Venganza en Sevilla (21 page)

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Authors: Matilde Asensi

Estuvimos observando durante mucho tiempo y, llegado un determinado punto, Rodrigo, sorprendido, exclamó:

—¡Adóbame esos candiles!

—¿Qué acontece? —quise saber.

—¿Pues no están bajando los cañones a tierra? —preguntó, incrédulo.

Alonso, con engreimiento, se echó a reír de buena gana.

—Se hace por orden real —afirmó—, de suerte que los mismos cañones y municiones puedan ser utilizados por más de una nao. Si un galeón está siendo reparado, no precisa armamento alguno.

—No lo conocía —dije, asombrada.

—España tiene pocas fundiciones de hierro y bronce y siempre anda escasa de artillería. Por eso está toda registrada. Cada vez que una nao arriba a puerto, se le desmonta hasta la última de las culebrinas y se le retira hasta la menor de las pelotas de tres libras y se manda todo a los arsenales. Entretanto no son necesarias, allí permanecen, bajo custodia, y, cuando es menester, se toman y se reparten entre los galeones.

Y, en efecto, con la ayuda de andas, cabestrantes y bueyes, una nutrida cuadrilla de esportilleros a las órdenes de varios oficiales reales estaba despojando la flota de sus defensas. Las pelotas de hierro se amontonaban por calibres en una parte de la arena cercada y protegida por soldados y lo mismo acaecía con los enormes y pesados cañones y con los sacos de metralla, las palanquetas y los barriles de pólvora para los tiros. Quien parecía estar a cargo del asunto era don Jerónimo de Moncada, que rondaba por allí dando órdenes y vigilando y, al verle, un mal pensamiento se me vino a la mente:

—Alonso, ya que tanto sabes...

—Me place, doña Catalina —atajó él prestamente, a la defensiva—. Deseo ser artillero. En cuanto consiga realizar un viaje a las Indias, como exige la Casa de Contratación, me presentaré al puesto.

Un tanto sorprendida por su respuesta, que no esperaba, quedé con mi cuestión en suspenso durante un suspiro, mas, luego, reaccioné:

—Sea. El de artillero es un buen oficio —dije abatida, si bien no podía comprender la razón de mi pena—. Mas satisfaz esta pregunta: toda esta artillería que van descargando en la arena, ¿ha salido de las fundiciones de Fernando Curvo?

Rodrigo soltó un bufido y se volteó hacia mí. El mismo mal pensamiento que yo albergaba en mi cabeza se hallaba ahora en la suya.

Desde su alto cargo en la Casa de Contratación, Jerónimo de Moncada, el esposo de Isabel, era el responsable de aprestar las flotas y las Armadas, proveyéndolas de todo lo necesario para los viajes. Este menester lo ejecutaba, según estaba ordenado, de acuerdo con el prior del Consulado de Mercaderes que, en este caso, por más, era su cuñado Luján de Coa, esposo de Juana. Al aprestar las flotas de la Carrera de Indias, Jerónimo de Moncada era, por tanto, el encargado de disponer y, en su caso, comprar las armas y la munición, lo que cerraba un perverso círculo en el caso de que le fueran vendidas por las fundiciones de Fernando Curvo, el mismo que con tanta amabilidad había fabricado la rejería de mi palacio.

—La artillería no sale sólo de las fundiciones del mayor de los Curvos —me aclaró Alonso—. Hay un famoso maestro fundidor en Sevilla, Juan Morel, del barrio de San Bernardo, que es el encargado de fabricar los cañones de bronce. Juan es hijo de Bartolomé Morel, el grande maestro fundidor de cañones y campanas y, por más, de muchas piezas para la Iglesia Mayor de Sevilla, como el Giraldillo que culmina la torre.

—¿Y qué artillería fabrica, pues, Fernando Curvo? —se impacientó Rodrigo.

