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Authors: Camilo José Cela

Tags: #Clásico, Relato, Viajes

Viaje a la Alcarria (2 page)

De la misma botella bebe el último trago.

—No. Estas son las cuentas de la lechera; lo mejor será coger el macuto y echarse a andar.

Se desnuda, desdobla la manta de pelo, apaga la luz y se echa a dormir sobre la
chaise-longue
forrada de cretona.

Fuera se oye el distante golpear del chuzo contra la acera. Por las rendijas de la persiana se cuela un hilito de claridad. Pasan lentos, entumecidos, los carros de los primeros traperos. El viajero se ha dormido al tiempo de nacer el día como un pollo que sale, un poco avergonzadamente, del derrotado y tibio cascarón.

EL CAMINO DE GUADALAJARA
II

LA del alba sería... No; no era aún la del alba: era más temprano.

El viajero, a los pocos días, se levanta a la última noche, la más negra, antes incluso que los grises, menudos pájaros de la ciudad. Se viste con luz eléctrica, en medio del silencio. Hacía años ya que no madrugaba tanto. Se siente una sensación extraña, como de sosiego, como de descubrir de nuevo algo injustamente olvidado, al afeitarse a estas horas, cuando todos los vecinos duermen todavía y el pulso de la ciudad, como el de un enfermo, late quedamente, como avergonzado de dejarse sentir.

El viajero está alegre. Silba, aproximadamente, la coplilla de una película y habla, poco más tarde, con su mujer, que se ha levantado a calentarle el desayuno. El viajero está casado. Los viajeros casados, cuando se echan a andar, tienen siempre, a última hora, una persona que les calienta el desayuno, que les da conversación mientras se afeitan a la estremecida luz eléctrica de la mañana.

El viajero, una hora antes de la salida del tren, baja las escaleras de su casa. Antes, se ha ido a despedir de su niño pequeño, que duerme, tumbado boca abajo, como un cachorro, porque tiene calor.

—Adiós. ¿Llevas todo?

—Adiós. Dame un beso. Creo que sí.

El viajero, al llegar a la calle, va cantando por lo bajo. Tiene mal oído y las canciones no sabe sino empezarlas. El metro está cerrado aún y los tranvías, lentos, distantes, desvencijados, parecen viejos burros abultados, amarillos y muertos.

El viajero tiene su filosofía de andar, piensa que siempre, todo lo que surge, es lo mejor que puede acontecer. Se va mejor a pie, andando por el medio de la calle, oyendo cómo rebota sobre las casas el sonar de la clavazón del calzado. Las casas tienen las ventanas cerradas y las persianas bajas. Detrás de los cristales —¡quién lo sabe!— duermen su maldición o su bienaventuranza los hombres y las mujeres de la ciudad. Hay casas que tienen todo el aire de alojar vecinos felices, y calles enteras de un mirar siniestro, con aspecto de cobijar hombres sin conciencia, comerciantes, prestamistas, alcahuetas, turbios jaques con el alma salpicada de sangre. A lo mejor, las casas de los vecinos venturosos no tienen ni una sola matita de yerbabuena o de mejorana en los balcones. A veces, las casas de los vecinos ahogados por la desdicha, señalados con el hierro cruel del odio y la desesperación, presumen de un balcón de geranios o de claveles rompedores, gordos como manzanas. Es algo muy misterioso la cara de las casas, daría qué pensar durante mucho tiempo.

El viajero, dándole vueltas a la cabeza, va por las tapias del Retiro, llegando a la Puerta de Alcalá. Ve muy claro todo lo que piensa, y un poco confuso, quizá, todo lo que ve. El día fuerza por levantarse, cauto, desconfiado, sobre los cables más altos, sobre las últimas azoteas de la ciudad, mientras los gorriones recién despiertos chillan, en los árboles del parque, como condenados. En el parque también, sobre la yerba, la república de los gatos cimarrones, dos docenas de gatos sin fortuna, sin amo, dos docenas de gatos grises, malditos, sarnosos; de gatos que, sin un sitio al lado de ningún hogar encendido, deambulan en silencio, como aburridos presos sin esperanza o enfermos incurables, dejados de la mano de Dios.

Los portales siguen cerrados, como las bolsas avaras y miserables, y los serenos de nuevos, relucientes galones de oro, miran, con cierta desconfianza, para el viajero que pasa, camino de la estación, con la mochila al hombro y el andar despreocupado, casi sin compostura incluso.

El viajero va lleno de buenos propósitos: piensa rascar el corazón del hombre del camino, mirar el amia de los caminantes asomándose a su mirada como al brocal de un pozo. Tiene buena memoria y quiere deshacerse de la mala intención, como de un lastre, al dejar la ciudad. De dentro de su pecho salen en voz alta, rodando sobre las baldosas de la acera, los versos de don Antonio —el hombre de cuerpo más sucio y alma más limpia que, según alguien dijo ya, jamás existió.

