Read Vigilar y Castigar Online
Authors: Michael Foucault
El suplicio penal no cubre cualquier castigo corporal: es una producción diferenciada de sufrimientos, un ritual organizado para la marcación de las víctimas y la manifestación del poder que castiga, y no la exasperación de una justicia que, olvidándose de sus principios, pierde toda moderación. En los "excesos" de los suplicios, se manifiesta toda una economía del poder.
El cuerpo supliciado se inscribe en primer lugar en el ceremonial judicial que debe exhibir, a la luz del día, la verdad del crimen.
En Francia, como en la mayoría de los países europeos —con la notable excepción de Inglaterra—, todo el procedimiento criminal, hasta la sentencia, se mantenía secreto: es decir opaco no sólo para el público sino para el propio acusado. Se desarrollaba sin él, o al menos sin que él pudiese conocer la acusación, los cargos, las declaraciones, las pruebas. En el orden de la justicia penal, el saber era privilegio absoluto de la instrucción del proceso. "Lo más diligentemente y lo más secretamente que pueda hacerse", decía, a propósito de la misma, el edicto de 1498. Según la Ordenanza de 1670, que resumía, y en ciertos puntos reforzaba, la severidad de la época precedente, era imposible al acusado tener acceso a los autos, imposible conocer la identidad de los denunciantes, imposible saber el sentido de las declaraciones antes de recusar a los testigos, imposible hacer valer, hasta en los últimos momentos del proceso, los hechos justificativos; imposible tener un abogado, ya fuese para comprobar la regularidad del procedimiento, ya para participar, en cuanto al fondo, en la defensa. Por su parte, el magistrado tenía el derecho de recibir denuncias anónimas, de ocultar al acusado la índole de la causa, de interrogarlo de manera capciosa, de emplear insinuaciones.
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Constituía, por sí solo y en todo poder, una verdad por la cual cercaba al acusado, y esta verdad la recibían los jueces hecha, en forma de autos y de informes escritos; para ellos, únicamente estos elementos eran probatorios; no veían al acusado más que una vez para interrogarlo antes de dictar su sentencia. La forma secreta y escrita del procedimiento responde al principio de que en materia penal el establecimiento de la verdad era para el soberano y sus jueces un derecho absoluto y un poder exclusivo. Ayrault suponía que este procedimiento (establecido ya en cuanto a lo esencial en el siglo XVI) tenía por origen el "temor a los tumultos, a las griterías y clamoreos a que se entrega ordinariamente el pueblo, el temor de que hubiera desorden, violencia, impetuosidad contra las partes e incluso contra los jueces". Diríase que el rey había querido con eso demostrar que el "soberano poder" al que corresponde el derecho de castigar no puede en caso alguno pertenecer a "la multitud".
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Ante la justicia del soberano, todas las voces deben callar.
Pero el secreto no impedía que, para establecer la verdad, debiera obedecerse a determinadas reglas. El secreto implicaba incluso que se definiera un modelo riguroso de demostración penal. Toda una tradición, que remontaba a los años centrales de la Edad Media, pero que los grandes juristas del Renacimiento habían desarrollado ampliamente, prescribía lo que debían ser la índole y la eficacia de las pruebas. Todavía en el siglo XVIII se encontraban regularmente distinciones como éstas: pruebas ciertas, directas o legítimas (los testimonios, por ejemplo) y las pruebas indirectas, conjeturales, artificiales (por argumento); o las pruebas manifiestas, las pruebas considerables, las pruebas imperfectas o leves;
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o también: las pruebas "urgentes o necesarias" que no permiten dudar de la verdad del hecho (son unas pruebas "plenas": así dos testigos irreprochables afirman haber visto al acusado, con una espada desnuda y ensangrentada en la mano, salir del lugar en el que, algún tiempo después, se encontrara el cuerpo del difunto atravesado por una estocada); los indicios próximos o pruebas semiplenas, que se pueden considerar como verdaderas en tanto que el acusado no las destruya por una prueba contraria (prueba "semiplena", como un solo testigo ocular o unas amenazas de muerte que preceden a un asesinato); en fin, los indicios lejanos o "adminículos",
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que no consisten sino en la opinión de esos hombres (el rumor público, la huida del sospechoso, su turbación cuando se le interroga, etc.).
