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Authors: Matilde Asensi

Venganza en Sevilla (14 page)

—A no dudar, antes de eso tendremos el placer de volver a verla en el palacio de la marquesa —añadió como despedida.

—A no dudar, señora doña Juana —repuse amablemente.

—Queden con Dios, hermanas —atajó doña Rufina, al tiempo que sonreía con complacencia y soltaba la cortinilla del ventanuco. Los coches se pusieron en marcha y nos alejamos.

No abrí la boca durante el resto del paseo, y eso que doña Rufina no paró de hablar y que, aunque mis pensamientos me abstraían, atendí a algunas de las cosas que dijo porque podían serme de utilidad. Estaba impaciente por comenzar mis trabajos. Los malditos Curvos iban a perderlo todo por miserables pues el diablo, que nunca duerme, me había llevado a mí hasta Sevilla para su mal.

Desde aquel día puse todo mi empeño en vigilar y cuidar las obras de mi palacio, que, por desgracia, avanzaban poco y mal, pues en la metrópoli, a diferencia del Nuevo Mundo, el trabajo se consideraba una condenación bíblica, un castigo divino del que había que escapar como de la peste: los peones y los albañiles, en cuanto apretaba un poco el sol, se detenían y se sentaban regaladamente a la sombra, y el maestro, como no fuera que Rodrigo lo sacara de la bodega a empellones, ni aparecía por allí. Cierto que los calores sevillanos pueden llegar a ser muy penosos, sobre todo durante el estío, aunque no más que en Tierra Firme, y allí nadie dejaba de trabajar porque apretara el sol. Muchos disgustos nos costó el dichoso palacio Sanabria aunque es obligado reconocer que se trataba de uno de los más grandes y más hermosos de Sevilla y que la expectación durante aquel verano en la alta sociedad sevillana no hizo sino crecer y crecer como una marea imparable. Y la marea era yo, Catalina Solís, la dama más pretendida y solicitada de la ciudad por esquiva, rica, piadosa y soberana de mí misma dada mi condición de viuda.

A finales de julio, acontecieron dos cosas importantes: la primera, que mi palacio brillaba como el fuego de un hacha en mitad de la noche. Los últimos arreglos terminaron, los últimos objetos ocuparon su lugar, las últimas minucias fueron rematadas y llegaron los numerosos criados contratados (no quise comprar esclavos). Con sus treinta aposentos, dos salones de recibir, un oratorio privado, varios retretes, una bodega, una caballeriza, un corral y un enorme patio central lleno de árboles era, a no dudar, mucho más grande y lujoso que la casa del gobernador de Cartagena de Indias, don Jerónimo de Zuazo, en Tierra Firme, y también que el palacio de los marqueses de Piedramedina, lo cual lo convertía, junto con otros dos o tres de Sevilla a lo sumo, en uno de los mejores. La segunda cosa que aconteció a finales de julio fue que volví a ver a las hermanas Curvo. Para entonces ya estaba yo curtida en gastar los caudales a manos llenas. Comprar lienzos, sábanas y almohadas de holanda o ruán, alfombras, tapices, vajillas de plata, coches, caballos, vestidos y joyas se había convertido en mi quehacer ordinario. De las riquezas con las que había llegado a la ciudad desde el Nuevo Mundo conservaba menos de una tercera parte aunque, por suerte, esa cantidad era más que suficiente para lo que me restaba por poner en ejecución.

Aquella tarde de finales de julio regresé al palacio de los marqueses en mi nuevo y bien aderezado coche de paseo y vi, al llegar, otro lujoso carruaje detenido en un lado de la entrada. Me enojaban ya tantas meriendas con duquesas, condesas, marquesas, damas e hidalgas acaudaladas, mas puse buena cara y, recordando que esa noche tenía también una fiesta en casa de los duques de Villavieja, enfilé hacia el interior, hacia la sala de recibir, haciendo de tripas corazón y dejando en manos de Damiana algunos objetos que traía conmigo por no haber pasado por mi casa después de adquirirlos. Pensaba instalarme en el palacio a primeros de agosto, de cuenta que para los pormenores de última hora no me incomodaran las celebraciones de la festividad de la Virgen de los Reyes que tendrían lugar el día que se contaban quince (la misma Virgen de los Reyes ante la que había hecho juramento Fernando Curvo de matarme y que se hallaba en la Capilla Real de la Iglesia Mayor).

