—No lo sé —respondió Álvaro.
—Pero habías estado aquí antes, alguien te lo había contado, tu padre tal vez —insistió Madelaine.
—No —aseguró él descalzándola con cuidado y dejando caer las sandalias. Entonces subió hasta su cuello y la besó. Madelaine se estremeció de placer y ya nada pudo parar sus manos, su piel. Fueron uno detrás del otro con el hambre del moribundo que, tras el ayuno obligado, es incapaz de mantener cualquier rasgo de humanidad bajo el mandato superior de supervivencia. Sangre fresca, carne caliente: ambos convertidos en vampiros jóvenes dominados por el más poderoso instinto de lujuria heredada.
Poco después miraban los dos el techo artesonado de la habitación, atónitos con lo que acababa de ocurrir. Madelaine se dio cuenta de que seguía con el vestido puesto y se incorporó para sacárselo por la cabeza y lanzarlo al suelo. Álvaro sonrió.
—Un poco tarde, ¿no?
Madelaine se dejó caer desnuda sobre la cama, junto a él pero sin rozarle. Liberada. Sintió entonces su piel de la cadera bajo sus propios dedos.
—¿Quién soy yo? —preguntó Madelaine como si Álvaro no estuviera presente. Se trataba de una pregunta retórica, que funcionó, sin que ella lo buscara como anzuelo.
—Tú, tú solo puedes ser tú, solo hay una —respondió Álvaro, convencido del piropo.
—¿De verdad?
—Claro —dijo Álvaro sin entender a qué se refería.
—¿Y por qué me siento otra? ¿No te sientes tú otro? —insistió Madelaine deplorando verse reducida a barco a la deriva.
—Bueno, digamos que me he sorprendido a mí mismo.
—¿Y por qué?
—No suelo dejarme llevar así como así. De hecho creo que, sobre todo con los años, me he vuelto un tipo bastante frío.
—Entonces, ¿por qué estás tan seguro de que el que me ha hecho el amor has sido tú?
Álvaro la miró atónito.
—No te entiendo. ¿Quién está en la cama ahora mismo contigo? ¿O me he perdido algo?
—Voy a intentar explicártelo de otra forma. Dime cómo sería tu mujer ideal.
—Mi mujer ideal eres tú.
—Bien, pues descríbeme.
Álvaro refunfuñó.
—¿Qué es esto, una prueba? Se supone que después de un polvo como este uno se queda dormido o se fuma un cigarro. El análisis queda excluido.
—Por favor, hazme caso.
Álvaro suspiró profundamente. Iba a tener que hacer el esfuerzo.
—Guapa, inteligente...
—Intenta darme calificativos o nombres rápidos y que no suenen a estereotipos. Lo que venga a tu mente, aunque te parezca una tontería. Piensa en mí, en lo que sientes por mí, y déjate llevar.
Álvaro se dio cuenta de que tenía que hacerle caso. Madelaine no iba a darse por vencida.
—Segura, educada, rica, de ojos tristes...
—Más rápido —le pidió Madelaine haciéndole un gesto para animarle a seguir—. Puedes hacerlo mejor. Cierra los ojos y coge carrerilla. Vamos, sin pensar.
Y Álvaro así lo hizo.
—Orgullosa, angelical, inabarcable. —Álvaro cerró los ojos para continuar—. Misteriosa, apasionada, caprichosa, inolvidable, elegante, fría, virgen, rubia...
Había llegado al punto que Madelaine esperaba. Rubia. Un dato objetivo y refutable. Puede que no hubiera reglas físicas o químicas que pudieran explicar científicamente lo que allí había ocurrido. Pero estaba convencida de que algún día podría demostrarse que había una explicación lógica, que lo que imaginaba era cierto.
—¿Rubia? —le detuvo Madelaine.
—¿He dicho rubia? —preguntó Álvaro abriendo los ojos aturdido.
—Sí, y también virgen, lo cual siento decirte no soy, y me temo que no me caracteriza mi elegancia ni mi frivolidad. Tampoco, espero, mi frialdad. Creo que le acabas de hacer el amor a mi abuela.
