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Authors: Matilde Asensi

Venganza en Sevilla (16 page)

—Éste es mi señor padre, doña Catalina.

—En nombre sea de Dios —dijo el fraile a modo de saludo.

Rodrigo y yo soltamos una carcajada y Alonso se ofendió.

—¡Mi padre es un franciscano verdadero, señora! Dejad de reíros.

—¿Es fraile de verdad? —me burlé.

—Así es, señora —respondió el aludido, dando un paso adelante—. De la orden mendicante de San Francisco. Abandoné el convento cuando conocí a la madre de Alonso. Dejé de pedir limosna por los caminos y me quedé a vivir con ella y con ella tuve cuatro hijos a los que sigo cuidando pues su madre ya no está con nosotros.

—¿Os abandonó? —quise saber, cada vez más sorprendida. Aquel hombre parecía estar diciendo la verdad, por increíble que fuese.

—Murió de sobreparto, señora, hace ahora cinco años. Mis hijos me retienen aquí, pues, de otro modo, habría regresado ya al convento.

—Queréis decir... ¿Cómo os llamáis? —le preguntó Rodrigo.

—Respondo por padre Alfonso o fray Alfonso Méndez.

—Así pues, fray Alfonso —inquirió Rodrigo, colocándose a su lado—, habéis logrado escapar de la Santa Inquisición y criar a vuestros hijos sin que la Iglesia os haya quemado.

—No soy el único fraile ni cura que vive decentemente con su barragana y cría a sus hijos en Sevilla y en Castilla —su voz sonaba altiva y su gesto era de dignidad—. Somos tantos que la Inquisición no tiene calabozos para nosotros. Algún día, cuando sus tribunales estén menos ocupados con las herejías, emprenderá la reformación de las costumbres y, entonces, nos encarcelará y juzgará, mas, por el momento, nos deja vivir tranquilos.

—Mi padre se gana muy bien el pan confesando a las gentes de los pueblos y las aldeas —nos aclaró Alonso con orgullo—. ¿Quién no prefiere recibir el sacramento del perdón de un sacerdote con hijos que entiende las debilidades humanas? Todos los hermanos del gremio de ladrones y rufianes de Sevilla tienen a mi padre por su confesor.

No daba crédito a lo que oía. A mi verdadero padre lo habían sentenciado en Toledo por fornicar fuera del matrimonio y por no conocer las oraciones primordiales de la Iglesia y, en cambio, a aquel fraile franciscano le permitían vivir con su barragana y engendrar cuatro hijos sin quemarle en la hoguera. Ya eran tres las justicias despóticas y caprichosas con las que me había topado: la del rey, la de los Curvos y la de la Inquisición. ¿No sería acaso que la justicia, como tal, no existía?

—Y bien, padre Alfonso —dije—, ¿cómo habéis ayudado vos en la tarea que le encomendé a Alonsillo?

El fraile me miró y, por vez primera, advertí en sus ojos la misma mirada desvergonzada y burlona de su hijo. Por más, desprendía el mismo tufo a ajos crudos.

—Entré en el palacio del conde de Riaza —afirmó— y hablé con sus esclavos y sus criados, a quienes confesé de balde y, por más, conseguí trabajo allí para Carlos, mi segundo hijo, quien nos contará todo cuanto vuestra merced desee conocer.

A fe mía que eran una familia provechosa.

—Sea. Empezad a hablar.

Padre e hijo cruzaron una mirada y el hijo, Alonsillo, fue quien tomó la palabra:

—Diego Curvo es un gandul y un poltrón de primer orden —soltó con desparpajo—. Ya sé que, como está mandado, la nobleza no trabaja, mas una cosa es no trabajar y otra holgazanear todo el día por la casa como una mujer perezosa, y, luego, con la caída del sol, ir a buscar cantoneras a extramuros de la ciudad, a los lugares de actos y tratos mujeriles conocidos como la Madera, las Barrancas o las Hoyas de Tablada. Por ser congregado del padre Pedro de León no puede visitar la mancebía del Compás, pues allí acude sólo como piadoso enemigo con su hermano don Fernando y los demás seguidores del dicho jesuita, mas embozado en su capa y con el sombrero calado puede visitar a las rameras de otros lugares donde no hay vigilancia y hacer de las suyas.

