Universo de locos (24 page)

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Authors: Fredric Brown

Tags: #Ciencia ficción

Y entonces dejó de pensar, porque una puerta se había abierto. Una hoja de acero que formaba parte de la pared metálica. A través de la puerta apareció Betty Hadley.

La dorada piel de Betty Hadley, y la cabellera dorada, los grandes ojos azules y los suaves labios rojos en un rostro más hermoso que el de un ángel.

Estaba tan increíblemente hermosa, tan deseable, que viéndola a pocos pasos de distancia Keith casi no se atrevía a respirar.

Ella había atravesado la puerta aparentemente sin darse cuenta de que él estaba allí. Pero cuando lo vio su cara se puso radiante. Le tendió los brazos y dijo:

—¡Querido, oh, amado mío!

Corrió hacia él y lo abrazó apretando su cuerpo fuertemente contra el de Keith. Por un instante su rostro se hundió en el hombro de Keith, y luego alzó los labios para que él la besara, los ojos llenos de amor.

—¡Dios mío! —dijo Joe—. Estuviste fuera cuarenta o cincuenta segundos. ¿No habías bebido jugo lunar antes, St. Louie?

El vaso aún seguía en los labios de Keith. Tenía un fuego en la boca, en la garganta, que le llegaba hasta el pecho. Sus ojos se concentraron lentamente en la fea cara de Joe. Gradualmente su cuerpo sintió el contacto de la silla y el de la mesa donde apoyaba los codos; gradualmente su peso aumentó, hasta que pesó lo mismo que antes y no se sintió más fuerte.

Y la luz era de un fluorescente verdiazul; a través de ella veía confusamente al ex piloto del espacio.

—No habías bebido antes, ¿eh? —repitió Joe.

Le pareció que transcurría un minuto antes de que pudiera comprender de qué le hablaba Joe, y otro minuto antes de que pudiera decidirse a mover la cabeza y otro minuto antes de que pudiera moverla.

Joe sonrió.

—Es una bebida curiosa, desde luego. Cuanto más bebes, menos tiempo te deja inconsciente, pero estás fuera durante más tiempo. Yo, por ejemplo, lo he estado bebiendo durante años, siempre que tengo dinero, y ahora sólo me dura cinco o diez segundos, pero estoy fuera dos o tres días. Es curioso que volvieras tan pronto la primera vez que bebiste, hace unos minutos. Pero eso también pasa la primera vez A veces, cuando se prueba por primera vez, no pasa nada, simplemente todo se oscurece. ¿Te pasó eso?

Keith asintió.

—¿Y la Segunda? ¿Llegaste a la Luna?

Keith notó que podía hablar de nuevo y dijo:

—Hasta la mitad del camino.

—No está mal. ¿Y qué sucedió allí? Algo que no me importa, ¿eh? —Joe miró al rostro de Keith y se rió—. Tengo razón, ¿no? Las primeras veces siempre se vuelve demasiado pronto. Qué bien lo recuerdo.

Joe se inclinó por encima de la mesa.

—Déjame darte un consejo, amigo. No bebas más por hoy. Bebes más de uno o dos la primera vez y se te vuela la cabeza.

Keith dijo:

—No quiero volver a probarlo nunca, Joe.

—La próxima vez quizá no regreses tan pronto.

—Por eso no quiero volver a probarlo. Yo quiero lo que quiero, Joe, pero no quiero conseguirlo a través de una botella.

Joe se encogió de hombros.

—Algunos piensan así. Yo también era de ese modo, antes. Bien, como quieras. Y hablando de negocios, aún no me has dicho lo que piensas hacer. Vamos a tomar un whisky y me lo cuentas.

Joe se volvió y llamó a Spec, y el camarero les trajo dos wiskies. Eran dos vasos grandes, pero Keith se bebió el suyo como agua.

Después del jugo lunar se sintió mejor. Vio que Joe se bebía el suyo tan fácilmente como él.

Entonces la cara de Joe se puso seria.