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Ahora bien, esas distinciones no son simplemente sutilezas teóricas. Tienen una función operatoria. En primer lugar, porque cada uno de esos indicios, tomado en sí mismo y si permanece aislado, puede tener un tipo definido de efecto judicial: las pruebas plenas pueden traer aparejado cualquier tipo de condena; las semiplenas pueden acarrear penas aflictivas, pero jamás la muerte; los indicios imperfectos y leves bastan para hacer "decretar" al sospechoso, a adoptar contra él una medida de más amplia información o a imponerle una multa. Además, porque se combinan entre ellas de acuerdo con unas reglas precisas de cálculo. Dos pruebas semiplenas pueden hacer una prueba completa; unos adminículos, con tal de que sean varios y que concuerden, pueden combinarse para formar una semiprueba; pero jamás por sí solos, por numerosos que sean, pueden equivaler a una prueba completa. Se cuenta, pues, con una aritmética penal que es escrupulosa sobre no pocos puntos, pero que deja todavía un margen a muchas discusiones: ¿es posible atender, para dictar una sentencia capital, a una sola prueba plena, o bien es preciso que vaya acompañada de otros indicios más leves? ¿Dos indicios próximos son equivalentes siempre a una prueba plena? ¿No habría que admitir tres, o combinarlos con los indicios lejanos? Existen elementos que no pueden ser indicios sino para determinados delitos, en determinadas circunstancias y en relación con determinadas personas (así un testimonio se anula si procede de un vagabundo; se refuerza, por el contrario, si se trata de "una persona de consideración" o de un amo en el caso de un delito domestico). Aritmética modulada por una casuística, que tiene por función definir cómo una prueba judicial puede ser construida. De un lado, este sistema de las "pruebas legales", hace que la verdad en la esfera penal sea el resultado de un arte complejo; obedece a unas reglas que únicamente pueden conocer los especialistas, y refuerza por consiguiente el principio del secreto. "No basta con que el juez tenga la convicción que puede tener todo hombre razonable... Nada más falible que esta manera de juzgar que, en realidad, no es sino una opinión más o menos fundada." Pero por otra parte, es para el magistrado una coacción severa; a falta de esta regularidad, "toda sentencia condenatoria sería temeraria, y puede decirse en cierto modo que es injusta aun en el caso de que, en realidad, el acusado fuese culpable".
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Llegará un día en que la singularidad de esta verdad judicial parecerá escandalosa como si la justicia no tuviera que obedecer a las reglas de la verdad común: "¿Qué se diría de una semiprueba en las ciencias susceptibles de demostración? ¿Qué sería una semiprueba geométrica o algebraica?"
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Pero no hay que olvidar que estas coacciones formales de la prueba jurídica eran un modo de regulación interna del poder absoluto y exclusivo de saber.
Escrita, secreta, sometida, para construir sus pruebas, a reglas rigurosas, la instrucción penal es una máquina que puede producir la verdad en ausencia del acusado. Y por ello mismo, aunque en derecho estricto no tenía necesidad, este procedimiento va a tender necesariamente a la confesión. Por dos razones: en primer lugar porque constituye una prueba tan decisiva que no hay necesidad apenas de añadir otras, ni de entrar en la difícil y dudosa combinatoria de los indicios; la confesión, con tal de que sea hecha con arreglo a los usos, dispensa casi al acusador del cuidado de suministrar otras pruebas (en todo caso, las más difíciles). Además, la única manera de que este procedimiento pierda todo lo que lleva en sí de autoridad unívoca, y se convierta en una victoria efectivamente obtenida sobre el acusado y reconocida por él, el solo modo de que la verdad asuma todo su poder, es que el delincuente tome a su cuenta su propio crimen, y firme por sí mismo lo que ha sido sabia y oscuramente construido por la instrucción. Como decía Ayrault, a quien no le gustaban en absoluto estos procedimientos secretos, "No está el todo en que los malos sean castigados justamente. Es preciso, a ser posible, que se juzguen y se condenen ellos mismos."
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En el interior del crimen reconstituido por escrito, el criminal que confiesa viene a desempeñar el papel de verdad viva. La confesión, acto del sujeto delincuente, responsable y parlante, es un documento complementario de una instrucción escrita y secreta. De ahí la importancia que todo este procedimiento de tipo inquisitivo concede a la confesión.
De ahí también las ambigüedades de su papel. De una parte, se trata de hacerlo entrar en el cálculo general de las pruebas; se hace valer que no es nada más que una de ellas: no es la
evidentia rei;
tan vana en esto como la más decisiva de las pruebas, tampoco la confesión puede conseguir por sí sola la condena, sino que debe ir acompañada de indicios anejos y de presunciones; porque ya se ha visto a acusados que se declaraban culpables de delitos que no habían cometido. El juez habrá, pues, de hacer investigaciones complementarias, si no tiene en su posesión otra cosa que la confesión regular del culpable. Pero, por otra parte, la confesión aventaja a cualquier otra prueba. Les es hasta cierto punto trascendente; elemento en el cálculo de la verdad, es también el acto por el cual el acusado acepta la acusación y reconoce su legitimidad; trasforma una instrucción hecha sin él, en una afirmación voluntaria. Por la confesión, el propio acusado toma sitio en el ritual de producción de la verdad penal. Como lo decía ya el derecho medieval, la confesión convierte la cosa en notoria y manifiesta. A esta primera ambigüedad se superpone otra: prueba particularmente decisiva, que no pide para obtener la condena sino algunos indicios suplementarios, reduciendo al mínimo el trabajo de informaciones y la mecánica demostradora, la confesión es, por lo tanto, buscada; se utilizarán todas las coacciones posibles para obtenerla. Pero si debe ser, en el procedimiento, la contrapartida viva y oral de la instrucción escrita, si debe ser su réplica y como la autentificación de parte del acusado, debe ir rodeada de garantías y de formalidades. Conserva en sí algo de la transacción; por eso se exige que sea "espontánea", que se haya formulado ante el tribunal competente, que se haga en toda conciencia, que no se refiera a cosas imposibles, etc.
