Universo de locos (25 page)

Read Universo de locos Online

Authors: Fredric Brown

Tags: #Ciencia ficción

Keith bajó a la calzada y fue hacia los edificios de su lado donde, con la ayuda de la lámpara eléctrica, pudo ver el número de la casa. Recordó haberle dicho a Joe que no conocía Nueva York, de manera que cuando volvió se limitó a darle el número de la casa, sin ningún comentario.

—Entonces hemos pasado de largo un par de edificios —dijo Joe—. Voy a dar marcha atrás. Luego doblamos a la derecha y nos metemos en la Sexta Avenida con rumbo sur.

Joe hizo eso y después de avanzar unos metros detuvo el coche y le dijo a Keith.

—Mira a qué distancia estamos de la acera por tu lado.

Keith volvió a bajar y esta vez, al volver, informó que estaban a unos dos metros de la acera del lado oeste.

Bien —dijo Joe—. Ahora vamos a empezar a trabajar con la linterna y la brújula, y podremos ir a unos quince kilómetros por hora. Mira la raya que has marcado, es la línea de la dirección del coche, ¿no? Y la Sexta Avenida corre en sentido norte-sur. Todas las calles rectas lo hacen. En la Plaza Minetta, la Avenida se tuerce ligeramente al este y luego vamos rectos a Spring Street; allí doblamos para entrar en el túnel. Vigila la brújula y procura que vayamos siempre rectos —continuó—. Yo tengo otra linterna y observaré el cuentakilómetros, para saber dónde nos encontramos, más o menos. De vez en cuando tendrás que bajar para mirar los números de las casas, pero eso no será muy frecuente

—¿Y si chocamos con algo? —dijo Keith.

—A veinte kilómetros por hora no nos mataremos. Lo peor que nos puede suceder es que tengamos que buscar otro coche. Desde luego iremos oscilando de un lado a otro de la calle, pero si vigilas bien la brújula no deberíamos chocar con la acera más que una o dos veces en cada manzana.

Empezaron a marchar. Joe era un hábil piloto y como ex chófer de taxi conocía las calles perfectamente. Subieron a la acera sólo dos veces en todo el camino a Spring Street y Keith tuvo que bajarse a ver los números sólo dos veces. La segunda vez notaron que sólo les faltaban unas cuantas casas para llegar a donde debían dar la vuelta para entrar en el Túnel Holland.

En el túnel rozaron bastante a menudo las ruedas, y una vez, cuando se encontraban en mitad del túnel, oyeron otro coche que se cruzó con ellos, hacia Nueva York. Pero tuvieron suerte y ni siquiera rozaron los guardabarros.

Joe conocía también la zona de Jersey y se mantuvo en calles rectas donde podía orientarse con ayuda de la brújula. Después de un par de kilómetros encendió los faros y Keith pudo ver que la luz de los focos penetraba cinco o seis metros en la negrura de la Niebla.

Joe dijo:

—Bien, amigo Aquí es donde empieza a disiparse. Ya puedes darme la brújula.

Keith se enderezó la espalda dolorida y se frotó el cuello hasta que dejó de dolerle, y cuando terminó ya estaban fuera de la Niebla Negra.

Allí, entre dos ciudades, estaban en campo abierto. Y por la ventanilla de su lado del coche Keith vio la Luna y las estrellas brillando en el cielo negro.

Pensó: esto es un sueño, no puede ser que vaya realmente allí.

Pero algo en su interior le contestó: no es un sueño y vas a ir.

Y de repente el simple pensamiento lo asustó, lo asustó más que los monstruos rojos, los Nocturnos, Arcturus y el W.B.I. juntos.

Pero era demasiado tarde para volverse atrás. Se había comprometido y para bien o para mal se iba a ver entre estrellas.

XV. En la Luna. ¿Y qué?

El reloj de Keith marcaba las dos cuarenta de la madrugada cuando Joe arrimó el coche a un lado de la carretera y apagó las luces.

