Read Venganza en Sevilla Online

Authors: Matilde Asensi

Venganza en Sevilla (17 page)

Tras aquel cortés ofrecimiento se ocultaba la ambición de recibir en sus salones a la dueña más acaudalada y codiciada de Sevilla, de lo que, a no dudar, obtendrían un buen provecho social.

—Como os he dicho, mi señor don Fernando —confirmé—, lo tenéis concedido. Diga vuestra merced el día y la hora y allí estaré.

En ese mismo momento, el resto de los hermanos Curvo hicieron su aparición. Mi conversación con Fernando no les había pasado desapercibida y, aunque muchos de los invitados estaban visitando el interior del palacio, admirando la belleza de las obras sobre las que tanto se había hablado, quiso el destino que, de súbito, me encontrara sitiada y sin escapatoria por Fernando y Belisa, Juana y Luján de Coa, Isabel y Jerónimo de Moncada y Diego y su joven y no muy agraciada esposa, Josefa de Riaza. Sentí que me faltaba el aire. Miré a la redonda, buscando a mi compadre Rodrigo mas, para mi desgracia, no le vi en parte alguna. ¿Es que nadie, nadie, se daba cuenta de la grotesca situación en la que me hallaba? Don Luis, el marqués de Piedramedina, tampoco reparó en mi sobresalto. Sonreía complacido y seguía con mirada ociosa el devenir de los invitados. Su enamorada, doña Clara, de haber estado allí, se hubiera apercibido de inmediato de mi grande tribulación, cercada como estaba por los asesinos de mi señor padre. Al no haber ninguna persona que acudiera en mi auxilio no me quedó otro remedio que sobreponerme. No sé de dónde saqué las fuerzas.

—¡Qué grande honor recibir en mi casa esta noche a todos los miembros de una familia tan renombrada como los Curvo! —exclamé.

Sentí una punzada aguda en el costado de mi cuerpo que estaba junto a Diego Curvo, el infame conde de Riaza, el que visitaba a mi padre en la sentina del galeón. Diego era un petulante engreído, uno de esos mozos malcriados que se creen reyes del mundo y emperadores del universo. Sus aires de suficiencia contrastaban con el apocamiento de su joven y fea esposa, Josefa, a quien las uñadas de la viruela habían arruinado cruelmente el rostro.

Al esposo de Juana, Luján de Coa, prior del Consulado de Mercaderes, lo reconocí al punto por el rosario que llevaba colgando de la mano diestra pues así, pasando silenciosamente las cuentas con el pulgar, había dicho doña Rufina que iba en el carruaje cuando se dirigía hacia las Gradas de la Iglesia Mayor para tratar asuntos del comercio. Era un hombre muy viejo, más que el banquero Baltasar de Cabra, con todo el pelo blanco y cuatro pelillos ralos en el mentón a modo de perilla. Su rostro mostraba más arrugas que la hermosa tela del vestido de su esposa, y el temblor de su labio inferior, algo colgante, revelaba a las claras que el hábil y astuto negociante sufría ya de los quebrantos de la vejez, como quedó demostrado cuando, antes de acabar la fiesta, hubo de volverse a casa porque le apretó el mal de orina. Mas si él aparentaba tener un pie en la tumba, su esposa, doña Juana Curvo, sin duda tenía dos en el lagar, pues no había dejado de beber desde que principió la noche. ¡Qué grande diferencia entrambos!, me dije. El, acabado y marchito; ella, aunque añosa, gallarda y brava.

Isabel Curvo, la rolliza Isabel, se mostraba silenciosa y triste aquella noche. Sus bellos vestidos de color granate, sus abundantes joyas y el colorete de sus mejillas no podían ocultar ni disimular el leve gesto de dolor que, en ocasiones, agitaba su rostro alicaído. Jerónimo de Moncada, el esposo de Isabel y juez oficial de la Casa de Contratación, le echaba miradas de preocupación. Se le veía afligido y levantaba de continuo la mano al cabello de su esposa como para acariciárselo, mas, como tal gesto hubiera sido inapropiado, terminaba por componer el suyo.

