Read Viaje a la Alcarria Online

Authors: Camilo José Cela

Tags: #Clásico, Relato, Viajes

Viaje a la Alcarria (5 page)

—Adiós; buenos días.

—Buenos días nos dé Dios. ¿Va usted a Brihuega?

—Sí, señor; allá voy.

—Pues aún hay su camino. En otra mula le llevaría a usted el saco.

—Muchas gracias; qué le vamos a hacer. Aún voy bien.

—Mejor iría. Pero con ésta no me atrevo. Es una mula poco legítima, una mula medio griega. Como se harte y le dé la vena, empieza a tirar coces y no hay quien la sujete. Mire que le llevo dado palos, ¡pues como si nada!

El viajero sigue, con su morral a costillas, por la carretera adelante. A cada hora de marcha, a cada legua, se sienta en la cuneta a beber un trago de vino, a fumar un pitillo y descansar un rato. Por el campo se ven labriegos arando la tierra con su yunta de mulas. A veinte pasos del viajero levanta su vuelo un bando de palomas zuranas. Entre una nube de polvo pasan dos coches de línea abarrotados de gente, uno detrás del otro, muy seguidos.

A la legua larga de Torija aparecen los robles, sueltos al principio, formando manchas más tarde. Un pastor camina sin prisa detrás de las ovejas, por la ladera de una loma. No se oye más que el piar de las golondrinas y el canto de las alondras. Poco más tarde se ven las casas de Fuentes, con la torre de la iglesia en medio.

Fuentes de la Alcarria está a la derecha del camino. El bosquecillo de robles se ha hecho más espeso. El campo huele con un olor profundo, y en los arbustos del espino, cuajados de florecillas blancas, liban las abejas.

Tímida, peluda doncella flor del espino.

Un monje recoleto, cada tomillo.

Pájaros voladores, flor de aliaga.

Sangre de sobresalto, cada retama.

Caballo desbocado, flor del romero.

Una niña desnuda, por cada espliego.

Cien lobos te defienden, flor de la jara.

Como cien cárdemelos, la mejorana.

Dos conejos miran para el viajero, un instante, moviendo las orejas, sentados sobre el rabo, y huyen después, veloces, a esconderse detrás de unas piedras. Un águila vuela trazando círculos, no muy lejos. Una mujer, subida en un burro, se cruza con el viajero. El viajero la saluda, y la mujer ni le mira ni le contesta. Es una mujer joven, pálida y hermosa, vestida de luto, con un pañuelo sobre la cabeza y unos grandes, profundos ojos negros. El viajero se vuelve. La mujer va inmóvil, dejándose llevar del trote del burro entero, poderoso. Podría pensarse que es una muerta sin compañía, que va sola a enterrarse, camino del cementerio.

El viajero echa un trago fuera de tiempo, por consolarse, y se va a sentar al pie de un árbol, a las tapias del palacio de Ibarra, que está al borde de la carretera. El palacio de Ibarra es un caserón semiderruido, con un jardín abandonado, lleno de encanto; parece un bailarín rendido, cortesano y enfermo, respirando el aire saludable de los campesinos. El jardín está ahogado por la maleza. Una cabra atada a una cuerda dormita, rumiando, tumbada al sol, y un asnillo retoza coceando al aire como un loco. Entre la maraña se yergue un pino japonés, alto y esbelto, lleno de empaque, de gracia y de señorío; un pino que semeja un viejo y derrotado hidalgo, ayer aún arrogante y hoy deudor de todos los criados.

A la otra legua termina el bosque y vuelve la sembradura. En el campo se ven algunos charcos. Un viejo se lamenta con el viajero.

—Sí. No crea usted. Ha llovido demasiado. La Alcarria, ¿sabe usted?, quiere su agua, ni más ni menos.

El viajero piensa que aquel hombre, hablando así, está siempre expuesto a tener la razón.

La carretera describe una gran curva, y después de pasar el cruce, el viajero se encuentra de golpe ante Brihuega, que está en un hoyo. Del cruce salen dos carreteras, además de la que camina el viajero; la de la izquierda, que va a Utande, y la de la derecha, que va a Algora, otra vez en la carretera general.

Para bajar a Brihuega hay un atajo por el que se corta bastante. El viajero tira por el atajo, lleno de piedras, que parece el cauce seco de una torrentera. A algo más de la mitad del camino se encuentra con un pastorcito que está sentado sobre una piedra, al lado de un muro partido en pedazos, de un muro que no acota nada.

—Niño, ¿cómo se llama esta bajada?

El niño no contesta.

—Oye, que te estoy hablando. Digo que cómo se llama esta bajada.

