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Authors: Charles Portis

Valor de ley (12 page)

Aquella noche acampamos en lo alto de una colina, donde la tierra estaba menos empapada. La noche era muy oscura. Las nubes, bajas y ominosas, ocultaban la luna y las estrellas. Rooster me dio un cubo de lona y me envió a buscar agua, colina abajo, a cosa de doscientos metros. Fui con mi pistola. No llevaba farol y, cuando regresaba con el primer cubo, me caí y tuve que volver sobre mis pasos para llenarlo de nuevo. LaBoeuf desensilló los caballos y les dio de comer en cebaderas. En el segundo viaje con el agua tuve que detenerme a descansar tres veces antes de lograr subir la colina. Estaba rígida, cansada y magullada. Llevaba en una mano la pistola, pero eso no era suficiente para compensar el peso del cubo, que me hacía inclinarme hacia un lado mientras caminaba.

Rooster estaba en cuclillas, encendiendo una hoguera, y me observó con fijeza. Comentó:

—Eres un inútil redomado.

Contesté:

—No pienso bajar ahí otra vez. Si quiere más agua, tendrá que ir a buscarla usted mismo.

—En los grupos que yo mando, todos deben hacer su trabajo.

—De todas formas, esta agua sabe a hierro. LaBoeuf, que estaba cepillando a su velludo caballo, dijo: —Tienes suerte de viajar por unos sitios en los que el agua se encuentra tan a mano. En mi tierra se puede cabalgar días y más días sin encontrar una sola fuente. Yo he bebido un agua infecta que había en una huella de casco de caballo y me sentí muy contento de haberla encontrado. No sabrás lo que es pasarlo mal de veras hasta que casi te hayas muerto de sed.

Rooster comentó:

—Si alguna vez me encuentro con un texano que no me diga que ha bebido agua de la pisada de un caballo, creo que le estrecharé la mano y le daré un cigarro Daniel Webster.

—¿Es que no te lo crees? —preguntó LaBoeuf.

—Las primeras veinticinco veces que lo escuché me lo creí.

—Quizá sea cierto —intervine—. A fin de cuentas, es un ranger de Texas.

—¿Ah, sí? —preguntó Rooster—. Bueno, eso sí puedo creerlo.

LaBoeuf advirtió:

—No sigas por ahí, porque lo único que harás será demostrar tu ignorancia, Cogburn. No me importan las pullas personales, pero no tolero que un hombre como tú diga nada en contra de los Rangers de Texas.

—¡Los Rangers! —exclamó Rooster, con cierto desprecio—. ¿Sabes lo que te digo? Que en vez de hablarnos de eso a la chica y a mí, vayas a contárselo a John Wesley Hardin
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.

—Al menos, conocemos nuestro trabajo. Eso es más de lo que puedo decir de vosotros, los comisarios federales.

Rooster preguntó:

—¿Y cuánto tiempo lleváis montando en ovejas como esa?

LaBoeuf dejó de cepillar a su velludo poni y dijo: —Este caballo seguirá galopando cuando ese enorme perdieron tuyo haya reventado de cansancio. No se puede juzgar por el aspecto. A veces sucede que el poni de peor facha es el más rápido y el que más aguanta. ¿Cuánto crees que me costó este caballo? Rooster replicó:

—Si en lo que dices hay algo de cierto, supongo que sería algo así como mil dólares.

—Podrás burlarte lo que quieras, pero pagué por él ciento diez dólares, y no lo vendería por esa cantidad. Estar en los rangers es muy difícil si no se tiene un caballo de cien dólares.

Rooster se puso a preparar nuestra cena. Esto es lo que el hombre había llevado como provisiones: una bolsa de sal, otra de pimienta roja y un frasco de melaza (todo esto lo llevaba en los bolsillos de su chaquetón), y luego café, un gran pedazo de tocino salado y ciento setenta panecillos hechos con harina de maíz. Yo apenas daba crédito a mis ojos. Rooster dijo que la mujer que preparó los panecillos creyó que el pedido era para toda una partida de comisarios.