—Quisiera poder decir, al volver, las verdades de a puño que se explican, como el río que marcha, por sí solas. Rodeado de las gentes honestas que ahorran durante meses enteros, quién sabe si aun durante años enteros, para comprarse una alfombrita para los pies de la cama, quisiera poder repetir, con los ojos afables y el gesto como resignado, las sabias palabras de don Antonio:

En todas partes he visto

caravanas de tristeza,

soberbios y melancólicos

borrachos de sombra negra

y pedantones al paño

que miran, callan y piensan

que saben, porque no beben

el vino de las tabernas.

Mala gente que camina

y va apestando la tierra...

Diciendo sus versos, el viajero llega hasta la Cibeles. Las últimas golfitas del cabaret de las llamas, a los primeros, inciertos clarores del día, venden su triste anís a los señoritos juerguistas que van de retirada. Son jóvenes estas muchachas, muy jóvenes; pero tienen ya en la mirada todo el único, santo dolor de las bestias al punto, llevadas y traídas por la mala suerte y por la mala sangre.

El viajero toma por el paseo del Prado. En los soportales de correos, la cochambre de la golfemia duerme a pierna suelta sobre la dura piedra. Una mujer pasa, presurosa, el velo sobre la cabeza, camino de la primera misa, y una pareja de guardias fuma aburridamente, sentados en un banco, con el mosquetón entre las piernas. Los misteriosos tranvías negros de la noche portan de un lado para otro su andamiaje sobre ruedas; van guiados por hombres sin uniforme, por hombres de boina, callados como muertos, que se tapan la cara con una bufanda.

—También quisiera decir, que de todo hay en la viña del Señor, la otra verdad;

Y en todas partes he visto

gentes que danzan o juegan,

cuando pueden, y laboran

sus cuatro palmos de tierra.

Nunca, si llegan a un sitio,

preguntan a dónde llegan.

Cuando caminan, cabalgan

a lomos de mula vieja,

y no conocen la prisa

ni aun en los días de fiesta.

Donde hay vino, beben vino;

donde no hay vino, agua fresca.

Son buenas gentes que viven,

laboran, pasan y sueñan,

y en un día como tantos

descansan bajo la tierra.

A las verjas del Jardín Botánico, el viajero siente —a veces le pasa— un repentino escalofrío. Enciende un pitillo y procura alejar de su cabeza los malos pensamientos. Dos tranviarios pasan con las manos en los bolsillos, la colilla entre los labios, sin decir ni palabra. Un niño harapiento hoza con un palito en un montón de basura. Al paso del viajero levanta la frente y se echa a un lado, como disimulando. El niño ignora que las apariencias engañan, que debajo de una mala capa puede esconderse un buen bebedor; que en el pecho del viajero, de extraño, quizá temeroso aspecto, encontraría un corazón de par en par abierto, como las puertas del campo. El niño, que mira receloso como un perro castigado, tampoco sabe hasta qué punto el viajero siente una ternura infinita hacia los niños abandonados, hacia los niños nómadas que, rompiendo ya el día, hurgan con un palito en los frescos, en los tibios, en los aromáticos montones de basura.

Camino del matadero pasan unas ovejas calvas, mugrientas, que llevan una B pintada en rojo sobre el lomo. Los dos hombres que las conducen les pegan bastonazos, de cuando en cuando, por entretenerse quizás, mientras ellas, con un gesto en la mirada entre ruin y estúpido, se obstinan en lamer, de pasada, el sucio, estéril asfalto.

Cae por la cuesta de Moyano un alegre carrito de hortalizas. Los puestos de libros de lance guardan, herméticamente, su botín inmenso de vanas ilusiones que fracasaron, ¡ay!, sin que nadie se enterase.

En la bajada de la estación, algunas mujeres ofrecen al viajero tabaco, plátanos, bocadillos de tortilla. Se ven soldados con su maleta de madera al hombro y campesinos de sombrero flexible que vuelven a su lugar. En los jardines, entre el alborotar de miles de gorriones, se escucha el silbo de un mirlo. En el patio está formada la larga, lenta cola de los billetes. Una familia duerme sobre un banco de hierro, debajo de un letrero que advierte: Cuidado con los rateros. Desde las paredes saludan al viajero los anuncios de los productos de hace treinta y cinco años, de los remedios que ya no existen, de los emplastos porosos, los calzoncillos contra catarros, los inefables, automáticos modos de combatir la calvicie.

El viajero, al pasar al andén, nota como un ahogo. Los trenes duermen, en silencio, sobre las negras vías, mientras la gente camina sin hablar, como sobrecogida, a hacerse un sitio a gusto entre las filas de vagones. Unas débiles bombillas mal iluminan la escena. El viajero, mientras busca su tercera, piensa que anda por un inmenso almacén de ataúdes, poblado de almas en pena, al hombro el doble bagaje de los pecados y las obras de misericordia.