Me quedé de una pieza cuando vi en el estrado, juntas, a las tres lechuzas de Sevilla en palabras de doña Clara, cómodamente recostadas sobre los cojines comiendo rosquillas dulces y pasas y bebiendo vino, con cara de estar hablando de alguna cosa de mi incumbencia porque, al punto, cerraron la boca y me miraron con ojos culpables. La menor de ellas, la rolliza Isabel, incluso sonrió con cierta picardía.

—Pasad, doña Catalina —me invitó doña Rufina, llamándome con la mano—. Mirad qué cosas tan ricas nos han traído las hermanas Curvo para merendar.

—Cosas sencillas, doña Catalina, no vayáis a pensar... —comentó prestamente Isabel, con disimulada satisfacción.

—Rosquillas y vino de nuestras fincas de Utrera y pasas de nuestras tierras en Almuñécar —añadió Juana.

La voz de las dos hermanas era muy semejante, aunque la de Isabel era más ronca.

—¡Oh, pues será preciso probar esos dulces tan acreditados! —exclamé, acercándome con una complaciente sonrisa en tanto entregaba a una esclava el sombrero y la mantellina—. ¡Qué calor hace! No se puede respirar.

—¡Sólo vuestra merced anda de paseo por las calles a estas horas del día! —soltó Isabel alegremente—. Claro que estaréis habituada tras vivir tantos años en Nueva España.

—Acertáis, señora —repuse tumbándome entre ella y la marquesa—. Para mí estos calores son mejores que los fríos del invierno.

—Aún no podéis afirmar tal cosa en Sevilla —comentó Juana Curvo llevándose un puñadito de pasas a la boca—. Después de vivir aquí vuestro primer agosto, rogaréis al cielo que llegue pronto el tiempo de arrimarse a las chimeneas.

—¿Cómo van los arreglos de vuestro palacio? —quiso saber la fisgona Isabel.

—Dentro de pocos días libraré a los marqueses de mi presencia y me marcharé, si Dios quiere, a mi casa. ¡No veo la hora de despertarme en esa excelente cama que he comprado para mi cámara!

—¿Es hermosa? —preguntó doña Rufina con apatía.

—De madera maciza —le expliqué—, tallada y guarnecida con bronce sobredorado.

—Tendrá colgaduras...

—Naturalmente, señora doña Juana, y muy hermosas: cielo, cortinajes, cobertura y paramento de damasco bermejo embellecido con cintas de oro.

—¡Oh, qué belleza! —dejó escapar Isabel Curvo—. Una cama digna de una reina.

—No muy distinta de la que tenía en Veracruz —mentí, recordando mi modesta camilla de Margarita—. No quería vivir aquí peor que allí.

—Ni tenéis por qué, ciertamente —convino Juana Curvo—, y aún os digo más: debéis vivir aquí mejor que allí, pues ahora estáis sola.

—¡Qué alegría que el palacio Sanabria abra de nuevo sus puertas, doña Catalina! Ardo en deseos de conocerlo.

—¡Isabel! —la reconvino su hermana.

—¡Dejadme, Juana! —replicó la otra, enfadada—. ¿Acaso no está toda Sevilla maravillada por las mejoras que ha hecho doña Catalina? ¿Acaso no pasan todos por delante del palacio una y otra vez para admirar cotidianamente los arreglos? ¿Acaso no hemos pasado nosotras mismas, con grande curiosidad? ¡No hay para qué ocultarlo, si nadie habla de otra cosa en la ciudad!