Álvaro se incorporó de golpe.
—¿Te has vuelto loca?
—Ojalá, al menos eso lo explicaría todo. Dime, Álvaro, ¿tú qué esperas de una esposa?
—Que sea una esposa, mi complemento, la persona con la que compartir mi vida. Lo que querría cualquier hombre.
—Pues yo no puedo serlo porque yo no me voy a convertir en tu complemento, ni siquiera me interesa tu vida como para prescindir de la mía. Y tampoco estoy de acuerdo en que eso es lo que cualquier hombre quisiera. No voy a casarme contigo.
Álvaro se sentía perdido. Y su expresión frágil, asustada, hizo a Madelaine dudar por una fracción de segundo. Comprendió que no podía ayudarle.
—¿Después de lo que ha pasado?
—En realidad te estoy liberando.
Cuando Álvaro se fue, Madelaine recogió la habitación con cuidado. Hubiera deseado lamentar el estado de frustración en el que se había ido Álvaro, pero, si era sincera, no podía importarle profundamente. Ahora sí, estaba convencida de que la herencia de su abuela, la lujuria que había sentido por Manuel, había quedado escrita en su clave genética desde el mismo día en que nació. Había sido heredada, primero por Clara, y luego saltado a ella a través de su padre. Solo así podía explicarse la obsesión de Clara por Manuel, y el deseo incontrolable de ella misma por Álvaro. Pensó en lo que ocurre cuando nos enamoramos de alguien a primera vista y sentimos que es nuestra alma gemela, o percibimos esa sensación de lo ya vivido, o cuando conocemos a un perfecto desconocido y parece un amigo o un enemigo de toda la vida. ¿Y si no fuera de nuestra vida, sino de la de nuestros antepasados? ¿Cómo podemos ser cada vez más listos, por qué parecen los bebés saber cada vez más? ¿Por qué los hijos de las clases altas parecen siempre más rubios, más altos y con más facilidad para adquirir cultura? Sí, la herencia y las generaciones de buena alimentación influyen sin duda, pero también la educación, o los defectos estereotipados de clase como el orgullo, la tendencia a la falta de empatía con el que sufre, la ceguera ante la pobreza... Si se ha demostrado que en un par de generaciones un pájaro puede mutar el pico para adaptarse a un nuevo entorno, ¿por qué un humano no puede heredar una gran pasión? En realidad, las probabilidades de quedar marcados por un amor sin par en el transcurso de una vida son tantas como las de encontrar una aguja en un pajar. Además, el grado es de imposible medida. Esto podría llevarse a cabo por un forense del alma en una mesa de disección, si supiera dónde encontrarlo... Por otra parte, el ser humano es conformista por naturaleza y siempre tiende a pensar que lo suyo es lo mejor. Y a la vez a desear más, y más, y más... Pero ¡qué terrible cruz sería aceptar que tenemos un deber moral de mejorar para que nuestros hijos sean también mejores! Mejores en nuestro carácter, mejores en nuestros conocimientos, mejores y más exquisitos como seres superiores de lo conocido, pero sobre todo deberíamos ser mejores protectores de la felicidad... porque nuestros hijos serán receptáculos de nuestras mejoras como seres humanos individuales. Y vivimos a menudo en el sacrificio permanente, con las metas en la felicidad futura... para que nuestros hijos tengan más, y puedan ser más felices..., ¡qué ironía!
La pasión de Olivia había quedado registrada en la herencia genética de Clara y de Madelaine. En el caso de Clara, quizá por ser más directa y ante la posibilidad de ser poseída por el hombre que la había originado, se convirtió en una tragedia de dimensiones griegas. Madelaine sintió que ella había tenido más suerte. Además había podido darse cuenta a tiempo. Estaba deseando poder hablar con José Luis, contarle lo sucedido. ¿Dónde estaba? ¿Por qué había desaparecido de aquella forma? Debía de haber una explicación. Seguro. Su corazón se inclinaba hacia la confianza, aunque todo apuntara en contra. El la entendería... ¿a pesar de que se hubiera acostado con Álvaro? De repente la opción de contarle: «Me acosté con él porque no pude evitarlo, en realidad estaba bajo el influjo de las pasiones de mi abuela», no sonaba como una excusa muy convincente. Pero pensó que sí, que si alguien podía entender era él. Y ella ahora sabía lo que le pasaba. Ahora sí iba a ser ella y solo ella. Por fin liberada.