—¿Qué os pasa, querida hermana? —le pregunté a ella con inquietud.

—Nada que deba alarmar a vuestra merced —repuso turbadamente el marido, pues Isabel no podía ni hablar—. Un leve dolorcillo que pronto pasará, ¿verdad?

Isabel Curvo asintió, forzando una sonrisa, mas, al punto, su rostro tornó a contraerse.

—¡No, no, don Jerónimo! —rechacé, acercándome a Isabel y cogiéndola de una mano—. Vuestra esposa sufre y a mí me duele ver que no puede disfrutar de su primera visita al palacio Sanabria. ¡Con tanto como lo deseaba! ¿Os acordáis, doña Isabel?

Ella tornó a sonreír dolientemente, mas hizo un gesto con la mano para que no nos afligiésemos ni otorgáramos importancia a lo que le acontecía. En los rostros de su familia atisbé rastros de enojo y hartazgo. Tenían para sí que fingía o acaso era ya mucho el tiempo que ese dolor de su hermana les venía incomodando. No mostraron ningún signo de compasión.

—¡Venid conmigo, doña Isabel! —le ordené, tirando de ella hacia los salones, mas, para mi sorpresa, no pude moverla ni un ápice—. ¿Qué os ocurre? ¡Hablad, por Dios!

—Mis piernas se niegan a caminar, doña Catalina —gimoteó—. Sufro de grandes dolores en las caderas. Hay días que no puedo dar ni un paso y hoy, por triste desventura, es uno de ellos.

—¿Y no tomáis ningún remedio para aliviaros?

—Ya los ha probado todos —declaró don Jerónimo, sublevado—. ¡Nada la consuela! Yo no sé qué más obrar. Los mejores médicos de Sevilla se han dado por vencidos y las pociones que antes, mal o bien, la remediaban, ahora no le hacen efecto.

Jerónimo de Moncada, sinceramente mortificado por el sufrimiento de su esposa y, a lo que parecía, muy enamorado de ella, era el único de todos cuantos allí estábamos que tenía por cierta la enfermedad de Isabel. Los demás, hartos de que su hermana perturbara la celebración, parloteaban malhumorados entre sí, y yo, desconfiada, empecé a recelar que Isabel sólo tenía sin remedio la cabeza. No obstante, aquellos males, verdaderos o falsos, me brindaban un trance de oro que no debía desaprovechar. Sólo representaba una pequeña mudanza en mis propósitos: lo que iba a ser para Juana sería para Isabel, que parecía requerirlo mucho más.

—¡Alégrese vuestra merced —le dije, sonriente—, pues tengo justo lo que precisa!

—¿De qué habláis, doña Catalina? —quiso saber Juana Curvo, arrimándose.

—Del Nuevo Mundo, doña Juana. Conoceréis lo mucho que ha mejorado y avanzado la medicina con las abundantes plantas beneficiosas que allí prosperan y que llegan hasta España en las flotas.

Todos asintieron, otorgándome la razón.

—Pues vino conmigo desde Nueva España la mejor sanadora de aquellos pagos, una antigua esclava negra que aprendió de los indios el buen uso de las plantas curativas.

—¿Una curandera? —se alarmó Fernando.

—Erráis, señor —repuse, fingiendo afrentarme—. Mi criada no es una curandera. ¿Acaso pensáis que yo admitiría a mi servicio a alguien que incumpliese las leyes de nuestra Santa Iglesia? ¿O que las incumpliría yo misma? ¡Nunca! Y os ruego que, por más, os abstengáis de pronunciar ante mí esa palabra por serme de mucho desagrado. Mi criada, Damiana, estuvo al gobierno de mi casa en Nueva España durante muchos años, desde antes de mi matrimonio, y mi esposo, don Domingo, la tenía en grande estima pues siempre le asistió con diligencia y esmero, cumpliendo en todo con sus obligaciones. Lo que yo le ofrezco a vuestra hermana doña Isabel son los cuidados de una criada negra que, por mejor atender a mi marido y a su propia familia, aprendió en la cocina, entre cacerolas y platos, los remedios de la salud que tan necesarios resultan a los cristianos. Y era la mejor de Nueva España, os lo aseguro.

