Violetas para Olivia (33 page)

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Authors: Julia Montejo

Tags: #Narrativa dramática

Inmaculada se ha dado cuenta de que Olivia ha cambiado mucho desde que ella llegó a la casa. Siempre pensó que era frívola y promiscua, rebosante de sí misma, práctica y vividora. Ahora empieza a vislumbrar que ese no es más que el vestido que Olivia cree más favorecedor. En realidad es un vestido que ni siquiera ella eligió, sino su difunto marido, aunque esta parte de la historia Inmaculada no la conoce. Bajo el traje de lentejuelas, hay una mujer sensible, muy dolida, que ha entendido perfectamente lo que le está pasando con su hijo. Rodrigo es su hijo y su castigo, y una madre nunca se resigna. Clara y Rosario no despiertan en ella los mismos sentimientos. Clara es muy dura, no tiene nada que ver con su madre. Y Rosario no le preocupa. Siente que es mucho más segura y poderosa de lo que parece, aunque lamenta que también tenga que pagar el precio por haber nacido en esa familia.

Ayer, a la hora de la cena, Rodrigo no se presentó. Lleva tres noches fuera. Nadie sabe dónde está. Inmaculada se siente aliviada. Más lo estaría si supiera cuándo va a aparecer porque la sensación de que podría hacerlo en cualquier momento la desasosiega. Olivia, por el contrario, está deseando que Rodrigo regrese. Hasta que el reloj del comedor no marcó las nueve campanadas, no permitió que se sirviera la cena, confiando en que esa noche sí aparecería.

Inmaculada coloca el libro de Rilke en la librería. Madelaine debe de haber despertado ya de la siesta. ¿Y si vistiera a su hija sin pensarlo más y huyera? Una maleta rápida con lo imprescindible bastaría. ¿Qué pasaría? La atraparían, sin duda. No tenía nada a su nombre. Por no poseer, ya no tenía siquiera cartera, pues nunca compraba nada y, cuando iba de tiendas a Sevilla, su cuñada pagaba todas las facturas. Cuando se casaron, su marido se había empeñado en que cerrara su cuenta en el banco, que había abierto bajo la tutoría de un primo lejano, y le entregase sus escasos ahorros. Él iba a proveer. Ahora, aquel dinero hubiera significado una pequeña bocanada de libertad. No le hubiera durado ni un mes, pero hubiera sido suficiente para salir del pueblo.

Inmaculada teme por la niña. No quiere contagiarle su infelicidad pero, al mismo tiempo, no ve posibilidad de que salga indemne viviendo en aquel ambiente. Echa tanto de menos a Rosario que le duele el alma solo de pensarlo. Envidia a las personas felices, aquellas que saben y pueden disfrutar el presente. Inmaculada no es así. Le gustaría, pero no puede pararse a disfrutar el presente, por mucho que parezca que tiene todo para ser feliz. Podría, si estuviera con Rosario y Madelaine. Solas y lejos de allí. ¿Por qué no puede ser? Pasado, presente, futuro. Ella ¿dónde vive? Arrepentida del pasado, aterrorizada con el presente, deseosa de un futuro distinto y mejor en el que pueda ser libre para construir su vida. Se levanta de la cama todos los días deseando que las horas pasen, y los días, y las semanas. Que pasen rápido para que por fin pueda empezar otra cosa. Se estremece al pensar que así se le podría ir la vida: deseando que pase. Inmaculada piensa entonces en su cuñada Clara, una mujer que vive en el pasado. No es una gran conversadora, pero por lo que ha podido deducir Inmaculada, de retazos aquí y allá, vive con la mácula de un amor imposible, y culpa de ello a su madre, aunque Inmaculada siente que esa historia es mucho más complicada de lo que pueda aparentar. Olivia no es del tipo de persona que frustra las expectativas de nadie. Quizá porque las suyas propias se han visto truncadas tantas veces, piensa Inmaculada, de nuevo suponiendo, pues apenas sabe de la familia en la que ha entrado. La amargura ha contraído el rictus de Clara y parece una cincuentona cuando todavía no ha cumplido cuarenta. Los amargados siempre viven en el pasado. Los ambiciosos, como ella, y como siente que es Olivia, viven en el futuro, deseando algo mejor. Inmaculada anhela el día en el que ella pueda parar los instantes y paladearlos. Desgraciadamente, ahora solo se le ocurre una forma de que eso pudiera ocurrir. E implica varios muertos. Imagina una película de gánsteres americana y, por una vez, una sonrisa asoma por la comisura de sus labios.