El niño está azarado y no sabe lo que hacer. Mira para los pies del viajero, se pone colorado hasta las orejas y se pasa una mano por la rodilla. Después. con un hilo de voz, se decide a contestar:

—No tiene nombre.

El viajero da unas perras al niño. El niño, al principio, no quería cogerlas.

Desde el atajo, Brihuega tiene muy buen aire, con sus murallas y la vieja fábrica de paños, grande y redonda como una plaza de toros. Por detrás del pueblo corre el Tajuña, con sus orillas frondosas y su vega verde.

Brihuega tiene un color gris azulado, como de humo de cigarro puro. Parece una ciudad antigua, con mucha piedra, con casas bien construidas y árboles corpulentos. La decoración ha cambiado de repente, parece como si se hubiera descorrido un telón.

BRIHUEGA
IV

QUIEN sí sabía el nombre del atajo era un tartamudo que preparaba cebollinos para la siembra, a la sombra de un olmo añoso, al lado de la fonda de las Eras. Cuando el viajero pregunta, el tartamudo se ríe.

—Tiene un nombre muy feo, ya ve usted.

El viajero le da un pitillo.

—Pero se podrá decir, dijo yo.

—Sí, señor; decir sí que se puede.

El hombre habla con mucha dificultad. Entre la tartamudez y la risa casi no se le entiende.

—Hacia medio camino hay una fuente que le decimos la fuente Quiñoneros.

—¿Y el atajo se llama así?

—No, señor; no se llama así.

El tartamudo está muerto de risa. Una mujer, con un niño colgado de los pechos, le dice:

—¡Anda, que pareces bobo! ¿No lo quiere saber? ¡Pues dilo!

A la mujer sólo le hubiera faltado añadir:

—¡Que se fastidie! ¡Pues anda, con tanto preguntar!

No lo dijo; pero probablemente lo pensó. El tartamudo ladea la cabeza y se decide.

—Pues el atajo se llama, vamos, le decimos nosotros, el camino de la fuente Caga.

El viajero piensa que el hombre de los cebollinos es un tartamudo muy fino; la cosa no era para tanto. El tartamudo, cuando el viajero se aleja, todavía se ríe solo, mientras corta con una navaja tallos del cebollino que por la tarde plantará.

El viajero se mete en la fonda, a comer. Antes se da un baño de pies, un baño de agua caliente con sal, que le deja como nuevo. En el comedor están una señorita de pueblo y su mamá.

—Buenos días, que aproveche.

—Buenos días tenga usted. ¿Usted gusta?

La señorita bebe vino blanco y toma tricalcine. Es una chica pálida, con las manos bien dibujadas y el pelo castaño, peinado en ricitos que le caen sobre la frente. De cuando en cuando, tose un poco.

En las paredes del comedor hay un reloj de pesas, un canario que se llama Mauricio, metido en su jaula de alambre dorado, y tres cromos de colores violentos, chillones, con marco de metal. Un cuadro representa el cuadro de Las lanzas; otro, Los borrachos, y otro La Sagrada Familia del pajarito. Dos gatos rondan, a lo que caiga. Uno es rubio y se llama Rubio, otro es moreno y se llama Moro. No hay duda que quien los bautizó era un imaginativo.

Al viajero le sirve una muchacha mona, un poco coqueta, que lleva un vestido de percal.

—¿Cómo te llamas?

—Merceditas, para servirle. Me dicen Merche.

—Es un nombre muy bonito.

—No, señor; es un nombre muy feo.

—¿Cuántos años tienes?

—Diecisiete.

—Eres muy joven...

—No, señor; ya no soy muy joven.

—¿Tienes novio?

—¡Huy, cuánto quiere saber!

La muchacha se pone colorada y huye a la cocina. Cuando vuelve, viene muy seria y cambia el plato al viajero sin mirarle.

—¿Qué tienes?

—Nada.

A Merche le ayuda una criada zafia y pueblerina, que el viajero no sabe cómo se llama. El hule de la mesa es amarillo, con el color ya comido y los bordes algo desflecados. Un calendario de señorita, anuncia un anís. La señorita es una rubia de ojos negros que tiene un vestido verde que le deja los hombros al aire. Lleva moño bajo y una peineta de mucho brillo, que destaca en seguida; una peineta hecha con los polvitos de plata que se usan para las estrellas de los nacimientos. En la ventana del comedor hay una reja de balcón puesta de lado.

El viajero, cuando termina de comer, sale a la calle. Había pensado descansar un rato, después del café, pero entraron en el comedor dos señoras que le impacientaron y prefirió levantarse y salir.

