Venganza en Sevilla (22 page)

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Authors: Matilde Asensi

En aquel punto, de haber ido ataviada de Martín, le habría clavado la daga en el vientre y, cortando hacia arriba, se la habría sacado por la garganta.

Entre la arribada de la flota de Nueva España y la de Tierra Firme transcurrió mes y medio. Los galeones llegaron a La Coruña a los diez de octubre, donde los echó un viento contrario, mas, por los muchos inconvenientes que habría si se descargaba allí la plata, se ordenó que, aprovechando la ausencia de holandeses a la altura de Lisboa, pasaran a Sevilla acompañados por la Armada que estaba en Vigo. El día martes que se contaban treinta, los galeones de la plata de Tierra Firme iniciaron el ascenso por el Betis y para esta ocasión Rodrigo se opuso con firmeza y resolución a que yo bajara al puerto.

—¡No, no y no! —exclamaba en voz baja por no meter en rumor a los criados—. ¡No irás al puerto de ninguna de las maneras! ¡Asaz de locura sería intentar tal empresa! ¡Tierra Firme, Tierra Firme! ¿Acaso no lo comprendes? Esas naos vienen de Tierra Firme, de nuestra casa. De cierto que algunos marineros serán compadres nuestros.

Peleábamos sentados frente a frente en las sillas de terciopelo carmesí de uno de los pequeños gabinetes cercanos a mi cámara. Entre ambos, un hermoso tablero de ajedrez descansaba sobre una mesita cuadrada de un solo pie. Las piezas ya no estaban, guardadas ahora en su bolsa.

—Deliras, Rodrigo —le dije despectivamente—. ¿Quién tendría en voluntad cambiar aquello por esto? ¡Nadie! Y, por si me faltaban razones para bajar, estoy cierta de que esa flota trae nuevas de madre. ¡Debemos recoger su misiva!

—¡Ya mandaré yo a alguien para que lo haga, si es que madre está tan loca como para comprometernos de tal forma!

En este punto me enfadé de verdad.

—¡Madre lo habrá hecho bien, bellaco! ¡Es más lista que tú y que yo juntos! Y, por más, ¿a quién vas a enviar?... ¿A Juanillo, que no conoce el puerto?

—Bajaré yo si es preciso.

—¡Oh, sí, naturalmente! —proferí, levantándome de la silla—. ¡Ningún marinero de Tierra Firme que haya venido en la flota guardará tu rostro en la memoria! ¡Como si no hubieras estado mareando toda tu vida por aquellas aguas!

—Toda mi vida, no, mas muchos años sí. Olvidas que fui garitero
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  aquí, en Sevilla, hasta los diez y siete años.

Fingí una expresión de grandísimo asombro.

—¡Ah, cierto, cierto! Sólo has pasado treinta y seis años mareando por el Caribe. Qué errada andaba creyendo que te iban a reconocer. ¡Si ni siquiera recuerdas cómo moverte por esta ciudad!

—Por las calles principales, sí —porfió, terco.

—¡Sea, haz lo que te venga en gana! Baja tú al puerto, si es lo que quieres.

Rodrigo sonrió complacido.

—Pues ahora que has entrado en razón —anunció serenamente—, te hago saber que no bajaremos ninguno, ni tú, ni Juanillo, ni yo, como era mi deseo.

—¿Y las nuevas de madre? —me sofoqué.

—Si es tan lista como dices, y lo es, las nuevas llegarán hasta ti andando sobre sus propias patas.