—Hará lo que todos —comenté de un tirón, con sorna.

—Os equivocáis, señora —objetó el padre Alfonso—, no hace lo que todos. A éste le gusta pegar con la vara.

Los esclavos y criados de su palacio están llenos de costurones y dicen ellos que la pobre condesa también.

¡Maldito hideputa! Recordé que mi señor padre había sufrido esos mismos golpes en las costillas durante el viaje desde Tierra Firme a Sevilla, cuando Diego Curvo bajaba a visitarle en la sentina para hablarle de la justicia de su familia.

—Según parece, las mujerzuelas de extramuros le tienen mucho miedo —dijo Alonsillo—. Mas, como es noble y principal, y como ellas trabajan fuera de la mancebía, sin potestad del Cabildo, no pueden denunciarle y el muy bellaconazo lo sabe.

—La doncella de la joven condesa —añadió fray Alfonso—, una negra de las Indias que la cuida desde pequeña, tiene el rostro cruzado por un ramalazo que la desfigura toda y que, según me contó, recibió en lugar de su ama.

Así que con ese rufián, con ese miserable que usaba la vara con esclavos, mujeres y ancianos, habría de vérmelas en primer lugar. Sea. Eso haría más fácil mi desquite que, no por ser justo, me asustaba y preocupaba menos. A fin de cuentas, hablábamos de matar, algo que yo jamás había hecho antes.

—¿Sus hermanos conocen esa afición a la vara —pregunté— y sus visitas a esos lugares de extramuros que habéis mencionado?

—Si lo saben, lo callan —afirmó fray Alfonso—. Es mejor que ciertos asuntos no se traten nunca en familia aunque todos los sepan. Tengo para mí que su hermano don Fernando se lo huele y que las dos hermanas se lo barruntan, mas, como es el pequeño de los cinco y el que ha llegado a ser noble, parece que los otros sienten cierta debilidad por él y por sus pecados.

Miré por la ventana y vi que aún había luz.

—¿Tenéis algo más que contarme?

—No, doña Catalina —dijo Alonsillo, negando con la cabeza.

—Bien, pues acabemos este encuentro. Vos, fray Alfonso, podéis marchar con mi agradecimiento. Rodrigo os pagará por el trabajo. Tú, Alonsillo, quédate y espérame aquí.

Entré en mi recámara y poco después, antes de la cena, salí con una misiva lacrada. El se había sentado en mi silla y silbaba una musiquilla para entretenerse.

—Desde hoy, Alonso, te prohíbo que vuelvas a comer ajos crudos pues apestas como los villanos y, por más, te ordeno que te bañes, a lo menos, una vez a la semana.

El pícaro me observó con esos bellos ojos que había heredado de su padre y, en silencio, asintió un tanto dolido. Extendí el brazo y puse la misiva en sus manos.

—Entrégasela a tu ama, doña Clara, y pídele que no se demore en este asunto.

—¿No podéis contarme más? —quiso saber, intrigado.

—¡Largo! —le solté señalándole la puerta e intentando ocultar una sonrisa y la pena que me daba que se fuera.

Mi señor padre, don Esteban Nevares, decía siempre que debemos dejarnos llevar por el viento favorable cuando sopla pues una de sus creencias más arraigadas era que quien no sabe gozar de la ventura cuando le viene no debe quejarse cuando se le pasa. Esa ventura llamó a la puerta de mi palacio durante la celebración de la fiesta que organicé el primer sábado de agosto, el día que se contaban cuatro del mes, en la que iba a recibir a lo más distinguido de la sociedad sevillana que, para ese tiempo, se moría ya de curiosidad y deseos de pisar mis salones y mis jardines. Acudieron unas treinta familias aristócratas (entre las que se hallaban los Medina Sidonia, los Béjar, los Castellar, los Olivares, los Gomera, los Arcos, los Medinaceli, los Villanueva...), otros tantos caballeros de hábito y comendadores con sus esposas e hijos mayores y, naturalmente, los más importantes hidalgos acomodados (los Curvo, los Mañara, los Wagner, los Bécquer, los Antonio...) así como los poderosos e influyentes banqueros de la Carrera de Indias, también conocidos como compradores de oro y plata
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, entre los que se encontraba el suegro de Fernando Curvo, don Baltasar de Cabra.