—Hemos llegado, compañero —dijo—. Final de trayecto. —Tomó la linterna de Keith—. Tendremos que atravesar los campos —añadió—. Aproximadamente medio kilómetro. Es un lugar muy aislado; no nos hará falta escondernos. Espero que nadie me quite el coche antes de que vuelva a buscarlo.

Saltaron una valla y echaron a andar a través del campo. Joe alumbró el camino con la linterna hasta que salieron de un pequeño bosquecillo que estaba del lado de adentro de la valla. Luego pudieron ver lo suficiente con la luz de la luna para cruzar los campos que había más allá.

Keith preguntó:

—¿Cómo vas a volver a Nueva York, tú solo? ¿Puedes atender al coche y a la brújula al mismo tiempo?

—Si fuera necesario lo podría hacer, marchando muy despacio. Pero me parece que no voy a regresar a Nueva York esta noche. Voy a ir en el coche hasta Trenton o algún otro pueblo y me quedaré allí el resto de la noche. Y será mejor que no vuelva a Nueva York mañana en el coche robado. Pueden denunciarlo a la policía a primera hora de la mañana. Lo abandonaré en Trenton.

Saltaron otra valla y Joe señaló hacia delante.

—Justo detrás de aquellos árboles.

Joe volvió a usar la linterna para atravesar el bosquecillo, pero esta vez la mantuvo cuidadosamente protegida con la mano y dirigiendo la luz al terreno inmediatamente debajo de sus pies. A la sombra de los últimos árboles la apagó y se la metió en el bolsillo.

Delante de ellos estaba lo que parecía un gran invernadero; dentro había dos naves espaciales, ambas claramente visibles a través del cristal, a la luz de la luna. A Keith le recordaron más los aeroplanos que él conocía que las naves que se había imaginado; ni siquiera eran remotamente parecidas a la nave con forma de cigarro que había visto en su sueño provocado por el jugo lunar. La más grande de las dos era del tamaño de un avión de transporte; la más pequeña no era mayor que un Piper Cub. Las alas no parecían ser plegables o retráctiles, y se preguntó por qué había imaginado que lo iban a ser.

Joe dijo:

—Espera aquí. Voy a dar la vuelta y asegurarme de que no hay nadie.

Cuando regresó, asintió con la cabeza e hizo seña a Keith para que se reuniera con él. Doblaron en una esquina de la construcción de cristal y llegaron delante de una pequeña puerta.

—Ten la linterna —dijo Joe— hasta que pueda abrir la puerta.

Sacó una ganzúa del bolsillo y forzó la cerradura en un par de minutos. Entraron y Joe cerró la puerta.

Keith miró el techo por encima de sus cabezas y no pudo ver ninguna abertura. Pero al final del hangar había una gran puerta doble. Tendrían que sacar una de las naves a través de ella y Keith pensó por qué Joe no habría forzado la puerta doble primero y no habrían entrado por allí.

Y entonces se dio cuenta, antes de que pudiera formular ninguna pregunta, que no sería necesario empujar la nave afuera. La nave podía atravesar el techo, y era por eso que el hangar estaba hecho de cristal. Igual que las máquinas de coser del profesor, las naves del espacio podían desmaterializarse y pasar a través de una sólida pared o del techo para volver a materializarse en su destino. El hangar era transparente para permitir la visión directa del objetivo sin tener que llevar la nave hasta afuera.

Esto le hizo pensar para qué serían necesarias las puertas dobles y casi estuvo a punto de preguntárselo a Joe, pero entonces comprendió que la operación no era igual en los dos sentidos. Cuando regresaba a la Tierra, la nave espacial tenía que materializarse fuera de la atmósfera y planear entonces con las alas hasta el campo de aterrizaje y ser empujada hasta dentro del hangar.

—Los dos son Ehrlings —dijo Joe—. Un Skymaster de diez plazas y un Starover de dos. ¿Cuál prefieres?

—El pequeño, creo. ¿No te parece? —dijo Keith.

