Violetas para Olivia (29 page)

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Authors: Julia Montejo

Tags: #Narrativa dramática

—¿Y tú le quieres? —preguntó José Luis. Necesitaba saber y pensó que ahora era el momento. Madelaine le miró con sus ojos profundos y frunció el ceño. Entendió que de sus palabras podría derivarse compromiso hacia cualquiera de las partes y, de nuevo, sus miedos antiguos la hicieron callar. José Luis se dio cuenta de que quizá su pregunta había resultado demasiado directa, de que Madelaine no estaba preparada para responder, por la razón que fuera, y de que el amor no se puede forzar ni exigir. Así que continuó—: Necesitamos saber qué fue de tu madre o no podremos arreglar los papeles ante Hacienda. Tenéis una deuda de varios millones de euros. Podríais acabar en la cárcel. Bueno, tu tía a su edad, no, pero tú por supuesto. Además, la única puerta para conseguir dinero rápido acaba de cerrarse con el incendio.

—Claro, me caso con él y de paso averiguamos qué pasó con mi madre.

Se hizo un momento de tensión. José Luis se preguntaba para qué habría venido.

—Perdona, yo solo soy el fiscalista que ha contratado tu tía.

Madelaine quiso disculparse pero le podía el orgullo, la rabia.

Se fijó en el portátil de José Luis, encendido sobre la mesita de noche.

—He conseguido acceso a Internet —explicó José Luis intentando que un cambio de tema pudiera ayudar a empezar otra vez. Pero decidió callarse. Era una de las pocas cosas que había aprendido con los años: a callarse, aunque una frase pudiera parecer que quedaba a medias, o él quedar como un tonto difuso. Mejor eso que ser recordado por una superficialidad, o una estupidez fuera de lugar.

—No sé por qué he venido, perdona. Estos son mis problemas. Pero es que he sentido cosas muy extrañas últimamente. Algunas contigo y, no sé, pensé que..., da igual. Seguro que crees que estoy bastante loca.

José Luis la vio tan frágil, tan perdida, que quiso decirle que él estaba con ella en todo. De hecho, había pedido Internet para investigar esas sensaciones extrañas que él también había percibido desde que llegó. Había leído una entrevista interesantísima con un tal Brian Weiss en la que hablaba de la reencarnación. El afirmaba que en realidad somos seres espirituales viviendo una experiencia humana. No era como para hacer una religión de ello, pero José Luis sí que encontró las teorías de lo más seductoras. Había llegado a este Weiss a través de una noticia en la que contaban el caso de un chico croata que tras un golpe se había despertado hablando alemán perfectamente, lengua que anteriormente no conocía, y necesitando un traductor para hablar con su familia. José Luis se había prometido que, en sus próximas vacaciones, viajaría a Croacia, buscaría al chico y comprobaría con sus propios ojos lo cierto del asunto. En el artículo hablaban de si hay una herencia genética, o si quizá vivimos muchas vidas... Dudó. ¿Era el momento de una charla trascendente? ¿O debería intentar enfriar la relación? Seguir teniendo conversaciones sobre temas del alma no parecía el mejor sistema para alejarse de Madelaine.

—Creo que debería irme —dijo ella levantándose. Le miró expectante, deseando en su fuero interno que él hiciera algo. Pero José Luis era lento de reflejos. El miedo a perder le había hecho así y antes de que pudiera tomar una decisión Madelaine ya se había ido.

7
EL MIEDO

Los primeros rayos de la mañana no solo no barrieron con las sombras y angustia de una noche de pesadillas, sino que las materializaron. Madelaine había dejado la puerta entreabierta y, desde la ventana del cuarto que de niña había usado como habitación de juegos, se arrastró la luz, dueña del día que comenzaba, ordenándole con firmeza que se levantara.

