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Authors: Matilde Asensi

Venganza en Sevilla (20 page)

Según yo sabía (porque me lo contó Francisco, el hijo esclavo de Arias Curvo aquella lejana noche en Santa Marta), Baltasar de Cabra había sido un humilde boticario que, gracias al comercio con las Indias, se había convertido en el más rico y poderoso banquero de Sevilla. Empezó fiando caudales con un interés mucho más alto del habitual tanto a los maestres que necesitaban dineros para aprestar sus naos como a los mercaderes que precisaban comprar y cargar mercaderías. Se enriqueció tanto con estas diligencias usurarias (pues otra cosa no eran) que cerró la botica y se convirtió en cambista para seguir haciendo lo mismo aunque de manera legítima. Al día de hoy, según aseguraba Francisco, muchas de las flotas del Nuevo Mundo se dotaban a crédito con sus solos caudales, caudales que luego, cuando los barcos regresaban, recuperaba con grandes beneficios. Y la gruesa Belisa de Cabra era su única hija, la madre de su único sucesor, el pequeño Sebastián Curvo, de nueve años de edad.

Y lo que el susodicho Baltasar de Cabra me contó, a fuer de ser totalmente sincera, no me iluminó el entendimiento en aquel punto, mas sí luego, cuando la descomunal abundancia de plata labrada de aquel palacete se acumuló, según me confió con envidia mal disimulada la marquesa de Piedramedina, a las mismas abundancias en las casas de Juana Curvo, Isabel Curvo, Diego Curvo y el viejo comprador de oro y plata. Nadie en Sevilla, ni la más alta aristocracia, poseía en sus palacios tan grande cantidad del blanco metal aunque sus riquezas excedieran con mucho a las de la familia Curvo. Era algo extraordinario, comentó como de pasada, algo que, según descubrí al indagar un poco más, tenía difícil o ninguna explicación, si bien nadie aparte de mí parecía buscarla. Entonces sí se me alcanzó todo con absoluta lucidez. Sin embargo, aquel día, desde mi ignorancia, sólo me preocupaba sacar provecho de la comida conociendo lo que Fernando, Belisa o don Baltasar tuvieran a bien referirme sobre los Curvos:

—Conozco cuánto estimáis a las hermanas de don Fernando —prorrumpió de súbito el banquero, comiéndose de un mordisco un grueso acitrón; yo acababa de hablar admiradamente sobre la bondad de sus dos matrimonios con próceres tan destacados del comercio sevillano—. Debéis conocer que don Luján y don Jerónimo no eran hombres principales cuando matrimoniaron con doña Juana y doña Isabel.

—Ah, ¿no? —me sorprendí.

—No, no lo eran —añadió Belisa con malvada satisfacción—. Carecían del talante necesario. De no ser por mi señor esposo y, sobre todo, por mi señor padre, aquí presente, ni Juana ni Isabel ocuparían el lugar que han alcanzado en la buena sociedad.

Temí que Fernando Curvo, molesto por el giro que había tomado la conversación, la interrumpiera con alguna distracción, mas no fue así. Su rostro sonriente mostró el mucho orgullo y contento que aquella historia le producía. Continuó comiendo piñones, pasas, almendras y toda clase de confituras como si los dulces de los postres fueran lo más importante del mundo, permitiendo así que su suegro y su esposa siguieran hablando en confianza.

—Por el grandísimo aprecio que le tengo a mi yerno don Fernando, a quien Dios nos conserve muchos años, accedí a comprarles a sus dos cuñados los puestos que hoy ocupan, y lo hice —prosiguió, fatuo e hinchado como un pavo real, fijando en mí sus ojos torcidos— en beneficio del buen nombre de la familia Curvo, a la cual pertenece mi hija por matrimonio y cuyo mayorazgo heredará mi nieto, Sebastián, así que estoy satisfecho de lo mucho que gasté y no lo tengo en cuenta.