Joe se encogió de hombros.

—El grande no te va costar más, amigo. Desde luego no lo vas a poder vender cuando termines el viaje. Todos están registrados. Cualquiera que tomes lo tendrás que abandonar cuando dejes de usarlo.

—¿Los controles son iguales? ¿Se manejan los dos con la misma facilidad? —dijo Keith.

—Exactamente —dijo Joe—. El pequeño es un poco más fácil de manejar en el aire y no necesita un campo tan grande para aterrizar.

Keith dijo:

—Entonces, el pequeño.

Caminó alrededor del aparato, viendo que de cerca se parecía menos a un aeroplano de lo que había pensado. Las alas eran más cortas y más gruesas. No tenía hélice. El revestimiento del fuselaje, que le había parecido de lona, al tacto se parecía más al amianto.

Joe se reunió con él al otro lado de la nave y dijo:

—Aquí está la compuerta hermética. Hay que dar vuelta a esta manivela. Tiene otra manivela igual adentro. Pero si necesitas abrir la compuerta en el espacio por cualquier motivo, será mejor que te pongas un traje espacial primero. Hay uno debajo de cada asiento. Y si abres en el vacío, abre la válvula de la puerta primero, para que el aire salga gradualmente y no te arrastre afuera con violencia. Y si dejas escapar el aire el reacondicionador necesita unos quince minutos para volver a producir el aire necesario después que hayas vuelto a cerrar la compuerta hermética. Entremos y te muestro.

Keith entró primero y se sentó a los mandos mientras Joe, en el otro asiento, le explicaba el funcionamiento. Los controles de planeo consistían en una palanca y dos pedales de timón iguales a los que tenían los aviones ligeros. Como Keith había hecho casi un centenar de horas de vuelo no esperaba tener ninguna dificultad con esa parte del funcionamiento de la nave.

—Aquí está la mira —decía Joe—. Simplemente apunta a donde quieras ir. Estos diales indican las distancias. El grande está graduado en unidades de cien mil kilómetros; el salto mayor que puedes dar son quinientas unidades, es decir cincuenta millones de kilómetros. Tendrías que dar unos cuantos saltos para llegar a uno de los planetas exteriores; esa es la desventaja de estos pequeños Ehrlings para los viajes largos.

»El otro dial está en unidad de mil kilómetros y se sigue hasta el pequeño vernier en décimas de kilómetros. En cuanto a la Luna, me has dicho que querías aterrizar en este lado, ¿no es así?

—Sí.

—Entonces ajustas la mira a donde quieres ir. Gradúas la distancia para… espera un minuto. —Abrió un compartimento en el tablero de mandos similar al compartimento de los guantes en un automóvil y sacó un grueso volumen casi del tamaño y formato del Almanaque mundial. Miró la fecha y dijo—: Bien. Por un momento me temí que el viejo Eggers no tuviera aquí un ejemplar del último Almanaque astronáutico, ya que no usa la nave desde hace bastante tiempo. Pero está bien. Este es el último número. Tiene las tablas; aquí puedes ver la distancia desde cualquier cuerpo en el Sistema Solar a cualquier otro cuerpo para cualquier minuto de tiempo durante este mes. —Joe ojeó el libro y añadió—: Aquí están las tablas Tierra-Luna. Digamos que decides salir a las tres quince; entonces buscas la distancia aquí y ajustas los diales para esa hora. A las tres y quince aprietas el botón. ¿Me sigues?

—Pero quizá mi reloj va atrasado unos minutos —dijo Keith—. ¿Entonces qué pasa? A lo mejor voy demasiado lejos y termino materializándome dentro de la Luna y no fuera de ella.

—No tienes que usar tu reloj, estúpido —gruñó Joe—, sino el del tablero. Es exacto a la fracción de segundo. Tiene que serlo, es rodomagnético.

—¿Es que? —dijo Keith.