Sonreí con disimulo, plena de satisfacción. A la sazón, el marqués había hecho una buena compra y yo mi mejor ganancia. Los muchos millones de maravedíes que había gastado en el palacio Sanabria comenzaban a dar los frutos que deseaba.

—Hay algo que no he podido disponer a mi gusto —consideré con pesar—. No he hallado en toda Sevilla un herrero que me fabricara las rejas para las ventanas y los balcones. He tenido que ponerlas de madera, cosa que me ha disgustado mucho pues desmerecen la hermosura de la fachada.

—Muy hermosa, en verdad, y muy elogiada por las gentes —convino doña Isabel.

—Lo normal es que ningún herrero quiera trabajar en verano, doña Catalina—me indicó la marquesa quien, todo hay que decirlo, no me había ayudado en nada durante aquel mes y medio de fatigas y quehaceres.

—No preocupaos más, señora—intervino Juana, terminando el segundo vaso de vino que yo le veía echarse al coleto—. Vuestro pesar ha terminado. Mañana mismo remediaremos el problema del herrero.

—¿Cómo es eso, doña Juana? —inquirí muy interesada.

—Nuestro hermano mayor, Fernando, a quien vuestra merced todavía no conoce, es dueño de una de las mayores fundiciones de hierro del reino.

—Posee importantes minas en la sierra sevillana —aclaró la otra, muy orgullosa.

—Es lamentable la escasez de maestros fundidores en todo el imperio. Y los pocos que hay en Sevilla están tan de continuo demandados que no es de extrañar, doña Catalina, que no hayáis podido encontrar ninguno que os haga la rejería, sin embargo mañana mismo hablaré con mi querido hermano Fernando y él, ya lo veréis, pondrá fin a vuestros problemas.

—¡Cuánta amabilidad! —repuse con una agradecida inclinación de cabeza.

—Para eso estamos: para ayudarnos los unos a los otros como Dios Nuestro Señor nos ordenó que hiciéramos —proclamó doña Rufina, digno ejemplo de sus propias palabras.

—Vuestra merced todavía no nos conoce bien, querida señora —las palabras de Juana sonaban afectadas—. Nuestra familia es grandemente celebrada en Sevilla por su generosidad y largueza. Con el tiempo, y aunque me esté mal el decirlo, llegarán a vuestros oídos las veraces historias que circulan sobre la virtud de los Curvos.

¿Qué dijo el marqués en cierta ocasión?... «Alardean de su excelencia como una doncella hermosa alardea de su belleza: con mentida humildad, con falsa modestia.» Cada ademán, cada palabra, cada demanda o apostilla, me permitía ir conociendo a las hermanas e ir adentrándome en sus calidades.

—¡Oh, no, no, doña Juana! —dejé escapar con alegría y aparentando escándalo—. No es necesario que pase el tiempo ni que los sevillanos refieran ante mí razones admirables y elogiosas de la bondad de vuestra familia. Al otro lado de la mar Océana vuestro nombre está considerado, por méritos propios, más cerca de la nobleza que de la hidalguía pues tenéis allí dos hermanos, creo recordar, de reputada fama y virtud.

Las dos Curvo expresaron su satisfacción, mas fue la rolliza Isabel quien picó el anzuelo tomando el rumbo que yo pretendía.

—¡Ah, doña Catalina, bien aciertan quienes así hablan! Mas, de seguro que las desgracias y mudanzas que habéis sufrido en los últimos tiempos os habrán vedado conocer las recientes buenas nuevas de nuestra familia.

—No lo creáis, señora doña Isabel, pues era persona cercana a los López de Pinedo, de Nueva España, y supe por ellos que vuestro hermano menor, cuyo nombre no guardo en la memoria, iba a casar, o casó ya, con la joven condesa de Riaza.