—Bueno —siguió—. Cuando se pongan demasiado duros para comerlos tal cual, podremos hacer sopas, y el resto se lo daremos a los animales.

Preparó café en un pote y frió tocino. Luego partió en rebanadas unos panecillos y los frió en la grasa. ¡Pan frito! Aquel plato era nuevo para mí. Él y LaBoeuf trasegaron rápidamente casi medio kilo de tocino y una docena de panecillos. Yo comí parte de mis bocadillos de tocino y un pedazo de pan de jengibre y bebí de aquella agua que sabía a óxido. La hoguera encendida por Rooster era muy grande, y la madera húmeda chasqueaba y desprendía torrentes de chispas. Producía un efecto confortador y alegre en aquella lóbrega noche.

LaBoeuf dijo que no estaba acostumbrado a hogueras tan grandes, que en Texas a menudo apenas disponían de otra cosa que ramitas o yerbajos para calentar sus alubias. Preguntó a Rooster si era acertado revelar tan claramente nuestra presencia en una región desconocida con un fuego tan grande. Añadió que los rangers tenían la norma de no dormir en el mismo sitio donde se habían preparado la cena. Rooster no contestó y echó más ramas al fuego.

Yo intervine:

—¿Les gustaría oír la historia del Visitante de Medianoche? Uno de ustedes tendrá que ser el Visitante. Yo le diré lo que tiene que decir. Los otros papeles los haré yo misma.

Pero no sentían ningún interés por escuchar cuentos de fantasmas, así que extendí mi impermeable en el suelo, lo más cerca que me atreví de la hoguera, y procedí a hacerme la cama con las mantas. Tenía los pies tan hinchados de montar que me costó mucho sacarme las botas. Rooster y LaBoeuf bebieron whisky, pero esto no les hizo mostrarse más sociables y permanecieron allí sentados, sin hablar. Poco después, sacaron sus trastos de dormir.

Rooster utilizaba como colchón una estupenda piel de búfalo. Parecía tan cálida y cómoda que se la envidié. Luego tomó de su silla de montar una reata de crines de caballo y la dispuso en forma de lazo a su cama.

LaBoeuf, que lo observaba, sonrió y dijo:

—Eso es una tontería. En esta época del año todas las serpientes están dormidas.

—Sé de algunas que se han despertado —dijo Rooster.

—Yo también quiero una cuerda —intervine—. Las serpientes no me son simpáticas.

—Una víbora no se molestaría por ti —comentó Cogburn—. Eres demasiado pequeña y huesuda.

Echó un tronco a la hoguera y puso tizones y brasas contra él. Luego se dispuso a dormir. Ambos roncaban, y uno de ellos, además, hacía un ruido muy desagradable con la boca.

Aun exhausta como estaba, me costó dormirme. Estaba bien abrigada, pero bajo mi cuerpo notaba raíces y piedras y no dejaba de moverme para mejorar mi situación. Me sentía molida, y esos ajetreos resultaban dolorosos. Al fin desistí de conseguir una posición más confortable. Dije mis oraciones pero no mencioné mi incomodidad. Aquel viaje era asunto exclusivamente mío.

Cuando desperté, había copos de nieve en mis párpados. De los árboles colgaban grandes carámbanos. La tierra estaba cubierta por una ligera capa blanca. Aún no había amanecido del todo, pero Rooster se encontraba ya en pie, calentando café y friendo carne. LaBoeuf atendía a los caballos y los tenía ya ensillados. Me apetecía comer caliente, así que no tomé panecillos y comí carne en salazón y pan frito. Compartí mi queso con mis dos compañeros. Las manos y la cara me olían a humo.

Rooster nos dio prisa para que levantásemos el campo. Estaba preocupado por la nieve.

—Como esto siga, esta noche tendremos que dormir a cubierto —dijo.

LaBoeuf ya había dado de comer a los caballos, pero yo cogí uno de los panecillos de maíz y se lo di a Negrillo para ver si lo quería. Pareció encantarle, así que le di otro. Rooster dijo que a los caballos les gustaba, sobre todo, la sal que llevaban los panecillos. Luego me indicó que me pusiera el impermeable.