—Los cañones y las pelotas de hierro. La Casa de Contratación, por orden de la Corona, suministra a Juan Morel el cobre y el estaño para fabricar el bronce. Fernando Curvo, en cambio, tiene sus propias minas de hierro en la sierra que hay al norte de Sevilla, en El Pedroso y en San Nicolás del Puerto. —Tomó aliento y, mirando por el ventanuco con ojos radiantes, continuó hablando—: Los mejores cañones son los de bronce, ya que pesan menos y resisten más; los de hierro, siendo más baratos, precisan de más hombres para ser manejados y acostumbran a soltarse de sus cureñas y retrancas en cuanto disparan pelotas de calibre grueso, por eso nadie los quiere en sus naos y Fernando Curvo funde cada vez menos cañones y mucha más munición: pelotas de hierro que van desde tres hasta cincuenta y seis libras
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, según dictan las órdenes reales.

—En resolución —concluí para poner fin a la perorata—, el tal Juan Morel fabrica los cañones de bronce y Fernando Curvo la munición de hierro para los galeones de guerra.

—En efecto.

—¿Y conoces cuánta munición le vende a la Corona o, por mejor decir, a su cuñado Jerónimo de Moncada?

Alonso me contempló sorprendido.

—Erráis, doña Catalina —objetó—, al recelar que don Jerónimo de Moncada le compra la munición a Fernando Curvo. Don Fernando la fabrica sólo para la Corona y toda va y viene de los arsenales del rey. Don Jerónimo de Moncada, con los caudales del impuesto de la Avería que pagan los mercaderes y cargadores a Indias, le compra la munición al arsenal, no a su cuñado.

—En tal caso no hay beneficio ilícito —razoné.

—Lo que sí puedo deciros —siguió explicándome— es que se cargan unas mil pelotas de hierro por flota y el doble por Armada y que, de las flotas, vuelven las mil, en tanto que de las Armadas, que entran en batalla contra los flamencos, los berberiscos o los turcos, vuelven pocas o ninguna, de cuenta que las fundiciones de Fernando deben producir y vender varias docenas de miles al año y eso, a no dudar, le procura muy buenos y legítimos beneficios.

«No podrías encontrar en todo el imperio una familia de hidalgos mercaderes más honrada y digna, más admirable y de mayor virtud», escuché dentro de mi cabeza con la voz del marqués de Piedramedina.

Tras aquella tarde tan solazada y viendo que la noche se nos iba entrando a más andar, emprendimos el camino de regreso al palacio. No era fácil para el carruaje rodar por las calles de Sevilla debido a la grande animación que reinaba en la ciudad por el arribo de la flota de Nueva España. A pesar del gentío, los Villanueva, los Bécquer, los Arcos y otros tantos detuvieron sus coches junto al mío para saludarme. La ciudad entera ansiaba acercarse al puerto para contemplar las enormes naos y las riquezas recién llegadas, y los alguaciles y soldados tenían grande trabajo abriendo camino a los carros con las mercaderías de México que precisaban salir de allí para llegar hasta los almacenes de los cargadores. Finalmente, a Rodrigo no le quedó otro remedio que bajarse del coche y subir al pescante para ayudar a Juanillo, que tenía que habérselas con una exaltada muchedumbre.

Y fue una suerte que así lo hiciera pues, al poco, Juana Curvo, que intentaba allegarse con su hermana hasta el Arenal para reunirse ambas con sus esposos, envió a uno de sus lacayos para que mis cocheros detuvieran el carruaje, de cuenta que pudiéramos saludarnos por los ventanucos.

Y digo que fue una suerte que Rodrigo no estuviera dentro del coche pues su presencia hubiera estorbado y perjudicado el venturoso suceso que aconteció: el encuentro casual entre Juana Curvo y Alonsillo Méndez. No había previsto que tal concurrencia acaeciese tan pronto ni de aquella manera inesperada mas, si el destino obraba en mi favor, no debía yo contrariarlo por más que, sin razón sensata, me pesara tanto.

—Alonso —le dije al rubio y gentil lacayo, mirándole derechamente a los ojos azulinos—, es la hora.