—¿De qué te ríes? —pregunta Rodrigo.

—¡Estás aquí! —exclama Inmaculada descubierta. La sangre le bombea en el pecho con fuerza.

—Sí. ¿Contenta? ¿Entusiasmada? No, no me respondas —dice Rodrigo de mal humor mientras se dirige al mueble bar. Tiene aspecto descuidado y barba de varios días.

—¿Dónde has estado? —pregunta Inmaculada.

—Mi padre te hubiera respondido que un hombre no tiene por qué dar explicaciones.

—Pero tú no eres tu padre —afirma Inmaculada con cierta inseguridad.

—Pero soy tu marido, ¿verdad? —apuntilla él con frialdad.

Inmaculada decide que lo mejor es retirarse, cuanto antes.

—No te vayas —le dice Rodrigo. Siente que si se queda solo aparecerá un fantasma y le asestará el golpe definitivo.

—Tu madre estaba preocupada —le dice Inmaculada, sentándose en un sillón al lado de la puerta—. ¿Sabe que has llegado?

—Mi madre es una zorra.

Inmaculada se levanta de golpe para irse. No quiere seguir empapándose del rencor y la frustración de su marido.

—¡Siéntate! —ordena Rodrigo furioso. Al instante reconduce su ira y se sirve generosamente un whisky. Inmaculada se calla, aunque sabe que el silencio enerva a Rodrigo aún más que su presencia. El silencio se empieza a ahogar de tiempo y el tiempo se escurre por las esquinas, se filtra por las grietas de los muros y penetra hasta el tuétano del palacio. Rodrigo se sienta en el sofá con el whisky y hace girar los hielos, como si Inmaculada no estuviera presente. Su figura esbelta de caballero ha quedado reducida a escombros tras las innumerables incursiones en el corazón de las tinieblas. El alcohol, las drogas, las horas de insomnio intentando aparentar ser alguien, han pasado una inimaginable factura, dura e intransigente en su forma de pago. Al contado se pagan los excesos, piensa Inmaculada. Lo peor es que Rodrigo es incapaz de moderarse, y termina gastando lo que tiene y lo que no tiene. Y los intereses nos persiguen a los que le rodeamos... Inmaculada siente cómo se le endurece el corazón. Quisiera no temerle, pero le teme. Sabe que, si quiere algo, nada le detiene.

—¿Qué quieres hacer con nuestra vida, Inma? —pregunta Rodrigo. Su voz dura y fría rasga el silencio como un cuchillo.

—No sé —comienza Inma con cautela, dudando si no será esa la oportunidad que aguarda—. Quizá pudiera irme un tiempo.

—¿Irte adonde?

—No lo he pensado.

Rodrigo suelta una carcajada de golfo de la noche que resuena siniestra en la quietud del salón.

—Seguro que lo has pensado —dice, y suspira con un cansancio que le nace de lo más hondo—. Puedes irte cuando quieras.

El rostro de Inmaculada se ilumina ante la posibilidad; pero, por supuesto, su marido no ha terminado.

—Puedes irte tal y como estás. Para que veas que soy generoso, incluso llevarte la ropa que llevas puesta. Las joyas de familia no, claro está. Esas serán para nuestra hija.

—No pienso marcharme sin mi hija.

—«Mi» hija no va a ningún sitio. Su lugar está con su familia. Y yo que tú me lo pensaría bien. Realmente no creo que tengas ni para un billete de autobús.

—No, por supuesto. Te has asegurado de que no disponga de dinero.

—Nunca te obligué a nada. Tú accediste a casarte conmigo muy contenta.