A través de las nubes, el amanecer no fue más que un leve resplandor amarillento que nos sorprendió ya montados y puestos de nuevo en marcha. La nevada se hizo más densa y los copos más grandes, tanto como plumas de ganso, y no caían como lluvia, sino que parecían flotar en el aire. En cuatro horas el terreno estuvo cubierto por una capa de nieve de unos quince o veinte centímetros.

En los parajes abiertos, el camino resultaba difícil de seguir y nos deteníamos con frecuencia para que Rooster se orientase. Esto se hacía difícil porque el terreno no le decía nada y no podía ver los puntos de referencia lejanos. Había momentos en que apenas distinguíamos lo que se encontraba a unos metros de nosotros. El catalejo resultaba completamente inútil. No nos cruzamos con gente ni pasamos frente a ninguna casa. Nuestra marcha era muy lenta.

No había peligro de que nos perdiéramos porque Rooster llevaba una brújula y, mientras nos mantuviéramos en dirección sudoeste, tarde o temprano nos tropezaríamos con la ruta de Texas y el tendido del ferrocarril M. K. & T. Pero constituía un gran inconveniente el no poder seguir el camino regular, y, con la nieve, los caballos corrían el riesgo de hundir las patas en algún agujero.

A eso del mediodía nos detuvimos en un arroyo situado en el socaire de una montaña, para dar de beber a los caballos. En aquel sitio encontramos un pequeño abrigo del viento y la nieve. Creo que aquellas eran las montañas San Bois. Ofrecí el queso que me quedaba a mis compañeros y Rooster compartió con nosotros sus dulces. En eso consistió nuestro almuerzo. Mientras estirábamos las piernas, escuchamos unos ruidos arroyo abajo y LaBoeuf se metió en el bosque para investigar. Encontró una bandada de pavos silvestres que descansaban en un árbol, y mató a uno de ellos con su rifle Sharp. El pájaro quedó considerablemente deshecho. Era una pava y pesaba unos tres kilos. LaBoeuf la destripó, le cortó la cabeza y la ató a su silla de montar.

Rooster admitió que no nos sería posible llegar al almacén de McAlester antes de anochecer y que el rumbo más adecuado era seguir hacia el oeste, con destino a una cabaña construida por algún colono ilegal cerca de la ruta de Texas. Nadie la ocupaba, nos dijo, y allí podríamos pasar la noche a cubierto. Al día siguiente seguiríamos hacia el sur por la ruta de Texas, que era amplia y estaba lisa y despejada por el paso de las manadas de reses y las carretas de carga. Por esa especie de carretera, el riesgo de que un caballo se quedase cojo era mínimo.

Después de descansar, seguimos el viaje en fila india, con Rooster abriendo la marcha. Negrillo no necesitaba mi guía, así que até las riendas al pico de la silla y escondí las manos en las mangas de mi chaquetón. Sorprendimos a unos venados arrancando vastagos de los árboles, y LaBoeuf echó mano a su rifle, pero antes de que pudiera desenfundarlo, los animales habían huido ya.

Aunque ya había dejado de nevar, nuestro avance continuaba siendo muy lento. Era noche cerrada cuando llegamos a la cabaña. La luna, asomando por entre las nubes, iluminaba de vez en cuando el terreno.

La cabaña se encontraba en la parte más estrecha de una depresión en forma de V. Yo nunca había visto una cosa así.

Era una construcción pequeña, de solo tres metros por seis, y la mitad estaba hundida en un banco de arcilla, como una cueva. La parte que sobresalía estaba hecha de troncos y tierra, y el tejado era también de tierra, sostenido por un tronco dispuesto en la parte central. Al lado había un cobertizo de ramas para el ganado. Allí había suficiente leña para construir una cabaña de troncos, aunque casi toda era madera muy dura. Supongo que el hombre que construyó aquello tenía prisa y carecía de las herramientas necesarias. Por la parte trasera asomaba una torcida chimenea. La casa me recordó la obra de algún pájaro acuático, un vencejo o algo así, aunque la obra de esos artesanos con plumas (que nada saben de los niveles de burbuja) resultan mucho más perfectas.