—¡Pues deberíais, padre! —apuntó Belisa, sofocada—. ¿Acaso ya no guardáis en la memoria los muchos caudales que os costaron esos cargos?

Era práctica común tanto en España como en el Nuevo Mundo la enajenación, compra o arriendo de oficios y, por ser legal y conforme a derecho, nada malo había ejecutado don Baltasar de Cabra. Lo admirable era la extraordinaria calidad de los oficios tan generosamente comprados: prior del Consulado de Mercaderes y juez oficial y contador mayor de la Casa de Contratación. No habrían sido baratos en modo alguno.

—Más de cincuenta mil ducados por cada uno de ellos —sentenció el banquero.

—Creía que el prior de los Mercaderes —comenté por ahondar más en el asunto— era nombrado por elección de los cónsules.

Mis tres anfitriones se echaron a reír de buena gana.

—¡Por eso costó el oficio tantos caudales! —declaró Belisa.

—¿Y por qué razón —le pregunté a Fernando— eligió vuestra merced a don Luján y a don Jerónimo como esposos para sus hermanas si aún no eran tales gentil—hombres?

—Nada más fácil, doña Catalina. Ambos desempeñaban sus anteriores oficios en los mismos lugares sobre los que ahora mandan. Cada uno conocía bien el suyo, don Luján el Consulado y don Jerónimo la Casa de Contratación, y conociéndolos bien, con el excelente favor de mi suegro, don Baltasar, han llegado a gobernarlos cumplidamente, de cuenta que las dotes de mis hermanas no resultaron tan caras como lo hubieran sido de haber casado con hombres de la calidad que hoy disfrutan sus esposos. Mucho tenemos que agradecer mi familia y yo a don Baltasar, a quien Dios guarde.

Oyéndolos podría creerse que tras los sucios fraudes y estafas de aquellas gentes sólo se escondía la generosidad de un suegro y la honesta ambición de una familia honrada. Mas, ¿cómo era que en Sevilla nadie había caído en la cuenta de todo el tinglado? Se me alcanzó entonces que los Curvos guardaban sus grandes riquezas puertas adentro, convertidas en plata labrada, y que, hacia el exterior, sólo eran, como dijo el marqués de Piedramedina, una acomodada familia de mercaderes con fama de personas beneméritas, rectas, rigurosas y muy piadosas. «Sin tacha», concluyó. El propio don Luján de Coa llevaba siempre el rosario en la mano y mi anfitrión, Fernando, y su hermano Diego eran virtuosos congregados del padre Pedro de León. A diferencia de otras naciones, en España el prestigio de las personas se medía sólo por las apariencias, así pues ¿quién sospecharía nada malo de la familia Curvo?

Capítulo 4

Llevaba Sevilla en ascuas desde que partiera de Cádiz a primeros de agosto el general don Luis Fajardo con treinta y seis navíos para esperar la flota de Nueva España en las Terceras y protegerla en su tornaviaje, la misma flota en cuyo aviso llegué yo a Sevilla a mediados del mes de junio. Las nuevas de la Armada del general Fajardo se escuchaban en la ciudad con el alma en vilo y, así, se supo que, a la altura de Lisboa, se le había unido después su hijo don Juan con otros ocho galeones y más tarde otros catorce que amarraban en Vizcaya. De las cincuenta y ocho naos, eligió treinta, las mejores y más artilladas, y puso rumbo a las Terceras; a las demás las envió hacia el Cabo San Vicente para que guardasen las costas de piratas ingleses y holandeses.

Con tanta defensa, no hizo falta que la Armada de don Luis acompañase a la flota de Nueva España hasta Sevilla, pues no había enemigos en la derrota, y decidió permanecer en las Terceras hasta la arribada de la flota de Tierra Firme al mando del general Francisco del Corral y Toledo, que portaba, según refirió el aviso llegado en julio, más de doce millones de pesos de a ocho reales en oro, plata y piedras preciosas.

