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Authors: Camilo José Cela

Tags: #Clásico, Relato, Viajes

Viaje a la Alcarria (6 page)

—¡Fue buena aquélla!

El viejo se levanta y entra en la casa. Vuelve al poco rato, torpemente apoyado en su bastón.

—Usted sabrá dispensar; fui a ver cómo iba la olla.

El viejo se sienta de nuevo y apoya una mano en la mejilla.

—A mis años ya no se sirve para nada, ya no valemos más que para mirar por la olla. Yo soy ya una ruina, ¡pero si usted me hubiera visto de mozo!

El viajero piensa que a su amigo el viejo le pasa como a Brihuega —que antes, ¡había que verla!—, y como a todo el mundo y a todas las cosas. El viajero, que hoy prefiere no entristecerse, se levanta, se despide del viejo y tira hacia adelante, por la cuesta abajo. Pasa unos soportales —vigas de madera, como columnas, y un adoquín de piedra, de base— y llega hasta un tenducho abigarrado, vario, tentador, que parece puesto por el Patronato del Turismo.

El dueño es un viejo zorro, bizco, retaco, maleado, que sabe muy bien dónde le aprieta el zapato. Habla de todo y sobre todo y se las da de poeta y hombre cultivado.

—Sea usted bienvenido a la casa Portillo.

—Muchas gracias.

—La casa Portillo es una casa muy seria.

—No lo dudo.

El hombre habla con grandes aspavientos, dando gritos, arrugando la cara, levantando los brazos.

—Yo soy el célebre cicerone que enseña la población.

—Muy bien.

—Aquí son todos muy ignorantes, no saben distinguir.

—Hombre, habrá de todo.

—No, señor; no hay de nada. Aquí son todos muy ignorantes, no saben distinguir.

—Bueno, bueno.

—Mi nombre es Julio Vacas, aunque me llaman Portillo. En este pueblo cada hijo de vecino tiene su apodo, aquí no se libra nadie. Aquí tenemos un Capazorras, un Tamarón y un Quemado. Aquí hay un Chapitel, un Costelero, un Pincha y un Caganidos. Aquí hay un Monafrita y un Cabezón, un Mahoma y un Padre Eterno, un Caldo y Agua y un Caracuesta, un Chil y Huevo y un Cabrito Ahumado, un Fraysevino, un Insurrecto, un Píoloco y un Mancobolo, un Taconeo, un Futiqui y un Pilatos; aquí, señor mío, no nos privamos de nada.

—Ya veo, ya.

—Y a todos juntos nos dicen bufones y borrachos los de los pueblos de al lado.

El hombre dice sus frases muy de prisa, como si recitara una lección de memoria, parando sólo un instante para respirar y reírse con una risita de conejo. El hombre sabe que tiene que colocar sus

Palabras, sea como sea, y no le importa nada que rengan o no a cuento.

—Pero, ¿sabe usted lo que le digo?, pues le digo que eso es la vida.

El hombre sonríe, se echa un paso atrás y toma un ademán muy estudiado de actor dramático:

En esta choza modesta

verá usted todas las cosas:

desde el zapato y la cesta

hasta la loza más hermosa,

Julio Vacas está radiante de gozo, se le ve en la cara. Verdaderamente, el aguante del viajero es algo que no debe encontrar todos los días.

—¿Le gusta este verso?

—Sí, ya lo creo; es muy bonito.

—Pues lo hice yo sin ayuda de nadie. Sé más; hice también más versos.

—¿Sí?

—Sí, señor, ¿o cree usted que soy un ignorante?

—¿Yo? ¡Dios me libre!

El hombre vuelve a sonreír.

—Pues sí, señor, hice más, muchos más; los tengo todos apuntados. Sin orden no se va a ningún lado, ¿verdad usted?

—Claro.

—Pues escuche éste dedicado a la Santísima Virgen María, Madre de Nuestro Señor Jesucristo.

—A ver.

Portillo volvió a transfigurarse.

Brihuega es dichosa

desde que encontró

y a su morenita

un templo le alzó.

El viajero va a decir algo, pero el chamarilero le interrumpe con el ademán, como indicando; Espere un poco, sólo un momento. Levanta otra vez los brazos, y se arranca diciendo:

Tres monumentos existen en esta gran población:

Nuestra Virgen, San Felipe y puerta del Cozagón.

Cuando termina, se rasca violentamente la cabeza.

—¿Eh?

—Ya, ya.

El viajero entra en la tienda con Julio Vacas detrás. En la tienda hay de todo, parece la tienda de un moro: quinqués de porcelana, escupideras de loza, tinteros de cristal, duros de plata, cuadros, libros, arneses de caballería, candiles de bronce, pieles de carnero, plumas de pavo real, hermosas fuentes lañadas, chaquetas viejas, una colección de sellos argentinos, dos paquetes de medio kilo cada uno de marcos alemanes de la guerra del 14, Julio Vacas, alias Portillo, habla con el viajero.

—¿Es usted aficionado a leer?

—Sí; a veces leo algo.