Hubiera podido seguir hablando, mas, a la sazón, Isabel ya se hallaba cabalmente convencida de que no podría seguir viviendo sin Damiana.

—Y para que la noche sea más venturosa de lo que está siendo —dije, echando una mirada satisfecha a mi palacio iluminado—, ahora mismo, doña Isabel, haré que Damiana os quite ese dolor, y vos, don Fernando, podréis cercioraros de la excelencia y rectitud de mi criada.

—No he menester más que vuestra palabra, doña Catalina —rehusó él gentilmente—. Dispensad mi imprudencia anterior. Estoy cierto de que esa negra le hará mucho bien a mi hermana.

—Os estaremos igualmente agradecidos, doña Catalina —añadió don Jerónimo de Moncada con cierto reparo—, aunque, como en ocasiones anteriores, mi esposa no se cure.

—Se curará, don Jerónimo, se curará. Tened fe y rezad. —Hice una seña con la mano y un lacayo se acercó hasta nosotros—. Recen vuestras mercedes entretanto me llevo a su hermana y se la devuelvo sana.

Los Curvos alabaron mucho mi grande corazón y la generosidad que demostraba por abandonar mi propia fiesta para atender a la pobre Isabel, que anduvo a mi lado hasta un pequeño gabinete privado soltando quejidos de dolor y ayes de agonía. El lacayo, que había ido en busca de Damiana, tuvo tiempo de encontrarla, darle el recado y volver a nuestro lado para ofrecer su brazo a la doliente y afligida enferma que rebosaba de abierta satisfacción por ser la comidilla de todos los círculos y el objeto de todas las miradas. Yo no sentía ninguna lástima por ella. Todo lo contrario. Su necia sandez y el uso de la enfermedad a manera de grillete para su esposo y para cualquiera que fuera tan tonto como para creerla, demostraban a las claras que era una egoísta y una pérfida.

Damiana nos esperaba en el gabinete con su bolsa de remedios. Estaba acompañada por dos doncellas que la asistirían en los quehaceres precisos. Nos bastó cruzar la mirada para comprendernos y para que ella conociera lo que debía poner en ejecución. Estaba todo hablado desde mucho tiempo atrás. Satisfizo a la enferma preguntando e interesándose por sus dolores y achaques y, al poco, empezó a sacar hojas, flores y semillas de su bolsa y a trabajarlas en un pequeño mortero de madera. Luego, tras poner lo molido en una copa pequeña y añadirle vino dulce de una botella que había pedido, lo removió por largo tiempo para mezclarlo bien.

—Bebed, señora —murmuró Damiana, acercándose a Isabel y tendiéndole la copa.

Isabel levantó las manos y, tomándola, se la llevó a los labios. El brillante y oscuro líquido ondeó entre el filo del vaso y sus dientes perfectos. Debía de tener sed pues no dejó ni una gota.

La recuperación de Isabel Curvo cobró fama raudamente en toda Sevilla. Aquella noche, cuando los invitados la vieron regresar a mi lado, caminando no sólo enderezada y sin dolor alguno sino, por más, asegurando que nunca en su vida se había encontrado mejor, afirmaron que en ningún tiempo había acontecido prodigio semejante en todo lo descubierto de la Tierra y muchos de ellos, antes de partir, me pidieron secretamente que les prestara los servicios de mi criada para un padre indispuesto o para un hijo largo tiempo enfermo. Dos días después, el lunes que se contaban seis del mes de agosto, un fraile secretario de don Fernando Niño de Guevara, cardenal de Sevilla, se personó en mi casa solicitando los cuidados de Damiana para el todopoderoso cardenal.

—Su Eminencia ha muchas semanas que anda malo —me dijo a puerta cerrada en el silencio atardecido de mi sala de recibir—, y empeora sin que los médicos puedan curarlo. Come solamente un poco de pescado y padece una sed insaciable. Tememos que no salga de este año.

—Mi criada acudirá mañana sin falta al palacio de Su Eminencia —le aseguré.