Nos sorprendió ver que de la chimenea salía humo y chispas, y se veía luz por las grietas de la puerta, que era una tosca tabla sujeta a la jamba por unas bisagras de cuero. No había ninguna ventana.

Nos habíamos detenido junto a unos arbustos. Rooster desmontó y nos dijo que esperásemos. Tomó su carabina Winchester y se aproximó a la puerta. Hizo mucho ruido al romper con sus botas el hielo que ya se había formado sobre la capa de nieve.

Cuando estaba a unos seis metros de la cabaña, la puerta se abrió unos centímetros. Apareció el rostro de un hombre y una mano armada de un revólver. Rooster se detuvo. La cara dijo:

—¿Quién anda ahí?

—Buscamos refugio —contestó Rooster—. Somos tres. —Aquí no tenemos sitio.

La puerta se cerró y al cabo de unos instantes desapareció la luz del interior.

Rooster se volvió hacia nosotros y nos hizo una seña. LaBoeuf desmontó y se acercó a él. Iba a acompañarlo, pero LaBoeuf me dijo que me quedara junto a los arbustos, a cubierto, y sujetara los caballos.

Rooster se quitó su chaquetón de cuero, lo dio a LaBoeuf y le dijo que se subiera al banco de arcilla para tapar el agujero de la chimenea. Luego Rooster se apartó unos tres metros hacia un lado y se colocó rodilla en tierra y la carabina lista. El chaquetón sirvió perfectamente de tapadera y pronto pudieron verse nubes de humo saliendo por los resquicios de la puerta. Dentro sonaron voces y luego un ruido como de agua echada sobre fuego y brasas.

La puerta se abrió de golpe y por ella salieron dos descargas de escopeta de postas. Aquello me dio un susto de muerte. Oí cómo los perdigones atravesaban el ramaje. Rooster contestó a la andanada con varios disparos de su arma. En la casa se oyó un grito y la puerta volvió a cerrarse.

—¡Soy un comisario federal! —anunció Rooster—. ¿Quién hay ahí dentro? ¡Contesten rápido!

—¡Hay un metodista y un hijo de puta! —fue la insolente respuesta—. ¡Sigan su camino!

—¿Eres Emmett Quincy? —preguntó Rooster.

—¡No conocemos a ningún Emmett Quincy!

—¡Quincy, sé que eres tú! ¡Escucha! ¡Soy Rooster Cogburn! ¡Conmigo están Columbus Potter y otros cinco comisarios! ¡Tenemos un bidón de petróleo! ¡Dentro de un minuto prenderemos fuego a la casa! ¡Echad las armas fuera y salid con las manos a la cabeza y no os ocurrirá nada! ¡Una vez el petróleo caiga por la chimenea, mataremos a todos los que asomen por esa puerta! —¡Solo sois tres!

—¡No serás capaz de apostar tu vida acerca de eso! ¿Cuántos están contigo?

—¡Moon no puede andar! ¡Está herido!

—¡Sácalo a rastras! ¡Enciende esa lámpara!

—¿Qué clase de orden legal tienes contra mí?

—¡No tengo ninguna orden contra ti! ¡Será mejor que te muevas, muchacho! ¿Cuántos estáis en la casa?

—¡Solo yo y Moon! ¡Diles a los otros comisarios que tengan cuidado con sus armas! ¡Vamos a salir!

Una luz volvió a brillar en el interior de la casa. La puerta se abrió de nuevo y una escopeta y dos revólveres fueron arrojados al exterior. Salieron los dos hombres. Uno de ellos andaba trabajosamente, agarrándose al otro. Rooster y LaBoeuf les hicieron tumbarse boca abajo sobre la nieve y los cachearon. El llamado Quincy llevaba un cuchillo Bowie en una bota y un pequeño Derringer de dos cañones en la otra. Dijo que se había olvidado de aquellas armas, pero eso no evitó que Rooster le sacudiese un puntapié.

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