No le creí, mas no había ninguna ganancia en disputar. De seguir Alonso con nosotros otro gallo nos hubiera cantado, mas como ahora trabajaba de lacayo en casa de don Luján de Coa, al servicio de doña Juana Curvo, no había manera de hablar con los esportilleros que descargaban las flotas. Juana Curvo, con muchas afectaciones y artificios, se había presentado en mi casa hacía cosa de una semana fingiendo un grande disgusto con su lacayo de librea, al que habían tenido que echar por robar unos saleros de plata de mucho valor. Su esposo, don Luján, al conocer por su boca la desgracia, se había enojado tanto que había querido denunciarlo a los alguaciles, mas ella se lo había impedido por no meterse en escándalos y porque, en verdad, habían recuperado los saleros robados. Destacó mucho la grande falta que le hacía un buen lacayo de librea para salir a la calle y lo difíciles que eran de encontrar y que no todo el mundo tenía la misma suerte que yo, que disponía de varios para mi uso personal. La vi tan apurada que porfié en ofrecerle alguno de los míos, pues era cosa muy cierta que, por tener tres, mis lacayos de librea haraganeaban en demasía, Alonsillo incluido. Ella se ofreció, dada su necesidad, a doblarle el salario al elegido, mas yo rehusé el cumplido y le aseguré que cualquiera de ellos estaría encantado de trabajar a su servicio por lo mismo que yo les pagaba. Mentí, dado que no quería que al bribón de Alonso todo le fuera de provecho en aquella historia pues, desde el encuentro en el carruaje, cuando Juana y él se conocieron, y la merienda en casa que tuvo lugar al día siguiente para avivar el fuego de su pasión, sólo transcurrieron dos semanas hasta que yacieron juntos por vez primera y, a partir de ese día, la mayor de los Curvo no había hecho otra cosa que agasajar al mozo con caros obsequios de los que él alardeaba sin tacto ni discreción.

Sacudí la cabeza para alejar de mí tales recuerdos y fijé la mirada en el vacío tablero de ajedrez.

—Por cierto —dijo Rodrigo a tal punto, arrellanándose cómodamente en el asiento—, tengo nuevas del pícaro.

¡Ésa sí que era buena!, me dije, contrariada. En ocasiones, Rodrigo parecía leerme el pensamiento.

—Espera —le pedí—. No sigas hablando. Haré venir a Damiana y a Juanillo para que podamos conocerlas todos.

Rodrigo se extrañó.

—No veo razón... —empezó a decir.

—¿No quieres conocer tú, acaso, las nuevas que ha traído Damiana sobre Diego Curvo? Yo, de cierto, sí quiero.

Dio un respingo y sonrió.

—¡Naturalmente!

—Pues por eso —sentencié muy decidida, agitando la campanilla.

Al poco ya estábamos los cuatro reunidos en el pequeño gabinete. Cuando tal ocasión se presentaba, la de estar juntos, yo me sentía bien, me sentía a salvo y en casa, como si aquel lugar no fuera Sevilla sino Santa Marta. Más de un suspiro se escapaba de mi pecho y era porque se me figuraba que, al fin, me hallaba lejos del mal mundo en el que me veía obligada a vivir, un mundo en el que apenas había nada que no estuviera sin mezcla de vileza, fingimiento o bellaquería.

—¿Quién habla primero? —pregunté, como si no supiera que Damiana callaría por ser ésta su natural condición.

—Empezaré yo —anunció Rodrigo, acomodándose y echándonos a todos una mirada de satisfacción. También él parecía hallarse más feliz cuando los cuatro nos encontrábamos a solas—. El hermano de Alonsillo, Carlos Méndez, vino esta mañana con nuevas de la casa de Luján de Coa y Juana Curvo. ¡Diablos, cómo se parecen todos los hermanos al padre fraile! Carlos conversó ayer con Alonso y éste le pidió que nos contara que todo está saliendo de perlas, que la dueña se halla perdidamente enamorada de él y que, en cuanto el viejo Luján sale de casa, se le abalanza como una chiflada para refocilarse juntos hasta que regresa.

Rodrigo empezó a carcajearse de lo que acababa de referir, el tonto de Juanillo le hizo el coro y yo procuraba ocultar mi tristeza. Al cabo, cuando por fin aquellos necios se calmaron, Rodrigo reanudó su cháchara:

—En resolución, que Juana Curvo está rendida de amor por el pícaro y que, como éste le satisface el gusto en cuanto ella se lo demanda, anda todo el día ardiendo de deseo por lo nuevo del fogueo y lo peligroso del trance. Alonso afirma que no la ve mortificada por estar pecando contra el sexto mandamiento ni por cometer alevosía contra su esposo, don Luján.