—¿Permitiría vuestra merced que me la llevara ahora mismo? —me rogó inquieto—. Anda ya la plática en toda la corte sobre quién será su sucesor: el cardenal de Toledo ha hablado ante el rey por el obispo de Cuenca, los condes de Barajas por el cardenal Zapata y los Borja por el arzobispo de Zaragoza. Algunos proponen al hijo del duque de Saboya, otros al arzobispo de Santiago y otros miran hacia don Leopoldo, el hermano de la reina.

Ni conocía ni conocería jamás a ninguno de los mentados mas se me alcanzaba que había empezado la ofensiva en lo más alto del imperio por colocar en el puesto de cardenal de Sevilla a algún buen amigo o familiar. A mí no se me daba nada de todo aquello, mas me interesaba que Damiana sanara al cardenal y a cuantos me lo pidieran pues no había mejor disfraz ni coraza para mis verdaderos propósitos.

—Sufre de melancolía y de hidropesía —me contó ella aquella misma noche, cuando volvió.

—¿Podrás curarlo?

—No —declaró tras cavilar un tiempo—, mas sí puedo aplazarle la muerte uno o dos años.

—¡Sea! —repuse, contenta—. Con eso nos basta. Para la Natividad todo estará culminado y ya no precisaremos del agradecimiento y el amparo de don Fernando Niño de Guevara.

—Tampoco los precisáis ahora —replicó ella, sorprendida. La carimba de la esclavitud que portaba en la mejilla diestra, aquella H grande y brillante, se le destacó al girar la cabeza hacia la llama del cirio.

—Cierto —admití—, mas no nos sobra ni nos estorba.

La semana después de la fiesta en mi palacio, cierta calurosa y agobiante tarde a la hora de la siesta, Rodrigo llamó a la puerta de la sala en la que me hallaba y entró trayendo al joven Alonsillo.

—Nuevas de doña Clara —me anunció, acercándose.

—Esperemos que sean buenas —exclamé, complacida de volver a ver al pícaro.

—Pues escúchale y verás —me dijo, señalando al rubio criado que hurgaba sin cautelas entre los jarrones, las cruces y los candelabros de oro y plata que adornaban la sala.

—Alonso, hazme la merced de dejar eso y venir aquí —le ordené para que cesara de manosearlo todo—. ¿Qué advertencias me traes?

Molesto por haber sido perturbado, se volvió y se aproximó con desgana hasta el estrado en el que yo me encontraba.

—Que dice doña Clara que os diga —masculló— que aquella que vuestra merced le solicitó ya está bajo su cuidado y cobijada en su casa.

¡Albricias! Me incorporé presurosa en el estrado y bajé hasta ellos.

—Alonsillo —le dije, con grande alegría—, regresa a casa, muda tus ropas de criado por las de un fino mozo de barrio y péinate bien esas greñas. ¡Y, por Dios, báñate y quita de tu cuerpo ese repugnante olor a ajos!

—¡He dejado de comerlos crudos, como me ordenasteis! —protestó, herido en su orgullo.

—Pues deja de comerlos del todo. No le caen bien a tu estómago. Esta noche eres un galán de buena calidad y los caballeros, los gentilhombres, no hieden como los villanos. Pídele a doña Clara que te perfume con algún buen aroma. Luego, avanzada la noche, espéranos allí con esa mujercilla que ella custodia.

El rostro del pícaro se iluminó.

—Y tú, Rodrigo, aderézate con las floridas vestiduras que te compuso el sastre. Esta noche, al fin, seremos galanes de vida relajada en busca de cantoneras para ver muy derechamente la caída de Diego Curvo.

Mi compadre soltó una carcajada de satisfacción.

Other books

Miss Sophie's Secret by Fran Baker
The Accidental Courtesan by Cheryl Ann Smith
Druid's Daughter by Jean Hart Stewart
Dying Light by Kory M. Shrum
The Milch Bride by J. R. Biery
Shadow Rising by Cassi Carver
Exile by Anne Osterlund
Playing with Fire by Melody Carlson
Dark Horse by Dandi Daley Mackall