—Rodomagnético —contestó Joe pacientemente—. Y de todos modos no puedes estrellarte en la Luna, porque tienes un factor de seguridad: el repulsor automático. Si quieres materializarte quince kilómetros por encima de la Luna, la distancia conveniente, gradúa el repulsor para quince kilómetros y entonces la nave se detiene quince kilómetros antes de llegar al objetivo propuesto. Ajustas el repulsor de acuerdo con el espesor de la atmósfera a la que vas a llegar. Quince kilómetros para la Luna, cuarenta para la Tierra, cuarenta y cinco para Venus veinte para Marte, etc. ¿Comprendes?

—Aprietas el botón y estás allí —dijo Keith—. ¿Y entonces qué?

—Tan pronto como te materializas empiezas a caer, pero el giróscopo no te deja perder el equilibrio. Inclinas la nave en planeo acentuado y dejas que caiga hasta que las alas empiezan a sostenerte al entrar en la atmósfera. Al tener aire suficiente debajo de las alas, planeas y aterrizas. Eso es todo. Si ves que no aciertas al sitio donde quieres aterrizar o que vas a hacer un mal aterrizaje —continuó—, aprietas el botón del repulsor, y el repulsor te lanza atrás a quince kilómetros de altura, y empiezas de nuevo. Y eso es todo, St. Louie. ¿Entendiste?

—Perfectamente —dijo Keith.

Parecía muy sencillo. Y además había visto, detrás de la compuerta de entrada, un libro titulado
Manual de instrucciones,
de modo que siempre podía buscar cualquier cosa que Joe no le hubiera explicado o que él no hubiese comprendido.

Sacó la cartera y contó los tres mil créditos que le había prometido a Joe. Ahora sólo le quedaban quinientos sesenta, pero lo más probable es que no volviera a necesitar más dinero. Con el nuevo día o habría llegado a Mekky o estaría muerto; en cualquiera de los dos casos habría hallado la solución de su problema.

—Más vale que me des tu pistola, St. Louie —dijo Joe—. No olvides que no puedes teleportar explosivos. Explotan en la curvatura, y eso no es muy agradable cuando sucede en el bolsillo de uno.

Keith se acordó de lo que había leído en el libro de Wells y supo que Joe le decía la verdad.

—Gracias, Joe —dijo—, por recordarme esto. Quizá me habría olvidado de dejar la pistola y habría saltado en mil pedazos. Gracias.

Entregó a Joe la automática calibre cuarenta y cinco.

—Muy bien, compañero —dijo Joe—. Gracias, y buena suerte. Feliz aterrizaje.

Se estrecharon las manos solemnemente.

Después que Joe se hubo marchado, Keith tomó el
Manual de instrucciones
y lo estudió cuidadosamente durante media hora. El libro explicaba el funcionamiento del aparato mucho mejor que Joe y todo parecía increíblemente sencillo. De acuerdo con las instrucciones no había ninguna necesidad (a menos que se quisiera ser innecesariamente minucioso) de usar las tablas de distancia del Almanaque astronáutico. Se podían ajustar los diales para la máxima distancia (cincuenta millones de kilómetros) y dejarlos así siempre, y usar el repulsor automático para detener la nave a la distancia adecuada del objetivo. La graduación de los diales a las distancias exactas era solamente necesaria cuando una nave del espacio maniobraba para acercarse a otra. Y él podía arreglarse para eso, pensó Keith, permaneciendo inmóvil y dejando que la otra nave hiciese las maniobras.

El planeo para aterrizar no parecía más difícil que un aterrizaje a motor apagado en un avión convencional, con la ventaja de que, si se presentaba alguna dificultad en el aterrizaje, uno siempre se podía lanzar hacia atrás y empezar de nuevo.

Other books

Carolina Heart by Virginia Kantra
The Saint in Miami by Leslie Charteris
Chasing Stanley by Deirdre Martin
The Blazing World by Siri Hustvedt
The Challenge by Bailey, Aubrey
The Crown of Embers by Rae Carson
Heartbreaker by Diana Palmer
The Grotesques by Tia Reed