Al lado de la fonda, el viajero se encuentra con la puerta de la Cadena, por la que se mete en el pueblo. La puerta de la Cadena tiene una hornacina con una Purísima, y debajo una lápida de mármol blanco que dice: 1710-1910. La villa de Brihuega en el segundo centenario de su memorable bombardeo y asalto. Y más debajo todavía, otra lápida de piedra de la que sólo se entiende parte. El viajero copia las letras en un papel. Tarda bastante, porque a veces se equivoca. La gente le rodea. Al viajero le hace una ilusión tremenda que lo tomen por un erudito.

La lápida, poco más o menos, era así:

No está muy bien copiada, bien es cierto; pero tampoco falta ninguna letra, esa es la verdad. Casi todo está bastante claro, pero también hay algo, al final, que ya no lo está tanto, por lo menos para el viajero. En el penúltimo renglón, hacia la mitad, entre la T y la V, hay un agujero que debe ser un metrallazo.

El viajero entra, ya se dijo, por la puerta de la Cadena, y anda vagando algún tiempo por el pueblo. Fuera de la puerta queda una alameda umbría, acogedora. Unas muchachas charlan en un banco. Ríen a grandes voces, y se dan palmadas en las piernas. Después se levantan y van a beber agua a la fuente.

Unos trasquiladores, muralla adentro, pelan ovejas en una cuadra que da a la calle. El vellón sale entero, como una camiseta, lleno de grasa, y las ovejas se quedan en cueros vivos, flacas, ventrudas, desgarbadas. Unos niños miran, viciosamente, mientras sonríen en silencio. El ver trasquilar ovejas, en una cuadra más que tibia, ardorosa, y llena de un olor acre, profundo, es sin duda un espectáculo adormecedor, una incitación ancestral que ayuda a poner los mocitos en sazón cuando, sin pararse a ver por qué, se mezclan la cachondería y la crueldad en un remoto, inconfesable hervor de la sangre.

El sol está en la media tarde. Hay un momento en que el viajero ve hermosas a todas las mujeres. Se sienta sobre una piedra y mira, lleno el corazón de pesar, para un grupo de ocho o diez muchachas que lavan la ropa. El viajero está absorto, abstraído, y su memoria se puebla de tiernas, paganas nubecillas, mientras desempolva los frescos versos del cancionero:

Madre, las mozuelas,

las de aquesta villa,

en agua corriente

lavan sus camisas;

sus camisas, madre.

Madre, las mozuelas.

Las chicas están remangadas. Alguna canta un trozo de zarzuela; alguna otra un cuplé algo pasado de moda, un cuplé de hace cuatro o cinco años.

Una muchacha que no canta, lleva unas flores azules en el pelo castaño. No se le ve bien, pero así, por la espalda, parece Merche, la de la fonda.

—Mi nombre es muy feo... Yo ya no soy tan joven...

El viajero, al día siguiente, cuando, otra vez en el camino, piensa en lo que ya pasó, cierra los ojos un momento para sentir la marcha del corazón.

Un buey rubio y viejo, de largos cuernos y cara afilada, como un caballero toledano, bebe, no más que acariciando el agua con el morro cano, en el pilón de una fuente fecunda, en el pilón de una fuente que hay al lado mismo del lavadero. Cuando termina de beber levanta la cabeza y pasa, humilde y sabio, por detrás de las mujeres. Diríase un eunuco leal, aburrido y discreto, guardador de un harén bullicioso como el levantarse de la mañana. El viajero sigue, con la mirada llena de perplejidad, el lento, resignado andar del animal. El viajero, a veces, se queda parado ante las cosas mas inexplicables.

Dos perros se aman a pleno sol, tercamente, violentamente, descaradamente. Una clueca pasa, rodeada de polluelos amarillos como la mies. Un macho cabrío asoma, erguida la cabeza, profundo el mirar, orgullosa y desafiadora la cuerna, por una bocacalle. El viajero mira, por ultima vez, para las lavanderas, se levanta y se va. El viajero es un hombre con una vida tejida de renunciaciones.

El viajero baja por unas callejas y se fuma un pitillo, a la puerta de una casa, con un viejo.

Parece hermoso el pueblo.

—No es malo. Cuando había que verlo era antes de la aviación.

Las gentes de Brihuega hablan de antes y después de la aviación como los cristianos hablan de antes y después del diluvio.

—Ahora no es ni sombra de lo que fue.

El viejo está pensativo, elegiaco. El viajero mira para los guijos del suelo y deja caer las palabras con pausa, como distraídamente.

—Y de guapas chicas, según veo.

—¡Bah! No haga caso; no valen un real. ¡Si hubiera usted conocido a las madres!

El viejo, que tiene la cabeza temblona, da un suspiro y cambia la conversación.

—Aquí fue donde empezaron a correr los italianos, ¿no sabe usted?

—Sí, ya sé.

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