Madelaine entró en la habitación de la tía Clara y la encontró con los ojos muy abiertos, rodeada por las máquinas que la mantenían con vida. Yolanda, la enfermera, había aceptado irse a vivir con ellas una temporada y en aquel momento le cambiaba el gotero.
—Buenos días —dijo Yolanda con una amplia sonrisa—. Su tía ha pasado una buena noche. Y yo también. La habitación de al lado es muy cómoda y no se oye una mosca. Creo que es la casa más silenciosa en la que he estado en toda mi vida.
Madelaine asintió, preguntándose cuánto tiempo duraría aquella situación. Cuando su tía recuperó la conciencia en el hospital, su sobrina le preguntó si quería volver a casa y ella con dos parpadeos respondió que sí. El cerebro había quedado afectado tras la lesión cardiovascular y había perdido la movilidad de cuello para abajo de la mitad del cuerpo y el habla. Madelaine se alegró de que al menos pudiera decidir por sí misma, de no tener que ser ella la que tomara ninguna decisión. Así que arregló todo para que su tía tuviera lo necesario en su dormitorio. Afortunadamente, la joven era enfermera, una de esas mujeres entregadas y sencillas, sin una sensibilidad excesiva, gran ventaja para poder cuidar de su tía con eficacia.
—Me gustaría acercarme al supermercado en algún momento.
—Si quieres, ve ahora. Yo me quedo con mi tía.
—Gracias, en media hora estoy de vuelta. El gotero está recién cambiado y la sonda en su sitio.
Yolanda salió y Madelaine se quedó observando a su tía. Clara la miraba con una expresión extraña. Parecía haber aceptado que no podía hablar. Pero no era resignación lo que encontró en sus ojos. Madelaine no había tocado a su tía desde que la dejó en el hospital. El contacto le resultaba sumamente repulsivo y la tía Clara se había dado cuenta. Estaba segura. Miró a Madelaine y le señaló con la mirada el sillón junto a la cama para que se sentara a hacerle compañía. Madelaine lo hizo. La anciana había perdido cuatro kilos durante aquella semana, aunque el rostro, producto de la falta de movimiento, lo tenía ligeramente inflamado. Retenía líquido y pronto empezarían a fallarle los riñones, el hígado y el corazón. Era solo cuestión de tiempo el que las piernas se le empezaran a gangrenar. De hecho, esa era la misión más importante de la enfermera: moverla cada poco tiempo para que no se ulcerase.
—Tía, no te queda mucho tiempo de vida, y por mi parte no voy a consentir una mentira más entre nosotras.
La tía hizo un gesto de asentimiento resignado. Madelaine continuó:
—Comencemos por lo más importante. Si se te empiezan a gangrenar las piernas, tenemos dos opciones: empezar a cortar, o la morfina. Tu corazón no aguantará muchas horas la morfina, pero en realidad la primera no es una opción humana. No al menos desde mi punto de vista, ¿estás de acuerdo?
La tía Clara asintió levemente. En sus ojos había miedo, una emoción que jamás había asomado a su mirada pero que, ahora Madelaine percibía con asombro, era la esencia misma de la que se componía el cuerpo de su tía: el miedo. El miedo que es lo contrario al amor, el miedo que produce odio. Y el odio, que cuando se hace crónico y se pudre, es generador de resentimiento, el veneno más corrosivo y difícil de eliminar.