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Por la confesión, el acusado se compromete respecto del procedimiento; firma la verdad de la información.
Esta doble ambigüedad de la confesión (elemento de prueba y contrapartida de la información; efecto de coacción y transacción semivoluntaria) explica los dos grandes medios que el derecho criminal clásico utiliza para obtenerla: el juramento que se le pide prestar al acusado antes de su interrogatorio (amenaza por consiguiente de ser perjuro ante la justicia de los hombres y ante la de Dios y, al mismo tiempo, acto ritual de compromiso); la tortura (violencia física para arrancar una verdad que, de todos modos, para constituir prueba, ha de ser repetida después ante los jueces. a título de confesión "espontánea"). A fines del siglo XVIII la tortura habría de ser denunciada como resto de las barbaries de otra edad: muestra de un salvajismo que se denuncia como "gótico". Cierto es que la práctica de la tortura tiene orígenes lejanos: la Inquisición indudablemente, e incluso sin duda más allá, los suplicios de esclavos. Pero no figura en el derecho clásico como un rastro o una mancha. Tiene su lugar estricto en un mecanismo penal complejo en el que el procedimiento de tipo inquisitorial va lastrado de elementos del sistema acusatorio; en el que la demostración escrita necesita de un correlato oral; en el que las técnicas de la prueba administrada por los magistrados van mezcladas con los procedimientos de las torturas por las cuales se desafiaba al acusado a mentir; en el que se le pide, de ser necesario por la más violenta de las coacciones, que desempeñe en el procedimiento el papel de colaborador voluntario; en el que se trataba, en suma, de hacer producir la verdad por un mecanismo de dos elementos, el de la investigación llevada secretamente por la autoridad judicial y el del acto realizado ritualmente por el acusado. El cuerpo del acusado —cuerpo parlante y, de ser necesario, sufriente— asegura el engranaje de esos dos mecanismos; por ello, mientras el sistema punitivo clásico no haya sido reconsiderado de arriba abajo , no habrá sino muy pocas críticas radicales de la tortura.
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Mucho más frecuentes son los simples consejos de prudencia: "El tormento es un medio peligroso para llegar al conocimiento de la verdad; por eso los jueces no deben recurrir a él sin reflexionar. Nada más equívoco. Hay culpables con la firmeza suficiente para ocultar un crimen verdadero... ; otros, inocentes, a quienes la intensidad de los tormentos hace confesar crímenes de los que no son culpables."
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Partiendo de esto, es posible reconocer el funcionamiento del tormento como suplicio de verdad. En primer lugar, el tormento no es una manera de arrancar la verdad a toda costa; no es la tortura desencadenada de los interrogatorios modernos; es cruel ciertamente, pero no salvaje. Se trata de una práctica reglamentada, que obedece a un procedimiento bien definido: momentos, duración, instrumentos utilizados, longitud de las cuerdas, peso de cada pesa, número de cuñas, intervenciones del magistrado que interroga, todo esto se halla, de acuerdo con las diferentes costumbres, puntualmente codificado.
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La tortura es un juego judicial estricto. Y a causa de ello, por encima de las técnicas de la Inquisición, enlaza con las viejas pruebas que tenían curso en los procedimientos acusatorios: ordalías, duelos judiciales, juicios de Dios. Entre el juez que ordena el tormento y el sospechoso a quien se tortura, existe también como una especie de justa; sométese al "paciente" —tal es el término por el cual se designa al supliciado— a una serie de pruebas, graduadas en severidad y de las cuales triunfa "resistiendo", o ante las cuales fracasa confesando.
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Pero el juez no impone la tortura sin aceptar, por su parte, riesgos (y no es únicamente el peligro de ver morir al sospechoso); arriesga en la partida una baza, a saber, los elementos de prueba que ha reunido ya; porque la regla impone que, si el acusado "resiste" y no confiesa, se vea el magistrado obligado a abandonar los cargos. El supliciado ha ganado. De donde la costumbre, que se había introducido para los casos más graves, de imponer la tortura "con reserva de pruebas": en este caso el juez podía continuar, después de las torturas, haciendo valer las presunciones que