Él se sobresaltó, mas me sostuvo la mirada sin vacilar. No sin reparos, con la generosidad propia de los mejores corazones, había accedido a participar en mi venganza desempeñando una tarea que, según él afirmó y yo comprendí, le iba a resultar muy ingrata. Aún era posible que aquel día nada aconteciera, pensé aliviada, que nos marcháramos de allí tal y como habíamos llegado, de cuenta que, yendo contra mis propios intereses, anhelé que así fuera y que mi propio ingenio no se ejecutara. Mas el espíritu de mi señor padre acudió en mi auxilio y, arrancándome de la cabeza tan desatinadas cavilaciones, me obligó a recobrar el juicio y a recordar que, si no había errado yo en mis barruntos y era la insatisfacción la que amargaba la vida de Juana Curvo, ésta se sentiría irremediablemente cautivada por la belleza de Alonso. ¿Acaso no había estado enamoriscada de un mozo muy gallardo y tan guapo como un arcángel antes de casar contra su voluntad con el viejo Luján de Coa por mandato de su hermano Fernando? ¿Acaso no era su marido, en palabras de la marquesa de Piedramedina, el hombre más virtuoso de Sevilla, que iba siempre con el rosario en la mano, ocupando todo su tiempo de asueto en rezos en la Iglesia Mayor? ¿Acaso no había asegurado la marquesa que Luján de Coa jamás había pisado las mancebías del Compás, ni siquiera cuando era mozo, y que no había sido tentado nunca por el pecado de la carne? ¿Acaso no había percibido yo un silencio helado, un frío y extraño dolor en los ojos de Juana al tiempo que su hermana Isabel y la marquesa alababan de esta suerte a su marido? ¿Acaso no la había visto empinar el codo mucho más de lo conveniente en todas y cuantas ocasiones había estado con ella? ¿Acaso no había tenido un único hijo hacía ya más de veinte años con aquel viejo marido que no parecía apremiado por la pasión ni siquiera dentro del matrimonio? Y, aunque sólo había que sumar dos más dos, en aquel punto de aquel día, por lo que en ello le iba a Alonsillo, hubiera deseado que el resultado fuera cinco o siete y no cuatro.

—¡Querida doña Catalina! —exclamaron ambas hermanas en cuanto alzamos a la par los lienzos de nuestros ventanucos.

—Qué grande alegría, señoras mías —manifesté con una sonrisa—. ¿También bajan vuestras mercedes al puerto, a ver la flota?

—En efecto, allí vamos —me confirmó la gruesa Isabel, cuyo maquillado rostro expresaba una notable alegría—. ¿Venís vos de allí? ¿Cómo está aquello?

Alonso se adelantó un tanto para liberarme de la molestia de sujetar el lienzo e hizo una leve y cortés inclinación de cabeza a las dos damas. Los ojos de Juana Curvo se posaron brevemente en él y... en él se quedaron. A no dudar, le traía a la memoria a aquel hermoso galán de su juventud.

—El puerto está abarrotado —expliqué, obligándome a encubrir un grotesco enojo—. No cabe ni un alfiler. Mas imagino que vuestras mercedes, por ser las esposas de los gentilhombres principales de tan grande acontecimiento, no encontrarán obstáculos para allegarse.

Juana Curvo arrancó con esfuerzo la mirada de Alonso (quien, a su vez, haciéndose el distraído, la escudriñaba comiéndosela con los ojos), y se dirigió a mí:

—Para allegarnos al puerto, querida doña Catalina —dijo, y volvió a echar una rauda ojeada a Alonso—, sufrimos los mismos inconvenientes que cualquiera.

—Una vez que crucemos la puerta del Arenal —terció entonces la feliz Isabel—, ya será otro cantar. Los soldados nos escoltarán hasta la orilla, junto a nuestros esposos.

No se me escapaba que Juana Curvo se distraía de nuestra charla para otorgar toda su atención a aquel hermosísimo lacayo que, con aparente respeto y temor, le dedicaba tímidas y dulces sonrisas cargadas de pecaminoso deseo. Por más que aquello me estaba matando, debía echarle un capote para prolongar el momento:

—Os veo muy bien de salud, querida doña Isabel. ¿Cómo os encontráis de vuestros dolores?