—Bien, ¿qué es?

Keith dijo:

—Quiero ir a la Luna.

Joe se encogió de hombros.

—¿Y cuál es el problema? A cada hora, durante el día, salen las naves de Idlewild. Trescientos créditos ida y vuelta. Doce créditos por un pasaporte.

Keith se inclinó hacia adelante y bajó la voz.

—No puedo hacerlo de ese modo, Joe. Estoy fichado. La policía me viene siguiendo desde St. Louis y tienen una buena descripción, inclusive las huellas digitales.

—¿Saben que ibas hacia Nueva York? —dijo Joe.

—Si son listos tienen que saberlo.

Joe dijo:

—Malo. Estarán vigilando los espaciopuertos, desde luego. En cuanto al pasaporte, yo puedo conseguirte una buena falsificación. Pero tienes razón, lo mejor es que te apartes de los espaciopuertos.

Keith asintió.

—Y hay otro aspecto del asunto. Algunos amigos míos… de la policía… están en la Luna. Pueden estar esperando en los espaciopuertos allí.

—Eso tampoco sería bueno —dijo Joe.

—Desde luego —dijo Keith—. Me gustaría llegar sin anunciarme, sin pasar por el espaciopuerto, en uno de esos pequeños Ehrlings. Entonces podría tomar desprevenidos a esos tipos que me están esperando. Ya sabes lo que quiero decir.

—Lo adivino.

—Entonces has acertado. Escucha, ¿qué pueden hacer esos Ehrlings en cuanto a distancia? —dijo Keith.

—¿Por qué? Si sólo vas a la Luna, ¿qué importancia tiene a dónde pueden llegar? —dijo Joe.

—Puede que después me convenga escaparme de la Luna, por eso lo pregunto.

—Bien, un Ehrling te llevará a cualquier parte del Sistema Solar. Puede que tengas que hacer una docena de saltos para llegar a un planeta exterior, pero como el tiempo de un salto es cero, ¿qué importa? Sólo que, a menos que conozcas navegación, y eres un embustero si dices que sabes navegar, no trates de salir del Sistema con uno de esos aparatos. Podrías llegar donde quisieras, pero nunca encontrarías el Sol para regresar.

Keith lo tranquilizó:

—No te preocupes, no voy a salir del Sistema. Probablemente no iré más allá de la Luna, pero quería saber qué puedo hacer con un Ehrling.

—Bueno, explícate, St. Louie. ¿Qué es lo que quieres que yo haga?

—Consígueme un Ehrling —dijo Keith.

Joe silbó suavemente

—¿Quieres decir falsificar la documentación de modo que puedas comprar uno, o quieres que lo robe?

—¿Qué hay de ése que conoces ahí en Jersey, el que tiene el millonario? ¿Puedes conseguirlo?

Joe lo miró pensativo.

—¿Y quieres que te lleve allá?

—No, si puedes enseñarme los mandos y explicarme cómo se maneja.

—Eso lo puedo hacer en diez minutos. Pero robar una nave, amigo, es algo. Significa diez años en Venus si nos atrapan; diez años en los pantanos. Si vives tanto tiempo.

Keith rió.

—¿Tú sales en la Niebla y te preocupas por eso? Te arriesgas por conseguir unos cuantos créditos del bolsillo de alguien y luego te echas atrás cuando te hablan de robar un Ehrling.

Joe lo miró ceñudo.

—¿Cuánto?

Keith tenía tres mil quinientos créditos, además del cambio de las bebidas. Dijo:

—Dos o tres mil créditos.

—¿Qué quieres decir, dos o tres mil? Es una forma rara de darme tu precio —dijo Joe.

Keith dijo:

—Tres mil si conseguimos el Ehrling esta noche. Dos mil si lo tengo mañana. Eso es lo que quiero decir.

Joe suspiró.