Por fin, la mañana del día que se contaban ocho del mes de septiembre, Sevilla se despertó con el desenfrenado tañido de las campanas de la Iglesia Mayor a las que se unieron pronto las de Santa Ana y las del resto de iglesias de la ciudad. Los cañonazos disparados desde el Baratillo, en el Arenal, confirmaron lo que ya las gentes gritaban a voz en cuello por las calles: la flota de Nueva España subía por el Betis.

Me vestí presurosa con la ayuda de mi doncella y bajé al patio, donde los criados se habían reunido para comentar la noticia. El repique no cesaba, como tampoco las salvas de cañón, así que ordené a dos mozos que fueran al puerto para traerme nuevas.

—En cuanto atraquen las naos —le dije a Rodrigo, emocionada—, iremos al Arenal.

—No conviene —objetó—. No sea cosa que venga pasaje y digan que no te conocen de Nueva España.

—No suele venir más pasaje que algún indiano que ha hecho caudales en las selvas o en las minas, y México es tan grande que, de seguro, no todos se conocen.

—Cierto, mas deja que Juanillo pregunte.

—Que pregunte. Verás que tengo razón.

Y la tenía. En la flota al mando del general Lope Díaz de Armendáriz no venía pasaje alguno y por no venir, tampoco venía demasiada dotación pues la que llevaron de España había decidido quedarse en las Indias y mucho le había costado al general encontrar otra nueva para ejecutar el tornaviaje. Para que España no se le vaciase, la Corona imponía tantas trabas a quienes deseaban viajar al Nuevo Mundo que los más listos se enrolaban en las flotas y, una vez allí, ya no regresaban.

Al mediodía, después de la comida, cuando llegué con mi coche al Arenal, las naos abarrotaban el río y era cosa digna de ver todo lo que se desembarcaba y el grande concurso de esportilleros que, como hileras de hormigas, subían ligeros de carga por los planchones y los bajaban doblados bajo el peso de los fardos. En la arena, abarrotada de gentes del río, carros de bueyes o mulas, soldados y mercaderías, no cabía una mosca, mas daba lo mismo tal amontonamiento pues de allí nada podía moverse hasta que los oficiales y veedores reales no lo hubieran verificado y comprobado todo en los registros. Y eso que en la aduana de la Barra, en Sanlúcar, ya se había ejecutado una primera inspección antes de permitir la entrada de la flota en el Betis, sin embargo la Corona, siempre recelosa, no podía permitir que el contrabando que acaecía en el Nuevo Mundo se diera en la ciudad de Sevilla. Era igualmente cosa digna de asombro ver cómo, entre la orilla del río y las muchas naos que no podían alcanzarla por falta de hueco, iban y venían enjambres de fustas y tartanas colmadas de arcones, barriles, botijas, pipas, cajas y toneles. Los carruajes de los curiosos, entre los que se hallaba el mío, estaban detenidos junto a las murallas, entre la Torre del Oro y la Torre de la Plata, pues resultaba de todo punto imposible allegarse hasta las naos.

—¡Habrá música y mojigangas durante una semana! —exclamó Alonso sacando medio cuerpo por uno de los ventanucos del coche—. ¡Incluso procesiones!

El antiguo esportillero, que tantas flotas había visto llegar hasta aquel puerto durante sus veinte y dos años de vida y tantas de ellas había descargado, sentía la comezón del costal y el ansia del capazo de esparto.

—¿Quieres bajar del coche y retomar tu antiguo oficio? —le pregunté con sorna.

Se introdujo tan raudo como una lagartija aceitada. Para mi sosiego, de un tiempo a esta parte olía gratamente a jabón napolitano.

—Soy lacayo en una de las casas más principales de Sevilla —repuso ultrajado, envolviéndose en su capa y calándose el chambergo.

Y así era, pues, recientemente y con el consentimiento y bendición de doña Clara, le había devuelto a mi servicio con el cargo de lacayo de librea y andaba todo el día ataviado de ricas vestiduras recorriendo el palacio arriba y abajo a la espera de ser llamado para escoltarme cada vez que yo saliera a la calle. Me gustaba tenerle en casa y topármelo de vez en cuando por los corredores o en las cocinas, siempre con esa sonrisilla picara en el hermoso rostro y siempre ingenioso y alegre.