Iba a ser la cena de mi fiesta, según se acostumbra, de noventa platos de principios y postres y otros tantos calientes. Había decorado la mesa, que era más grande que toda mi casa de Margarita, con una figura de la Iglesia Mayor hecha de mazapán, gelatina y costras de azúcar, labrada de filigrana y de una vara de alto. Delante, unas carrozas tiradas por caballos, hechas también de manteca y azúcar, portaban salchichones de Italia, perniles que parecían enteros mas estaban cortados en lonjas con grande sutileza, fuentes de natas, uvas moscateles, limas dulces y otras frutas. Todas las servilletas de la mesa estaban tan primorosamente aderezadas que semejaban peces, navíos y otras invenciones. No había reparado en gastos para la ocasión pues ésta debía ser memorable y famosa hasta por sus menores detalles.

El fuego de las hachas y las luminarias marcaba el camino de entrada desde el portón de las carrozas hasta el patio principal de mi palacio. Allí, don Luis, el conde de Piedramedina, blandiendo en el aire un pañuelo de encajes, ejercía de anfitrión por ser yo mujer y viuda y no corresponderme esos menesteres. Doña Rufina, encantada con el acontecimiento, disfrutaba del lugar aventajado que ocupaba su marido y ejercía, o intentaba ejercer, una cierta autoridad sobre mí, desluciéndome como si el palacio Sanabria fuera de su propiedad y no de la mía. Sin embargo, mis muchos afanes y despilfarros habían dado sus frutos y nadie buscaba otra compañía que la mía. Aquélla era mi noche, la noche en la que todo principiaba, y la fresca brisa nocturna provocada por un día de agosto extrañamente nublado hacía agradable la estancia en los jardines, en los que sonaba la música acompañando a las alegres y animadas conversaciones. Entre mis muchas obligaciones como anfitriona y propietaria del palacio había una que, sin falta, debía poner en ejecución por más que me mortificara y amargara, y era la de agradecer a Fernando Curvo el maravilloso trabajo realizado por sus maestros fundidores: la rejería de mi casa era una obra inigualable que había sido fabricada en un tiempo admirablemente breve. Los maestros que me visitaron al día siguiente de mi conversación con las hermanas Curvo me informaron de que Fernando había ordenado detener todas sus fundiciones, en las que se elaboraba la muy necesaria y siempre escasa munición para los galeones reales, con la intención de que sólo se forjara en ellas la rejería de mi palacio y, así, ésta pudiera estar lista y colocada antes de la fiesta. Inmediatamente le envié, junto con una nota de agradecimiento, un regalo apropiado, una estatua de bulto de un Cristo grande de marfil que formaba parte del legado de los condes de Melgarejo, anteriores propietarios de mi palacio, y supe, por un criado que me despachó de vuelta, que el presente había sido muy de su agrado aunque lo consideraba innecesario pues todo lo hacía para su propia satisfacción y la de sus hermanas, que en tan grande estima me tenían. Del monto que me cobró por las rejas mejor no hablar, pues lo único en verdad importante era que, aquella noche, mi palacio resplandecía como el oro y deslumbraba por su belleza a toda Sevilla y a mis invitados, tanto a los Medina Sidonia como a los Bécquer y los Cabra. No podría haber deseado un resultado mejor.