—Pues le voy a regalar a usted dos libros que tengo en mucha estima. Son muy antiguos, son dos libros de sabios. Por ellos no quiero nada: haz bien y no mires a quién. Se los voy a regalar. Son dos libros para la salud; está usted muy blanco.

El viajero, mientras el trapero busca los libros, se entretiene mirando para las paredes.

—Aquí están.

—Pues muchas gracias.

El viajero busca dos pesetas en el bolsillo.

—No; yo estas cosas no las cobro.

—Perdón, estas dos pesetas no son por los libros, ya sé que valen más, estas dos pesetas son un obsequio.

—Ese ya es otro cantar.

Julio Vacas se guarda sus dos pesetas y el viajero hojea los libros. Uno se titula
Tratado práctico de la gota
, y está fechado en Alcalá, en 1791, en la Oficina de la Real Universidad. Fue escrito en lengua francesa por M. Coste, consejero y médico más antiguo de los Guardias de S. M. el Rey de Prusia; la traducción al castellano es de don Ramón Tomé, profesor de Cirugía en la Corte, quien le añadió un Tratado de Aguas Minerales. El otro se llama
La Medicina Curativa o la Purgación
, y está escrito por M. Le Roy, cirujano consultor de París. La portada lleva dos versitos que dicen: Lleva el médico consigo, quien me lleva en el bolsillo. El libro está fechado en Valencia, en 1828, en la Oficina de José Ferrer de Orga, y lleva un retrato del autor, con media orla en letra inglesa que dice: M. Le Roy, Propagador de la Medicina Curativa.

—¿Qué, le gustan los libritos?

—Sí; parecen interesantes.

—Pues ahí los tenía, esperando encontrarme con alguien que se mereciese llevárselos. Déjemelos, que se los voy a firmar.

El viajero mira para Julio Vacas y Julio Vacas enseña unos dientecillos afilados, verdes, diminutos, mientras firma los libros con todo cuidado. Julio Vacas ha estado sonriendo.

—Yo he enseñado la villa a todos los visitantes ilustres.

—¿Y vienen muchos?

—Sí, señor. Y muy importantes. Hace ya años, antes de la aviación, yo anduve enseñándole el pueblo al rey de Francia.

—¡Ah!, ¿sí?

—Sí, señor, ¡como lo oye! Fue en un viaje que hizo de incógnito, de riguroso incógnito. ¡No se enteró ni Dios!

Julio Vacas baja la voz, enarca las cejas y habla al oído del viajero.

—Fue cuando eligieron a don Niceto Alcalá Zamora. Le voy a decir una cosa que quizá no sepa, algo que ha trascendido muy poco. Usted lo sabe, pero como si nada, ¿eh?

—Bueno.

—Pues que él y don Niceto eran primos.

—¡Caramba!

—Sí, señor. Y claro, como don Niceto era republicano, pues él, por eso del qué dirán, tuvo que hacer el viaje de incógnito. Todo esto lo sé de muy buena tinta.

Julio Vacas vuelve a levantar la voz después de hacer un guiño al viajero.

—Era un hombre con el que daba gusto hablar; un hombre muy listo, alto, bien vestido. En seguida se echaba de ver que era un rey del extranjero.

—Ya, ya...

—Y cuando se marchó, me dijo; Portillo, toma para que agarres una borrachera a mi salud. Y fue y me dio dos duros. ¡La que cogí fue de pronóstico, se lo juro!

—¡Ya lo creo!

—A él no había más que verlo para conocer que era un hombre de posibles.

Julio Vacas entorna los ojos, como recordando.

—Cuando le dije aquello de Nuestra Virgen, San Felipe y puerta del Cozagón, se echó mano a la cartera y me largó otra peseta.

El viajero piensa que no debe competir con el rey de Francia. Julio Vacas, que ignora el pensamiento del viajero, sigue perorando.

Una vieja se comió

ciento y pico de sardinas,

y toda la noche estuvo

del recto sacando espinas.

—¿Eso también se lo dijo al rey de Francia?

—No, señor; eso no, eso lo inventé después.

—¿Eso lo inventó usted?

—Sí, señor, se lo juro. Se ha difundido mucho y con la velocidad de la luz, pero el primitivo inventor fue este humilde servidor de usted.

Julio Vacas dice las últimas palabras mirando para el suelo.

—Pues fue lástima que no se lo dijese, porque a lo mejor le daba a usted otra peseta.

—Lo más seguro...

Portillo cambió el tono de voz, como queriendo enlazar con algo que quedaba atrás.

—Oiga, ¿se ha fijado usted que en el verso digo recto?

—Sí, sí; ya me di cuenta.

El chamarilero se queda pensativo y habla como consigo mismo, olvidadamente.

—¡Qué buen recuerdo guardo de don Luis!

—¿Se llamaba don Luis?

—Sí, señor: don Luis Capeto.

Después, con las manos en los bolsillos del pantalón y los hombros levantados, pregunta, mientras pasea.

—¿Sabe usted algo de lo que habrá sido de él?