Rodrigo, al oírle presumir de lacayo, soltó una carcajada socarrona.

—¡Mucho lacayo y mucha librea mas, bajo el fino jubón —se burló—, se te adivina la enjundia del pícaro!

—Espero que eso no sea cierto —comenté.

Ambos me miraron al tiempo.

—No, no te alarmes —se apresuró a decir mi compadre—. Estás haciendo de él un probado gentilhombre.

—Me esfuerzo, doña Catalina —aseguro Alonsillo—, y los maestros que me pusisteis lo afirmarán. Preguntadles.

Sonreí y ambos se calmaron.

—No he menester preguntar, Alonso, pues me informan cabalmente y sé que vas muy bien. Por cierto —declaré señalando un lugar cerca del río, al pie de los galeones—, ¿no es aquél don Jerónimo de Moncada?

Rodrigo miró atentamente a través del ventanuco y Alonso, que ya le había visto antes, asintió.

—Si os referís al señor esposo de doña Isabel Curvo, acertáis. Él es.

—Sí —confirmó Rodrigo—. Y, por más, quien está a su lado y alza el brazo señalando la proa de la nao capitana es el viejo don Luján de Coa, su cuñado, el esposo de Juana Curvo.

Miramos los tres al tiempo y, en efecto, allí estaban ambos rodeados por una corte de altos oficiales de la Casa de Contratación y por los principales mercaderes y banqueros de Sevilla, incluido Baltasar de Cabra. Un poco más allá, las autoridades civiles y militares de la ciudad, sus regidores y algunos caballeros contemplaban también la escena.

—¿De qué se ocupan? —pregunté—. Hablan muy alterados.

—¡Tienen graves asuntos en los que emplearse! —exclamó Alonsillo—. Sobre todo don Jerónimo.

Se hizo el silencio dentro del carruaje, esperando una aclaración, mas el lacayo se había distraído de nuevo con las muchas cosas que pasaban en la arena.

—¡Habla! —rugió Rodrigo, impaciente—. ¿Qué asuntos son ésos?

Alonso dio un respingo y, espantado, se enderezó el chambergo.

—Asuntos de la flota, naturalmente —explicó—. Don Jerónimo es juez oficial de la Casa de Contratación y tiene que dirigir a los oficiales reales encargados del recuento del oro y de la plata, del recaudo de impuestos, de la vigilancia de los bienes de difuntos, de la correspondencia oficial, de los registros de mercaderías... Él vela porque sus oficiales ejecuten todas es—las tareas adecuadamente. No podrá regresar a su casa hasta bien entrada la noche, si es que regresa hoy y no mañana.

La nao capitana se distinguía del resto de galeones de la flota por el rojo estandarte real que ondeaba en el extremo de su palo mayor. Conté diez y seis galeones fondeados en el río, naos monstruosas de tamaño descomunal con altos castillos de proa y popa y con los costados reforzados por gruesas tablazones punteadas por filas de troneras. Cada galeón podía montar más de setenta cañones, aunque tuve para mí que no artillaban tantos, a lo sumo treinta o cuarenta por nao, y arbolaban tres palos de velas cuadradas. Se me alcanzó con toda claridad por qué las flotas de la Carrera de Indias no habían sido nunca atacadas: no existía ni existiría jamás escuadra pirata capaz de enfrentarse a semejante potencia, sin olvidar la menor, aunque no por ello menospreciable, capacidad defensiva de los cien o doscientos mercantes que viajaban en la conserva. Sin embargo, todo ese armamento convertía a los galeones en naos pesadas y lentas y, a no dudar, sus altos castillos las hacían balancearse en demasía, lo que, ante un presunto ataque, daría mayor ventaja y beneficio a naos más pequeñas y ligeras, como las inglesas.

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