Isabel Curvo se echó a reír con grande regocijo y Juana asintió, llena de orgullo. Por fuerza, recordaba bien todo lo que Francisco, el hijo negro y esclavo de Arias Curvo, me había relatado en la selva de Santa Marta una noche ya lejana, cuando me refirió con muchos pormenores que su amo había matrimoniado con Marcela López de Pinedo, hija de una acaudalada familia de comerciantes de Nueva España, de donde supuestamente yo procedía.

—¡Así que lo sabéis! —se deleitó Isabel, limpiándose con los dedos el juguillo de las pasas que le chorreaba por las junturas de los labios—. ¡Pues sí, nuestro hermano menor, Diego, es ahora conde!

—Una grande alegría para todos —apuntó fríamente doña Rufina, quien, como única aristócrata de la merienda, debía dar su bendición a tal enlace realizado, a no dudar, por amor verdadero. Ante el despego de la marquesa, las hermanas Curvo sofrenaron su arrebato.

—Dada la poca aristocracia que vive en el Nuevo Mundo —comenté, cogiendo una rosquilla dulce—, vuestro hermano se encuentra ahora entre lo más florido de la alta sociedad indiana. De cierto, el nuevo conde de Riaza disfrutará de una posición privilegiada en México.

Esta vez fue Juana quien tomó la palabra para sacarme de mi yerro.

—Nuestro hermano Diego se halla aquí, en Sevilla, con su joven esposa, la condesa.

—¿Cómo? ¿No se han quedado en el Nuevo Mundo?

—Oh, no. Están mejor aquí —repuso Isabel con cara mentirosa—. El y su esposa se encuentran más cómodos y más a gusto entre sus iguales de Sevilla que entre la arruinada y mezquina nobleza que ha emigrado al Nuevo Mundo para mantener sus antiguos privilegios al precio de un puñadito de cuentas de cristal y baratijas. Como sabéis la aristocracia sevillana es muy distinta a la del resto del imperio.

Doña Rufina asintió, complacida, viendo llegada la hora en que se le concediera el mérito de estar allí, en su palacio, llanamente reunida con tres hidalgas de inferior condición a la suya. O eso creía ella porque, según me había contado también el esclavo Francisco, los Curvos descendían de judíos conversos y no eran, pues, ni hidalgos ni cristianos viejos y por ello habían precisado los servicios de un linajudo llamado Pedro de Salazar para que les falsificara la Ejecutoria de Hidalguía y Limpieza de Sangre de Diego antes del matrimonio. Por más, siendo estricta, yo sólo era villana, pechera de condición y calidad pues, aunque tenía sobre el alma cuatro dedos de enjundia de cristianos viejos, mi hidalguía era la de Martín, obtenida por prohijamiento, de cuenta que, en aquella merienda de tanto relumbre, la marquesa se hallaba, en realidad, con lo más bajo e infamante de la sociedad de Felipe el Tercero. ¡Qué disgusto y humillación para ella de conocerlo!

—La nobleza sevillana —siguió diciendo Juana Curvo entretanto llenaba otra vez de vino su copita— es mucho más abierta y generosa que la de la corte de Madrid o la de cualquier otro reino de Europa. A los de aquí, y nuestra amiga la marquesa de Piedramedina es una buena muestra, no les importa abrir sus casas y sus salones a los hidalgos. En Sevilla, por ejemplo, no encontraréis carnicerías de nobles. Todos compartimos las mismas.

—No nos importa pagar el impuesto de la sisa como los demás —dijo doña Rufina con desdén—. ¡Una blanca
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de carne! ¡Como si fuéramos a arruinarnos! Eso, que lo hagan los de Madrid, que deben de andar mal de caudales por los gastos que acarrea vivir en la corte del rey y seguirle en sus idas y venidas por Castilla.

—Sí, dice verdad —convine.

—Nuestro hermano Diego se siente feliz de hallarse en Sevilla —comentó Juana—, cerca de su familia. En Cartagena de Indias era muy desgraciado. ¡Nos escribía unas cartas tan tristes! ¿Verdad, Isabel?

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