—No, ni una palabra; yo me entero poco de lo que pasa en Francia.

—A mí me pasa lo mismo...

Julio Vacas se asoma a la puerta y mira para la calle.

—¡Qué gran caballero! ¡No parecía francés!

Julio Vacas, que tiene cierto vago aire de instigador de guerrillas, se coge la frente con las dos manos, como un tenor de ópera. Su figura tiene una ridiculez que impresiona, una ridiculez que llena de pavor.

—¡Qué gran figura de la historia!

Julio Vacas mira de reojo, disimuladamente, para el viajero. El viajero ni se mueve al oír lo de la figura de la historia.

El chamarilero vuelve a su sonrisa.

—En fin, ¡pelillos a la mar! ¡Ante la parca, todos somos lo mismo!

—Verdaderamente.

—Hablemos de otra cosa. ¿Ha visto usted ya el jardín de la fábrica?

—No; aún no lo he visto.

—Pues no lo deje. Algo soberano, ya verá usted.

El viajero se despide de Julio Vacas, alias Portillo, mano sobre mano, ante dos vasos de vino, en una taberna. Julio Vacas había gritado al salir, con un vozarrón retumbador como un trueno.

—¡María! ¡María!

Y al asomar María por una calleja, le había advertido:

—Echa un ojo por el negocio, que yo me voy un rato con este señor.

El viajero, ya en la taberna, trató de disuadir a Julio Vacas.

—Muchas gracias, pero no se moleste. Al jardín puedo ir muy bien solo. Yo soy, a veces, ¿cómo le diría?, un hombre un poco solitario.

Julio Vacas se quedó con la vista clavada en el mostrador, y con una voz triste, opaca, llena de amargura, se limitó a decir muy quedo.

—Como guste.

El viajero que, como siempre, se enteró tarde de que fue cruel, le dio otras dos pesetas. Julio Vacas las guardó, casi sin moverse.

—Muchas gracias.

—De nada. Yo no soy el rey de Francia.

Julio Vacas, con el vaso de vino blanco en la mano, dejó caer las palabras.

—Es que como aquél, siempre lo digo, hay pocos.

El viajero sigue su camino con Julio Vacas haciéndole piruetas en el recuerdo.

Portillo, chamarilero

de Brihuega, campeón

del buen decir, corazón

de oro en cuerpo de dinero

escaso, leal cicerón

y amigo del rey de Francia.

(La memoria, una fragancia

tras dos ojos de ratón.)

Sobre el cuenco de latón

recuentas la calderilla

—de la abundancia, semilla—

y una furtiva ladilla,

de puro flaca, amarilla,

te pica en el esternón.

¡Si se entera el rey de Francia,

el de las flores de lis!

¡Ay, si lo sabe don Luís!

Sentada en un banquillo de tabla, a la sombra de los soportales, una vieja de lentes hace media. A su lado un niño llora desconsoladamente y da patadas en el suelo. Parece que acaba de recibir una gran paliza.

—¿Qué le pasa?

—Nada; que tiene calor.

Un viejo come sardinas ahumadas y un trozo de pan. Está sentado al pie de una columna, con un burro al lado. El burro es también viejo, con el pelo gris, los ojos tristes y meditabundos. Tiene una sangrante matadura, comida de moscas, en el cuello peludo, y el espinazo, bajo la albarda, se le adivina doblado ya por los años. El viejo levanta la cabeza al ver pasar al viajero. El viajero le saluda.

—Buenas tardes.

—Nos las dé Dios.

El viejo tiene el pelo blanco y los ojos azules y brilladores. Va derrotado, con las carnes pobre y escasamente cubiertas, pero sin aire de mendigo.

El viajero piensa en estos pobres que no van caracterizados de mendigos, en estos pobres de los que podría decirse que todos son altos señores caídos, orgullosos y resignados como héroes en desgracia.

¡Mozas de Torrebeleña,

mozas de Fuencemillán!

Un hidalgo derrotado

se muere buscando pan.

Tiene los ojos azules,

muy antiguo el ademán,

y camina los caminos

con aires de capitán.

Mira como una paloma,

también como el gavilán,

y es dulce con quienes piden

y altivo con quienes dan.

Por el cielo, un avefría

se escapa del alcotán,

¡Mozas de Torrebeleña,

mozas de Fuencemillán!

El viajero siente curiosidad ante el viejo del burro. El viajero no está acostumbrado a los mendigos de ojos azules y vieja cabalgadura, a los errabundos mendigos que andan de un lado para otro, sin cansarse jamás, y que hoy comen sardinas ahumadas en Brihuega; ayer, a lo mejor, ayunaron en un robledal o se almorzaron con cecina o sopas de ajo en Villaviciosa o en Valdesaz, y que mañana, como los pájaros del cielo, confían en que Dios proveerá.

—¿Va usted de camino?

—Sí, señor.

—¿Muy lejos?

—¡Psche! Según como lo quiera mirar; no llevo prisa.

El viejo se pone una mano en la frente para hablar con el viajero.

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