—Bien, yo puedo administrarte la morfina cuando llegue el momento y dejaremos que todo fluya. Hay otro tema que tenemos pendiente, y, dadas las circunstancias, no creo que debamos posponerlo por más tiempo —observó Madelaine con frialdad—. Sé que tú mataste a mi madre.
La tía Clara la miró con los ojos muy abiertos, expectante a su reacción. El miedo transformado en terror ante la perspectiva de que la única persona que le importaba en el mundo la viera como un monstruo. No quería morir sola. El pánico prendió una llama en su interior y la poca vida que le quedaba se revolvió.
—¿Es verdad eso? ¿Mataste a mi madre? —preguntó Madelaine intentando que no le temblara la voz.
Los ojos de la tía Clara se humedecieron, se esforzó por hablar, pero la frustración solo consiguió llevar más lágrimas a sus ojos y pronto estas comenzaron a rodar por sus mejillas.
—Ahórrate excusas, o explicaciones. Afortunadamente, no vas a poder —dijo Madelaine con crueldad—. Solo quiero una respuesta. Sí o no.
Finalmente la tía Clara asintió. Madelaine respiró profundamente.
—La mataste por la relación que tenía con Rosario.
La tía Clara inspiró hondo. Si Madelaine la tocaba, simplemente posaba la mano sobre la suya, quizá pudiera entender. Sin el contacto físico, la comunicación era imposible, y su sobrina no parecía querer tocarla por nada del mundo. Clara sentía la repulsión que le causaba y el dolor le resultaba insoportable. Lanzó un quejido gutural. Madelaine, en un acto reflejo, de esos que siente el ser humano ante el dolor ajeno, tocó su muñeca.
1978, San Gabriel
Inmaculada agarra la muñeca de Clara con fuerza.
—Me voy. Ni tú ni nadie me lo va a impedir. Clara se libera de la mano de su cuñada de un tirón. Jamás pensó que aquella mosquita muerta con aires intelectuales tuviera agallas para ponerle la mano encima. Pero Inmaculada esta vez está decidida. Con la otra mano, agarra con fuerza una pequeña maleta.
—La niña no sale de esta casa.
—Madelaine es mi hija e irá donde yo vaya —replica Inmaculada subiendo el tono—. No voy a dejarla aquí.
—Y yo me voy con ella —dice Rosario, que sale de la zona de dormitorios en ese momento con otra maleta.
Es casi medianoche. Madelaine está todavía en su cuarto, ajena a que su destino, y el de todas esas mujeres, está discutiéndose en lo alto de la escalera. Clara las mira estupefacta.
—¿Os habéis vuelto las dos locas?
—Por favor, Clara. Esto no va contigo. Vete a tu cuarto y olvídate.
—¿Os vais a ir así, como ladrones? —pregunta Clara sin salir de su asombro—. Rodrigo no te dará nada. Y se encargará de que tú tampoco tengas nada. ¿De qué vais a vivir?
—Trabajando, Clara, como siempre lo he hecho, hasta que me casé.
—Pensad en la niña, en lo que le vais a quitar. Es un gran pecado eso que hacéis y os condenaréis en el infierno. Arrastraréis a una inocente con vosotras —amenaza Clara agarrando ahora la maleta de Inmaculada.
—¡Suéltame!
—¡Suéltala, Clara!
Pero Clara no está dispuesta a dejarla ir. Siente que es su deber. En ausencia de su madre y su hermano, ella es la guardiana de la familia. Su delgado cuerpo se transforma animado por la furia de un ángel caído y lucha sin pensar en que la clemencia es posible. Inmaculada se defiende como una loba, profundamente herida tras años de maltratos y con las energías justas y aunadas para el escape final y definitivo, el que no puede fallar, so pena de cadena perpetua. Rosario interviene para separarlas, pero sus sentimientos y deseos, los años de infelicidad, y lo que desgraciadamente sabe de su destino, no la convierten en juez imparcial. Su dolor la ciega, y es mayor si cabe que el de su amada porque sabe que la cadena perpetua es inapelable. En el forcejeo, Inmaculada rueda escaleras abajo.