Fue fácil. Madelaine no tenía ninguna gana de seguir en la cama. Ella no era de las de posponer para el día siguiente. Si había algo que debía hacer, cualquier cosa que se cruzaba en su camino y que era su deber llevar a cabo, Madelaine actuaba como un disco duro, programado para ejecutar la acción, al margen de sus deseos o necesidades, de la manera más expeditiva. A ella siempre le había parecido un rasgo muy conveniente de su carácter. Por eso siempre fue tan buena estudiante, sin costarle esfuerzo. Desde niña, cuando en una clase asignaban tareas de matemáticas o una redacción, o el análisis sintáctico de alguna oración para el día siguiente, ella se afanaba por empezar a escribirla en aquel mismo momento si era posible, a escondidas, o en los cinco minutos entre clase y clase. Por eso, muchos días podía salir del colegio con las manos en los bolsillos y entrar al día siguiente, sorprendiendo a todas las profesoras, sin libros ni cuadernos. Y no era porque le importara la nota ni porque fuera unaempollona. Era simplemente porque le gustaba jugar con ventaja. La ventaja la hacía sentir segura, con el control. Y ese jugar con ventaja lo aplicaba a todo. Cuando aprendió a hacer punto, era capaz de estar todo un día tejiendo una bufanda hasta acabarla, aprovechar cada minuto del día, o, si leía, no paraba hasta terminar el libro... Jugar con ventaja... En todo menos con los hombres. Ellos habían quedado al margen. Había elegido siempre fatal, a los peores, aunque quizá no en apariencia. O, ahora que lo pensaba bien, podría ser que esa hubiera sido la vertiente sentimental lógica de su carácter: esos hombres nunca le hacían daño, pues nunca le importaban realmente. El único que le rompió el corazón fue Álvaro. Y aprendió. Vaya si aprendió. Y, de nuevo, Álvaro había agredido su controlada ventaja. De nuevo había perdido el control. ¿Sería verdad que alguien había matado a su madre? ¿Y dónde estaba su cuerpo?

Al margen de la necesidad sentimental de averiguar la verdad, Madelaine necesitaba poder demostrar que su madre estaba muerta y que, por lo tanto, ella era la heredera universal. El alcornocal las había dejado en una situación límite. Si no podía hacer uso de las letras del tesoro que, en realidad, habían pertenecido a su padre, lo perderían todo. El pensamiento le dio vértigo. Pero ¿y si eso fuera lo que debía hacer? Dejar que los nuevos tiempos hicieran desaparecer a los Martínez Durango para siempre... Suspiró profundamente. No podía hacer eso. Su conciencia jamás la dejaría tranquila. Entonces, ¿qué? ¿Tan atrapada se encontraba entre las redes de una familia que no podía simplemente cortar amarras y vivir?

Fue incapaz de desayunar. Su tía no estaba. Había dejado una nota diciendo que salía a hacer recados y que volvería por la noche. Se alegró. Necesitaba un poco de tiempo a solas para poner orden en sus pensamientos. ¿Vendría Álvaro? ¿O esperaría quizá a que ella le llamase? Mientras intentaba decidir qué hacer, sonó el timbre.

José Luis no parecía haber descansado mucho aquella noche. Tenía profundas ojeras en su ya de por sí ojeroso rostro y las gafas le daban hoy un aspecto cansado, como de hombre derrotado. Sin embargo, cuando Madelaine abrió la puerta, él entró con paso dinámico.

—He hablado con un amigo mío. Vamos a pedir al juez que puedas actuar sobre los bienes de tu madre basándonos en una muerte presunta por desaparición. Tengo mucho que hacer. Esos papeles llevan su tiempo y justo es lo que no tenemos.

Y entró directo hacia el despacho.

—¿Quieres un café? —le preguntó Madelaine, estupefacta con su diligencia.

—Sí, te lo agradecería.

—¿Y eso se puede hacer así? ¿El juez lo aceptará?

José Luis se detuvo y se volvió hacia ella con seguridad.

