisas que puede crear un ser humano en diez segundos. Me volví de espaldas a él mirando hacia la entrada de la casa, donde los cristales de la portería reflejaron la escena. Así pude ver cómo sucedía todo. Metió la mano en su bolsillo, sacó una cajita con forma de concha, la abrió y acercó sus manos a mi cuello. Podría haberme matado y haber muerto feliz. El ventanuco me devolvió el brillo de las esmeraldas engarzadas en una gargantilla que acababa de ajustar bajo mi pelo.

—Ërno…, es preciosa. No sé qué decir.

—No digas nada.

No dije nada. No sabía qué decir. Y no habría sabido qué decir aun repitiendo la escena mil veces. Y todo por su culpa.

El impacto de la llegada a casa de Coco Chanel lo solucionó un vaso de ron, el primero que me ofrecieron dos camareros uniformados que cubrían sus manos con guantes blancos. Todas las señoras se volvieron hacia mí. Tragué saliva, tragué el ron y me tragué el pudor. No terminaba de acostumbrarme a ese cambio de decorados en mi vida, todo era desmedidamente nuevo para mí. Sobre todo, más que los sofás de terciopelo que me gustaba acariciar mientras no miraban, los muebles de maderas brillantes y los vasos de plata de verdad, me costaba amoldarme a ese cambio de personajes a mi alrededor y a sus conversaciones. Por supuesto, había aprendido a disimular y no parecer una mentecata aturdida en todos aquellos lugares que, gracias a Ërno, había empezado a frecuentar. Había visto París desde fuera, gracias a mi afición a caminar mirando fachadas inaccesibles —qué iba a hacer—, imaginando historias tras las ventanas de esas avenidas enormes que no me llevaban a ningún sitio y que ahora me tenían como protagonista principal. Los edificios siempre me parecían cajas de joyas. Ahora estaba dentro de uno de esos joyeros. La casa de Coco no podía ser más majestuosa. Todo me llamaba la atención.

La música, «adorable el jazz de estos chicos», como lo calificó Ërno, envolvía la sala y se esfumaba hacia los pasillos amplios que conducían a otras salas llenas de luces y más muebles.

Antes de llegar, Ërno me explicó que Leopold era un gran amigo suyo que se dedicaba a la producción de tejidos, íntimo también de la anfitriona. Se habían conocido en Nueva York por medio de otro amigo arquitecto que estaba haciéndose de oro en la Gran Manzana con su estilo parisino, muy del gusto de la sociedad efervescente por la industria del metal. Los dos vestían igual y sonreían ante las mismas bromas, así me lo contó Ërno. Efectivamente, la efusividad de Leopold al verme fue inversamente proporcional a mi sorpresa.

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