Todo llega en esta vida y, poco antes de la cena, tras recibir los saludos y respetos de la mayoría de mis invitados, apareció ante mí, acompañado por don Luis, un hidalgo de noble porte, alto y seco como los que gustan de las mortificaciones, en cuyo avellanado rostro campeaban un bigote entrecano y una perilla casi blanca. Tras él, a dos pasos, un anciano de prominente estómago al que parecía irle a estallar el coleto de tan gordo como estaba, sonreía con aires de condazo o caballerote, entrecerrando mucho los ojos turnios que se le perdían en la cara. Al lado de éste, una matrona silenciosa, vestida con una saya entera de rica tela púrpura cuyo cartón le aplastaba y alisaba el pecho, empujaba sus ricos collares hacia adelante con otra descomunal barriga igual de inflada que la del anciano.

Don Luis, mi solícito caballero en aquella espléndida y brillante fiesta, hizo las presentaciones, mas éstas resultaron ociosas pues Fernando Curvo era tan parecido a su hermana Juana que, de no ser uno hombre y otra mujer, hubieran podido hacerse pasar por la misma persona, de cuenta que lo hubiera reconocido allá donde lo encontrara, y, por más, Fernando poseía la misma dentadura perfecta y blanca que, a lo que se veía, era atributo y seña de los hermanos Curvo: sin agujeros, sin manchas del neguijón, sin apiñamientos, algo de lo que ningún otro invitado de mi fiesta, ni siquiera yo, podía presumir.

Aquél era el hombre, me dije escudriñándole atentamente, que había hecho juramento ante la Virgen de los Reyes de matarme él mismo con su espada según me había relatado mi padre. El tan solícito caballero que había puesto a mi servicio sus fundiciones y sus maestros para fabricar mi rejería y que ahora se inclinaba obsequiosamente ante mí, era el mismo que, de vestir yo los atavíos de Martín y no aquellas galas de Catalina, me hubiera atravesado de parte a parte con esa espada de largos y gráciles gavilanes que le colgaba del cinto. Rumiando, pues, estos pensamientos, le miré derechamente a los ojos. A él le sorprendió, lo supe; no comprendió el sentido de aquella mirada, una mirada en la que yo, Martín y Catalina al tiempo, oculté la certeza de su pronta y dolorosa muerte a mis manos. Él no podía conocer que quien le contemplaba de aquella forma, con tanta porfía, era su verdugo. ¿Sería capaz de matarle?, me pregunté. La muerte, que a todos nos pone cerco desde el nacimiento, sólo es un trance, un suceso que puede propiciarse sin remilgos, tal como había hecho con mi propia familia el fino gentilhombre que tenía delante. Al punto, Fernando Curvo perdió su sobria apariencia y recobró la verdadera, la del asesino, y ya no busqué más razones. Sí, me respondí, podría matarle sin que me temblara la mano.

—Si puedo favoreceros algún día con cualquier cosa, mi señor don Fernando —apunté con amabilidad acabados los saludos—, espero me hagáis la merced de pedírmelo, pues he quedado en grande deuda con vos.

—Cuánto me alegro de vuestro ofrecimiento —repuso él con gentileza y una agradable sonrisa—, pues, en efecto, sí que hay algo que tanto mi esposa como yo deseamos ardientemente de vuestra merced.

—¡Qué afortunada soy! —repuse—. ¡Decídmelo ahora mismo, señor! Lo tenéis concedido.

La matrona gruesa de ricos collares bailarines avanzó dos pasos hasta colocarse junto a Fernando Curvo. Era Belisa de Cabra, su esposa.

—Venid algún día a comer a nuestra casa, doña Catalina —me solicitó Fernando bajo las miradas de aprobación de Belisa y de su gordo suegro, el comprador de oro y plata Baltasar de Cabra, de ojos torcidos—. Conozco por mis hermanas, a quienes, según sé, os une un entrañable y valedero afecto, que andáis ocupada con incontables asuntos, mas nos honraríais mucho si, cuando pase la canícula del estío, encontrarais un día para visitarnos y compartir nuestra mesa.

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