—Han pasado suficientes años. No creo que haya problemas. A menos que aparezca algún testigo que demostrase que sigue viva, claro.

—Pero eso no me basta. Yo quiero saber qué le pasó —dijo Madelaine. Y su voz tembló.

—Veo que has picado el anzuelo —observó José Luis molesto.

—No puede ser ningún anzuelo —replicó Madelaine—. Nadie se atrevería a jugar con algo así. Ni siquiera Álvaro. ¿Por qué lo haría? ¿Solo por casarse conmigo? Me temo que, por muy rica que sea, él no me necesita. Y las teorías nazis de mi tía en cuanto a la estirpe le deben de dar risa.

—Álvaro... es un sinvergüenza. He estado hablando con algunos de sus trabajadores. Hace meses que no les paga. Está en graves apuros financieros. Por lo visto tres de sus fincas se han incendiado este año. Según los informes periciales, podría tratarse de incendios provocados pero él sigue insistiendo con los seguros. Y ahora él se acerca a ti, y, casualmente, tú también sufres un incendio. Tu pretendiente tiene algún enemigo peligroso y no parece muy inteligente asociarse a él. No creo que sea solo mala suerte lo del alcornocal de anoche. Piensa lo que quieras.

Madelaine se quedó de una pieza ante la cantidad de información. ¿Álvaro había sufrido incendios y no se lo había dicho? ¿Por qué? José Luis se dio media vuelta.

—Estás celoso.

El comentario consiguió irritarlo más si cabe.

—Deberías preocuparte de averiguar por qué un tipo está utilizando la muerte de tu madre para casarse contigo y solucionar sus problemas, y en vez de eso, tengo la sensación de que le defiendes.

—No lo hago. Solo intento ser práctica.

Se miraron a los ojos con dureza. ¿Por qué estaban tan enfadados? Finalmente fue el fiscalista el que dio media vuelta y desapareció por el pasillo. Era eso, o lanzarse a besar a Madelaine instigado por ese león que le recorría arriba y abajo y amenazaba con volverle loco. Madelaine subió hacia la cocina para preparar el café.

Al abrir el paquete de café, el conocido aroma haló consigo el rumor de la falda de su abuela. Olivia. Sintió un aliento en el cogote y se dio la vuelta asustada. No había nadie tras ella. Pero su corazón latió con fuerza. Allí había alguien. Estaba segura. Se puso a servir las cucharaditas de café en el filtro de la cafetera. Una, dos. Con los movimientos justos. Precisos. Concentrándose en que ni una gota de aquel polvo molido cayera sobre el mármol de la encimera. Y entonces, por el rabillo del ojo, vio una silueta femenina y rubia. Los pálpitos de su corazón se volvieron ensordecedores, cabalgando uno sobre otro, el otro sobre uno.

Un susurro tan leve como el viento que se acababa de levantar en la terraza de la cocina trajo un «no». Un «no» largo, suave, ronco... ¿O habría sido producto del roce del viento sobre los muros de la casa?

El sonido del móvil la sobresaltó. Era un número desconocido.

—¿Sí? —contestó Madelaine.

—Soy yo —anunció una voz autoritaria y seductora.

A Madelaine no le costó identificar la voz de Álvaro.

—Álvaro... —comenzó Madelaine sin mucha seguridad.

—¿Estás en casa? —preguntó sin dejarla continuar.

—Sí...

—Ábreme. Estoy abajo. El timbre de la puerta se ha estropeado.

Álvaro colgó. Madelaine se quedó muy extrañada. Acababa de abrir a José Luis y el timbre había funcionado perfectamente. Se le cruzó la idea de que quizá era la casa la que no quería que su pretendiente entrase. Ese pensamiento le hizo recapacitar sobre los muros que la albergaban con cariño, por protegerla, por defenderla de agresiones que no merecía, que eran producto del pecado de otros. El concepto de pecado le sonó a término de su tía. Madelaine cogió el café y se apresuró. Álvaro podía esperar. De camino llevaría el café a José Luis.