El vagón está a oscuras. Sobre la dura tabla los viajeros fuman, adormilados. De cuando en cuando se ve brillar la punta de un cigarro, se oye el chasquido de una cerilla que ilumina, unos instantes, una faz rojiza y sin afeitar. Unos obreros se sientan, con la chaqueta al hombro, la fiambrera envuelta en un pañuelo sobre las rodillas. Sube al vagón un grupo de pescadores —el cestillo de mimbre en bandolera— que colocan, con todo cuidado, las largas cañas de pescar. Entran mujeres de grandes cestas al brazo, campesinas que han bajado a Madrid a vender huevos y chorizo y queso, a comprar una tela estampada para un traje de domingo, o una gorra de visera para el marido. Dos guardias civiles se acomodan, uno enfrente del otro, en un extremo del departamento, al lado de la puerta, debajo del timbre de alarma y de la placa de loza con el extracto de la legislación de ferrocarriles.

Se apagan las luces del andén y la oscuridad es ya absoluta. A última hora aparecen, subiéndose al tren de un salto, soldados de caballería que van a Alcalá de Henares, que hacen todos los días el mismo viaje.

El tren sale; son ya las siete. De repente, al escapar de la marquesina, el viajero descubre que ya es de día. Dos trenes salen a la misma hora y corren, paralelos, hasta que el otro tira para abajo, camino de Getafe. Es gracioso verlos correr, uno al lado del otro, mientras los viajeros se agolpan en las ventanillas para mirarse. Algunos se saludan con la mano y dan gritos como animando al tren a correr más. En el fondo —no se sabe por qué—, los viajeros de un tren envidian siempre un poco a los viajeros de otro tren; es algo que es así, pero que resulta difícil explicar. Quizá sea, aunque no lo vean muy claro, porque un viajero de tercera se cambiaría siempre por otro viajero, aunque fuera de tercera también.

Sobre la ciudad brilla un violento cielo sonrosado, terso como un espejo, un cielo que parece de cristal de color. Durante mucho tiempo el tren corre entre vías y entre montones de carbón. Se ven máquinas fuera de uso, viejas locomotoras ya jubiladas, que semejan caballos muertos en la batalla y puestos a secar al sol. En un vagón sin enganchar, en un vagón solitario, se agolpan docena y media de vacas negras, de largos cuernos y ubre peluda y escasa, que esperan estoicamente la hora de la puntilla y del ancho cuchillo de sangrar. El viajero piensa que los animales estarán muertos de sed, sin saber demasiado a ciencia cierta qué es lo que les pasa.

El sol aparece sobre el horizonte al cruzar el último cambio de vías de la estación, la última señal, el último disco. Aún no hay niños jugando por los barrios extremos. A lo lejos, al sur, se ve, aislado, el cerro de los Ángeles. El campo está verde y crecido; no parecen los alrededores de Madrid. Entre dos sembrados, un campo sin cuidar, un campo de amapolas meciéndose, suaves, a la ligera brisa de la mañana. El tren marcha ya por la vía libre cuando el viajero se aparta de la ventanilla, se sienta, enciende un cigarro y echa la cabeza atrás.

Al pasar por el apeadero de Vallecas se rompe violentamente el silencioso aire del vagón. Un hombre, con una americana color lila, un pañuelo al cuello y un diente de oro, ofrece a voz en grito unas tiras de cartas de baraja que llevan un numerito por detrás.

—¡A probar la suerte, señoras y caballeros, un paquete especial de caramelos finos o una bolsita de almendras, a elegir! ¡A perra chica, la carta! ¡Después rifaré, en honor del respetable, la muñeca Manolita, el juguete sensación!

El viajero quiere tentar fortuna. Compra una tira y se queda con ella en la mano, un sí es no es indeciso. El viajero tiene poca práctica en el juego. Levanta la cabeza y mira por la ventanilla. Hacia el norte, en el horizonte, se ve la sierra de Guadarrama con algunas crestas —la Maliciosa, Valdemartín, las Cabezas de Hierro— todavía cubiertas de nieve.

El hombre del diente de oro ha dicho lo de la mano inocente y ha descubierto una carta.

—¡El dos de espadas! ¿Dónde está el dos de espadas? ¡A ver el agraciado!

Al viajero no le tocó; sus dos reales los tenía en sotas, en caballos y en reyes. El dos de espadas lo tiene un hombre que ni sonríe siquiera. Coge el paquete especial de caramelos finos sin mirar a nadie, casi con displicencia, como para dar a entender que está acostumbrado a recibir noticias importantes sin inmutarse. Todos le miran, y es posible que alguien le admire también. ¡Vaya manera de encajar!

El viajero siente un poco de obligación de quedar bien. Nota algo así como una súbita iluminación, y levanta la voz:

—Déme los treses; ahora tocan treses.

Por Vicálvaro pasó el revisor picando los billetes.

—¡Así se habla! ¡Este caballero se va a llevar el premio por dos gordas! ¡Ahí van los treses!

El viajero entorna los ojos y espera. Confía en oír, dentro de poco: ¡El tres de...! El viajero piensa responder, cortándole: No siga, tengo los cuatro. Se ven, a la derecha, unas colinas verdes con hendiduras rojas, de arcilla. Un compañero de viaje lee un semanario taurino. Una avispa vuela sobre el cristal, para arriba y para abajo. La voz del hombre de la chaqueta color lila retumba por todo el vagón:

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