—Ya me parecía que era eso lo que pensabas, St. Louie. Y el dinero no es mucho de cualquier forma. Pero tres mil es mejor que dos, de modo que lo haremos esta noche. Aunque salir de la ciudad con la Niebla va a ser casi tan peligroso como robar la nave, y bastante más difícil. Tendré que robar un coche también.

—¿Puedes hacerlo? —dijo Keith.

—¿Bromeas? —dijo Joe—. Pero tendremos que ir muy despacio con el coche, casi al paso de una persona. La Niebla Negra no se disipa hasta cinco o seis kilómetros dentro de Jersey. Nos va a llevar unas tres horas llegar hasta allí.

—A mi me parece muy rápido —dijo Keith.

—No hay muchos que puedan hacerlo —dijo Joe con modestia—. Tuviste suerte cuando me encontraste, St. Louie. Te voy a enseñar un truco que no muchos conocen: cómo conducir un coche al tanteo, y con una brújula a través de la Niebla. ¿Qué hora es?

Keith miró el reloj.

—Casi las diez y media.

—Digamos que me lleve media hora conseguir el coche; las once. Tres horas bajo la Niebla, y si logramos salir serán las dos. Media hora de viaje para llegar al espaciopuerto particular, media hora para entrar y enseñarte el manejo, eso hace las tres. El viaje a la Luna, cero. Digamos diez minutos para aterrizar. Estarás en la Luna esta noche, a las tres y diez.

A Keith le costaba creerlo.

Preguntó:

—¿Y qué hay del avión? Quiero decir la nave interplanetaria. ¿Y si el dueño la está usando?

—No. He visto su fotografía en los diarios esta mañana. Tiene que declarar ante un comité del Congreso, de manera que estará en Washington. Tienes que haber leído la noticia. Fabrica rajiks.

—¡Oh! —dijo Keith, como si eso lo explicara todo. Y quizá lo explicaba. Al menos eso pensaba Joe.

—Tomamos otro whisky —dijo Joe—. Y nos vamos. Keith dijo:

—Conforme, pero el mío que sea pequeño esta vez.

Pero cuando llegaron las bebidas casi deseó haber pedido un vaso grande. Empezaba a sentirse asustado.

Aún estaba en Manhattan, y Saturno (con Mekky y la flota) parecía estar muy, muy lejos. Hasta ahora había tenido suerte. ¿Pero cuánto le iba a durar una suerte como esa?

La suerte lo ayudó hasta el extremo que no tuvieron que pasar por la puerta que guardaba Rello, el renegado, para salir de allí. Un hombre con una carabina de repetición bajo el brazo los dejó salir por una puerta trasera a una callejuela y a la impenetrable negrura exterior.

De nuevo puso la mano en el hombro de Joe y lo siguió. Llegaron a la acera de la Quinta Avenida y doblaron hacia el sur. Al llegar a la esquina Joe se detuvo.

—Será mejor que esperes aquí —dijo—. Yo solo puedo conseguir el coche más rápido. Creo que ya sé dónde puedo encontrar uno, a unas dos manzanas de aquí. No te muevas hasta que oigas que llego en el coche.

—¿Cómo puedes conducir en esta oscuridad? —dijo Keith.

—Ya lo verás —dijo Joe—. Y ahora que lo pienso, será mejor que no me esperes aquí, delante de los edificios. Hay un farol en la esquina. Abrázate a él, hay menos posibilidades de que te peguen un golpe o un tiro si alguien llega tanteando por las paredes.

Joe desapareció en la oscuridad, andando tan silenciosamente que Keith no pudo oír cómo se alejaba excepto, una vez, un débil estornudo, el mismo ruido que le había permitido atrapar a Joe la primera vez. Y su encuentro con Joe había sido el más afortunado que había tenido desde la tarde del último domingo. Joe era para él un enviado de la fortuna.