Con la excusa de no derramar la taza, Madelaine bajó las escaleras despacio. Todavía no había decidido cómo enfrentarse a Álvaro. Podía ser que tuviera problemas económicos, pero también ella. Si pensaba que la solución era un matrimonio, estaba muy equivocado. Le extrañaba que no lo supiera ya, que no lo imaginara. La tía Clara debía de tener algo que ver en ello. Seguro que había exagerado su situación para conseguir que se interesara por ella. Lo único que tenía claro es que no se casaría con él. «Olivia, si de verdad eres mi ángel de la guarda, este es el momento de ayudarme», rogó para sí a modo de plegaria al pasar por delante de un rosario con cuentas de nácar que, dentro de una vitrina, decoraba la escalera.

1939, San Gabriel

El otoño ha entrado con fuerza. En la sierra se nota antes. Los días son claros pero la temperatura por la noche ronda los cero grados a principios de octubre. Olivia piensa en la taza de café y en las rosquillas que la aguardan en casa. ¿De verdad es tan necesario el ayuno antes de comulgar? ¿Será un invento de los curas para torturarles? Una muchedumbre alicaída debe de ser más fácil de manejar. Una mente hambrienta se traga lo que le echen, sin cuestionar, sin necesidad de masticar siquiera. Un estómago vacío te hace automáticamente agradecido, sumiso, humilde. Olivia siempre ha sentido que en su interior arde el fuego del pecado, y ello a pesar de esforzarse de corazón en acatar las normas, en no destacar por nada. Se ha agarrado a la perfección en las rutinas que aborrece para no escuchar, para desaparecer como individuo que es menos que un hombre, que es una mujer. Esta ausencia del yo es requisito necesario e indispensable en la hija de un noble y poderoso terrateniente con intereses políticos. Por eso es cierto que ella no se cuestiona nada, sigue como un cordero las directrices que le marcan porque su inteligencia práctica la ha convencido de que cualquier cosa es mejor que el golpe de la vara. Lo ha conseguido con bastante éxito hasta que hace unos meses apareció Manuel. Desde entonces ha vivido una esquizofrenia perfecta. Transformada en una especie de doctor Jekyll y míster Hyde, ha podido llevar dos vidas paralelas sin que nadie se haya dado cuenta. Hoy, por culpa del hambre que ruge en su estómago, se pregunta por primera vez: ¿tendrá que ser así? Mira sus guantes blancos e inmaculados, sus zapatos de charol negro, medias oscuras, falda marrón de lana y abrigo en un tono más oscuro. Mira a su institutriz, como siempre con su moño perfecto, su ropa impecable. Se fija en la mirada de los curiosos sobre ella. Siente los ojos pegados a su cuerpo desde que nació. Desde que se dio cuenta de que el interés permanente no es lo normal, lo ha vivido como una maldición. Así lo ha sido hasta que Manuel se cruzó en su camino. Dicen que nunca ha habido en el pueblo, ni tampoco en su familia, una mujer tan hermosa como ella, tan rubia, tan etérea. Todos esperan que termine casada con un rey, pues consideran que es exactamente una princesa. La princesa del cuento. Pero Olivia nunca ha leído que las princesas sufran maltratos ni que tengan amantes. El estómago vuelve a rugir. Siente que va a desmayarse y se siente furiosa, sin saber muy bien por qué. Solo es un día más. El bicho de la rebeldía crece en su interior y en apenas unos segundos se transforma en anaconda voraz. Últimamente tiene mucho apetito. De hecho, hay días que no puede pensar en otra cosa. Todavía lleva el rosario en la mano. Lo introduce en la bolsita. Es un rosario santificado por el Papa que le trajo su padre del Vaticano cuando el Sumo Pontífice le recibió en audiencia privada.

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