Tornaron ambos majaderos a reír y Damiana y yo a suspirar, cabalmente resignadas.

—Dice también que, pese a su locura de amor, Juana se cuida mucho de que el servicio de la casa no conozca lo que acontece cuando el Prior se marcha a las Gradas. Sólo una joven criada, su doncella de cámara, está al tanto del asunto y Juana la tiene amenazada con vender al esclavo negro al que ama si dice una sola palabra. Esa doncella es la que monta guardia ante la puerta para que nadie los sorprenda.

—De donde se infiere —aventuré—, que el precio de la doncella es el dicho esclavo.

—En efecto.

—Que Alonso le diga a esa muchacha que pronto recibirá una bolsa con los dineros suficientes para liberar a su amante y escapar de Sevilla, pues exijo que desaparezcan los dos de aquí en cuanto ella le haya comprado.

—Así se lo haré saber.

—¿Qué hay de la cámara de Juana?

—Dice Alonso que no podríamos encontrar otra mejor. Está en el piso alto, es muy amplia y tiene dos grandes ventanales, uno que da a la calle y otro al patio, cubiertos por hermosos tapices de Flandes. La cama es de tamaño medio, sin colgaduras.

Sonreí, satisfecha, alejando de mí los bajos pensamientos.

—¡Ya no falta mucho! —exclamé mirando a Damiana, que se revolvió suavemente en el asiento—. ¿Y tus nuevas, curandera? ¿Son tan buenas como las de Alonso?

—Mejores, señora —aseguró, arreglándose la albanega que le recogía el encrespado cabello—. Esta misma mañana, cuando servía a doña Isabel su pócima semanal de amala...

—¿Qué es eso? —la interrumpió Juanillo, curioso.

Damiana calló.

—Son unas semillas oscuras —le expliqué—, semejantes a almendrillas secas, que no permiten sentir los tormentos del dolor.

—Así pues —se sorprendió—, ¿estamos en verdad aliviando a Isabel Curvo de sus dolencias?

—En verdad que sí —repuse, contenta—. La poción de amala es muy buena y medicinal y, como hace sentir una grande felicidad, en el Nuevo Mundo se la daban a las víctimas de los sacrificios humanos antes de matarlas. Mas continúa hablando, Damiana, hazme la merced.

La negra sonrió por mis palabras.

—Como he dicho, estaba sirviendo a doña Isabel su pócima cuando, al punto, me ha confesado secretamente que su hermano, el conde de Riaza, se encontraba muy enfermo de un tiempo a esta parte y que le había hecho venir para que yo le viese.

—¿Cuándo fue su encuentro con aquella hermosa joven? —preguntó Rodrigo, arrugando el ceño.

—Ha más de dos meses que aconteció —respondió Juanillo.

—¡Pues ya está podrido hasta la médula! —soltó mi compadre con una carcajada.

El rostro carnoso de Damiana se contrajo con una mueca de asco.

—La enfermedad de bubas, en efecto, la tiene vieja y más que confirmada —declaró agarrándose las manos sobre la saya—. En sus partes bajas y deshonestas...

—¡Se las viste! —gritó Juanillo, espantado.

Damiana asintió.

—No son las primeras ni serán las últimas —dijo—. Soy curandera.

—Sanadora, Damiana —la corregí—, sanadora. Recuerda que aquí, en España, a las curanderas las quema el Santo Oficio. Mas continúa, hazme la merced.

—En sus partes bajas, en el miembro, tiene el conde llagas malignas, verrugas y costras con el cuero de alderredor descolorido. Tiene, asimismo, llagas muy virulentas y sucias en la boca, en las manos y en las plantas de los pies y sufre de grandísimos dolores de cabeza y de huesos que le afligen más de noche que de día. Se le ha adelgazado mucho el cuerpo y está perdiendo todo el pelo: ya se le han pelado las cejas, barba casi no le queda y el cabello se le cae a mechones gruesos. Le cuesta respirar y le han salido bultos y tolondrones en algunas partes.