Keith tanteó el camino hasta el borde de la acera y encontró el farol de que le había hablado Joe. Trató de mantener la calma, de no pensar en las pocas probabilidades que tenía de llegar a la flota interplanetaria situada cerca de Saturno, que era adonde realmente quería llegar, en vez de a la Luna, como le había dicho a Joe para evitar que éste entrara en sospechas. Y trató de no preocuparse por la posibilidad de que el primer crucero de la flota al que se acercara en un radio de mil kilómetros lo hiciese saltar en pedazos, a él y a su máquina Ehrling.

En realidad había tantas cosas en las que no quería pensar que al tratar de huir de uno de esos pensamientos siempre volvía a caer en otro que era igual o peor. Pero, de cualquier modo, eso hizo que el tiempo pasara más rápidamente.

Sin embargo, le parecía que había pasado más de media hora cuando oyó el sonido de un coche que se acercaba lentamente a lo largo de la acera, en ocasiones rozando la goma de los neumáticos ligeramente contra el cordón.

El coche se detuvo antes de llegar a la esquina, a unos cinco metros de distancia a juzgar por el sonido. Keith echó a andar hacia allí, con un pie en la acera y otro en la calzada para no apartarse del cordón, hasta que una de sus rodillas chocó dolorosamente con un guardabarros.

—¿Joe? —preguntó Keith en voz baja.

—Aquí, St. Louie. El coche espera. Vamos, métete aquí para irnos. Me llevó más tiempo del que pensaba y quiero llegar al espaciopuerto mientras sea aún de noche.

Keith tanteó el camino alrededor del coche hasta que encontró la manija de la puerta. La abrió y entró.

Joe dijo:

—Se va despacio cuando tienes que guiarte por la acera, pero ahora que somos dos podremos ir más aprisa una vez que te enseñe lo que tienes que hacer. Toma la linterna.

Una linterna de pilas lo golpeó en las costillas y Keith la tomó. Apretó el botón y pudo ver el rostro de Joe y el parabrisas, pero la luz no atravesaba el cristal lo bastante lejos para que pudiera distinguir la tapa del radiador.

—Por ahí no, estúpido —le dijo Joe—. Alumbra el suelo del coche y sigue apuntando hacia allí. Ahora toma esta tiza y marca una línea paralela a las ruedas del auto, de delante atrás. Hazla tan recta como puedas.

Keith tuvo que inclinarse para ver el piso claramente, pero le resultó fácil trazar una línea recta; la alfombra de goma que cubría la chapa del suelo tenía un relieve en líneas rectas.

Joe se inclinó a su vez y miró lo que Keith había hecho.

—Muy bien. No sabía que había estas líneas en la alfombra; nos será mucho más fácil teniendo una línea que sabemos que es bien recta. Ahora toma esta brújula y ponla justo en el centro de la raya.

Keith hizo lo indicado y luego preguntó:

—¿Y ahora qué?

—De momento nada. Vamos hasta la esquina y doblamos hacia el oeste. ¿Cuánto has tenido que caminar del farol al coche? ¿Diez pasos?

—De doce a quince pasos, creo —dijo Keith.

—Conforme. Entonces ya sé cómo llegar a la esquina y dar la vuelta para encaminamos al oeste. Creo que podré llegar hasta la Sexta Avenida manejando al tanteo. En la Sexta nos dirigiremos al sur, y entonces empezaremos a guiarnos por la brújula.

Joe arrancó el motor y empezó a moverse hacia adelante poco a poco, deliberadamente rozando los neumáticos con la acera, hasta que la acera desapareció. Entonces dobló a la derecha y enderezó el coche en ángulo recto a la dirección que habían seguido antes, tan exactamente como pudo. Siguió adelante hasta que una rueda (esta vez la delantera del lado opuesto del coche) volvió a rozar la acera. Entonces dijo:

—Ya está. —Y empezó a marchar un poco más aprisa, después de separarse un poco del cordón de la acera.

Keith tuvo la impresión de que el coche había andado varias manzanas cuando Joe lo detuvo de nuevo.

—Debemos estar cerca de la Sexta Avenida —dijo Joe—. Baja y mira el número de la casa más cercana.

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