—¡Ah, doña Catalina, qué feliz soy! —La gruesa hermana Curvo se hallaba por entero ignorante de lo que acontecía a su lado—. Desde que vuestra criada Damiana me visita todas las semanas para darme de beber esa asombrosa medicina del Nuevo Mundo me encuentro totalmente curada. No podéis figuraros hasta qué punto han desaparecido todos los dolores ni con qué premura camino ahora. ¡Mi esposo dice que pronto daremos una fiesta para celebrarlo! Naturalmente, os espero en ella. ¡Seréis mi invitada de honor, doña Catalina! Estoy en deuda eterna con vuestra merced. Don Jerónimo lo dice todos los días: «¡Cuánto tenemos que agradecer a doña Catalina Solís!» y yo estoy muy de acuerdo con él. Deseaba ardientemente volver a veros para contároslo.

Juana y Alonso seguían a lo suyo que, por otra parte, no dejaba de ser lo mío y era tal el ardor de sus atrevidas miradas y la indiscreción de sus audaces sonrisas que, aun conociendo que Alonsillo fingía, aquello me ofendía tanto que hubiera deseado hallarme a miles de leguas de allí. Con todo, la mayor de los Curvos no tardaría mucho en despertar de su extravío pues era una dama hidalga de la alta sociedad y, para un primer encuentro con un lacayo de librea —por gallardo que fuera el mozo—, empezaba a ser suficiente. Había que admitir que Alonso estaba obrando muy felizmente, mejor que un buen cómico de la legua, y, de no ser yo tan necia, me habría regocijado que Juana hubiera sido cazada como un ciervo en la berrea.

—Me agradaría mucho —dije a las dos hermanas, fijando mi mirada en Juana Curvo para obligarla a salir de su embelesamiento— que vuestras mercedes vinieran alguna tarde a merendar a mi palacio. ¿Qué les parece mañana?

—¿Mañana? —preguntó Juana, ignorante del asunto que se trataba.

—¿No puedes ir mañana a merendar al palacio de doña Catalina? —se sorprendió Isabel.

—¡Oh, naturalmente que sí! —exclamó, contenta por primera vez desde que la conocía, insinuando incluso una sonrisa valederamente feliz entretanto acechaba fugazmente a Alonsillo de reojo.

Nada me complacía menos que invitar a las Curvo a mi palacio, mas el asunto había discurrido tan bien que no convenía aflojar el lazo que sujetaba a la presa. Por el contrario, interesaba atarla corto y enseñarle la zanahoria para que aquella deshonesta agitación que la embargaba perdurase y diese fruto. Advertir su rostro turbado por tan rancia emoción me procuraba un pérfido placer.

En cuanto nos alejamos del carruaje de las Curvo, Alonso me miró y tomó a reír muy de gana.

—¿Cómo te parece que ha ido? —le pregunté, forzando una alegre sonrisa.

—¡Oh, doña Catalina, cómo me voy a divertir! —exclamó gozoso el muy canalla—. La dueña no es un ascua de oro y tiene una pizca de bigote, mas, con todo, no es fea y evidencia que anda muy necesitada de cariño. Ya me entendéis. Con un par de tiernas miradas se ha encendido como un cirio. Llevármela al lecho será coser y cantar. ¿Podré quedarme con todo cuanto me obsequie?

—No naciste para ejemplo de mártires —me burlé, sintiendo una pena tan grande como la mar Océana.

—¿Acaso no os habéis fijado en mi padre, doña Catalina? Todas las mujeres se enamoran de él por su galanura y debéis reconocer que yo he salido en todo a él. Incluso dicen que tengo mejor porte —afirmó el deslenguado, reventando de risa—. Desde muchacho, nunca me han faltado hermosas zagalas y ninguna me ha cobrado jamás por sus servicios.

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