—¿Vivirá hasta la Natividad? —pregunté.

—Se le está consumiendo el cuerpo con la calentura, los dolores, el poco sueño y el poco comer.

—Damiana —insistí—. ¿Vivirá hasta la Natividad?

—Algo se podría obrar —confesó—, mas sería poco. Si le diera también una pócima semanal de amala, aunque diciendo que es una poción para las bubas, él se sentiría grandemente aliviado y contento, de suerte que tendría para sí que se está curando y esa fe le prolongaría la vida.

—Pues óbralo. Sólo falta mes y medio. Debe resistir como sea. ¿Le ha visitado algún médico?

—Me ha dicho doña Isabel que, por intercesión de los marqueses de Piedramedina, le está tratando don Laureano de Molina, el cirujano de la Santa Inquisición, a quien pagan muchos caudales por sus servicios y su discreción.

—¿Y qué razón la mueve a confiar en ti y en tu reserva? —se extrañó Juanillo.

—El desaliento. Don Diego no ha mejorado ni con las sangrías ni con las purgas que le ha ejecutado don Laureano. Ni siquiera el jarabe de zarzaparrilla y palo santo, el guayacán que decimos nosotros en las Indias, le han aliviado los incordios. Está cada día peor y doña Isabel teme que las unciones de azogue, las que llaman mercuriales, acaben por matarlo pues se halla muy débil y don Laureano pretende que empiece a untarse ahora, aprovechando el otoño, que es el tiempo apropiado para la cura. Como tiene miedo, pidió permiso a su hermano don Fernando para consultarme y éste se lo denegó, pues ni él ni doña Juana quieren que se conozca el vergonzoso mal de don Diego por el daño que podría causar a la familia, mas ella, que confía mucho en mí, convenció al conde para que hoy, a escondidas de los otros, acudiese a su casa y se dejara ver. Me hizo jurar que no contaría nada.

—¿Y juraste? —quiso saber Rodrigo.

—Juré —admitió la cimarrona sin turbarse, como si faltar a voto tal no fuera cosa importante—. Juré y me dio esto.

Sacó una bolsa de entre los pliegues de su saya y la dejó caer sobre el tablero de ajedrez.

—¿Cuánto hay? —pregunté.

—Mil maravedíes.

—¡Buenos son! —profirió Juanillo, admirado.

—Quédatelos —le dije a Damiana, tomando la bolsa y ofreciéndosela—. Te los has ganado.

Mas Damiana no alargó la mano para cogerlos.

—No los quiero —anunció—. Esos caudales son la paga por un silencio que no he guardado y por una cura que no voy a obrar. Guárdelos voacé y gástelos en liberar esclavos negros de esta ciudad, pues hay tantos que la población se asemeja a este tablero de casillas negras y blancas.

—Sea. Añadiéndoles algunos más, servirán para comprar al amante de la doncella de Juana Curvo.

—Me place —manifestó Damiana, echándose hacia atrás en su silla.

La quietud de la tarde entró en el gabinete y quedamos los cuatro callados, cavilando cada uno en sus cosas. Todo estaba saliendo bien. A no dudar, el espíritu de mi señor padre nos cuidaba desde el Cielo y procuraba por nosotros y por la ejecución de su venganza. Le echaba mucho en falta. Intentaba no traerle a mi memoria para no deshacerme en lágrimas, mas añoraba los días en que mareábamos con la Chacona por el Caribe y él me gritaba y me daba órdenes y me trataba como a su probado y querido hijo Martín. Añoraba Tierra Firme, añoraba las aguas color turquesa y el aire de aquella mar. Sólo deseaba que llegara la Natividad y que todo concluyera para poder regresar a casa.

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