Inmaculada enrojece de rabia. Es un monstruo. Un monstruo poderoso. La rabia le hace sentirse dueña de una nueva fuerza. Es lo bueno de perderlo todo, piensa para sí, que ya no tienes miedo ni a la muerte. Rodrigo bebe un trago largo con placer. Le gusta sentirse con el control. Es la única satisfacción que le queda. Inmaculada se levanta para salir, pero cuando pone la mano en el pomo de la puerta Rodrigo lanza su amenaza:

—Y, por cierto, si tratas de llevarte a la niña, yo no seré el único que salga de caza. Mi hermana Clara puede ser mucho más peligrosa.

Inmaculada sale, dispuesta a lo que sea.

—Tú odiabas a mi madre —afirmó Madelaine como si hubiera tenido una revelación. La tía Clara frunció el ceño.

—¿A qué viene eso ahora?

—Dime, ¿la odiabas?

—Tu madre era una mujer muy egoísta. No debió casarse con mi hermano. No estaba enamorada de él. Nunca lo estuvo. Pero no la odiaba como tú crees. El odio, como el amor, se siente verdaderamente muy pocas veces en la vida. Yo amé una vez y odié otra, profunda y amargamente, pero no fue a tu madre.

—No te creo.

—Pues a estas alturas deberías creer en mi palabra.

Una corriente de aire cerró de golpe la puerta por la que había entrado Clara. La anciana le lanzó una mirada extraña.

—Sé que amaste a Manuel y supongo que por eso quieres que me case con su hijo —comenzó Madelaine. La tía tembló al escuchar su secreto resonar en la habitación pero se sobrepuso rápidamente.

—No, no es por eso. Es porque tenemos que estar más unidos..., pero no por el odio, ¿entiendes?

La tía Clara se agarraba con fuerza a esa idea de unión entre estirpes. Pero Madelaine tuvo una intuición.

—¿Y a quién odiaste?

—A mi madre. Porque me arrebató al hombre que yo amaba.

—¿Cómo arrebató? ¿Acaso se lo quedó ella? —preguntó Madelaine confundida.

—En realidad siempre fue suyo, hasta su muerte. Había una razón poderosa para que ella no pudiera vernos juntos —explicó con amargura—. Yo pensé que me odiaba. Pero en realidad me protegía.

—¿Porque Manuel era una persona despreciable? —continuó Madelaine intentando hilar los amores y desamores en algo que tuviera sentido.

La anciana se sentó en un sillón y suspiró derrotada.

—No. No era despreciable. Tenía sus cosas, no muy buenas, pero no fue esa la razón... Manuel era mi padre.

Madelaine la miró aturdida. La tía Clara parecía tan frágil, tan vieja, tan cansada. Podría estar delirando, pero no, sentía que lo que decía era cierto.

—Pero, entonces, Álvaro es mi...

—Tu nada —la cortó la tía Clara—. Es mi hermano de padre. Pero tuyo no es nada.

Madelaine fue directa al mueble bar y se sirvió un whisky. Le pareció lo más fuerte que alojaba el receptáculo sagrado de su padre. Hasta hacía un par de semanas ella era una huérfana criada con dos tías de vida tranquila, austera e intachable. Pero de repente una de sus tías, lesbiana, había tenido una relación con su madre. La otra, la anciana a las puertas de la muerte que estaba frente a ella, quizá la había asesinado. Aparecían fantasmas de vidas truculentas, gente emparedada, asesinos, amores prohibidos, incesto. Con razón la casa se le caía encima cuando era adolescente y, ahora, las vibraciones la tenían tan confundida con sentimientos ajenos, deseos no consumados, infelicidades y oscuridades. La tía Clara entendió que era el momento de explicarse o perdería a Madelaine para siempre.

—Cuando Manuel y yo estuvimos juntos ninguno de los dos conocía la verdad. Mi madre debió de querer morirse cuando se enteró. Pero no fue capaz de decirnos a ninguno la verdad. Consiguió que rompiéramos de la única manera que podía. Creo que se sentía tan mal que deseaba que yo la odiara. Y lo consiguió, vaya si lo consiguió.

—¿Y Manuel?

—Él nunca supo nada. ¿Para qué? Además, luego entendí que estuvo conmigo porque, consciente o inconscientemente, ansiaba estar con Olivia.

En verdad, Manuel había sido un espejismo para las dos mujeres. La pasión que sintieron él y Olivia nunca pudo evolucionar hasta la extinción, consumirse como tantas otras, y eso les marcó a ambos. La cicatriz de la ruptura forzosa nunca pudo curarse. Con los años, la sutura, en lugar de convertirse en otra arruga, se enquistó hasta convertirse en un apéndice feo, grueso y molesto. Manuel intentó hacer daño a Olivia acostándose con su hija, sin imaginar que Clara era también hija suya. Olivia había hecho un pacto con Néstor y era una mujer de palabra. No podía revelar su secreto.

—¿Y tú cómo te enteraste de que eras en realidad su hija?

La tía Clara palideció.

—Eso no te lo puedo decir. Yo... tenía veintiséis años y me resultaba imposible perdonar. He hecho cosas terribles en mi vida, Madelaine. —Su voz tembló, se volvió tenebrosa en el silencio de la sala. Había oscurecido y su silueta era ahora la de un espectro enjuto y perturbador. La tía Clara se levantó y se acercó a Madelaine. La agarró con fuerza del brazo. Madelaine sintió sus manos como las garras de un buitre y se imaginó convertida en su presa—. ¿Vas a casarte con Álvaro?

—Yo... no sé, tía. Quiero elegir por mí misma.

Los ojos de la tía Clara brillaron en la penumbra. Madelaine aferró el libro de Rilke, su tabla de salvación para no ser succionada hacia el abismo. El olor a muerte, dulce y fermentado, envolvía a la anciana.

—Pues entonces tu vida no tendrá sentido —sentenció la tía Clara, y Madelaine sintió una amenaza velada en su afirmación.

—Álvaro no es Manuel, y yo ni soy Olivia ni tú —se defendió Madelaine.

—Claro que lo eres, pero ¿es que no te has dado cuenta ya? ¿Acaso no has sentido como nosotras? ¿No has experimentado en tu piel, en tus entrañas, nuestras pasiones? En realidad eres afortunada, y no te das cuenta.

Madelaine palideció. ¿Le estaba hablando de esas sensaciones mezcladas con extrañas visiones que había estado percibiendo desde que llegó? No podía ser. La tía continuó.

—Estoy segura de que has sentido la presencia de Olivia y no solo una vez. Ella no va a descansar hasta que pueda reunirse con él.

Aquello era de locos. ¿Qué sugería la tía Clara, que el fantasma de su abuela la perseguía?

—Nunca imaginé que alguien como tú creyera en fantasmas —replicó Madelaine.

—Y no creo en fantasmas. Esa sería una explicación demasiado banal para entender por qué en ocasiones tú no te sientes tú.

—No sé de qué me hablas. Yo soy yo —dijo Madelaine, aunque su voz tembló.

La tía Clara le lanzó una mirada paternalista que la dejó descolocada.

—Ese es el problema de la gente joven. No entender que no son tan importantes. Nadie es tan importante. Tú eres yo, y Olivia, y lo que te precedió. Te guste o no.

—Yo soy yo —insistió Madelaine, pero algo en la seguridad de la tía Clara empezaba a hacerla dudar.

—Y yo quisiera haber heredado el pelo rubio de mi madre, y sus ojos azules y su esbelta figura. Pero no pudo ser. Hay cosas que no se pueden elegir. Creí que ya tenías una edad en la que te habrías dado cuenta de eso. Estar solo ahí fuera no sirve de nada. No me dirás que no te has sentido yerma, un bicho raro incluso, que los amigos no te han defraudado, que lo que soñabas que te iba a dar la vida era solo eso, un sueño que jamás se cumplirá. Tienes treinta y seis años. Tu vida ya ha empezado y qué es. ¿Qué has construido? Nada. Nada porque para ti es imposible. Es tu destino. Acéptalo de una vez y crece. Pertenecer a esta familia, ser la heredera de una estirpe de mujeres que ha producido ejemplares tan extraordinarios como tu abuela, o tu bisabuela, es un honor.

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